Andrés Iniesta es un tipo curioso. Una persona tímida. Reservada. Aparentemente normal. Sin ínfulas. Sin aspavientos. Sin grandes gestos de cara a la galería. Sin creerse un Dios por saber jugar a la pelota como los ángeles. Una rara avis en el mundo del fútbol. Un futbolista sin pinta de futbolista que se transformaba en un mago cuando había un balón de por medio. Un futbolista callado que sólo hablaba con regates imposibles, pases sublimes y paredes al primer toque. Un futbolista que puso de acuerdo a todos: nadie le odiaba y todos pensaban que era superlativo con la pelota en los pies. Uno de esos futbolistas que te reconcilia con la vida y con los sueños.
Un futbolista al que la pelota quiso hacerle justicia y convertirlo en héroe, concediéndole pasar a la historia por marcar, al menos, dos de los goles más importantes del club su vida y de su selección. El Iniestazo de Stamford Bridge y el del minuto 116 en el Soccer City de Johannesburgo que le dio a España su primera, y de momento única, Copa del Mundo.
Un héroe por el que pocos apostaban y que fue capaz de presentarse varias veces en el lugar adecuado y en el instante preciso para demostrar que no hace falta estar a la gresca con todo el mundo, hablar más de la cuenta y poner cara de malote y estreñido para triunfar sobre el césped de un campo de fútbol. Talento, inteligencia, serenidad, pasión, compañerismo, pundonor y capacidad de sacrificio bastan. Aunque sea difícil mezclar tantos ingredientes en la proporción exacta en un solo futbolista para que surja la magia. Tanto, que se ha convertido en un jugador irrepetible. Tanto, que el molde con el que se forjó a Andrés es casi único.
***
El 11 de julio de 2010, en Johannesburgo, Andrés Iniesta afronta el partido más importante de su vida: la final de la Copa del Mundo. Un momento con el que todo futbolista ha soñado despierto desde pequeño. Iniesta, por supuesto, también. Allá en su Fuentealbilla natal, cuando correteaba detrás de una pelota haciendo ya regates imposibles y no dejando, pese a su corta estatura, que nadie le quitara un balón. Allí ya soñaba con salir un día por el túnel de vestuarios y, a lo lejos, al final del pasillo que se abre para saltar al césped, ver la Copa del Mundo que te mira expectante. Y pasar por su lado sin tocarla, esperando emocionado a levantarla cuando el partido se acabe.
La escenografía es perfecta, épica y grandiosa. Todo está preparado para que el balón empiece a rodar para coronar a un nuevo Campeón del Mundo. Neerlandeses y españoles alivian como pueden la tensión del instante. Iniesta también está tenso por el momento que está a punto de vivir. Normal. Lo que no puede ni siquiera imaginar es que le esperan ciento veinte minutos de acoso y derribo, de venganza metódicamente planificada por un excompañero que también lleva mucho tiempo esperando este momento. A Iniesta le espera todo el cariño y el amor que Mark Van Bommel le tenía reservado desde que salió del FC Barcelona, casi por la puerta de atrás, el 27 de agosto de 2006.
Aunque, en realidad, deberíamos retroceder un poquito más en el tiempo. No mucho más. Apenas tres meses más. Justo hasta el 17 de mayo de aquel año 2006, el día que el Barça de Rijkaard ganó la Champions en París con el neerlandés como titular y el manchego en el banquillo, un día que Andrés Iniesta describiría después como uno de los momentos más duros que ha vivido como futbolista.
Y es que el joven de Fuentealbilla había sido crucial para el FC Barcelona en los cuartos de final de la Copa de Europa ante el Benfica y también en las semifinales ante el AC Milan, pero para el partido del siglo, ése que el barcelonismo llevaba esperando desde la derrota en la final de Atenas de 1994, Frank Rijkaard se decantó por la fuerza, el pulmón y el músculo de su compatriota en detrimento del talento del recién aterrizado en el primer equipo. Además, con Xavi Hernández aún recuperándose de una grave lesión, decidió blindar totalmente el centro del campo culé añadiendo también a Deco y a Edmilson.
Pero la energía no fue suficiente y el Barcelona se fue a los vestuarios con un cero a uno en contra, pese a jugar contra diez tras la expulsión del portero Lehmann a los veinte minutos. Tras el descanso, Rijkaard decidió corregirse a sí mismo y hacer saltar a Iniesta al césped de Saint Denis para suplir a Edmilson y, quince minutos después, también a Larsson para relevar a Van Bommel. Ambos le dieron aire al Barcelona, lo convirtieron en un equipo mucho más reconocible y acabaron por ser absolutamente claves en la remontada (2-1) que daba al club catalán la segunda Copa de Europa de su historia 14 años después.
