"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

martes, 31 de mayo de 2022

El milagro de Belo Horizonte: Estados Unidos derrota a Inglaterra en el Mundial de Brasil 50

En 1950 la máxima competición del fútbol de selecciones volvía a disputarse después de 12 años de parón a causa de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra. El Mundial de Francia de 1938 que ganó la Italia de Pozzo había sido hasta ese instante el último torneo.

Pero en 1946 se decidió que el Mundial volvería a disputarse en 1950 y que se jugaría en Brasil, único país que había presentado su candidatura ante la imposibilidad de jugar en una Europa todavía en plena reconstrucción tras la guerra. Al Mundial del 50 la FIFA no permitió que fuera Alemania, sancionada como responsable de la contienda mundial, y tampoco disputaron la fase de clasificación los principales países comunistas europeos, por lo que ni la Unión Soviética, ni Hungría, ni Checoslovaquia lucharían en tierras sudamericanas por la conquista de la Copa Jules Rimet.

Quien sí acudiría al Mundial por primera vez sería Inglaterra. Tras haberse negado a participar en los tres anteriores torneos, los inventores de este deporte maravilloso llamado fútbol habían decidido dejar de lado su tradicional “política de no intervención”, limaron asperezas con la FIFA y se integraron en la organización junto con el resto de equipos británicos en 1946. Eso supuso que disputaran las eliminatorias para estar en Brasil y poder demostrar al mundo que, además de los inventores del fútbol, eran los que mejor lo jugaban. No se podían ni imaginar lo que les esperaba en tierras sudamericanas.

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La selección inglesa integró un grupo de clasificación junto al resto de selecciones británicas (Escocia, Gales e Irlanda) y de ahí saldrían dos equipos directamente clasificados para el Mundial de Brasil. Inglaterra ganó en Gales por 1 a 4 y en Escocia por 0 a 1, mientras que se deshizo con suma facilidad de Irlanda en Wembley (9-2). La selección, entrenada desde 1946 por Walter Winterbotton, se ganó su billete a tierras brasileras junto a Escocia, pero los escoceses renunciaron porque, aunque el segundo también iba, habían asegurado antes de la disputa de las eliminatorias que sólo jugarían el Mundial si quedaban primeros. Así que nadie pudo convencerles de lo contrario y sólo los ingleses partieron hacia tierras sudamericanas.

Inglaterra tenía a Bert Williams de portero y solía jugar con una defensa de tres hombres compuesta por Alf Ramsey (el seleccionador que pasaría a la historia de Inglaterra tras ganar el Mundial de 1966), John Aston Senior (buque insignia del Manchester United) y Billy Wright (el gran capitán de la selección y de los Wolves). En el centro del campo controlaban las embestidas rivales y cocinaban el juego de los “pross” Laurie Hughes, del Liverpool, y Jimmy Dickinson, campeón de Liga con el Portsmouth, mientras que la delantera era absolutamente temible y la solían formar Wilf Mannion, Tom Finney, Jimmy Mullen, Stan Mortensen y Roy Bentley. Por si fuera poco, aún tenía Winterbotton dos balas en la recámara arriba con el mítico Stanley Mathews (que entonces ya tenía 36 años) o Eddie Baily.

Ese equipazo, junto con Brasil, era el favorito para ganar el torneo después de que los italianos, los vigentes campeones, hubieran de presentar una selección totalmente nueva tras de la tragedia de Superga del 4 de mayo de 1949 cuando el avión que traía a todo el Torino de vuelta a casa desde Lisboa impactó contra la torre de la basílica de Superga, a las afueras de Turín, y murieran los 18 integrantes del equipo que había ganado las últimas cinco ligas disputadas en Italia, sus entrenadores, dos directivos y tres periodistas que acompañaban al equipo. Perdieron la vida 31 personas en una tragedia que vistió de luto el fútbol trasalpino y mundial. Aun así, la azzurra disputó el torneo igualmente, en un acto de homenaje a sus compañeros fallecidos, pero no pudo superar a Suecia, ante la que cayó por 3 a 2 en el primer encuentro, y regresó a casa pese al triunfo por 2 a 0 ante Paraguay.

Otra de las selecciones importantes que no disputó el Mundial fue Argentina, ya que las federaciones de Argentina y Brasil tenían grandes diferencias que no pudieron (o quisieron) solventar y la albiceleste optó por renunciar al torneo. Además, la huelga de futbolistas profesionales que se desató en 1948 y que acabó con los mejores futbolistas argentinos jugando fuera del país le restó potencial a la selección, así que la AFA decidió no participar en el Mundial de 1950. Así que ni la espectacular delantera de River apodada la Máquina en pleno apogeo ni unos jóvenes Di Stéfano y Carrizo pudieron debutar en una Copa del Mundo.

Los ingleses sí que debutarían por fin en su primera cita mundialista y lo harían en el grupo de Chile, Estados Unidos y España. Sólo el primero pasaría a una liguilla de cuatro equipos de la que saldría el Campeón del Mundo tras jugar todos contra todos. Las casas de apuestas pagaban 3 a 1 la victoria de Inglaterra en el Mundial. Si los norteamericanos levantaban la Copa se pagaba 500 a 1. En el partido entre Inglaterra y Estados Unidos, las casas de apuestas ni siquiera permitieron apostar. Imaginaos qué claro lo tenían.

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Pero empecemos por el principio.

Los ingleses debutaron el 25 de junio en Maracaná ante Chile y presentaron su candidatura a ganar el torneo venciendo con relativa solvencia a los mapuches con los tantos de Stan Mortensen en la recta final de la primera mitad y de Wilf Mannion al poco de iniciada la segunda. Nadie podía imaginar a esas alturas que serían los únicos goles que marcarían los Tres Leones en toda la competición.

Mientras, a la misma hora, debutaba España ante Estados Unidos en Curitiba. La selección entrenada por Guillermo Eizaguirre, la de los Ramallets, Puchades, Basora, Gainza y Zarra, derrotó a los yanquis por 3 a 1, pero lo pasó francamente mal y hubo de esperar a la recta final del encuentro para conseguir remontar el tanto inicial americano.

Con algunos apuros, sobre todo por parte de los españoles, pero los dos favoritos del grupo habían empezado como se esperaba.

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El día 29 de junio, en Belo Horizonte, Inglaterra y Estados Unidos iban a enfrentarse en la segunda jornada del grupo segundo. El equipo norteamericano era una mezcla de jugadores amateurs de orígenes diversos, universitarios y algunos pocos profesionales de capa caída que se ganaban unos dólares jugando a soccer después del trabajo.

Había entre los seleccionados muchos de Saint Louis y casi todos eran hijos de inmigrantes europeos, un friegaplatos, un conductor de coches fúnebres, algunos profesores, algún oficinista y algún que otro aspirante a contable.

El portero Borghi era de origen italiano; el defensa Maca, de origen belga, y los también zagueros Walter Bahr y Harry Keough, universitarios de San Louis; el centrocampista y capitán Eddy McIlvenny, de origen escocés; John y Ed Souza, interior derecha y atacante, de origen portugués; mientras que el ariete Joe Gaetjens había nacido en Haití y aún no disponía de la nacionalidad norteamericana.

Un equipo cogido con alfileres que apenas habían jugado juntos unos cuantos amistosos y que había confeccionado su seleccionador, Bill Jeffrey, que entonces entrenaba al Penn State, el equipo de soccer de la Universidad de Pensilvania.

Enfrente, todas las rutilantes estrellas inglesas. Profesionales todos. Las estrellas del Manchester United, del Liverpool, del Leeds, del Portsmouth, del Blackpool, del Stoke City… Ganadores de la First Division y de la FA Cup que vivían por y para el fútbol. La flor y nata de los mejores equipos de la potentísima liga inglesa.

Así que los norteamericanos saltaron al terreno de juego convencidos de que perderían y sólo tenían la intención de hacer un buen papel y caer dignamente, como cuatro días antes ante España. Los ingleses buscaban, en cambio, certificar un mero trámite. Salir, ganar e irse. Pero el fútbol es imprevisible y, a veces, simplemente milagroso. En los primeros minutos de partido los ingleses tuvieron media docena de ocasiones claras, incluyendo dos remates a los postes, que desbarató una por una el portero Borghi, tocado esa tarde por la varita mágica.

Los norteamericanos contrarrestaban la calidad técnica y táctica de los ingleses con una ilusión desbordante, mucho pundonor y poderío físico y muchos balones en largo a ver qué pescaban. Y en una de esas, en el minuto 38 de la primera mitad, encontraron petróleo. El atacante Souza había conseguido controlar un balón largo en tres cuartos de campo inglés e intentó aproximarse a los dominios del portero Williams, pero se escoró demasiado y, sin posición de lanzamiento, optó por centrar. El meta inglés salió a por la pelota, pero se encontró con que el haitiano Gaetjens, potentísimo, había metido la cabeza antes para alojar la pelota en el fondo de las mallas. 

Mientras Williams se lamentaba, el público de Belo Horizonte se frotaba los ojos. Los inventores del fútbol estaban perdiendo contra un equipo de aficionados yanquis que, en su país, no sabían ni que estaban representándolos en un torneo de este calibre.

Pero faltaba mucho tiempo por delante, toda la segunda parte, y pocos apostaban a esas alturas porque la sorpresa se confirmara. Y más después de asistir a la salida en tromba de los ingleses, que volvieron a acorralar a los americanos en su área y dispusieron de un buen puñado de ocasiones claras que solventaron con acierto entre Borghi y la defensa. 

Pero poco a poco el paso de los minutos fue espaciando cada vez más las ocasiones inglesas y los norteamericanos se encontraban cada vez más cómodos y, a la vez, más nerviosos ante la posibilidad de dar la sorpresa de la competición. Pero solventaron el trámite con algún sobresalto, pero sin demasiados apuros, ante la mirada atónita de los espectadores y de los periodistas ingleses, porque lo norteamericanos no habían enviado a nadie a cubrir un torneo que no interesaba a nadie en su país.

El colegiado pitó el final del encuentro entre la desesperación de los ingleses y la alegría inmensa de los jugadores norteamericanos y del público que había asistido al partido, que invadió el campo para acabar sacando a algunos jugadores a hombros. Los periodistas ingleses presentes en el estadio enviaron sus crónicas por fax o por cable y los diarios de la isla no acababan de creérselo. Hubo algún medio que al recibir el resultado (0-1) creyó que se habían equivocado al transcribirlo y puso directamente el 1 delante del cero para publicar que Inglaterra había vencido a Estados Unidos por 10 a 1. Otra cosa no era posible. O no parecía posible.

Y es que se hace difícil explicar la dimensión de un resultado como ése y contextualizarlo. Sería como si una selección amateur inglesa de fútbol americano derrotara a los Ángeles RAMS o a los New England Patriots. O como si Angola, Irak o Albania, por poner algún ejemplo, le ganaran al Dream Team americano de básquet un partido en los Juegos Olímpicos. O como si San Marino, España o Túnez derrotaran a Rusia en un partido de hockey sobre hielo en las Olimpiadas Invierno. Un auténtico milagro, vamos. El primer milagro en una Copa del Mundo. El Milagro de Belo Horizonte.

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Pero aun habiendo caído ante Estados Unidos, Inglaterra tenía la posibilidad de pasar a la liguilla final si derrotaba a España en la última jornada del grupo en Maracaná en un encuentro que estaba marcado en rojo en el calendario por ambos equipos antes del estreno en el torneo. De hecho, Maracaná presentó ese día la mejor entrada de todos los encuentros jugados en ese estadio sin presencia de la canarinha.

