"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

viernes, 28 de julio de 2023

Alf Ramsey "inventa" el 4-4-2 y fulmina los extremos para llevar a Inglaterra a la gloria en 1966

A la conclusión del Mundial de Brasil de 1950 la selección de Inglaterra regresó a casa con una sensación de extrañeza, incredulidad, sorpresa e impotencia exacerbada. El equipo entrenado por Walter Winterbottom, que había accedido al cargo cuatro años antes con la clara intención de disputar por primera vez la Copa del Mundo de fútbol, cayó humillado por Estados Unidos (0-1), un equipo prácticamente amateur que derrotó a los inventores del fútbol en Belo Horizonte con un tanto de Joe Gaetjens, y certificó su regreso a casa con otra derrota ante España (0-1), que venció también a los pross con un gol de Telmo Zarra en Maracaná.

Esa selección que regresó a casa avergonzada y cariacontecida estaba capitaneada por Billy Wright, el centrocampista de los Wolves, pero tenía en sus filas a futbolistas de la calidad de Tom Finney, Jimmy Mullen, Stan Mortensen, Wilf Mannion, Roy Bentley e incluso Stanley Matthews, que llegó al torneo ya con 36 años cumplidos. Además de todos estos nombres, también jugaba en esa selección el mítico Alf Ramsey, baluarte defensivo del Tottenham. Ramsey no se podía explicar lo sucedido en Brasil. No entendía cómo Inglaterra había hecho un papel tan triste y lamentable en su estreno en la Copa del Mundo.

Tampoco lo entendían los medios de comunicación ingleses. De hecho, el Times de Londres lo contó así, a modo de epitafio: “En conmovido recuerdo al fútbol inglés que murió en Río de Janeiro el 2 de julio en 1950, entre profundos lamentos de un círculo de amigos y simpatizantes. Descanse en paz. El cadáver será incinerado y las cenizas llevadas a España”.

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Pero, pese a no entenderlo, tampoco pareció que los ingleses reflexionaran en exceso sobre su fracaso, que atribuyeron al largo viaje, al desconocimiento de los rivales, a la humedad existente, al césped de los estadios, a la forma de los postes de las porterías y demás zarandajas. Sobre todo, porque tres años más tarde, el 25 de noviembre de 1953, en un partido amistoso disputado en Wembley entre Inglaterra y Hungría, el seleccionador Winterbottom volvió a utilizar el mismo esquema táctico del Mundial de Brasil 50 y prácticamente los mismos jugadores.

Al meta Gil Merrick lo protegían en defensa Bill Eckersley, Alf Ramsey y el capitán Billy Wright. En el centro del campo, Harry Johnston y Jimmy Dickinson actuaban un poco más retrasados, mientras que Ernir Taylor y Jackie Sewell hacían de interiores. Arriba estaba Stan Mortensen de delantero centro y Stanley Matthews y George Robb en los extremos. Una WM clásica con seis supervivientes del Mundial para enfrentarse a la Campeona Olímpica de 1952, los Mágicos Magiares de Gustav Sebes.

Evidentemente, los ingleses, que nunca habían perdido en Wembley ante una selección no británica, no se habían preocupado de saber quiénes eran esos chicos húngaros que llevaban 23 partidos seguidos sin perder, que acababan de ganar las Olimpiadas de fútbol y que se preparaban a conciencia para el Mundial de Suiza que se celebraría apenas sietes meses más tarde. Los ingleses no concebían entonces que una selección no británica fuera capaz siquiera de hacerles sombra en su propia casa.

Los magiares saltaron al césped de Wembley con los dorsales cambiados, en una época en la que cada número solía indicar una posición en el campo, y, además, su técnico decidió también cambiar el sistema, ya de por sí modificado respecto de la clásica WM que los ingleses defendían y representaban. Le dijo Sebes a Hidegkuti, su delantero centro, que retrasara su posición y se viniera al centro del campo a recibir, para empezar a crear juego, sacar a los defensas de su zona y permitir las incorporaciones de los dos interiores húngaros: Puskas y Kocksis. 

Al minuto de juego ya ganaban los magiares por un gol a cero. Y sí, lo marcó Hidegkuti llegando desde atrás y lanzando un obús a la escuadra del meta inglés. Los de Wintterbottom empataron en una contra doce minutos más tarde, pero tan sólo fue un espejismo. Los húngaros llegaban una y otra vez a las inmediaciones del área inglesa y anotaron tres tantos más en un santiamén (otro de Hidegkuti y dos de Puskas) para ponerse uno a cuatro en el sagrado templo del fútbol, donde los espectadores se frotaban los ojos incrédulos sin acabar de entender qué estaba pasando sobre el terreno de juego.

