"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Uruguay se convierte en el primer Campeón del Mundo de la historia en 1930

El camino hacia la primera Copa del Mundo de la historia no fue nada fácil. Los dos últimos torneos olímpicos de fútbol, el de París en 1924 y el de Ámsterdam en 1928, ambos ganados por Uruguay, ya habían demostrado que el deporte rey necesitaba de un torneo propio donde pudieran competir las mejores selecciones del mundo integradas por sus mejores jugadores en una época en la que empezaban a ser profesionales y, por tanto, empezaban a ser vetados en los torneos olímpicos.

Jules Rimet, el presidente de la FIFA, orquestó una reunión en Barcelona donde se decidió que el primer Mundial de fútbol se disputaría en Uruguay, una decisión compleja porque la mayoría de selecciones europeas no querían atravesar el océano para ir a jugar al país sudamericano y los clubes también eran reticentes a dejar a sus jugadores para disputar una competición que era una incógnita. El mismo Jules Rimet jugó a dos bandas, dando el sí a la Federación Uruguaya y atendiendo a la vez a las peticiones de otras federaciones europeas para impulsar el Mundial en el Viejo Continente. Pero en Europa tampoco se ponían de acuerdo, así que, ante la necesidad de poner en marcha un torneo que se intuía que sería un espectáculo sin igual y un gran negocio para todos, la candidatura de Uruguay salió adelante en la reunión de la ciudad Condal con 23 votos a favor, 5 en contra y la abstención de Alemania.

Sin embargo, a la hora de la verdad, muchas federaciones que habían votado a favor del torneo en Uruguay se echaron atrás. La Federación Inglesa (y el resto de federaciones británicas) había sido taxativa en su negativa desde el principio. No formaba parte de la FIFA y, por supuesto, ni siquiera había acudido a la reunión de Barcelona. Pero ni Italia, ni Alemania, ni España, ni Austria, ni Hungría, ni Checoslovaquia, ni los Países Bajos ni Suecia acudirían al torneo pese a haberse manifestado a favor en 1929.

Ni siquiera Francia, la Francia del presidente de la FIFA Jules Rimet, parecía dispuesta a formar un equipo para competir Montevideo y afrontar ni los gastos de un viaje largo de ida y vuelta ni las dificultades que iban a poner los clubes para dejar viajar a sus futbolistas. Fue realmente la Federación Uruguaya y la Confederación Sudamericana quienes pusieron toda la carne en el asador y quienes presionaron decididamente a la Federación Francesa (y también directamente al Estado Francés), que acabó por formar una selección a toda prisa y la embarcó hacia la capital uruguaya. Bélgica, Rumanía y Yugoslavia también se embarcaron. Ni una selección europea más respondió afirmativamente a la invitación uruguaya y de la FIFA.

Al final tan sólo 13 equipos participaron en esta primera edición de la Copa del Mundo. No hubo fase de clasificación, ya que todas las selecciones fueron invitadas. Y el sistema de competición estaba claro como el agua: las 13 participantes se dividieron en 4 grupos (uno de cuatro equipos y tres de tres) y las primeras de cada grupo pasarían a disputar las semifinales. Las selecciones vencedoras jugarían la final el 30 de julio de 1930 en el flamante y recién construido estadio Centenario. El primer Mundial de la historia ya estaba en marcha. Sólo faltaba que la pelota se pusiera a rodar.

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En el grupo 1 quedaron encuadradas las selecciones de Argentina, Francia, México y Chile, en el único grupo de cuatro equipos de la primera fase. Argentina era una de las favoritas. Sub­campeona olímpica en 1928 en Ámster­dam, mantenía la base de jugadores del equipo olímpico y buscaba la revancha de la final perdida contra sus vecinos uruguayos. Pero ahora debía demostrar ese favoritismo en la cancha.

El 13 de julio de 1930, Francia y México abrieron el grupo y el Mundial en Pocitos, compartiendo protagonismo con Estados Unidos y Bélgica, que, a la misma hora, inauguraron el grupo 4 en el Gran Parque Central. Pero fue el jugador del Sochaux Lucien Laurent quien tuvo el honor de ser el primer goleador en una Copa del Mundo. Marcó el 1 a 0 para Francia a los 13 minutos de partido. Laurent aún no lo sabía, pero su nombre acababa de pasar a formar parte de la gran historia del fútbol. Los franceses ganaron el partido por 4 a 1, pero no tuvieron prácticamente tiempo para celebrarlo, porque tres días después habrían de jugar contra la poderosa Argentina.

Y la albiceleste sufrió de lo lindo para superar a los franceses. Ganaron 1 a 0 con un solitario tanto del centrocampista Luis Monti, que desniveló el marcador a nueve minutos del final con un remate de cabeza que supuso el primer tanto de la albiceleste en una Copa del Mundo.