El seleccionador de Las Tres Rosas, Winterbotton, había incluido en el once a Stanley Mathews y a Eddie Baily para abrir más el campo y atacar por los extremos, pero los laterales españoles completaron un gran partido y cerraron bien los dos carriles. Además, los ingleses se encontraron con un Ramallets descomunal en la portería española, desde entonces conocido como “el Gato de Maracaná”, que se encargó de blocar por alto cada centro inglés al corazón del área y de atrapar cada remate a portería.

También sufrieron los “pross” la bravura y la clase de Puchades, que se echó al equipo a la espalda desde el centro del campo; el nervio de Gainza y de Basora en ataque y, finalmente, a Zarra, que anotó el tanto más famoso de la selección española en mucho tiempo. Un saque largo de Ramallets lo recogió Alonso en la parte derecha del ataque, aún en la línea de medios, y avanzó con la pelota hasta meter un centro preciso al vértice izquierdo del área pequeña. Allí se elevó Gainza por encima de su par y cabeceó al corazón del área pequeña, donde apareció Zarra libre de marca para rematar al primer toque y batir a Bert Williams nada más empezar la segunda parte.

Bastó ese tanto porque los británicos fueron incapaces de reaccionar y así acabó el encuentro, con victoria española por uno gol a cero. Los ingleses tenían que hacer definitivamente las maletas en su estreno mundialista, mientras los de Eizaguirre se clasificaban entre los cuatro mejores equipos del torneo y lucharían sin éxito por levantar la Copa del Mundo. Hasta 2010, cuando España levantó su primera Copa del Mundo en Sudáfrica, el cuarto puesto de Mundial del 50 fue el mejor resultado de los ibéricos en un Mundial.

El Times de Londres resumió la primera participación de su selección en una Copa del Mundo con este epitafio: “En conmovido recuerdo al fútbol inglés que murió en Río de Janeiro el 2 de julio en 1950, entre profundos lamentos de un círculo de amigos y simpatizantes. Descanse en paz. El cadáver será incinerado y las cenizas llevadas a España”.

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El estrepitoso fracaso de Inglaterra en Brasil demostró, de forma cruel, una gran lección: haber inventado el fútbol no te convierte necesariamente en el que mejor lo juega. Y a fuerza de golpes, Inglaterra fue aprendiendo poco a poco esa dura lección.

Aunque el duelo inglés se quedó muy corto al lado del brasileño, que viviría su particular infierno pocos días más tarde, cuando cayeron sin esperarlo en un Maracaná a rebosar ante los valientes uruguayos, que acabaron levantando su segunda Copa del Mundo contra todo pronóstico en la inmensidad del silencio de un estadio semivacío. El Maracanazo, otro milagro en el mismo Mundial que marcó a toda una generación.

Los norteamericanos ya tenían el suyo, su milagro de Belo Horizonte. Aunque a su vuelta al país nadie los esperaba para aclamarlos ni para felicitarlos ni para homenajearlos más allá de un puñado de familiares y amigos. Pese a todo, los héroes norteamericanos del 50 quedaron en el recuerdo de todos los aficionados al fútbol, un recuerdo cada vez más admirado a medida que la selección de Estados Unidos iba consumiendo sus 40 años de travesía por el desierto de los mundiales, ya que no volvería a participar en una Copa del Mundo hasta Italia 90

Aunque a los ciudadanos norteamericanos siguió sin importarles demasiado.

miércoles, 25 de mayo de 2022

La Bulgaria de Stoichkov da la campanada en Estados Unidos 1994

El Mundial de Estados Unidos de 1994 será recordado por muchas cosas. Por ser la primera Copa del Mundo disputada en un país donde el fútbol no es ni el primero, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto deporte más popular. Por ser la primera vez que los jugadores lucían el mismo dorsal durante todo el torneo y encima del número, su nombre. Por ser la primera vez que se repartieron 3 puntos por victoria en la primera fase (hasta ese instante habían sido dos). Por ser la primera vez que los árbitros desterraban el negro de su indumentaria y vestían con camisetas doradas, rojas, grises o rosas.

Se recordará Estados Unidos 94 por ser la Copa del Mundo del positivo de Maradona, donde los argentinos empezaron como aviones, incluso presentando su candidatura a levantar de nuevo la copa, para sucumbir al trauma del drama de su capitán y caer en una depresión futbolística que les mandó a casa en octavos de final. También se recordará por ser la Copa del Mundo de Roberto Baggio, que fue clasificando a su selección con goles inverosímiles mientras su entrenador no quería verlo ni en pintura, muy a la italiana. Fue la Copa del Mundo del fallo de Salinas delante del portero y del codazo de Tassotti a Luis Enrique. Fue el torneo de la Suecia de Larsson, Dahlin, Brolin y Kennet Andersson, que se plantó en semifinales reverdeciendo viejos laureles casi olvidados en el país escandinavo. Fue el Mundial de Romario y Bebeto. Y también la del tetracampeonato brasileño en la única final sin goles de la historia y la primera que se resolvió en la tanda de penaltis (la segunda fue la de Alemania 2006, también con Italia sobre el césped aunque con un resultado bien distinto).

Pero también fue (o principalmente fue) el Mundial de Bulgaria. La Bulgaria díscola e imprevisible de Stoichkov, Letchkov, Balakov, Kostadinov, Ivanov y el portero Mihaylov, que se encargó de sorprender a propios y extraños superando ronda tras ronda hasta detenerse en las semifinales, donde acabó topando contra la magia de Roberto Baggio y el oficio de los futbolistas italianos.

Los búlgaros no habían ganado ni un solo partido en sus cinco apariciones anteriores en una Copa del Mundo: ni en Chile 62, ni en Inglaterra 66, ni en México 70, ni en Alemania 74 fueron los balcánicos capaces de ganar un solo encuentro y se fueron a casa a las primeras de cambio. En México 86 tampoco obtuvieron ninguna victoria, pero superaron la primera ronda como una de las mejores terceras después de dos empates y una derrota. Se fueron a casa tras caer ante México por dos goles a cero en los octavos de final. Cinco mundiales y ni un solo triunfo. En Estados Unidos los Leones de Bulgaria consiguieron la primera victoria y ya no quisieron parar.

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Todo empezó casi milagrosamente el 17 de noviembre de 1993, en el último partido de la fase de clasificación que Bulgaria debía jugar en el Parque de los Príncipes ante la Francia de Cantona, Deschamps, Blanc, Desailly, Papin, Ginola y compañía. Los del Gallo habían tropezado en casa ante Israel una jornada antes y habían dejado abierto un grupo que parecía casi sentenciado. Suecia se había clasificado ya y la otra plaza para Estados Unidos 94 se la jugarían franceses y búlgaros en París. A los galos les bastaba un empate, mientras que los Leones necesitaban una victoria que todo el mundo juzgaba improbable.

Pero ya presentarse en el Parque de los Príncipes con todo el equipo al completo fue un triunfo. Dos de los mejores atacantes del equipo, Emil Kostadinov y Lubo Penev, ambos titulares indiscutibles, estaban esperando el visado para poder entrar en Francia desde Alemania, lugar en el que el seleccionador, Dimitar Penev, había decidido concentrar al equipo para huir de las críticas en Bulgaria. Apenas a dos días del choque, los visados no habían llegado y al meta Borislav Mihaylov se le ocurrió una idea un poco peregrina y anticuada, pero muy efectiva. El bueno de Mihaylov jugaba en el FC Mulhouse, club de una ciudad fronteriza entre Francia y Alemania, y allí era popular y tenía contactos, así que, ni corto ni perezoso, se puso al volante de un coche, cargó a sus dos compañeros y confió en que su popularidad sirviera para cruzar la frontera sin demasiados problemas y sin la inevitable petición de documentación. Y así fue como Penev y Kostadinov pudieron jugar el partido más importante de su selección en mucho tiempo. Si los gendarmes franceses hubieran intuido lo que pasaría después, seguro que no les hubieran dejado pasar.

Porque en el Parque de los Príncipes se llegó al minuto 89 de partido con empate a uno tras los goles de Cantona y la respuesta de Kostadinov (ambos en la primera mitad). En ese momento, Ginola llegó casi hasta la línea de fondo de la parte derecha del ataque francés y recibió una falta. Prácticamente ningún compañero acudió al remate y Guerin sacó en corto con la intención de que Ginola se llevara el balón al córner y fueran pasando los agónicos segundos que les separaban de Estados Unidos 94. Pero Ginola controló la pelota y centró al segundo palo sin pensárselo. Y sin mirar, porque no había ningún compañero allí.

La estampida de Los Leones búlgaros fue antológica. Salieron como flechas por la parte derecha hacia la portería rival y en dos toques le llegó el balón a Penev, que vio el desmarque de Kostadinov y le metió un pase al espacio por encima de toda la defensa francesa. El atacante recogió la pelota en el vértice derecho del área y lanzó un misil a la escuadra de Lama que golpeó en el larguero antes de meterse en la portería francesa. Pasaban segundos del minuto 90 y Bulgaria acababa de sacar el billete a Estados Unidos mientras que a Francia le tocaba bajarse del avión. Los medios de comunicación del país balcánico hablaban de un milagro, mientras que entre los medios de comunicación corría como la pólvora una frase mítica: “Dios es búlgaro”.

Pero si lo era, quiso poner a prueba a la selección, porque justo antes del Mundial, Lubo Penev anunció que padecía un cáncer testicular, por lo que no sólo no jugaría el Mundial, sino que ahora le tocaría luchar directamente por su vida. Así, sin uno de los jugadores más carismáticos de la selección, Bulgaria emprendía el camino hacia el sueño americano. Un sueño que pasaba por conseguir la primera victoria en un Mundial para intentar seguir adelante en el torneo. Los primeros rivales: Nigeria, Grecia y Argentina.

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A Estados Unidos llegaron Los Leones búlgaros a jugar al fútbol como vivían y a vivir como jugaban al fútbol, con intensidad, con vitalidad, a borbotones. Porque la selección de Dimitar Penev juntaba un talento descomunal, sobre todo de medio campo hacia adelante, pero eran casi todos sus mejores futbolistas unos tipos muy anárquicos, duros, que funcionaban a impulsos, capaces de lo mejor y de lo peor, con un carácter extraordinariamente competitivo y que jugaban a una velocidad endiablada.

Y vivían también así. Al borde del abismo. Sin parecer un equipo de fútbol. Era la única selección que había permitido a las mujeres de los jugadores estar en la concentración. Era la única selección que no contaba con personal de seguridad en el hotel de concentración. Era la única selección en la que podías ver a sus jugadores fumando y tomando cerveza en el borde de una piscina ataviados con sus camisas estampadas de colores. Era la única selección donde los jugadores jugaban a las cartas hasta altas horas de la madrugada. Jóvenes con ganas de disfrutar del momento que estaban viviendo y que se tomaban la vida como venía. Fútbol para jugar. Fútbol para disfrutar. Fútbol para vivir.

Fútbol practicado por una generación de jóvenes que, por primera vez, había tenido la oportunidad de demostrar su talento en Europa. Y es que el régimen comunista búlgaro no había permitido salir del país a ningún deportista hasta que no cumpliera 28 años. Tras la caída del régimen, los mejores jugadores búlgaros salieron a triunfar en Europa, a empaparse del fútbol europeo y a competir con los mejores.

En 1994, Stoichkov ya llevaba cuatro temporadas en Barcelona y había sido campeón de Europa en 1992 y finalista en 1994. Lubo Penev brillaba en el Valencia CF, como lo hacía Kostadinov en Oporto, Balakov en el Sporting de Lisboa o Letchkov en Hamburgo. También jugaban en Europa y destacaban en sus clubes Genchev, Mihaylov, Ivanov o Iliev.

Pero esos futbolistas anárquicos con una personalidad desmesurada se convertían en un equipo temible cuando jugaban juntos, un ataque portentoso que brillaba especialmente con metros por delante y que convertía los partidos en un suplicio para los rivales si se les permitía correr y mover la pelota rápido en tres cuartos de campo.