Stan Mortesen hizo el segundo gol inglés poco antes del descanso, pero tras la reanudación los húngaros siguieron a lo suyo: más rápidos, más eléctricos, más técnicos, ocupando espacios por sorpresa, atacando todos y defendiendo todos también. Y Kocksis y Hidegkuti hicieron dos goles más para poner el marcador en un inapelable 2 a 6. Un resultado que maquillaría Alf Ramsey al transformar un penalti (bastante riguroso) mediada la segunda parte. Además del 3 a 6 final, ya de por sí esclarecedor, los datos no engañan: los magiares chutaron 35 veces entre los tres palos por 5 de los futbolistas ingleses. ¡Dispararon siete veces más que los Pross jugando fuera de casa!

El caso es que el revolcón fue de órdago y, pese a ser un partido amistoso, la noticia dio la vuelta al mundo. No era para menos, porque se trataba de la primera derrota inglesa de la historia en su templo de Wembley ante una selección de fuera de las islas.

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Alf Ramsey, que aún le daba vueltas a los que había pasado en Brasil ante Estados Unidos y España, ahora ya sí que no sabía dónde meterse. Y lo cierto es que no se metió en ningún sitio, porque no volvió a ser convocado con la selección de Inglaterra. Como tampoco Bill Eckersley, Harry Johnston y George Robb. Alf Ramsey había disputado 32 encuentros con la camiseta de los Tres Leones.

Al menos, como no hay mal que por bien no venga, el bueno de Ramsey se evitó el disgusto de la revancha, ya que los ingleses viajaron a Budapest en el mes de mayo de 1954, apenas un mes antes del Mundial, y cayeron de nuevo estrepitosamente, esta vez por 7 tantos a 1.

Y también esquivó la segunda participación sin premio de Inglaterra en la Copa del Mundo, cuando cayó en cuartos de final ante Uruguay por cuatro goles a dos en Suiza 1954, un Mundial que pasará a la historia por la sorprendente derrota de los Mágicos Magiares ante la Alemania de Herberger en el llamado el Milagro de Berna.

Estas derrotas en la selección hicieron reflexionar a Alf Ramsey, que colgó las botas en el verano de 1955, a los 35 años, e inmediatamente dio el salto a los banquillos. Se puso a entrenar al Ipswich Town, que entonces militaba en Tercera División, y lo fue moldeando a su gusto. Con muy poco presupuesto que gastar, cuando se percató de que no tenía buenos extremos en el equipo, decidió darle un vuelco a la táctica y empezó a gestar un 4-4-2 que nadie había usado nunca en Inglaterra hasta ese momento, aunque sí lo ponía en práctica el Dinamo de Kiev de Viktor Maslov al otro lado del Telón de Acero. Esa decisión le trajo problemas con los más puristas, es decir, casi con todo el mundo, que no entendían cómo Ramsey prescindía de los extremos en la tierra de Stanley Matthews y Tom Finney.

Pero su Ipswich Town ascendió peldaño a peldaño hasta llegar a la Primera División de la Liga Inglesa y, además, en su primera temporada en la élite, la 1961-1962, levantó el título de Liga. Ramsey se empezaba a convertir en una especie de tótem de los banquillos y recibía una llamada que le iba a cambiar la vida. A la vuelta del Mundial de Chile de 1962, Winterbottom dimitía como seleccionador inglés tras 139 partidos sentado en el banquillo de la selección de los Tres Leones y la Federación le ofrecía el puesto a Alf Ramsey.

Y así fue cómo el defensa que estuvo sobre el césped en los desastres más descomunales de los Pross se hacía cargo de la selección de cara a la Copa del Mundo más importante de su historia, la que se celebraría en Inglaterra cuatro años más tarde. Ramsey, optimista como pocos, declaró desde el primer día que Inglaterra levantaría la Copa del Mundo en Wembley en 1966. Tenía mucho trabajo por delante… pero sabía perfectamente por dónde empezar.

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Y comenzó convenciendo a la Federación de que él tenía mando en plaza, es decir, que elegía a los seleccionados y, por supuesto, las tácticas con las que jugaría el equipo. Que sería el máximo responsable de la selección a todos los niveles. Y es que hasta ese instante, el seleccionador estaba supeditado a un comité de expertos que aprobaba los futbolistas convocados y las tácticas utilizadas y el margen de decisión del seleccionador inglés era bastante estrecho y limitado. Con eso tuvo que lidiar Winterbottom los 16 años que se mantuvo en el cargo. Y eso cambió totalmente Alf Ramsey nada más llegar a la selección, porque la Federación tuvo que aceptar que el seleccionador fuera totalmente y absolutamente independiente.

Como antes en el Ipswich, Ramsey pronto se dio cuenta de que la hornada de extremos del fútbol inglés no era especialmente buena y decidió probar primero poniendo a gente muy buena en posición de extremos aunque no lo fueran, como Bobby Charlton y Peter Thompson, en un 4-2-4 clásico, que era el sistema que había popularizado la selección brasileña en 1958 y en 1962 y con el que había ganado el torneo las dos ocasiones.

En el verano de 1964, en un cuadrangular disputado en América ante Brasil, Portugal y Argentina llamado Copa de Naciones y organizado por la Confederación Brasileña de Fútbol para conmemorar su 50º aniversario, Alf Ramsey se dio cuenta definitivamente de que con ese sistema no podría postularse como candidato al título en la Copa del Mundo que se celebraría dos años más tarde.