Chile, por su parte, también venció a México con comodidad (3 a 0) e hizo lo propio ante unos franceses extenuados después del largo viaje a tierras sudamericanas y el esfuerzo de los dos partidos anteriores.

Argentina le ganó a México por 6 a 3 y se jugaría el liderato del grupo y el pase directo a las semifinales del torneo en el encuentro ante Chile que cerraba el grupo. El peligro chileno tenía un nombre, el de “el Chato” Suliabre, estrella del Colo-Colo, que había marcado 3 de los 4 goles de los andinos en los dos partidos anteriores. Y el peligro argentino se llamaba Stábile, el delantero de Huracán que se convertiría en el primer máximo goleador de la historia de los mundiales con 8 dianas en solo 4 partidos.

Los dos cumplieron con nota. Stábile abrió la veda con dos golazos en apenas dos minutos y Suliabre recortaría distancias poco después. Pero no serviría de nada. Mario Evaristo anotaría el 3 a 1 al poco de comenzar la segunda parte para certificar así el pase de la albiceleste a las semifinales.

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El grupo 2 lo conformaban las selecciones de Yugoslavia, Brasil y Bolivia. Yugoslavia fue una de las cuatro selecciones europeas que aceptaron la invitación de la FIFA para disputar el Mundial y lo hicieron con muchas ganas. Los yugoslavos se subieron a un barco de correos de nombre Florida y, tras dos semanas de travesía, llegaron a Montevideo el 5 de julio, justo a tiempo para empezar el campeonato.

Y es que ese primer partido del grupo 2 decidiría, casi con total seguridad, qué selección pasaría a las semifinales, ya que se enfrentaban yugoslavos y brasileños, mientras que Bolivia permanecía a la espera. A Brasil la entrenaba Píndaro de Carvalho Rodrigues y su estrella era Joao Coelho Neto, “Preginho”, un fantástico jugador que marcó una época en el Fluminense. Pero cuando dio comienzo el choque, los que dominaron fueron los europeos: Tirnanic y Bek anotaron los goles balcánicos en el primer tiempo, aunque el gran Preginho dio esperanzas a los suyos marcando el primer gol brasileño en la historia de los mundiales a falta de media hora para finalizar el encuentro. Pero el marcador ya no se movería gracias a la solvencia defensiva yugoslava.

Bolivia se presentó en el Mundial y se hizo una foto para la historia. Cada jugador llevaba una letra pegada en su camiseta para conformar el mensaje de “Viva Uruguay”, con la clara y simpática intención de ganarse el favor del público local. Perdió sus dos partidos por 4 a 0, pero la impresión general que causaron fue buena.

De todas formas, lo mejor de la selección boliviana fue su seleccionador, Ulises Saucedo, que no contento con su función de entrenador, también arbitró algunos partidos. Concretamente, fue el árbitro principal del partido del grupo 1 entre Argentina y México y juez de línea en 5 partidos más: Argentina-Francia, Uruguay-Rumanía, Argentina-Chile, la semifinal entre Uruguay y Yugoslavia y la final entre Argentina y Uruguay. ¡Menudo crack!

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En el grupo 3 estaba el máximo favorito para levantar la Copa del Mundo, el anfitrión, Uruguay, que se jugaría el pase a semifinales ante Perú y Rumanía. Venía Rumanía con su rey Carol II a la cabeza, un futbolero empedernido que había gestionado los permisos en sus trabajos para todos sus futbolistas y había costeado el viaje. Y los rumanos cumplieron en su debut con una victoria clara ante Perú (3-1) y alegraron la cara cuando vieron el discreto debut de los anfitriones, también ante los incas, aunque a la hora de la verdad los uruguayos sacaron todo su potencial y enviaron a los rumanos para casa.

Y es que la Celeste las pasó canutas en el estreno. Se estrenaron los uruguayos en el campeonato con 3 días de retraso por culpa de la demora en las obras de construcción del estadio Centenario, donde habían de disputar todos sus partidos. Y lo hicieron sin Mazali, el portero de los dos oros olímpicos que había sido expulsado de la concentración tras no aguantar más el encierro y salir a “airearse” por la noche. Ballestreros, el meta de Rampla Juniors, se puso bajo los palos de una selección extraordinaria a la que le costó contener los nervios ante su público. Al final, “el Manco” Castro doblegó la resistencia peruana con el gol del triunfo en el minuto 69 de partido.

Después de esta primera victoria, los charrúas, ya mucho más sueltos, se deshicieron sin problemas de los rumanos, a quienes batieron por 4 a 0 en el último y decisivo encuentro del grupo. Además, marcaron todos los goles en la primera parte, por lo que se permitieron el lujo de sestear un poco en la segunda mitas, sin arriesgar demasiado para afrontar mejor el duelo de semifinales ante Yugoslavia.