Porque tenían en Balakov, centrocampista del Sporting de Lisboa, a un auténtico portento técnico, con una izquierda maravillosa con la que lanzaba al ataque a sus veloces compañeros con pases milimétricos.

Porque le protegía Letchkov, del Hamgurgo, su escudero en el centro. Un futbolista calvo con un mechón de pelo en la frente desnuda que percutía y percutía y percutía, llegando al área para rematar con las dos piernas y con la cabeza a la mínima que se le presentaba la ocasión.

Porque tenían a Kostadinov, el delantero del Oporto, capaz de marcar goles de la nada. Fuerte, potente, rápido e intuitivo y técnico.

Y porque contaban con Stoichkov, la estrella de la selección que ya había demostrado en el FC Barcelona que se había convertido en uno de los mejores atacantes del mundo. Veloz, hábil, constante, batallador, incansable, luchador, con un misil en la pierna izquierda y una facilidad inusitada para hacer goles.

Cubriéndoles las espaldas estaba Trifon Ivanov, del Neuchatel, un defensa de los de antes que, además, se incorporaba al ataque con facilidad desde su banda izquierda.

Bajo palos, Mihaylov encajaba como un guante en ese equipo. Un tipo que lucía con orgullo su peluquín y al que llamaban “Peluquinov”, que tenía un sentido del humor envidiable: “Me hubiera encantado tener una melena como la de Roberto Baggio, pero así es la vida”, aseguraba. En octavos de final “Peluquinov” se convertiría en el héroe de su equipo.

***

Pero las cosas no iban a empezar bien para los búlgaros, que comenzaron el torneo tan confiados que se llevaron un revolcón de época ante una magnífica Nigeria que les ganó sin despeinarse por tres goles a cero. Yekini, Amokachi y Amunike les recordaron a los búlgaros que podían volver a irse del Mundial sin victorias de nuevo.

Entonces los balcánicos se pusieron las pilas y batieron a Grecia con una solvencia inusitada: 4 a 0. Hristo Stoichkov abrió además su cuenta personal con dos goles desde el punto de penalti que sirvieron para abrir el partido. Letchkov y Borimirov cerraron la cuenta goleadora. El primer trago ya se lo habían echado: Bulgaria había roto la maldición y había ganado su primer partido en un Mundial. Ahora faltaba pasar la primera fase y, para eso, había que vencer a Argentina.

La albiceleste se presentó en Dallas ante Bulgaria en estado de shock. Maradona había salido del campo tras el partido ante Nigeria de la mano de una enfermera, sonriendo y saludando, camino del control antidopaje y había vuelto entre lágrimas tras el positivo por efedrina y otras cuatro sustancias derivadas que supusieron su expulsión de la selección argentina. Una selección con jugadores como Chamot, Redondo, Canniggia, Simeone o Batistuta que no supieron reaccionar a la caída del Diez. Los búlgaros vieron que ésa era su oportunidad y salieron a por ella sin complejos. Los goles de Stoichkov y Sirakov le dieron la victoria a los Leones y dejaron a Argentina sumida en una profunda depresión. Se clasificaron las tres selecciones para los octavos de final: Nigeria, primera de grupo, Bulgaria, segunda, y Argentina, tercera. Los nigerianos cayeron ante Italia, los argentinos ante Rumanía, pero los búlgaros empezaban a estar tocados por la varita mágica y lo demostraron ante México.

Había sido precisamente el Tri quien había despachado a Bulgaria en México 86, el último Mundial disputado por los balcánicos, así que el choque se presentaba como una revancha en toda regla. Stoichkov se encargó de poner a su equipo por delante a los seis minutos, pero García Aspe empató de penalti sólo doce minutos después. A medida que avanzaba el partido, el miedo a perder de ambos se fue poniendo de manifiesto, así que nadie fue capaz de batir de nuevo la portería rival. Los penaltis decidirían quién se mediría a Alemania, la campeona del mundo, en los cuartos de final. Y ahí emergió la figura del bueno de Mihaylov.

El primer lanzamiento de García Aspe salió desviado, pero el meta mexicano detuvo el lanzamiento de Balakov. Entonces Mihaylov paró el penalti de Marcelino Bernal mientras Guenchev adelantaba a Bulgaria. El meta búlgaro ya tenía a los mexicanos atemorizados y volvió a parar el disparo de Jorge Rodríguez. El gol de Borimirov ponía a Bulgaria con dos goles de ventaja en la tanda y, aunque marcó el mexicano Suárez, Letchkov también marcó el suyo para darle el pase a los balcánicos. Alemania se relamía mientras los búlgaros volvían a la piscina con sus cervezas, sus cigarros y sus timbas para celebrar que ya habían hecho historia en el Mundial. Mihaylov declaró a los medios de comunicación: “En Sofía, donde nací, se habrán agarrado miles de borracheras en mi nombre”. Ni más, ni menos.

El caso es que los búlgaros salieron al estadio de los Giants de Nueva York sin ningún tipo de complejo y dispuestos a eliminar a la campeona del mundo. Alemania había llegado hasta los cuartos de final ganando el grupo que compartía con España, Corea del Sur y Bolivia y dejando fuera a Bélgica en octavos con cierta solvencia (3-2). Pero Bulgaria era otra cosa.

En la primera mitad no pasó casi nada. Bueno, alguna cosa sí. Un remate al palo de Balakov tras una cabalgada de Stoichkov y, después, un enfado descomunal entre los dos que el seleccionador tuvo que solventar en el vestuario obligándoles a hacer las paces si querían saltar al campo en la segunda mitad. No sabremos nunca si se hubiera atrevido a cambiarlos, pero el caso es que se disculparon mutuamente y aquí paz y después gloria.

En la segunda parte se acabó la calma y todo saltó por los aires. A los dos minutos, Klinsmann controla una pelota dentro del área balcánica e intenta recortar ante Letchkov. El medio búlgaro mete el pie y el delantero germano se desploma en el área. El árbitro colombiano Torres Cadena señaló los once metros sin dudarlo ni un solo instante, mientras los jugadores de Dimitar Penev se lo comían. Mihaylov no pudo vestirse de héroe esta vez y Matthaus lo batió para hacer el uno a cero y dejar a Alemania a un paso de las semifinales. Y más cuando Haessler se sacó un misil desde el borde del área que la intervención espectacular de Mihaylov envió a saque de esquina. Parecía que la suerte estaba echada.

Pero el orgullo herido de los balcánicos salió a relucir y volcaron el campo en dirección a la portería de Bodo Illgner en pos del empate. Dos saques de esquina casi seguidos rematados por Ivanov y Kostadinov, aunque muy desviados ambos remates, empezaron a meter el miedo en el cuerpo de los campeones del mundo, que recurrieron al contragolpe para solventar la papeleta y estuvieron a punto de hacer el segundo tras un remate al palo que recogió Völler para enviarlo a la red y que fue anulado por fuera de juego.

Parecía la señal que estaban esperando los búlgaros para cambiar definitivamente el signo del encuentro. A la media hora de juego, Stoichkov recibe una falta a unos cinco metros del vértice derecho del área. Él se la guisa, él se la come. Y se dispone la estrella búlgara a ejecutarla. No es la mejor posición, porque está demasiado escorada, pero un tipo con la calidad de Hristo en su izquierda no se lo piensa y pone la pelota en el fondo de las mallas tras superar perfectamente la barrera. Illgner, que iba hacia su palo, no se mueve. Empate a uno.

Tres minutos más tarde, los búlgaros se ponen a tocar en corto en la parte derecha del ataque. Se juntan Balakov, Stoichkov y Kostadinov y se la pasan rápido y por el suelo para salir de la presión en banda alemana, hasta que el balón le llega a Yankov, que recorta y mete un centro al corazón del área germana, totalmente desguarnecida. Por ahí aparece defendiendo desesperado Haessler, porque por encima de él salta de cabeza Letchkov para poner el balón arriba, lejos del alcance de Illgner y salir corriendo con el brazo alzado, celebrando lo que únicamente ellos esperaban, la eliminación de Alemania.

Ahora, puestos a redondear la gesta, sólo faltaba dar otra campanada y eliminar a Italia en semifinales. Pero eso ya era demasiado. Italia llegó a las semifinales en modo campeona del mundo, es decir, el típico torneo en el que la azzurra hubiera podido caer mil veces y fue pasando rondas hasta convertirse en campeón. A saber, tercera en un grupo con México, la República de Irlanda y Noruega. A punto de caer en octavos ante Nigeria, que jugó un partidazo para ver cómo Roberto Baggio empataba el choque en el minuto 88 y el mismo jugador hacía el gol del triunfo en la prórroga. A punto de volver a caer de nuevo en cuartos de final ante España, con otro gol de Baggio a dos minutos del final después del fallo incomprensible de Salinas ante Pagliuca apenas minutos antes y el codazo posterior a Luis Enrique que hubiera podido suponer el empate de penalti para España.

Así que con este recorrido tan típicamente italiano, parecía difícil que Bulgaria los eliminara. Y pasó que Roberto Baggio volvió a vestirse de estrella para hacer dos goles en la primera mitad y dejar la semifinal encarrilada. Pero Stoichkov anotó un penalti en el 44 y recortó distancias para dejar las espadas en todo lo alto en la segunda parte. Pero esta vez no hubo sorpresa y el oficio italiano bastó para frenar las acometidas balcánicas. Aunque al final del choque, el Pistolero búlgaro se quejaba ante los medios de comunicación: “Dios sigue siendo búlgaro, pero el árbitro era francés”. Ahí queda eso.

En el partido por el tercer y cuarto puesto ante la otra revelación, Suecia, los búlgaros se jugaban su mejor clasificación en un Mundial y la Bota de Oro de Hristo Stoichkov, que empataba a seis tantos con Oleg Salenko, el delantero ruso. En un partido entre los dos equipos que dejaron a Francia sin Mundial, los búlgaros no comparecieron. Ya habían hecho bastante y para ellos el torneo había terminado. Suecia venció cuatro a cero para quedar tercera, pero a los balcánicos, después de la derrota ante Italia, no les importó. Sólo querían volver a casa y celebrarlo con su gente. Y lo hicieron. ¡Vaya si lo hicieron!

***

Después de cumplir el sueño americano culminado con el Balón de Oro que recibió Hristo ese mismo año de 1994, los búlgaros volvieron por sus fueros. Esta magnífica generación vivió su ocaso en Francia 98, donde siguieron con su actitud vital intacta, fumando, bebiendo y relajándose en la concentración, sólo que esta vez no les fue tan bien. Empataron sin goles ante la Paraguay de Chilavert, Gamarra y Ayala, volvieron a caer ante Nigeria por un gol a cero y se llevaron seis tantos en una última jornada intrascendente ante España, con los dos eliminados del torneo. Fue el triste epílogo de una selección mítica que, de momento, no ha vuelto a levantar la cabeza en la Copa del Mundo.

Desde Francia 98 han pasado 24 años y 6 Mundiales. En ninguno de ellos hemos podido volver a disfrutar de los Leones. Aunque quizá sea complicado reunir a una generación de jugadores tan especial y tan mágica como la que defendió el escudo de Bulgaria en el Mundial 94.

viernes, 20 de mayo de 2022

Joao Saldanha, el periodista comunista que forjó la Brasil del 70

El 17 de marzo de 1970, Joao Saldanha sale del edificio de la Confederación Brasileña de Deportes con el paso acelerado y la cabeza alta. Tiene el coche aparcado en la puerta, pero no le da tiempo a esquivar a parte de la prensa que hay congregada a las puertas del edificio antes de subir. Así que, allí, prácticamente con el coche en marcha, comunica su “renuncia” a continuar al frente de la selección brasileña de fútbol. Apenas faltan dos meses y medio para el debut de la canarinha en el Mundial de México 70.