Inglaterra cayó 5 a 1 ante Brasil en el partido inaugural, empató con Portugal (1-1) y en el último encuentro ante Argentina se encontró con que el seleccionador de la albiceleste, al que le bastaba el empate para ganar el torneo, quitó a un delantero para meter a un centrocampista en labores de contención, se encerró y acabó ganando el partido, y la Copa de Naciones, en una contra. Ese día Ramsey decidió modificar su sistema dijeran lo que dijeran y le pesara a quien le pesara.

Y es que ese 4-2-4 clásico con Charlton y Thompson pegados a la cal y Jimmy Greaves y Johnny Byrne en punta de ataque funcionaba muy bien cuando Inglaterra tenía el balón, pero al equipo le costaba horrores recuperar el esférico porque había cuatro jugadores que no tenían mentalidad defensiva y no ocupaban bien los espacios. Fue entonces cuando Alf Ramsey recurrió a Nobby Stiles, “el Carnicero”, un centrocampista especialmente sacrificado que le guardaba las espaldas a Bobby Charlton en el Manchester United. Ramsey decidió ponerlo de pivote defensivo por delante de la línea de cuatro para darle equilibrio al centro del campo y lo acompañó con una línea de tres centrocampistas de los cuales nadie jugaría abierto en banda, sino que las dejarían libres para la incorporación de los dos laterales. Alan Ball y Martin Peters serían los interiores y Bobby Charlton el organizador, con libertad absoluta por delante de su compañero Stiles. Arriba, de momento, Roger Hunt y Jimmy Greaves.

Alf Ramsey había pasado en tres años del 4-2-4 al 4-4-2, aunque con la variante de Bobby Charlton, cuya libertad convertía realmente el sistema en un 4-3-1-2. Así que, definitivamente, los inventores del fútbol parecía que iban a disputar e intentar ganar su Mundial sin extremos.

Ver para creer.

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Pese a todo, la gran revolución de Ramsey llegó en los cuartos de final del torneo, porque en la fase de grupos, el técnico aún no había decidido dar el giro copernicano completo y jugó con un 4-3-3 más clásico con extremos. El centro del campo lo conformaban Stiles, Peters y Charlton y arriba Greaves y Hunt tenían un sitio fijo y los acompañó John Connelly en el primer encuentro, Terry Paine en el segundo e Ian Callaghan en el tercero.

Los ingleses sufrieron más de lo que se esperaba. Inauguraron el campeonato con un empate sin goles ante Uruguay que dejó un amargo sabor de boca a unos aficionados que no las tenían todas consigo. Sin embargo, en la segunda jornada ante México los anfitriones vencieron con cierta comodidad (2-0) con un disparo durísimo de Bobby Charlton desde el borde del área en la recta final de la primera parte y con la sentencia de Roger Hunt en boca de gol tras un rechace del portero a falta de un cuarto de hora para el final. Y volvieron a vencer sin muchos sobresaltos (2-0) a una Francia desastrosa en defensa y portería con un doblete de Hunt tras sendos errores de la zaga y el portero galo.

En cuartos de final, el encuentro ante Argentina tenía visos de revancha tras la derrota en la Copa de Naciones del 64. Y ahí fue donde Alf Ramsey decidió apostar totalmente por el 4-4-2. El técnico introdujo en el once a Geoff Hurst por primera vez en el torneo en sustitución de Jimmy Greaves, la estrella del Tottenham, que había acabado el encuentro ante Francia con molestias tras un golpe en el mentón. Lo que son las cosas, el máximo goleador de la Liga Inglesa y una de las estrellas del campeonato ya no volvería a jugar en todo el torneo (hay que recordar que no se permitían cambios todavía) y Geoff Hurst se convertiría en el héroe del Mundial con sus tres tantos ante Alemania Federal en la final.

Ante Argentina el planteamiento de Ramsey fue quitar el extremo que solía acompañar a Hunt y Greaves y reforzar el centro del campo. Formó con Stiles por delante de la defensa y con Alan Ball, Martin Peters y Bobby Charlton completando la medular. Arriba, el intocable Roger Hunt y la novedad de Geoff Hurst para reemplazar a Greaves. Y fue precisamente Hurst quien hizo bueno el planteamiento al anotar de cabeza el gol de la victoria a falta de doce minutos para el final ante una selección albiceleste que llevaba tres cuartas partes del partido jugando con un jugador menos por la polémica expulsión de su capitán Antonio Rattín que, a la larga, propició la invención de las tarjetas amarillas y rojas.

Ramsey ya no cambiaría su plan en lo que quedaba de Copa del Mundo. Ante la Portugal de Eusébio en semifinales volvieron a jugar los mismos once que derrotaron a Argentina y con el mismo sistema, un 4-4-2 sin extremos. Eso permitió que Bobby Charlton fuera una amenaza permanente durante todo el partido y decantara la semifinal para el once de los Tres Leones con su calidad y sus dos goles entrando desde atrás. Eusébio recortó distancias de penalti a falta de cinco minutos para el final, pero era demasiado tarde: la selección de Ramsey se metía en la final de su torneo con una idea de juego nueva, práctica y, precisamente por eso, convincente.