Pues bien, aunque el que estuvo enfadado y dolorido por no ser titular en esa final fue Andrés Iniesta, el damnificado apenas tres meses más tarde fue Mark Van Bommel, que hizo las maletas rumbo a Múnich tras una sola temporada en el club del que estaba enamorado desde pequeño. Desde que pasaba las vacaciones de verano con su familia en Lloret de Mar y Salou, luciendo una camiseta del Barça y totalmente encandilado, por vía paterna, por el Barça de Cruyff.
De su salida no se habló demasiado en los medios de comunicación de Barcelona, pero lo cierto es que Van Bommel se fue escocido. Algo (o alguien) le hizo pensar que Andrés Iniesta iba a estar por delante de él en las alineaciones. De hecho, alguna (o mucha) razón tenía, ya que en los primeros tres partidos oficiales disputados por los blaugrana, el neerlandés no disputó un solo minuto.
Eso sí, hasta ese 27 de agosto de 2006, día en el que se despidió de todos sus compañeros tras el entrenamiento, el ex del PSV Eindhoven cumplió como el que más. De hecho, en ese último entreno con el Barça hizo dos goles en el partidillo y fue a la disputa de todos los balones con la misma contundencia de siempre. Es decir, con toda. Tanto es así, que golpeó al de Fuentealbilla en la tibia, dejándole como regalo de despedida una contusión que, por fortuna, tan sólo le hizo abandonar la sesión antes de tiempo. ¿Casualidad? No sé… Pero si hacemos caso al refranero popular, que suele ser sabio, aplícate aquello de piensa mal y acertarás.
Al día siguiente, Mark Van Bommel abandonó el FC Barcelona para siempre. Había decidido cambiar de aires en busca de un equipo donde se le valorara más y contara con los minutos que ahora Rijkaard le negaba.
Y lo consiguió.
Porque recaló en el Bayern de Múnich a cambio de seis millones de euros para sustituir al gran Michel Ballack y allí se convirtió en un auténtico referente. De hecho, fue el primer jugador extranjero que lució el brazalete de capitán en el club bávaro. Todo un orgullo. Y más para un neerlandés. Que neerlandeses y alemanes nunca se han llevado demasiado bien…
El caso es que en todo ese tiempo, casi cuatro largos años, Van Bommel, además de ganar tres Copas de Alemania, dos Bundesligas y disputar una final de Champions, había ido incubando interiormente un odio casi visceral hacia Andrés Iniesta que estalló definitivamente en la final del Mundial de Sudáfrica. Seguramente instigado y avivado tácticamente por su suegro.
Sí, sí, por su suegro.
Porque Bert Van Marwijk, el seleccionador de los Países Bajos en el Mundial de Sudáfrica, era (y es) el suegro de Mark Van Bommel.
Todo quedaba en casa, entonces.
***
Pero antes de la vuelta a Barcelona, y antes, claro, de la marcha de Van Bommel, llegaría la primera participación de Andrés Iniesta en un Copa del Mundo. Aunque, al final, se quedó en una mera anécdota. Y muy descorazonadora, por cierto.
La España de Luis Aragonés se había clasificado con dificultades para el Mundial de Alemania 2006, pero, como siempre, se presentó en tierras germanas con la vitola de estar en el grupo de favoritos a levantar la Copa del Mundo. La eterna aspirante. El eterno canto de sirenas.
Iniesta fue convocado por Aragonés, pero, con 22 años recién cumplidos, aún tenía un papel residual en esa selección. El Sabio de Hortaleza confiaba en Xavi Hernández para llevar la madeja del equipo y solía situar junto a él a un centrocampista un poco más destructor que solía ser Xabi Alonso… o David Albelda… o incluso Marcos Senna. Junto a ellos, Cesc Fábregas. Y si necesitaba velocidad por bandas recurría a José Antonio Reyes o al chisposo Joaquín. Arriba, Raúl junto a David Villa y, en ocasiones, Fernando Torres.
Así que Andrés Iniesta tan sólo disputó el último partido de la fase de grupos ante Arabia Saudí, cuando los ibéricos ya habían solventado con victoria sus dos primeros encuentros (4 a 1 ante Ucrania y 3 a 1 ante Túnez) y eran matemáticamente primeros de grupo. No jugó ni un solo minuto en los dos primeros choques ni tampoco ante Francia, en unos octavos de final que supusieron la eliminación de los españoles del torneo (1-3).
Y eso que Iniesta venía de ser campeón de Europa con el FC Barcelona.
Pero aún era pronto para él…
Su momento llegaría más adelante.
Se estaba cociendo a fuego lento.
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