Porque Joao Saldanha es el seleccionador que ha clasificado a Brasil para el Mundial ganando los seis partidos disputados en las eliminatorias con 23 goles a favor y tan sólo dos en contra. Es el tipo que ha conseguido que Brasil vuelva a sus orígenes y practique de nuevo el Jogo Bonito que siempre la ha caracterizado. Es el artífice de un equipo con denominación de origen al que todos llamaban “la Fieras de Joao”. Es el valiente capaz de juntar a los cinco mejores atacantes del país en el mismo once después del fracaso de Inglaterra 66. Y ahora está de patitas en la calle.

¿Qué pasó para que Joao Saldanha hubiera de “renunciar” a la selección después de haber recuperado su autoestima, ahora que volvía a practicar un fútbol espectacular, que asustaba a todos sus rivales y que era clara favorita para proclamarse tricampeona del mundo y quedarse la Copa Jules Rimet para siempre? Tendremos que retroceder en el tiempo para intentar dar las claves de una explicación que realmente no existe y que sigue en el aire más de medio siglo después.

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Corría el mes de enero de 1969 y el octavo seleccionador brasileño en dos años y medio acababa de recoger sus bártulos y salir del equipo. La canarinha no levantaba cabeza desde la Copa del Mundo de Inglaterra 66, donde había obtenido la peor clasificación de su historia en un Mundial y se había marchado a casa a las primeras de cambio por primera vez el torneo (y, hasta hoy, única). Además, Pelé había decidido dejar la selección después del Mundial. A los 29 años estaba cansado y frustrado por las lesiones del Mundial 62 y las del Mundial 66.

El ambiente en la selección era terrible. La canarinha se había convertido en una olla de grillos. En una casa de locos. Los aficionados de Río de Janeiro y los de Sao Paulo, con la complicidad e los medios de comunicación, iban a la gresca por si jugadores convocados eran cariocas o paulistas y acabaron tan decepcionados que dejaron de asistir a los partidos y los que iban al campo, depende de dónde jugaran y qué futbolistas integraran la selección, incluso llegaron a pitar el himno. Y es que Brasil jugaba un partido y lo hacía con jugadores y entrenador únicamente paulistas. Y el siguiente amistoso, todos cariocas y técnico carioca también.

En ese contexto, Joao Havelange, entonces presidente de la CBD (Confederación Brasileña de Deportes), decide lanzar un órdago y le ofrece el puesto de seleccionador a Joao Saldanha, un gaucho nacido en Río Grande del Sur en 1917, que había sido futbolista del Botafogo en su juventud y que sólo contaba con una única experiencia como entrenador: había sido el técnico del Botafogo entre 1957 y 1959 y ganó un campeonato carioca. Pero desde entonces, Saldanha, a quien todos llamaban “Joao Sin Miedo”, no había entrenado a ningún equipo más y se había dedicado a ejercer con vehemencia y arrojo su verdadera profesión: periodista.

Era Saldanha un periodista comprometido, sin pelos en la lengua, un comunista declarado con carnet del partido, que había cubierto el desembarco de Normandía junto a las tropas del general Montgomery en 1945 y que había sido herido de bala por la policía en una manifestación en 1949. De hecho, Saldanha, considerado en los años sesenta uno de los mejores analistas de fútbol del país, había denunciado, micrófono en mano en la radio y la televisión y con la pluma afilada en sus columnas en el Jornal do Brasil, la desorganización y la corrupción imperante en el fútbol brasileño una y otra vez hasta desgañitarse, sobre todo a partir de la debacle en el Mundial de Inglaterra 66.

Eran los llamados años de plomo de la dictadura militar que se había apoderado del país tras el golpe de estado de 1964. Un régimen marcado por el espionaje, las torturas, las desapariciones y los asesinatos de los opositores que encabezó a partir de octubre de 1969 el general Emilio Garrastazu Médici. Un régimen que oprimía al país con puño de hierro y que, a la vez, necesitaba exportar una realidad muy distinta al exterior, la imagen de un país alegre que vivía feliz. Y eso sólo lo podía conseguir con el fútbol.

Aún así, la idea de Havelange de ofrecerle la selección a uno de los periodistas más combativos de Brasil, a un comunista confeso que no dudaba en manifestar su rechazo al régimen y a uno de los críticos más feroces de la selección y de la federación no deja de ser un misterio. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué razones tenía Havelange para tomar semejante decisión? ¿A quién tuvo que convencer para hacerlo?

Ahí entramos en el terreno de la especulación, pero cuentan que Havelange quería poner a un periodista como Saldanha al frente de la selección porque, en primer lugar, se quitaría de encima un crítico de mucho peso con carisma entre los aficionados y, en segundo lugar, pensaba que así la prensa sería más benevolente con el equipo y no se atrevería a devorar con sus ácidas críticas a uno de los suyos. Puede que, al principio, no fuera muy desencaminado, pero la historia no tenía pinta de acabar bien.

De hecho, al día siguiente de su nombramiento, a la prensa paulista sólo le faltó escupir fuego por la boca. El Jornal da Tarde titulaba: ‘Perdimos la Selección’, mientras que La Gazeta llevaba en su portada el siguiente titular: “João Saldanha, periodista de Río de Janeiro y técnico por casualidad”. Por el contrario, la prensa carioca fue bastante más benévola con uno de los suyos, un tipo con prestigio y que, además, ya había anunciado en sus columnas de opinión y en la radio y la televisión que iba a jugar al ataque y a recuperar el Jogo Bonito para Brasil. Después, claro, a medida que fueron llegando los buenos resultados y los aficionados recuperaban la ilusión perdida en una selección a la que Saldanha le estaba devolviendo su identidad en tiempo récord, los medios se calmaron un poco, aunque no por mucho tiempo.

Joao confeccionó el equipo con una base de futbolistas de Botafogo, Cruzeiro y Santos, es decir, que aglutinó a cariocas y paulistas y añadió a futbolista de Minas Gerais. También recuperó un 4-3-3 que convertía con frecuencia en un 4-1-2-3 en el que la posición de partida era sólo eso, de partida. Porque Saldanha no dudó en rodearse de los jugadores más talentosos y de darles absoluta libertad de movimientos en ataque. Ensanchó el campo con los laterales muy abiertos para que se incorporaran como extremos y percutieran continuamente en ataque. Retrasó al 9 para juntar mediapuntas tocadores y le dio mucha importancia al movimiento de los jugadores, a la velocidad de las acciones y al cambio constante de posiciones. En definitiva, dibujó claramente la Brasil que pocos meses más tarde levantaría la Copa del Mundo con los 5 dieces con Zagallo en el banquillo.

Los militares del régimen, mientras tanto, conscientes de que necesitaban recuperar a la selección brasileña para tener al pueblo contento y aletargado y anhelando atribuirse la gloria que supondría ganar el tricampeonato, ya habían convencido a Pelé para que volviera a la selección. Y O Rey había dicho que sí.

El que no lo tenía tan claro era Saldanha, que no veía bien al astro físicamente y prefería a Tostao en su posición, un joven humide, muy concienciado socialmente y, por encima de cualquier consideración, buenísimo jugando al fútbol. De momento, Saldanha los ponía a los dos, a Pelé y a Tostao, también a Gerson y a Jairzinho, y las cosas funcionaban perfectamente, con la clasificación en el bolsillo después de unas eliminatorias perfectas con un juego deslumbrante en el que vencieron en casa y fuera a Colombia (0-2 y 6-2), a Venezuela (0-5 y 6-0) y a Paraguay (0-3 y 1-0).

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Fue entonces cuando a los gerifaltes del régimen y a los directivos de la federación brasileña se les encendió la bombilla. ¿Qué pasaría si Brasil ganaba el tricampeonato en México entrenada por un periodista que era comunista, que no tenía pelos en la lengua y que era muy crítico con la dictadura? Por eso, una vez solventado el problema futbolístico, con Brasil clasificada para el Mundial, se decidieron a resolver el problema que ellos mismos habían creado nombrando al seleccionador. A partir de ese instante llegaron todos los problemas de Saldanha, incluso algunos que parecía provocar él solito por su carácter indomable. Pero los que mandaban sabían de su carácter y se aprovecharon de ello para ponerle en aprietos.

Porque Joao Sin Miedo tenía un lema. “Si hablas es para decir la verdad”. Y lo aplicaba a rajatabla y allá donde fuera. Por ejemplo, el 10 de enero de 1970 se desplazó hasta Ciudad de México para el sorteo de grupos del Mundial y se llevó bajo el brazo un dossier que incluía los nombres de más de 3.000 presos políticos y cientos de personas asesinadas y torturadas por la dictadura para distribuirlo entre la prensa y las autoridades internacionales.

Tampoco se calló en una entrevista en la BBC junto al seleccionador británico, Alf Ramsey, el actual campeón del mundo. En un momento del programa, el sir inglés, con su habitual flema y pedantería, se le ocurrió dejar caer que en Brasil sólo había corruptos. Saldanha lo miró a los ojos y le espetó: “¿Y por qué cree que Scotland Yard es el cuerpo de policía más famoso del mundo? ¿Porqué aquí sólo hay monjas?”. Y al lord inglés se le quedó la sonrisa congelada en la boca.

Aunque peor fue lo de Hamburgo. Saldanha había viajado a Europa para estudiar a sus posibles rivales en la Copa del Mundo y participó en una entrevista televisiva. Allí, un alemán con ganas de gresca le preguntó si en Brasil aún mataban indios y qué pensaba del genocidio de las tribus indígenas brasileñas. Aún no había acabado el periodista alemán de saborear su osadía cuando recibió la respuesta de Joao. Una bofetada en la cara con la mano abierta y sin contemplaciones: “Nuestro país tiene 470 años de historia. En esos años murieron menos indios que en 10 minutos de cualquiera de las guerras que ustedes provocaron. Los salvajes son ustedes”. Pi, pi, pi, pi… Son los pitidos de los televisores en el momento en que quitaban el programa de antena, mientras que el teléfono de la embajada brasileña en Berlín se colapsaba porque no daba abasto con tantas llamadas pidiendo la cabeza del seleccionador brasileño.

Sí, seguramente su verborrea no ayudó a que siguiera en el cargo. Ni su peculiar respuesta a las provocaciones recurriendo a un Colt 32 dorado que solía llevar encima por si acaso. Aunque todo parecía bastante orquestado desde un sector de la prensa que, sorprendentemente, tenía hilo directo con los que gobernaban el país y la federación.

Como cuando la federación había pactado un partido de entrenamiento de la selección contra el Flamengo y su entrenador, conocido como Yustrich y más conocido aún por sus diatribas provocadoras rozando los argumentos fascistas, se despachó a gusto contra Saldanha en la prensa. Cuentan que Joao Sin Miedo se presentó en la concentración del Flamengo por la noche con su Colt 32 dispuesto a dirimir sus diferencias con Yustrich, pero, afortunadamente, no le encontró.

El caso es que la afición por decir la verdad de Saldanha le iba a jugar alguna que otra mala pasada más. Un periodista adicto al régimen que, curiosamente, no dejaba de atacar al seleccionador, publicó que el presidente Médici, un futbolero confeso, había sugerido que una buena incorporación para la selección sería la estrella del Atlético Mineiro, el delantero Darío “Maravilha”, y otro compañero de Globo TV le siguió el juego preguntando directamente a Saldanha qué opinaba sobre la “sugerencia” del presidente. Joao no se cortó: “Brasil tiene ochenta o noventa millones de hinchas que aman el fútbol. Es un derecho que tiene todo el mundo. De hecho, el presidente y yo tenemos mucho en común. Somos gauchos. Nos gusta el fútbol. Y ni yo elijo el ministerio, ni el presidente elige el equipo. Como pueden ver, nos entendemos muy bien”. Y a otra cosa.