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La final ante Alemania paralizó a todo un país que se volcó con los suyos. 97.000 aficionados llenaron las gradas de Wembley y 32 millones de personas vieron el partido por televisión en el Reino Unido. Ese día grande para Inglaterra, “el Carnicero” Stiles, que había sido monaguillo en una parroquia católica de Manchester, como cada domingo a las siete de la mañana, acudió a oír misa y se llevó con él a Alan Ball, el más joven de todo el plantel. Después, por la tarde, ya en el estadio, se quitó la dentadura postiza, como hacía antes cada partido, para disputar el partido más importante de la historia de la selección inglesa.

Ese día, Ramsey, fiel a sus principios tanto o más que Stiles, volvió a apostar por los mismos once futbolistas que derrotaron a Argentina y Portugal y por el mismo sistema que tan buenos resultados le había dado al equipo. Enfrente, Helmut Schön tampoco hizo cambios y dispuso a sus hombres en un 4-2-4 con el joven Beckenbauer y Wolfgang Overath sosteniendo el centro del campo germano.

Los alemanes empezaron mejor, menos nerviosos y menos presionados pese a tener a todo un estadio en contra. Y a los doce minutos de partido se pusieron por delante y enmudecieron Wembley con un tanto de Helmut Haller. Pero los pupilos de Ramsey reaccionaron pronto y lograron empatar la final seis minutos más tarde con un cabezazo de Geoff Hurst, incomprensiblemente solo entre los dos centrales alemanes

En una segunda mitad tensa y sin demasiadas ocasiones, Martin Peters puso el grito de júbilo en la grada a poco menos de un cuarto de hora para el final del partido. El joven centrocampista aprovechó un rechace al aire de Höttgges para entrar en el área y rematar sin dejar caer la pelota para poner a Inglaterra por delante. Los ingleses tocaban la Copa del Mundo con la yema de los dedos ante su gente. Sólo faltaban 12 minutos.

Pero sobró uno. Porque Alemania peleó el empate a base de empuje y lo consiguió en una jugada llena de carambolas a un minuto del final. Beckenbauer disparó a puerta con potencia una falta lejanísima que rebotó en la barrera. El balón le cayó a Sigfried Hell dentro del área y volvió a rematar a puerta. Jack Charlton se cruzó y tocó el balón, que cayó a la espalda de un Uwe Seeler que ya tenía la caña preparada, pero afortunadamente para el atacante germano a su espalda apareció el defensa Weber para tirarse con todo y mandar la final a la prórroga.

En la prórroga, ya saben, ganó Inglaterra con el gol más polémico de la historia de los Mundiales. Aunque, justo es decirlo, los de Ramsey salieron mucho mejor que los alemanes y tuvieron un par de ocasiones en las que el portero Tilkowoski hubo de intervenir para salvar a los suyos, Sin embargo, en el minuto once del tiempo extra no pudo hacer nada para evitar que los anfitriones se pusieran por delante. Si acaso podía haberlo hecho el árbitro de la contienda, el suizo Gottfried Dienst, que dio por bueno un tanto que aún hoy se discute si entró o no.

La jugada Bobby Charlton con un pase largo a Alan Ball, que ganó la línea de fondo y se sacó un centro buenísimo al corazón del área germana. Allí apareció Geoff Hurst como una exhalación, llegó antes que su par, controló con la derecha, se dio media vuelta y soltó un tremendo derechazo en el larguero que botó en la línea de cal. El árbitro dio el gol por válido tras consultar con el juez de línea pese a las protestas alemanas. Después, con el tiempo cumplido, Bobby Charlton le metió un balón en profundidad al goleador inglés para que anotara el cuarto tanto (el tercero de su cuenta) y cerrara definitivamente la final.

Cuando el colegiado pitó el final, toda Inglaterra celebró un triunfo histórico que su seleccionador había vaticinado nada más acceder al cargo tres años atrás. Los futbolistas ingleses levantaron al cielo de Wembley la Copa del Mundo mientras Ramsey se quedaba en un segundo plano del que lo sacaron sus propios futbolistas para hacerlo partícipe de una fiesta que él más que nadie había merecido por su apuesta sin fisuras por un sistema nuevo en el que muy pocos creían.

Si acaso, sus futbolistas, a los que acabaron apodando los “Wingless Wonders”, “Maravilla sin extremos”. Esos que acabaron creyendo a pies juntillas en el método de su entrenador para formar un equipo mítico que puso por delante al colectivo sobre las individualidades y la forma de ver el fútbol de cada uno de ellos. No había para menos, porque de los once que saltaron al estadio de Wembley a disputar la final ante Alemania, ocho habían debutado en los apenas tres años que Ramsey llevaba al frente de los Tres Leones.