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En el grupo 4 el cabeza de serie era Estados Unidos, un equipo conformado por futbolistas de la American Soccer League, una competición muy profesionalizada en la época y donde se pagaba bastante bien a unos jugadores que eran primero atletas y después futbolistas. Así que los norteamericanos se presentaron en Uruguay con una selección muy correcta repleta de jugadores procedentes de la Europa anglosajona. En definitiva, aquel equipo no dejaba de ser una representación encubierta de Gran Bretaña. El seleccionador, Bob Miller, era escocés de nacimiento y entre sus titulares habituales había seis jugadores nacidos en las Islas Británicas. De todas formas, si algo caracterizaba a aquel equipo era su potencia física, que era tan grande que los franceses no habían dudado en apodarlos “los lanzadores de peso”.

El delantero de referencia de la selección norteamericana era el joven de 20 años Bert Patenaude, un jugador que se había ganado un puesto en el once después de que el mejor delantero yanqui del momento, Archie Stark, renunciara a disputar el mundial. A sus 32 años ya tenía decidido dejar el fútbol y montarse un negocio para sobrevivir. Así que el joven Patenaude, que jugaba en el Fall River Marksmen de Massachussets, sorprendió a propios y extraños con una capacidad goleadora extraordinaria que empezó con el tercer gol ante los belgas (3-1) y los tres que su selección le endosó a Paraguay (3-0), por lo que se convirtió en el primer futbolista en conseguir marcar un hat-trick en una Copa del Mundo.

Las dos victorias claras de los yanquis pusieron sobre la mesa el debate de si serían capaces de derrotar a las grandes potencias futbolísticas del momento, Argentina o Uruguay, con ese fútbol tan físico. Muy pronto saldrían todos de dudas, pero, mientras tanto, había debate.

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Y es que la semifinal que iba a enfrentar a Estados Unidos y Argentina se calentó muy pronto. Todo empezó con las declaraciones del capitán de Chile, Guillermo Subiabre, que, tras perder por 3 a 1 ante la albiceleste, declaró que los norteamericanos ganarían a los porteños por su condición física y por la falta de defensa de los argentinos. Sus palabras pronto las secundaron algunos medios de comunicación y la guerra entre dos escuelas y dos estilos futbolísticos distintos estaba servida.

De hecho, La Prensa, un diario liberal conservador de Argentina, después de la clara victoria de Estados Unidos ante Paraguay (3 a 0) definía a los norteamericanos como un equipo de atletas que se dedicaban a jugar al futbol y se preguntaba si serían así los jugadores de fútbol del futuro (¿A qué este debate suena mucho? Pues ya se debatía en julio de 1930).

Parece ser que tantas muestras de admiración acabaron calando en un combinado estadounidense que llegó a creerse que podía vencer con facilidad a los subcampeones olímpicos y el propio W. Cummings, asistente del seleccionador, que cuando llegó a Uruguay había manifestado que venían al torneo a aprender de sus hermanos sudamericanos, proclamó después del sorteo de semifinales que ganarían a los argentinos.

El caso es que, entre unos y otros, consiguieron picar a las dos selecciones del Río de la Plata. Los diarios uruguayos, pese a la demostrada animadversión hacia los argentinos, hablaban de lucha de estilos, el preciosista contra el físico, el de las genialidades y la versatilidad contra la rigidez táctica y apostaban por la albiceleste que, a fin de cuentas, jugaba como ellos. Mientras, los diarios argentinos titularon la previa de la semifinal con un categórico: “¡Vamos a ver quién gana!”. El partido generó tanta expectación que el ejército uruguayo se desplegó por el estadio Centenario en previsión de problemas de seguridad.

Al final hubo más publicidad que partido, ya que sobre el terreno de juego los argentinos se comieron a los norteamericanos, aunque no fue tan sumamente fácil como indica el 6 a 1 final.

Los 72.000 espectadores que se congregaron en el Centenario tardaron 20 minutos en ver el primer gol argentino, convertido de nuevo por Luis Monti, que, además, fue el que se encargó de desactivar los intentos de ofensiva norteamericana durante todo el encuentro. En la segunda parte, los yanquis pagaron el esfuerzo de correr y correr detrás de la pelota y los argentinos fueron marcando un gol tras otro hasta completar la media docena (dos de Stábile, otro dos de Peucelle y otro de Scopelli). Jim Brown anotaría el del honor en el minuto 89.

Argentina, tal como pasó dos años antes en la Olimpíadas de Ámsterdam, se enfrentaría con Uruguay en la gran final, con ganas de revancha y con ansia por convertirse en la primera selección campeona del mundo de fútbol. Los norteamericanos, en cambio, se marcharon orgullosos para casa y ya podían estarlo porque, aunque ellos no lo sabían entonces, acababan de conseguir la mejor clasificación de una selección de Estados Unidos en toda la historia de los Mundiales.