Pero aún había otro punto tenso, otro clavo ardiendo que ni la Dictadura ni la Federación podían ni querían pasar por alto. Saldanha estaba meditando si contar o no con Pelé para el Mundial. Decía Saldanha que Pelé no estaba para jugar por culpa de problemas de visión y de una condición física precaria y, además, no quería descansar, quería jugar siempre. Así lo explicaba el seleccionador: “En los 17 partidos que disputó con la selección brasileña, Pelé siempre estuvo mal. En los partidos nocturnos, mucho más. El criollo perdió por completo su visión de campo. Le expliqué al médico que en cuanto Pelé volviera a su mejor forma física, tendría la oportunidad de volver al equipo, pero tal como estaba, me parece que ya no le sería posible. Personalmente, Pelé no tiene nada que ver con eso. Si tiene un problema físico no es culpa suya. Yo jamás podría acusarlo de mala voluntad conmigo”.

Claro, los medios de comunicación dispararon todo su arsenal contra Saldanha sacando sus palabras de contexto y distorsionando el mensaje. Acusaron al entrenador de llevarse mal con el astro y querer borrarlo de la lista, cuando al que querían borrar todos a esas alturas de la película era a Saldanha. Pero los aficionados se creyeron el mensaje y Pelé era Pelé. O Rei. Intocable. Las victorias de Saldanha, el cambio de aire de la selección, la vuelta del fútbol samba y la posibilidad del tricampeonato pasaron a un segundo plano. No sin Pelé. Aunque Pelé había disputado con Joao todos los partidos de las eliminatorias y “sólo” había sido suplente en un amistoso.

El caso es que era cierto que Pelé tenía problemas de vista, aunque los tenía desde el Mundial de 1958 y eso no le impidió ser el mejor jugador del torneo con 17 años. Como tampoco le impediría ser uno de los referentes de la selección que, en apenas 3 meses, se iba a proclamar tricampeona del Mundo en México 70 asombrando al mundo con su juego. Pero que tenía problemas de vista que se fueron agravando con la edad es indiscutible.

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Con todo ese cóctel en la coctelera, la “renuncia” de Saldanha ya no sorprende tanto y, aunque cada una de las razones por sí solas podrían bastar para acabar con la destitución de cualquiera, lo cierto es que son muchas las voces que se alzan contra las teorías cercanas al poder de que fue Saldanha mismo con sus actitudes quien se autodestruyó.

Carlos Ferreira Vilarinho, autor del libro “Quién destruyó a João Saldanha” y el periodista André Iki Siquiera, autor de la biografía “João Saldanha, una vida en juego” y director del documental “João” junto con Beto Macedo (2008) apuntan en la misma dirección. El presidente Médici, a través de su ministro de educación y cultura, Jarbas Paxarinho, decidieron la “renuncia” inminente del técnico porque Saldanha se había convertido en un problema de estado. No podían permitir que el éxito que buscaban y podían conseguir en México se lo atribuyera el pueblo a un entrenador comunista con una inmensa capacidad de crítica y la imagen que eso supondría para su régimen a nivel nacional e internacional. Así que le hicieron “renunciar”.

André Iki Siqueira dice literalmente: “No tengo ninguna duda de que Joao fue apartado del mando de la selección por los militares, pero no hay documentos que acrediten una orden de Médici, a quien Joao consideraba el mayor asesino de la historia del país, además de perpetrar secuestros y torturas. Joao siempre denunció esto, incluso mientras dirigía la Seleção. El éxito de Joao en la selección se convirtió en un problema de Estado”.

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Tras la salida de Saldanha, Havelange llamó a Mario Zagallo, “el Lobo”, que tenía entonces 38 años y no sólo había ganado como jugador los Mundiales de 1958 y 1962, sino que había sido compañero de algunos de los jugadores actuales. Zagallo, práctico como pocos, reunió a los mejores jugadores de ataque, a los llamados 5 dieces, y estudiaron la manera en la que pudieran jugar todos juntos. Fue continuista con el modelo de Saldanha, pero incluyó a Rivellino, que no era santo de la devoción de Joao, y, por supuesto, mantuvo a Pelé en el once. También incluyó a Clodoaldo en el centro del campo para equilibrar con su posicionamiento y su despliegue físico un equipo que podía parecer descompensado. La base de Saldanha, con un poquito de pimienta de Zagallo para pasar a la historia del fútbol mundial.

Y sí, por si os lo estabais preguntando, Zagallo sí que convocó a Darío “Maravilha”, la figura del Atlético Mineiro que quería el presidente. Pero luego no jugó ni un solo minuto en el torneo. La mano izquiera de Zagallo que Saldanha ni tuvo ni quiso jamás tener.


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Joao Saldanha se fue de la selección sin hacer demasiado ruido por respeto a los jugadores, a los que recomendó que no hicieran nada que pudiera perjudicarles de cara al Mundial. Y volvió a la prensa, a sus ácidos análisis futboleros y a su posición claramente crítica con la dictadura. Y así murió. Fiel a sus ideas. Y trabajando a los 73 años. Porque falleció en Roma, después de ver en directo y comentar para los medios de comunicación la semifinal del Mundial 90 entre Italia y Argentina.

lunes, 16 de mayo de 2022

El cuento de hadas de Salvatore Schillaci en el Mundial de Italia 90

Para las niñas y niños, jóvenes y no tanto, que desde muy pequeños han vivido por y para la pelota, golpeándola, tocándola, regateando, chutando a cualquier puerta, haciendo paredes con las paredes, con los bordillos o con las ruedas de los coches, las noches se envolvían en la espesa bruma de los sueños de fútbol. Y nunca sabías cómo, pero el recuerdo del inicio del sueño era siempre perdiendo un partido y faltando pocos minutos para el final. Entonces hacías una jugada descomunal y dejabas al compañero solo delante del portero. Le daba al palo y tú cogías el rechace para empatar.

Pero el sueño aún no había acabado. De hecho acababa de empezar. Porque sólo habías conseguido empatar. Así que sacabas la pelota de la red y corrías hacia el centro del campo para ponerla rápidamente sobre el círculo central. Y empezabas a notar que el summum se aproximaba inexorablemente.

Robabais la pelota, atacabais sin cuartel, mirando al árbitro de reojo porque ya tenía el silbato en la boca dispuesto a dar por finalizado el encuentro. Un compañero centraba a la desesperada y tú entrabas con todo al remate. Y aquí caben unas cuantas versiones: rematabas de chilena, rematabas en plancha de cabeza o, el no va más, el balón te quedaba a un lado, a media altura, y optabas por una espectacular tijereta. Todos los remates acababan en gol por la escuadra, con todos tus compañeros abalanzándose sobre ti y el árbitro pitando el final del encuentro. Entonces te veías a ti mismo alzando la Copa del Mundo, entre la ovación de un estadio repleto.

Y ahí, justo ahí, te despertabas para regresar a la realidad del balón de plástico duro que simulaba cuero y que cogías bajo el brazo para llevarlo al colegio y jugar en los descansos (y a la ida y a la vuelta, claro). Y contra más crecías, más tenue se iba haciendo el sueño. Más espeso. Más difuso. Más turbio. Más indescifrable. Hasta que ya no soñabas sueños de fútbol. Soñabas otros sueños. Quizá más reales. Pero nunca tan intensos.

Pues en el Mundial de Italia de 1990 hubo un jugador que cumplió alguno de esos sueños de fútbol (aunque se quedó sin levantar la Copa del Mundo) cuando estaban a punto de difuminarse. Un futbolista que vivió un cuento de hadas en una Copa del Mundo. Un jugador que vivió una especie de utopía en sus carnes y ante su gente. Ese futbolista era delantero. Se llamaba Salvatore Schillaci, Totò para los amigos, y once meses antes del inicio de la Copa del Mundo jugaba en el Messina en la Serie B (segunda división, vaya). A su conclusión se llevó a su casa la Bota de Oro al máximo goleador y el Balón de Oro al mejor jugador del torneo.

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Schillaci era más bien bajito para ser delantero centro, medía 1’75, era rápido y fuerte, pero no destacaba especialmente por nada. No era el más técnico ni el más elegante ni el más fino estilista. No era el que mejor remataba de cabeza ni el que mejor uno contra uno tenía. No destacaba tampoco por tener un regate indescifrable ni por su disparo demoledor. Pero, en cambio, tenía algo que se suele pagar a precio de oro: un olfato desmesurado para el gol, al que llegaba casi siempre desmarcado y muy cerca de la portería. Era un depredador del área que aparecía de la nada para empujar el balón a la red y salir despavorido a celebrarlo mientras los defensas rivales aún se preguntaban entre ellos qué había pasado.

Salvatore nació en Palermo en 1964 y allí, en el juvenil del club AMAT Palermo, comenzó su carrera futbolística. Era un equipo patrocinado por una empresa y el Palermo FC, que entonces jugaba en la serie B, se interesó por él y por su compañero Carmelo Mancuso cuando estaba a punto de cumplir los 18 años. Pero el AMAT, que cuidaba al máximo los intereses de sus jugadores, todos obreros o hijos de obreros, pidió más dinero para los chicos y el equipo de la ciudad retiró su oferta. Entonces, cuando corría el año 1982, el Messina se lo llevó. El equipo giallorosso militaba entonces en la serie C2, la cuarta categoría del fútbol italiano.

Entre 1982 y 1989 Totò goleó para el Messina en la serie C2, después en la serie C y, finalmente, logró el tan ansiado ascenso a la serie B en la temporada 1985-86, la segunda categoría del fútbol italiano, donde siguió goleando. Pero la campaña 1988-89 Schillaci pasó directamente de ser un goleador a convertirse en un auténtico depredador. Había llegado a Messina el técnico checo Zdenek Zeman con un método nuevo de entrenamiento y otros planteamientos en los partidos y Totò se lo agradeció anotando 23 goles para colocarse al frente de la tabla de goleadores y ganarse su fichaje por la Vecchia Signora, la Juventus, por seis mil millones de liras. Debutó con la Juventus en liga el 27 de agosto de 1989. Faltaban 9 meses y medio para el Mundial de Italia.

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En esa temporada 1989-90 pronto se ganó un sitio en el once titular de Juventus a base de goles. Compartía vestuario con el meta Tacconi, el lateral Luigi De Agostini, los defensas Galia y Bonetti, los centrocampistas Rui Barros, Marocchi y Aleynikov y el joven delantero Casiraghi. Ese equipo de la época post Platini (y también post Laudrup) competía en liga con el Milan de los holandeses, el Inter de los alemanes, el Nápoles de Maradona y Careca, la Sampdoria de Vialli y Mancini y la Fiorentina del joven Roberto Baggio.

Salvatore metió 15 goles esa temporada y se ganó el sobrenombre de Totò-Gol, que es lo que le cantaban sus aficionados turineses. El máximo goleador de la serie A fue Marco Van Basten, con 19 tantos, y le siguieron en la tabla Roberto Baggio, con 17, y Diego Armando Maradona con 16. Después, Totò-Gol, en su debut en la Serie A con 26 años y procedente del Messina.

La liga se la llevó el Nápoles de Maradona y la Copa de Europa el Milan, pero la Juve de Schillaci conquistó la Copa de Italia y la Copa de la UEFA ante la Fiorentina. Así que el seleccionador italiano Azeglio Vicini le hizo un hueco en la lista al siciliano, aunque con la clara intención de tenerlo calentando el banquillo y utilizarlo en contadas ocasiones. Por delante de Totò estaban Vialli, Mancini, Carnevale, Aldo Serena y el mismísimo Baggio, un jugador que la gente pedía constantemente y que Vicini ponía solo con cuentagotas. Al final, a Totò y a Baggio, que la temporada siguiente serían compañeros, les tocó salir al rescate de la azzurra.