Gordon Banks, el mítico portero del Leicester, considerado el mejor de Inglaterra, acudió a una de las primeras convocatorias de Ramsey, cuando estaba formando la que sería su selección ideal. Tras acabar un partido amistoso, en la despedida de los jugadores, el meta saludó a Ramsey y le dijo amablemente, sin doble intención: “¡Hasta el próximo partido!”. Ramsey le miró muy serio y le contestó: “¿Ahora usted se elije a sí mismo? Creía que era yo el que elegía”. Los futbolistas se miraron entre ellos asombrados, pero captaron claramente la idea. Si Ramsey le decía eso al mejor portero inglés, estaba claro que nadie tenía el puesto en la selección asegurado.

Bobby Moore, el capitán de la selección y del West Ham, y para muchos el mejor defensa de la historia de Inglaterra, se había operado de un cáncer testicular en noviembre de 1964, pero no se lo dijo a nadie. Se pasó más de tres meses sin jugar y a los periodistas les dijo que tenía problemas en el pubis y que no podría volver a jugar a fútbol hasta estar definitivamente curado. Todo esto se supo tras la muerte del futbolista en 1993. Era uno de los fijos de Ramsey desde el principio.

Nobby Stiles, “el Carnicero” para muchos, “Nosferatu” para otros, y “el Drácula inglés” para algunos más, había nacido en un sótano del barrio de Collyhurst de Manchester durante los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Y no sólo era desdentado, sino que también era miope. Tanto, que le decía a Bobby Charlton, su compañero también en el Machester United, que no se alejara de él más de quince yardas que si no ya le vería. Hasta que su entrenador, Matt Busby, le consiguió con unas buenas lentillas y se acabó el problema. Su imagen bailando con la Copa del Mundo en una mano y la dentadura postiza en la otra dio la vuelta al mundo. Sin él, sin su sacrificio en esa posición de líbero por delante de la defensa, hubiera sido imposible alzar el trofeo para Inglaterra.

Como lo hubiera sido sin Bobby Charlton, el capitán de los Diablos Rojos y ánima mater de la selección de Ramsey, fue uno de los supervivientes del Desastre de Múnich, el accidente aéreo que sufrió el Manchester United a su regreso del partido de Copa de Europa ante el Estrella Roja el 6 de febrero de 1958 y que se cobró la vida de 23 personas (8 futbolistas, 3 miembros del cuerpo técnico, 8 periodistas, 1 aficionado y 3 miembros de la tripulación). Ocho años después levantaba la Copa del Mundo y diez después la Copa de Europa con el Manchester United. En honor y en recuerdo de los que perdieron la vida en el accidente.

Martin Peters, el centrocampista del West Ham, recibió, como todos sus compañeros, dos entradas para la final para que la familia pudiera asistir al partido. El jugador se las vendió a un revendedor mientras sus padres veían el partido en la televisión. Claro que las cosas no son como ahora, porque el futbolista cobraba 100 libras a la semana en su club.

Jackie Charlton, “la Jirafa”, el hermano aguerrido de Bobby que jugó toda su vida en el Leeds, se hizo con un puesto en la defensa de los campeones junto a Moore, del que decía que no parecía un defensa inglés porque nunca gritaba y salía del campo siempre sonriente. A Jackie lo hizo debutar Ramsey con los Tres Leones en 1965 cuando estaba a punto de cumplir 30 años. Jack le preguntó directamente al técnico por qué lo había elegido. Ramsey, con franqueza y sencillez, le respondió que él no seleccionaba necesariamente a los mejores futbolistas, sino a los mejores futbolistas para su sistema. El bueno de Jack, un año después, era Campeón del Mundo jugando todos los partidos .

Así era el grupo que Ramsey había confeccionado durante la preparación del Mundial. Buenos futbolistas. Buenísimos futbolistas. Pero, sobre todo, los mejores jugadores para poner en práctica la idea de su técnico y plasmarla sobre el terreno de juego.

***

A Ramsey le sirvió todo ese trabajo arduo de cohesión del grupo y de aprendizaje del nuevo sistema para conseguir la única Copa del Mundo de la historia de Inglaterra (hasta ahora) y para recibir, años más tarde, el título de Sir. También le sirvió para mantenerse como seleccionador en la Eurocopa del 68, donde disputó las semifinales del torneo y cayó ante Yugoslavia, y en el Mundial del 70, donde los alemanes se vengaron de la derrota en la final apeándolos de la Copa del Mundo en los cuartos de final tras un partido épico cuando los Tres Leones vencían por cero a dos a falta de veinte minutos para el final. Cayeron 3 a 2.

Aún dirigiría Ramsey a la selección de los Tres Leones en la fase de clasificación para la Eurocopa del 72, donde volvieron a caer en cuartos de final a doble partido ante Alemania. En Wembley los germanos dejaron la eliminatoria sentenciada venciendo por 1 a 3 y la superaron definitivamente dos semanas más tarde con un empate a cero en Berlín.