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Vicini hacía jugar a Italia con un 4-4-2 claro y sus dos puntas eran Vialli (ídolo italiano del momento) y Carnevale (el delantero del Nápoles campeón de liga). En el centro del campo juntaba a Donadoni y Ancelotti, del Milan, con Giannini, de la Roma, y De Napoli, del Nápoles, sin más concesiones al espectáculo. Ni Baggio ni Mancini tenían cabida en el once inicial de Vicini y, por supuesto, el recién llegado Totò, tampoco.

Pero el 9 de junio de 1990, en el estadio Olímpico de Roma, los austriacos estaban amargándole el debut a la azzurra en el Mundial ante su público. Carnevale tuvo una ocasión clarísima, pero estrelló el remate en el cuerpo del portero austriaco Lindenberger y minutos más tarde Vialli tiraba fuera un regalo de la defensa que le había dejado solo de nuevo ante Lindenberger. Después sería Ancelotti quien estrellaría en el palo un disparo desde la frontal y nuevamente Carnevale quien no acertaría a rematar entre palos una oportunidad clarísima.

Pero los austríacos habían salido vivos del primer tiempo y las llegadas italianas era cada vez más esporádicas y menos claras y el partido más trabado. Sólo algún tímido disparo desde la larga distancia de Vialli inquietaba a los centroeuropeos. Y los minutos iban pasando. El seleccionador había quitado a Ancelotti en el descanso para dar entrada al defensa Juventino De Agostini, por lo que sólo le quedaba un cambio que realizar. Y, para sorpresa de todos, llamó al número 19 de Italia. Corría el minuto 30 de la segunda parte y el napolitano Carnevale dejaba su sitio al siciliano Totò Schillaci.

Tres minutos más tarde, Donadoni condujo la pelota en posición de interior diestro y abrió a la banda para un Vialli vertiginoso que, en posición de extremo diestro, porfió con el defensor y sacó un centro maravilloso al corazón del área. Y ahí, en su hábitat, en medio de las dos torres austriacas apareció Totò, saltó para darse impulso, giró el cuello y remató de cabeza al fondo de las mallas. El Olímpico de Roma estalló mientras Schillaci salía corriendo con los brazos en alto y los puños cerrados a celebrarlo. Era el primer balón que tocaba Totò y a Italia le bastaba para ganar 1 a 0 en su debut.

El segundo encuentro ante Estados Unidos lo planteó Vicini igual que el anterior. Jugaron los mismos con el cambio obligado del milanista Ancelotti que, lesionado, dejó su sitio en el centro del campo al interista Nicola Berti. El resto, los mismos diez que el día del debut.

Pero, a diferencia del partido ante Austria, Giannini hizo un tempranero gol a los once minutos para desnivelar el choque. Y como Italia no encontró más resquicios para anotar el segundo tanto, el seleccionador volvió a tirar de Totò en la segunda parte. Esta vez no anotó el 19, pero tampoco lo hizo nadie más y el partido acabó 1 a 0. Sería el único partido del Mundial en el que no mojó el siciliano.

Para el partido que cerraba la fase de grupos ante Checoslovaquia, con Italia ya clasificada para octavos de final pero con la primera plaza en juego, el técnico se vio obligado a cambiar la delantera tras la lesión de Vialli y apostó por sentar a Carnevale para dar entrada a Roberto Baggio y a Totò Schillaci desde el principio.

A los 9 minutos Schillaci ya había vuelto a meter el balón en la red. Donadoni sacó un córner abierto a la frontal del área grande para que rematara Giannini en jugada ensayada. El romanista le pegó mordida y contra el suelo y el balón hizo un globo dentro del área. Allí apareció indetectable Totò para meter la cabeza con fuerza y poner la pelota en el fondo de las mallas.

En la segunda mitad Baggio marcaría el golazo del Mundial. Hizo el de la Fiorentina una pared con Giannini en el centro del campo y salió disparado hacia la portería sorteando rivales para quedarse solo ante el meta checo y batirlo por bajo. Dos a cero e Italia se citaba con Uruguay en octavos de final. A los checoslovacos los esperaba Costa Rica.

Y el partido ante los charrúas volvió a demostrar que cuando alguien vive en una especie de sueño permanente y está tocado con la varita mágica, es imposible frenarlo. El partido lo dominó Italia ante una selección celeste que esperaba su momento a la contra dejando pocos resquicios al ataque italiano.

La azzurra lo intentaba por todos los métodos posibles, pero no había manera de superar la barrera defensiva uruguaya. Hasta que Totò recibió un magnífico pase de Serena en la frontal del área mediada la segunda mitad y soltó un zapatazo tremendo con la izquierda que superó al meta celeste con una parábola imposible. Mientras Schillaci corría a celebrarlo con Baggio colgado de su maglia tirándolo al suelo, en la otra parte del campo el portero Walter Zenga saltaba celebrándolo entre contento y aliviado. El menudo delantero siciliano había vuelto a ser el salvador del equipo. Después, con Uruguay lanzado a por el empate, Aldo Serena haría el segundo tanto a falta de siete minutos para certificar el pase a octavos de final. La debutante y sorprendente Irlanda de Jackie Charlton esperaba en cuartos de final dispuesta a plantar cara a los anfitriones.

Aquella Irlanda fue un quebradero de cabeza para todos los que se enfrentaron a ella. Con su clásico 4-4-2 perfectamente estudiado y ejecutado, contaba con jugadores curtidos en mil batallas que sentían que se encontraban ante la oportunidad de su vida. El meta Patt Bonnen, el defensa Steve Stauton, el centrocampista Ray Houghton y los atacantes Tony Cascarino, John Aldridge y Niall Quinn, eran lo más reseñable de un equipo que había empatado todos sus partidos en el Mundial, pero que había exprimido como nadie los dos goles que había hecho en el torneo. Se los marcaron a Inglaterra y a Holanda para empatar ambos partidos a uno y ser segundos de grupo. En octavos empataron sin goles con Rumanía y las paradas de Bonner en los penaltis le dieron el pase. Pero en octavos, el desafío sería aún mayor ante Italia.

Los italianos salieron a envestir a la defensa irlandesa pero el paso de los minutos y el planteamiento de Jackie Charlton empezaron a restarle fogosidad a la puesta de largo de la azzurra. Hasta que apareció el hada madrina. El de siempre. El de la varita mágica. Donadoni se sacó un lanzamiento potente y duro desde la frontal y Patt Bonner se lanzó a su derecha para despejarlo como pudo, pero la mala suerte se cebó con el meta porque se quedo totalmente descolocado, dejando toda su izquierda libre mientras se levantaba del suelo a toda prisa. Con el bueno de Bonner intentando discernir hacia dónde había despejado la pelota, apareció Schillaci de la nada para golpear el balón con la derecha con el suficiente efecto como para hacer inútil la segunda estirada del meta y cualquier intento de los defensas que venían por detrás para sacar el balón del fondo de las mallas.

Schillaci corrió como un poseso con los brazos en alto celebrando otro gol importantísimo. Mientras tanto, en Palermo, 20.000 personas se congregaban ante la casa donde había nacido el goleador de la azzurra para celebrar el tanto y el pase a las semifinales. Porque el marcador ya no se iba a mover más en el Olímpico de Roma y los italianos se habrían de desplazar hasta Nápoles para jugarse un hueco en la final ante la Argentina de Diego Armando Maradona.

Y en el estadio de San Paolo se volvió a demostrar que la varita mágica que había tocado Totò Schillaci seguía teniendo poderes. Porque a los 18 minutos de partido, el mismo Salvatore inició un ataque por la derecha con un pase en horizontal después de haber recuperado un balón en el centro del campo. La pelota la hicieron circular rápido por el centro del campo los tres centrocampistas italianos para avanzar hacia la meta argentina. En el borde del área Giannini le hace un sombrero al defensor argentino y lucha la pelota de cabeza. El balón sale rebotado a los pies de Vialli, que se saca un remate portentoso desde el punto de penalti que rechaza magistralmente Sergio Goycochea. ¿Dónde? A los pies de Schillaci que, libre de marca, intenta rematar con la derecha. El balón le golpea en la tibia de su pierna izquierda y se mete en el fondo de las mallas. ¡Y a celebrar! ¡Que los churros valen igual! Y más en la semifinal de un Mundial.

Con el viento a favor, los italianos se dieron un respiro y antes de acabar el primer tiempo Maradona probó a Zenga, aunque su disparo iba flojo y demasiado centrado. Pero, poco a poco, la Argentina más defensiva que se recuerda en un torneo empezó a estirarse. Sobre todo al volver de los vestuarios. Casi todo el tímido peligro que generaba la albiceleste pasaba por los pies de Maradona, que abrió para Burruchaga en el borde del área italiana. Éste vio a Olarticoechea entrando por su izquierda, pero su remate lo detuvo Zenga. Italia no pasaba muchos apuros, pero las llegadas albicelestes eran cada vez más constantes.

Y pasó lo que tenía que pasar. Basualdo combinó con Maradona en tres cuartos de campo, por la parte izquierda del ataque. El astro argentino se la dejó a Olarticoecha que metió el balón al corazón del área azzurra y por allí apareció el otro jugador tocado por los Dioses en este Mundial: Claudio Caniggia. El atacante argentino tiró la diagonal, le ganó medio metro a sus defensores y remató casi de espaldas sobre la salida en falso de Zenga, que se comió el testarazo. Silencio en Nápoles y repliegue total argentino. Era el primer tanto que recibía Italia en todo el torneo y, a la postre, el que los dejaría sin final.

Nadie marcó en los 24 minutos que quedaban de segunda parte ni tampoco en la prórroga. La albiceleste se quedó con diez por la expulsión de Giusti en el minuto 105. Y el árbitro prolongó ocho minutos la prórroga mientras Bilardo montaba en cólera, pero se jugaron apenas dos y todo se resolvería en los penaltis.

Desde los once metros marcaron Baresi, Serrizuela, Baggio, Burruchaga, De Agostini y Olarticoechea. Donadoni se dispuso a lanzar el cuarto penalti italiano, pero Goycochea hizo un paradón. Maradona anotó el cuarto para Argentina y el de Serena lo detuvo también Goycochea para vestirse una vez más de superhéroe de Argentina. Italia lloraba la eliminación mientras los argentinos se disponían a jugar su segunda final consecutiva ante el mismo rival de cuatro años atrás: Alemania. Allí los argentinos caerían con un polémico penalti a falta de 5 minutos para el final.

Un día antes, Schillaci había vuelto a acudir a su cita con el gol en el partido por el tercer y cuarto puesto ante Inglaterra. Baggio adelantó a la azzurra a falta de 19 minutos para el final gracias a un magnífico pase de Totò y Platt empató el encuentro 10 minutos después de un soberbio testarazo marca de la casa. Cuando la prórroga parecía inevitable, Schillaci recibió un balón en la frontal, encaró a Parker y éste le derribó dentro del área cuando se iba. Baggio le cedió el penalti a Totò para que se convirtiera en el máximo goleador del torneo con 6 tantos.

Italia acababa el torneo en tercera posición marcando diez goles. Seis los había marcado Schillaci y los otros cuatro el resto del equipo (dos Baggio, uno Giannini y otro Serena). Unos datos increíbles para un jugador que venía a ser el sustituto de Vialli y Carnevale (e incluso de Serena, de Baggio y de Mancini) y que acabó haciendo goles de todos los colores en los momentos importantes. El colofón hubiera sido levantar la Copa del Mundo en Roma, pero eso ya no pudo ser.

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El “Padrino del Gol”, que así lo bautizaron sus aficionados durante el Mundial por su origen siciliano, jugó dos temporadas más en la Juventus, pero su relación con el gol empezó a deteriorarse. Como si las gotas de magia que se concentraron durante todo el torneo se hubieran ido evaporando poco a poco.

Fichó el delantero por el Inter para la campaña 92-93, pero el gol seguía escaseando (anotó 11 en dos campañas) a la vez que aumentaban las lesiones y el siciliano, aventurero como pocos, decidió emprender una nueva aventura. Hizo los bártulos y se marchó a Japón en la temporada 1994-95, fichando por el Jubilo Iwata junto con el capitán de Brasil, Dunga. Era el primer italiano que jugaba en la liga japonesa y ahí pareció reverdecer viejos laureles en un torneo que empezó a acoger a estrellas europeas y sudamericanas en la parte final de sus carreras (Lineker, Zico, Littbarski o el mismísimo Julio Salinas se apuntaron también a la aventura japonesa). A Salvatore le apodaron “Totò-San” y él respondió con 56 goles en 78 partidos antes de dejar definitivamente el fútbol en activo a la conclusión de la temporada 1996-97. En el recuerdo, un montón de goles, pero, por encima de todos, los 6 que anotó en el Mundial de Italia cuando nadie lo esperaba.

El mismo Totò lo definía así 30 años después de su gesta en una entrevista en el Daily Mail: “Vine de la nada y de un día para el otro me convertí en el máximo goleador de un Mundial. Si un par de años antes alguien me hubiera dicho que algo así iba a suceder, me hubiese reído”.

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Totò Schillaci jugó 16 partidos con la azzurra y 7 de ellos fueron en el Mundial. Marcó 7 goles con Italia y 6 los hizo en el Mundial. Cuando se retiró, siguió ligado al fútbol fundando una centro deportivo y trabajando en una escuela de fútbol en Palermo, pero también alternó su vertiente futbolera con otras experiencias variopintas: hizo de mafioso de segunda fila en una serie de televisión llamada “Squadra Antimafia” y participó en el reallity show “La Isla de los Famosos” donde, al igual que en el Mundial, acabó tercero. Volvió a actuar en un par de películas más e incluso hizo sus pinitos en política, donde fue concejal y consejero regional en Palermo a principios de la década del 2000.

Seguramente pocos lo recordarán por sus papeles en la televisión, pero los italianos (y los futboleros en general) que vivieron sus gestas en la Copa del Mundo, cuando cierran los ojos ven su imagen imperecedera corriendo como un loco con los puños cerrados en alto y los ojos casi saliéndosele de las órbitas celebrando cada uno de los seis goles que le hicieron eterno en Italia 90.

miércoles, 11 de mayo de 2022

El amargo regreso de Portugal a la Copa del Mundo en México 86: el caso Saltillo

El 3 de junio de 1986, en el extinto estadio Tecnológico de Monterrey, la Seleçao das Quinas, la selección portuguesa, volvía a la fase final de una Copa del Mundo 20 años después. Enfrente estaba precisamente el equipo que había privado a Portugal de disputar la final de ese extraordinario torneo de 1966: Inglaterra. El fútbol es caprichoso.

Y es que la última aparición lusa en el Mundial, y también la única hasta ese momento, había tenido lugar en Inglaterra en 1966, con Eusébio como estandarte y Colunna o José Torres como escuderos, y Portugal había alcanzado ni más ni menos que las semifinales del torneo, donde se habría de ver las caras con la todopoderosa selección anfitriona, la Inglaterra dirigida por Bobby Charlton sobre el césped y Alf Ramsey desde el banquillo. Ahí, en el mítico Wembley, acabaría el sueño de la Seleçao das Quina al caer con honores por dos a uno en el penúltimo partido. La victoria ante la Unión Soviética de Yashine concedió a los ibéricos un tercer puesto extraordinario en su debut en una Copa del Mundo.

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Pero, a partir de ese instante, la nada. Veinte años de travesía en el desierto futbolístico internacional. Portugal, con Eusébio y Mario Colunna acechados por las lesiones cada vez con más frecuencia y dando sus últimos coletazos en el combinado nacional, no se clasificó para la fase final de la Eurocopa de 1968 en un grupo en el que Bulgaria fue bastante mejor.

Camino al Mundial de México 70, Portugal sólo fue capaz de vencer en la primera jornada ante Rumanía en Lisboa. De ahí hasta el final de la fase de clasificación, los lusitanos sólo fueron capaces de empatar ante Grecia en Das Antas (Oporto) y ante Suiza en Berna, y cayeron en Atenas, en Bucarest y en Lisboa ante Suiza. El resultado fue un catastrófico último puesto en el grupo de clasificación que dejó cariacontecidos a los aficionados ibéricos, que pese a la decepción, no podían siquiera imaginar que tardarían muchísimo en volver a jugar la fase final de una Copa del Mundo.

Rumbo al Mundial de Alemania de 1974, Bulgaria volvió a cruzarse en el camino portugués. Y cuatro años más tarde, en la fase de clasificación para Argentina 78, fue Polonia la que se encargó de alejar del torneo a los ibéricos.

En el Mundial de España 82 tenía mucha fe depositada la selección portuguesa. No podían pasar la oportunidad de volver a la Copa del Mundo que se disputaba tan cerca de casa. Y, por primera vez en 15 años, las cosas empezaron bien en la fase de clasificación con un empate sin goles en Glasgow ante Escocia y dos victorias consecutivas en Lisboa ante Irlanda del Norte e Israel que dejaban a los portugueses como líderes y en una posición inmejorable para asistir por fin de nuevo a la Copa del Mundo. Y más teniendo en cuenta que serían dos las selecciones clasificadas para el torneo.

Pero entonces llegó la debacle más absoluta. Portugal cayó en Irlanda del Norte por 1 a 0 y se volvió de Suecia con otra derrota en el zurrón por un contundente 3 a 0. Los nórdicos volvieron a vencer a los lusos en Lisboa por un gol a dos y, para rematar la faena, la Seleçao das Quinas se dejó todo resquicio de prestigio en Israel al perder por 4 a 1. La última e intrascendente victoria en casa ante Escocia no evitó que los dos conjuntos británicos (Escocia e Irlanda del Norte) se clasificaran para el Mundial de España, mientras los portugueses se retiraban a sus cuarteles a lamerse las heridas mientras veían la Copa del Mundo que organizaba el país vecino en la televisión.

Pero en 1984 las cosas parecía que empezaban a cambiar. La Seleçao das Quinas, entrenada por Fernando Cabrita, se metió por primera vez en su historia en la fase final de una Eurocopa tras acabar primeros en su grupo de clasificación por delante de la potente Unión Soviética con un grupo de jugadores que empezaron a ser conocidos como Os Infantes.

En Francia se presentaron ocho selecciones que se distribuyeron en dos grupos de cuatro. Los dos primeros de cada grupo se cruzarían con los otros dos primeros en semifinales y los vencedores se disputarían el título en la final de París, en el Parque de los Príncipes. A Portugal le tocó pelear en un grupo igualadísimo con España, Alemania y Rumanía.

Los de Cabrita se estrenaron con un empate sin goles ante Alemania y volvieron a empatar (esta vez a un tanto) ante España. Ante los rumanos, los españoles habían empatado a un tanto, mientras que los alemanes se habían impuesto por dos a uno. Así que la última jornada sería decisiva para todos. Portugal venció a Rumanía por uno a cero y España también le ganó a Alemania con un tanto de Maceda en el último minuto de partido. Con esos resultados, los dos equipos ibéricos jugarían las semifinales: España lo haría ante Dinamarca y Portugal ante la Francia de Platini, que era, además, la anfitriona y que había solventado sus tres partidos con tres claras victorias anotando 9 tantos y solo recibiendo dos.

Pero en el Velodrome de Marsella se vio un partido espectacular jugado de poder a poder que acabó con empate a un tanto y que se tuvo que resolver en la prórroga. Un tiempo extra donde ambos conjuntos apostaron, sin reservas, por no llegar de ninguna manera a los penaltis. Los portugueses sorprendieron a los anfitriones con un tanto de Rui Jordao en la parte final de la primera parte de la prórroga que hizo enmudecer el estadio. Y tuvieron el tres a uno a punto de cambiar de campo, pero el meta francés dejó con vida a su equipo.

En la segunda parte de la prórroga, Francia se lanzó al ataque con todo y Domergue empató resolviendo un barullo en el área lusa. Quedaban seis minutos y en el horizonte se intuían los penaltis, pero Tigana se inventó una espectacular jugada que acabó remachando Platini para hacer el 3 a 2 a dos minutos del final de la prórroga. Los portugueses no consiguieron la gesta, pero el equipo se ganó un sitio en la retina de los aficionados, con el defensa Joao Pinto y el centrocampista Chalana en el once ideal de la competición.

Nuevamente en su primera participación en un torneo internacional Portugal asombraba al mundo. Y nuevamente se quedaba con la miel en los labios a pies del anfitrión. Pero esta selección dejó poso y afrontó con brío una nueva fase de clasificación para el Mundial. A la vuelta de la esquina esperaba México.

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Pero el camino al Mundial 86 no fue nada fácil para los lusos, entre otras cosas, porque ellos mismos se encargaron de llamar a los fantasmas de clasificaciones pasadas cuando parecían tenerlo todo de cara. Portugal cayó en un grupo complicado con Alemania Federal, Suecia, Checoslovaquia y con Malta de comparsa. Se clasificaban los dos primeros y Portugal empezó bien, ganado 0 a 1 a Suecia en Estocolmo y 2 a 1 a Checoslovaquia en Lisboa. Teniendo en cuenta que Alemania parecía la gran favorita, estas dos victorias allanaban bastante el camino hacia el segundo puesto a los lusos.

Pero entonces llegó el temido bajón. Portugal cayó en Lisboa ante Suecia por 1 a 3, ganó comprensiblemente en Malta (1-3) y volvió a sucumbir ante su público contra Alemania (1-4). La derrota en Praga (1-0) completaba una trilogía sumamente lúgubre para una selección que veía que se le escapaba el billete a México. Pero la suerte de los lusos fue que Suecia y Checoslovaquia se quitaron puntos entre ellos y no acabaron de imponerse, mientras que Alemania había ganado, hasta el momento, todos sus partidos. Así que, a falta de dos choques, la segunda plaza aún era matemáticamente posible.

Malta visitó Lisboa el 12 de octubre de 1985 con los portugueses obligados a tramitar el partido por la vía rápida. Pero los malteses plantaron cara y los lusos sufrieron para conseguir una victoria exigua por 3 a 2 que, no obstante, valdría su peso en oro.

Dos días más tarde, se jugaban dos partidos que decidirían quién acompañaría a Alemania al Mundial de México. Checoslovaquia y Suecia se medían entre ellos en Praga y Portugal se jugaría su pase en el peor escenario posible: en Stuttgart ante Alemania. Los portugueses tenían que ganar y esperar que los checos vencieran a los suecos. Checoslovaquia ganó 2 a 1 a Suecia y Portugal, en lo que todo el mundo llamó el Milagro de Stuttgart (y no es para menos porque los germanos no habían perdido nunca en casa un partido de clasificación para el Mundial), derrotó a la invicta Alemania por 0 a 1 para hacer las maletas y acudir a una Copa del Mundo 20 años después.

Pero en México las cosas no salieron como los lusos esperaban. Ni mucho menos…

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Todo empezó a torcerse para los portugueses prácticamente desde el principio. La columna vertebral de la selección la formaban los semifinalistas de la Eurocopa del 84, una mezcla bastante compensada entre jugadores de los tres grandes de Portugal: Oporto, Benfica y Sporting. Los jugadores más destacados eran los porteros Bento y Damas, los defensas Veloso y Álvaro, los centrocampistas Antonio Sousa, Carlos Manuel y Diamantino y los atacantes Fernando Gomes y Rui Jordao, que había sido el héroe en Francia dos años antes y que llegaba ya un poco veterano a la cita mundialista. A pesar de ello, el delantero del Sporting era un ídolo para todos los portugueses.