De hecho, tras la derrota ante Alemania en Wembley, el mítico periodista y escritor escocés Hugh McIlvanney escribió: “El fútbol timorato y aburrido era apenas soportable cuando propiciaba victorias, ahora que provoca derrotas solo puede haber una consecuencia”. Y la hubo, sólo que un poquito más adelante. Concretamente, dos años más adelante.

Porque la estrella del seleccionador que había conseguido que Inglaterra levantara la Copa del Mundo estaba empezando a apagarse. Y se apagó definitivamente en la fase de clasificación para el Mundial de Alemania 74, cuando Inglaterra, por primera vez en su historia desde que se dignó a participar allá por 1950, se quedó fuera de la Copa del Mundo. Polonia fue su verdugo en Wembley y quien provocaría la destitución de Alf Ramsey tras haber dirigido a Inglaterra en 119 partidos.

El innovador técnico inglés cayó víctima de su propio sistema. Un sistema que no era capaz de volver a rediseñar, mientras que otras selecciones como Holanda, Alemania o la misma Polonia habían perfeccionado, evolucionado y modernizado. Un sistema de juego que empezó a verse obsoleto y a cuestionarse muchísimo cuando los resultados dejaron de llegar. Alf Ramsey era consciente de ello y ya muchas veces había declarado que le pagaban por ganar partidos, nada más. Por eso, cuando dejó de ganarlos, lo echaron.

Tras la derrota en casa ante Polonia que dejaba a Inglaterra fuera del Mundial de 1974, el comité llamó a Alf Ramsey para destituirlo. El técnico lo contó con estas palabras: “Fue la media hora más abrumadora de mi vida. Estaba de pie en una sala llena de miembros del comité que me miraban. Me sentía como si me estuvieran sometiendo a juicio. Pensé que me iban a colgar”. Quizá por eso recogió sus trastos y se fue sin hacer demasiado ruido.

Y así acabó la historia en la selección de Inglaterra del único técnico que ha llevado a los inventores del fútbol a levantar la Copa del Mundo.

miércoles, 5 de julio de 2023

Roberto Cejas, el desconocido que levantó a Maradona al cielo del estadio Azteca

"Maradona dijo que sólo él sabe lo que pesaba la Copa del Mundo. 
Pero sólo yo sé lo que pesaba Maradona con la Copa del Mundo”.
Roberto Cejas, hincha argentino

El 25 de junio de 1986, el estadio Azteca de México DF se vistió de gala para acoger una de las semifinales de uno de los Mundiales más espectaculares de la historia. En escena aparecieron dos selecciones fantásticas, muy distintas en su concepción del fútbol y en el papel que asumían en el campeonato, pero ambas con unas ansias enormes por jugar la final del Mundial de 1986: Argentina y Bélgica.

Aquel ya lejano 25 de junio del 86, a la misma hora, en Santa Fe, Argentina, un hombre se arma de valor y hace una promesa a sus compañeros de trabajo. “Si Argentina elimina a Bélgica, me voy para DF a ver la final”. Se llama Roberto Cejas, tiene 29 años, luce un espectacular bigote negro, como el pelo, es fuerte y grande -¡mide metro noventa!- y tiene la cara morena, curtida por el sol.

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En el estadio Azteca, en las semifinales del Mundial, los belgas aguantan bien la primera parte, el tiempo que le cuesta a Maradona calentar definitivamente motores. Cuando el Barrilete Cósmico tira de repertorio, no sólo anota los dos goles de su equipo, sino que asiste a sus compañeros para finiquitar el encuentro, pero particularmente Valdano no está acertado de cara a puerta y son los tantos del astro los que meten a la albiceleste en la final de la Copa del Mundo (2-0).

El mítico guardameta belga Jean Marie Pfaff está soberbio durante todo el partido, pero no puede hacer nada cuando el Pelusa se cruza buscando un pase de Burruchaga dentro del área y mete la punta de la bota para levantarle la pelota por encima y hacer el primer tanto. Y puede hacer todavía menos cuando el Diez le encara tras sortear a un montón de defensas y la manda a guardar en el segundo y definitivo tanto que mete a la albiceleste en la gran final.

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En Santa Fe, Cejas y sus amigos celebran la victoria con vítores, saltos, abrazos y tragos, hasta que alguien se acuerda de la promesa que había hecho a sus compañeros de trabajo. “¡Un trago por Roberto, que se va para México!”. ¡Di que sí!

Porque Roberto Cejas, envalentonado por la euforia, por la adrenalina y por la celebración, asegura que sí, que por supuesto que se va, que una promesa es una promesa. Levanta el teléfono y llama a un amigo que vive en la capital mexicana. El colega le anima: “Vente que conozco a una vecina que tiene una entrada para la final y la quiere vender”.

Dicho y hecho. Roberto se embarca en un viaje imprevisible a falta de cuatro días para la final del Mundial. ¡Qué carajo! Que esto no se ve todos los días. Y allá que va Cejas, camino de la gloria con una mochila pequeña, un poco de plata y sin entrada. Faltaría más. Que una aventura es una aventura.