Pero el 22 de abril de 1986, el seleccionador José Torres (delantero de la grandísima selección del 66) dio la lista de los 22 jugadores que disputarían el torneo y Rui Jordao no estaba entre los elegidos. Tampoco estaba convocado Manuel Fernandes, el máximo goleador de la liga portuguesa 1985-86. Los dos jugadores eran del Sporting y, claro, se lio gorda con las críticas de la prensa y de los aficionados. De todas formas, todos tenían grandes esperanzas en que la selección hiciera un gran torneo después de su heroica clasificación y, además, a Os Infantes se les había unido un joven crack del Oporto llamado Paolo Futre que ya asombraba a Europa con apenas 20 años. Así que las quejas por la lista no duraron demasiado.

También es cierto que enseguida pasaron muchas cosas que dejaron el debate sobre la lista en un segundo plano. Porque justo un día antes de que la expedición partiera hacia México saltó la noticia de que Veloso, defensa del Benfica y uno de los pilares de la Seleçao das Quinas, había dado positivo en un control antidoping por esteroides anabolizantes. El jugador juró y perjuró que era inocente y que el contraanálisis le daría la razón, pero el seleccionador Torres tomó la decisión de no arriesgarse y lo dejó fuera de la lista. Ese misma madrugada sacó de la cama a Bandeirinha, defensa de Académica Coimbra, que metió en una bolsa sus enseres personales y se subió al avión deprisa y corriendo.

De ese avión se bajó Veloso y sus compañeros del Benfica y algunos más se quejaron insistente y amargamente de la decisión del seleccionador y de la Federación, ya que consideraban que no habían respetado la presunción de inocencia de Veloso. Y lo cierto es que las prisas suelen ser malas consejeras, porque el contraanálisis demostró unos cuantos días después que el jugador estaba limpio, pero a esas alturas la lista ya era inamovible y Veloso no estuvo en el Mundial muy a su pesar. O no… porque ese episodio le evitó vivir en primera persona todo el bochorno que vino después.

Ese viaje en avión desde Lisboa se hizo eterno, lo que acabó por colmar la paciencia de la expedición. Portugal había quedado encuadrado en el grupo F junto a Inglaterra, Polonia y Marruecos y disputaría sus dos primeros encuentros en Monterrey y el último en Zapopan, en la zona metropolitana de Guadalajara. La Federación Portuguesa había reservado un hotel llamado La Torre en la ciudad de Saltillo, a unos 90 quilómetros de Monterrey, en la que también se hospedarían los ingleses. Pero para llegar a Saltillo, los portugueses volaron de Lisboa a Frankfurt, de Frankfurt a Dallas, de Dallas a Ciudad de México, de la capital mexicana a Monterrey para llegar finalmente a Saltillo. El rodeo fue considerable y monumental y el enfado, también.

El caso es que cuando llegaron a Saltillo, los futbolistas estallaron definitivamente. Al hotel La Torre los lusos le llamaron la Fortaleza por las medidas de seguridad que se encontraron a su llegada y, aunque la Federación había escogido Saltillo por la altura (está a 1.600 metros), sólo pensó en ese concepto y no cayó en la cuenta de que el único campo de fútbol disponible era un patatal en lo alto de una colina que estaba… ¡inclinado! Cuentan los periodistas que siguieron a la selección y los propios jugadores que la pendiente era tal que el balón se movía solo en los córners o las faltas y había que aguantarlo para poder sacar. ¡Increíble!

Tampoco pensó la Federación en que en las más de tres semanas que se iban a pasar los jugadores en Saltillo antes del torneo (llegaron los primeros, el 12 de mayo de 1986) deberían jugar algún partido amistoso y se ve que no concertaron ninguno. Dio la vuelta al mundo la noticia de que los portugueses jugaron contra un equipo de empleados de distintos hoteles y bares de la ciudad en el maravilloso campo inclinado. Al parecer, la selección de Chile se ofreció a jugar contra Portugal, pero la Federación no aceptó el amistoso porque los chilenos pedían demasiado dinero.

Pero todo esto eran sólo nimiedades al lado de lo que los futbolistas consideraban la cuestión fundamental. La Federación Portuguesa había firmado unos contratos de patrocinio con algunas marcas y los jugadores se veían obligados a participar en actos con esas prendas, a entrenarse con ellas, etc. Pero ellos argumentaban que la Federación se quedaba ese dinero y no lo reinvertía ni en los jugadores y cuerpo técnico ni en viajes, comodidades o partidos para el equipo. O en un incremento de las primas y premios que habían de llevarse en el Mundial.

Así que el día 25 de mayo el portero Bento, como portavoz del grupo y arropado por sus compañeros, anunciaba en rueda de prensa que entrenarían hasta que no se renegociaran las primas de los jugadores en el torneo. Los futbolistas creían que estaban pidiendo algo justo, sobre todo por el caos en el que se había sumido la concentración en un evento tan extraordinario como una Copa del Mundo, pero la prensa, los aficionados, e incluso los clubes, se posicionaron en contra de los jugadores.

Los medios portugueses vendieron la imagen de que eran unos aprovechados que ponían por delante de la selección y de la representación de su país sus propios egos y, sobre todo, sus propias carteras. La Federación se negó a negociar más primas y el presidente, Silva Resende, ni se molestó en acudir a hablar con los futbolistas. Él estaba a mil quilómetros de allí, en Ciudad de México, en una reunión de la FIFA de la cual era miembro. Si acaso amenazó con enviar al equipo a casa y que Portugal no tuviera representación en el Mundial.

Los jugadores se dieron cuenta de que estaban siendo tratados como traidores a la patria y dieron marcha atrás en sus peticiones, aunque no se quedaron cruzados de brazos. A partir de ese día, los futbolistas portugueses se entrenaban con las camisetas del revés, las medias bajadas o directamente a pecho descubierto para no mostrar unas marcas de las que ellos no percibían ningún rédito. Y de nuevo la imagen de Portugal dio la vuelta al mundo.

Pero en ese tipo de situaciones suele pasar que montas un circo y te crecen los enanos, así que aún tuvo tiempo la Seleçao das Quinas de meterse en otro lío importante. Los jugadores, que a esas alturas estaban en pie de guerra, descubrieron que la seguridad de “La Fortaleza” era mera fachada, así que empezaron a buscar resquicios para escapar del hotel en busca de aventuras porque el calor de Saltillo se ve que les estimulaba los músculos. Salían después de cenar en busca de calor humano a fiestas que se organizaban en mansiones cercanas, discotecas de moda y citas bastante variopintas y, en principio clandestinas. Coches de alta gama conducidos por chóferes paraban en el hotel y se llevaban a los jugadores a dar una vuelta con una rica señora en el asiento de atrás esperándolos.

En la ciudad, las andanzas de Os Infantes eran de sobras conocidas, pero pronto lo iba a saber el mundo entero. La presencia de la selección inglesa también en Saltillo venía acompañada de una legión de periodistas británicos que se enteraron del asunto (o de los rumores, que nunca se sabe). Un equipo de la BBC hizo pública toda esta historia. Y, claro, se lió gorda. Los medios portugueses se hicieron eco de la noticia y el país estalló. Aunque las que estallaron de verdad fueron las esposas de algunos jugadores casados del equipos que, a partir de ese día, no dejaron de llamar al hotel de concentración ni una sola noche.

***

Pero, como el fútbol es caprichoso, tenía una sorpresa mayúscula reservada para todos. Y es que el 3 de junio de 1986, en el estadio Tecnológico de Monterrey, Portugal derrotó a Inglaterra con un gol de Carlos Manuel a falta de un cuarto de hora para acabar el partido del debut de ambos en el torneo. Los lusos fueron mejores que los ingleses y sus centrocampistas jugaron un gran partido, en especial Diamantino y el autor del tanto.

Parecía que ya llovía menos en Saltillo, pero, lo repetimos de nuevo por si acaso no ha quedado claro: el fútbol es caprichoso. Y el 7 de junio de 1986, en el mismo escenario, os Infantes cayeron ante Polonia con un solitario gol de Smolareck mediada la segunda mitad. Así que la última jornada de la primera fase sería decisiva. Por suerte, o eso pensaban los portugueses, en el último encuentro se medirían a la perita en dulce, Marruecos, mientras que ingleses y polacos dirimirían sus diferencias entre ellos. De hecho, tal como estaban los otros grupos, con un empate ante los africanos los lusos pasarían como terceros de grupo.

Pero el 11 de junio de 1986 saltó la sorpresa en Guadalajara. En apenas 8 minutos, los que van del 19 al 27 del primer tiempo, Abdelrazzak Khairi dinamitó el partido con dos golazos. Los portugueses no habían olido la pelota todavía. A los diez minutos de la segunda parte, José Torres quitó a un defensa para meter al atacante Rui Aguas, que debutó en el Mundial, pero 7 minutos más tarde Abdelkarim Krimau sentenció el choque con el tercer tanto. Diamantino recortaría distancias con una espectacular vaselina a falta de once minutos para el final, pero la suerte estaba echada: Marruecos entero se echó a la calle para celebrar su primera victoria en una Copa del Mundo y su primera clasificación para las rondas finales (también la primera de una selección africana en la historia de los Mundiales). Además, lo hacía como primera de grupo, por delante de Inglaterra y Polonia, también clasificadas, mientras que Portugal acababa última y tenía que hacer las maletas y volverse a subir al avión.

La aventura marroquí acabó en octavos, donde se cruzaron con Alemania, a la que hicieron sufrir mucho. Polonia caería con mucha claridad ante Brasil, mientras que sólo Inglaterra superó los octavos al eliminar a Paraguay. Pero en cuartos se cruzaron con la Argentina de BilardoMaradona, con la Mano de Dios y con el Gol del Siglo y también cayeron eliminados.

***

Os Infantes se encontraron con un recibimiento más que hostil a su llegada a Portugal y con una comisión de investigación instigada por el presidente de la Federación, Silva Resende, que concluyó con una suspensión de por vida a ocho jugadores que no podrían vestir nunca más la camiseta de Portugal. El técnico, evidentemente, había dimitido nada más aterrizar.

Pero entonces esos futbolistas que antes priorizaban a sus propios equipos por encima de la selección y que casi en los viajes casi ni se hablaban unos con otros (los del Benfica contra los del Oporto y el Sporting y viceversa), se unieron y decidieron que ninguno jugaría hasta que se les levantara el castigo a todos. Los mundialistas estuvieron prácticamente un año sin jugar en la selección, pero el sindicato de futbolistas y la federación iban reuniéndose para intentar acercar posturas hasta que en septiembre de 1987 se les levantó el castigo a todos.

Está claro que el regreso de Portugal a un Mundial tras 20 años de ausencia no fue tal como los aficionados lusos se habían imaginado, pero después de la tormenta, siempre viene la calma. Y aunque nadie lo sabía entonces, con el caso Saltillo aún en la memoria, la historia de la Seleçao das Quinas estaba a punto de cambiar para siempre.

Porque por detrás venía una generación de extraordinarios futbolistas, la Generación de Oro, que ganaría los mundiales juveniles de 1989 y 1991. Una generación llamada a hacer grandes cosas. Una generación que se quedaría a las puertas del triunfo en Eurocopas y Mundiales sin poder ganar ningún título con la absoluta. Una generación maravillosa que, más allá de los resultados, convertiría a Portugal en todo un referente del fútbol de selecciones.

Joao Pinto, Paolo Sousa, Fernando Couto, Luis Figo, Rui Costa, Jorge Costa, Abel Xavier o Vítor Baía, entre otros, pusieron el germen de una selección portuguesa que es un semillero de grandes futbolistas desde entonces y que, finalmente, pudo conseguir el sueño de levantar una Copa de Europa. Pero… poco a poco. Todo a su debido tiempo.