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El sábado 28 de junio de 1986, mientras los jugadores de la albiceleste velan armas antes del gran partido que les enfrentará a Alemania al mediodía del día siguiente, Roberto Cejas llega a México DF con su mochila, un poco de plata y sin entrada. Quedan menos de 24 horas para la final del Mundial y a Roberto no le esperan buenas noticias. La vecina de su amigo ya ha vendido la entrada que tenía y el aventurero empieza a pensar que se ha embarcado en un viaje sin sentido. Sin embargo, no piensa rendirse. Así que contacta con un grupo de seis amigos que están en México desde el principio del torneo y que no se han perdido un solo partido del seleccionado. Mientras hay vida hay esperanza.

Roberto queda con sus amigos el sábado por la noche y lo organizan todo para el día siguiente. Son siete en total y tienen cinco entradas en la parte alta del estadio, pero, como en todos los partidos que ha jugado Argentina hasta ahora, una vez dentro les dan un poco de plata a los aficionados mexicanos y éstos les dejan bajar para acercarse al césped. Así que el plan será el mismo para la gran final. Confiar en los mexicanos.

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Mientras el autobús que conducía a los pupilos de Bilardo hacia el Azteca salía del predio del América, donde estaban concentrados, Cejas y sus amigos ya estaban fuera del estadio intentando entrar. Llegaron a la puerta correspondiente y le dieron al portero mexicano cinco entradas y unos dólares debajo. Pasaron los siete. Sin problemas.

Una vez dentro del estadio, donde la FIFA asegura que había 114.600 espectadores, aunque queda meridianamente claro que al menos había dos más, Roberto y sus amigos descendieron por las gradas hasta colocarse en la parte de abajo, en primera fila, junto al foso, justo detrás de la portería que defendía el meta alemán Harald Schumacher en el primer tiempo.

Desde allí vivieron con pasión, nervios y emoción un partidazo que parecía encarrilado con los tantos del Tata Brown y Valdano y que empataron Rummenigge y Rudi Völler en un pestañeo a la salida de dos córners mal defendidos por los hombres de Bilardo. Cuando Maradona sacó la varita para asistir a Burruchaga y el Burru se metió una de las carreras más memorables de la historia de la Copa del Mundo con el balón pegado al pie y definió con una tranquilidad pasmosa ante Schumacher, Roberto y sus amigos, desde la otra portería, ya no pararon de saltar, ni de gritar, ni de abrazarse en los seis minutos (más el descuento) que quedaban de partido.

Cuando Romualdo Arppi Filho levantó las manos al cielo de DF y pitó el final del encuentro, la alegría desbordante se había convertido en llanto de ilusión. Los futbolistas argentinos se abrazaban sobre el césped, saltaban y festejaban mientras los aficionados se fundían en abrazos eternos en las gradas. Se preparó rápidamente un cordón entre el público para que los nuevos campeones del mundo subieran al palco a recoger la Copa del Mundo. Maradona la alzó emocionado y la fue pasando al resto de compañeros en el mismo palco y, poco a poco, fueron bajando todos de nuevo al césped con la Copa.

Lo mejor estaba por llegar.

***

Cuando los jugadores argentinos regresaron al césped con la Copa para dar la vuelta olímpica, un buen puñado de aficionados ya se había colado en el terreno de juego. Entre ellos, Roberto Cejas, que se había parapetado tras el córner, había sorteado el foso y la alambrada, había amagado y fintado a los dos guardias que pretendían cerrarle el paso sin demasiado entusiasmo y se había puesto a trotar sobre la hierba como un poseso.

De repente, unos pocos futbolistas se ponen a dar la vuelta olímpica y los aficionados presentes en el terreno de juego empiezan a acercarse a ellos (y los fotógrafos, reporteros y más personal autorizado, también). Cejas se va aproximando al área chica, camina como sonámbulo, y entonces ve cómo un aficionado levanta a Pasculli en hombros a su derecha. Justo entonces, el tipo que Cejas tiene delante se frena y se da la vuelta. Cae en la cuenta Cejas en ese instante que lleva el 10 de Argentina a la espalda, la cinta de capitán en su brazo izquierdo y la Copa del Mundo en las manos. Es Maradona, que le mira fijamente, como midiendo si su aspecto, su envergadura y su metro noventa de estatura le dan para levantarlo. Cejas no necesita nada más. Se agacha y lo alza al cielo del Azteca.

¡Zas! Y ahí lo tenemos. Dando la vuelta olímpica cargando al ídolo y a la Copa del Mundo. Trotando por el estadio al ritmo que le marca Maradona. Recibiendo en sus ojos los flashes de las cámaras de todos los fotógrafos que se agolpan en el césped para inmortalizar el momento. El hincha que salió de Santa Fe sin entrada apenas un día antes abrirá en unas horas las portadas de todos los diarios del mundo.


Cuando Diego Armando Maradona le hizo un gesto para bajarse y se marchó hacia el vestuario, a Roberto Cejas apenas le dio tiempo a pedirle los botines. El Pelusa le dijo que eran para su vieja y que no se los podía dar y salió hacia el vestuario. Roberto se quedó en el campo, poco a poco vaciándose y silenciándose, y aún no era consciente de lo que acababa de vivir. Lo supo más tarde, cuando vio cómo su rostro aparecía en los periódicos de todo el mundo cargando con el astro. Y ya no lo olvidaría nunca.

***

Porque cuando Roberto decidió viajar a México aprovechó para coger dos semanas de vacaciones y, ya que tenía que pagar un pasaje que era caro, se quedaría en tierras aztecas dos semanas más. En esa quincena recibió llamadas de su familia, de sus vecinos, de sus amigos y de sus compañeros de trabajo para confirmar lo obvio: que ése que llevaba a Maradona en hombros dando la vuelta olímpica era él.

Incluso una vecina, cuando acabó el partido y vio la vuelta olímpica en televisión, se personó en casa de sus vecinos y llamó a la puerta.

—¿Está Roberto aquí?—. Preguntó nada más le abrieron.
—No—. Les respondieron los familiares de Roberto desde dentro.
—¡Ah! Entonces es él ése que sale por la tele llevando a Maradona en hombros. Si ya lo decía yo y mi marido no se lo creía—. Con un puntito de orgullo que lo dijo antes de cerrar la puerta y volver a su casa para confirmar la noticia.

De hecho, quince días después de acabado el Mundial y con Roberto recién aterrizado en casa, la revista El Gráfico sacó una edición especial con las 100 mejores fotos del Mundial de México 86. Roberto paseaba por la calle y cuando vio el especial de la revista en un kiosco no pudo evitar cogerlo y empezar a hojearlo. El kiosquero, que lo ve, le reclama.

—Oiga, para ver las fotos tiene que comprar la revista—. Con un puntito de mala baba, que se lo dijo.
—Si salgo en la revista, se la compro—. Le responde rápidamente Roberto.
—¡Si sale en la revista, se la regalo!—. Más raudo aún el quiosquero.

Entonces Roberto abre la revista y le enseña una foto a doble página. La de Maradona en sus hombros con la Copa del Mundo. El kiosquero le regaló la revista, claro. Aunque a cambio lo tuvo una hora larga explicándole cómo había sido posible todo aquello.

La vida... que siempre te da sorpresas.


***

36 años y medio más tarde. Principios de diciembre de 2022.

Tras una fase de grupos complicada y comprometida por la inesperada y sorprendente derrota en el partido inaugural ante Arabia Saudí, la Argentina de Messi y Scaloni ha ido superando rondas en la Copa del Mundo. Se ha deshecho con más problemas de los previstos de Australia en octavos de final y de Países Bajos en los cuartos de final tras una tanda de penaltis taquicárdica que la albiceleste debería haber evitado. En las semifinales espera Croacia. Y a lo lejos, si se supera el escollo, previsiblemente Francia, que se juega su presencia en la final ante Marruecos, la gran revelación del torneo.

Roberto Cejas, que ha visto todos los partidos en su casa, por televisión, recibe una llamada telefónica. Contesta. Es extraño. Le llaman de Madrid. Un empresario argentino que regenta una exclusiva sastrería en la capital de España. Tras una hora y media de conversación fluida y empática, Cejas sentencia antes de colgar, como 36 años antes: “Consíganme las entradas. Si levanto al Enano puedo morir tranquilo”.

Y es que las cábalas son muy argentinas. Y alguien cayó en la cuenta de que Roberto Cejas, el hincha que cargó a Maradona con la Copa del Mundo en el Azteca, no fue a la final del Mundial de Italia 90 ni tampoco a la del Mundial de Brasil 2014. Las dos finales las perdió la albiceleste. Así que Martín Gimeno, un empresario argentino afincado en Madrid que tenía 11 años cuando Maradona alzó la Copa del Mundo en México 86, decidió que si Argentina llegaba a la final del Mundial de Catar había que llevar a Roberto Cejas a Lusail.

Así que tras la victoria de Argentina ante Croacia en semifinales, Gimeno contactó con el diario Relevo y expuso su plan: el diario conseguía unos billetes de avión de Buenos Aires a Madrid y de Madrid a Catar para Roberto Cejas y él obtendría la entrada para el icónico aficionado. Como 36 años atrás, el hincha de Santa Fe partía de nuevo con lo puesto en busca de la gloria.

Y sí. Efectivamente. Roberto Cejas se sentó en las gradas del estadio de Lusail, esta vez con entrada y sin colarse, y Argentina volvió a levantar la Copa del Mundo 36 años después, aunque esta vez el aventurero, a sus 65 años, con bastante menos pelo y sin bigote, no pudo colarse en el terreno de juego para levantar a Leo Messi al cielo catarí. 

A Messi lo alzó su amigo y compañero Sergio Agüero, al que el corazón le jugó una mala pasada y no pudo disfrutar del momento vestido de corto. No creo que a Roberto Cejas le importara, porque le bastaba con ver levantar a Messi la tercera Copa del Mundo de la historia de Argentina.

Y porque no se puede tener todo… aunque, visto lo visto, parece más que suficiente.