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La otra semifinal enfrentaba a la Celeste ante Yugoslavia el 27 de julio de 1930. Las gradas del estadio Centenario acogieron a 80.000 espectadores dispuestos a ver cómo Uruguay se metía en la final del primer Mundial de fútbol de la historia. Enfrente estaba la competitiva selección de Yugoslavia, que representaba a la perfección el estilo de juego de la Europa central, un equipo sin nada que perder y con muchas ganas de dar la sorpresa.

De hecho, el partido empezó muy mal para los anfitriones, ya que, a los 4 minutos, el yugoslavo Vujadonovic aprovechó un rebote para adelantar a su equipo. Y en plena crisis de juego charrúa, los yugoslavos volvieron a marcar cinco minutos más tarde, pero el árbitro brasileño Almeida Rego anuló el tanto y los balcánicos se descentraron. Empezaron a protestar enérgicamente y se fueron poco a poco del partido mientras la Celeste respiraba, se entonaba e iba encerrando poco a poco a los yugoslavos en su área con su juego vertiginoso, rápido, de balón al pie y extremadamente combinativo.

A los 18 minutos, el mítico Pedro Cea, “el Vasco”, empataba la semifinal (le llamaban el “empatador olímpico” porque suyos fueron los tantos que empataron partidos complicados en los dos torneos olímpicos que después Uruguay acabó remontando para ganar) y un suspiro de alivio recorría las gradas del Centenario que se transformaría en un estallido de alegría dos minutos más tarde cuando Anselmo marcaba el 2 a 1 y ponía por delante a los anfitriones. El mismo Anselmo volvería a marcar 11 minutos más tarde para allanar del todo el camino de los charrúas hacia la gran final.

La segunda parte fue un mero trámite. Los yugoslavos se quejaban amargamente en cada jugada y los uruguayos cada vez creaban más peligro. Iriarte hizo el cuarto y “el Vasco” Cea anotó dos goles más para cerrar la cuenta con el 6 a 1 final. Exactamente el mismo marcador que el que lograron los argentinos ante los norteamericanos.

En todo caso, demasiado castigo para una Yugoslavia valiente que no superó nunca el que siempre ha considerado un arbitraje indecente. De hecho, los yugoslavos se negaron a jugar el partido por el tercer y cuarto puesto ante Estados Unidos y cerraron con la semifinal su participación en el primer mundial de la historia. A los uruguayos, en cambio, aún les quedaba por disputar La Batalla del Río de la Plata.

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Dicen las crónicas que más de 20.000 aficionados ar­gentinos intentaron cruzar en todo tipo de embarcaciones el Río de la Plata el 30 de julio de 1930 para presenciar la final del primer Campeonato del Mundo. Querían apoyar a su equipo después de todo lo que habían padecido durante la competición (en los diarios argentinos se podía leer que los seguidores uruguayos no dejaban dormir a los albicelestes por las noches o que iban a silbarles e insultarles en todos los entrenamientos). Todos esos aficionados argentinos que intentaron desplazarse fueron registrados escrupulosamente en la frontera para que no entraran armas al país. Se trataba también de una medida disuasoria que dilataría su llegada y, con suerte, no llegarían a tiempo a la final y se volverían para casa. Parece ser que, aún así, unos 15.000 argentinos estuvieron presentes en el estadio Centenario. Y así, en medio de este ambiente, se presentaba al mundo la primera final de la historia de un Mundial de fútbol.

El estadio Centenario estaba lleno hasta la bandera (la FIFA habla de 90.000 espectadores) y Uru­guay salió al campo dispuesta a demostrar por qué era doble campeona olímpica. Cuando Dorado anotó el uno a cero de tiro cruzado, el estadio estalló, después de un inicio arrollador de los charrúas. Pero los argentinos no se acogotaron en ningún momento pese al ambiente en el estadio. El sensacional Peucelle empató el choque a los 20 minutos y eso dio mucha tranquilidad a los visitantes y llenó de nervios a los locales y a su propia hinchada.

Poco a poco, Argentina empezó a dominar el partido, a desactivar a los charrúas y a llegar con peligro a la portería defendida por Ballestreros. Aunque sería en una gran contra cuando dejarían helado a un país entero. El Manco Castro había estrellado el balón en la cruceta argentina casi con violencia, pero el rebote le llegó a Monti, que le metió un pase preciso a Stábile que el capitán uruguayo Nasazzi no logró interceptar (aunque levantó la mano reclamando un fuera de juego que el árbitro no concedió). El ariete argentino, máximo goleador del torneo, fusiló al meta local para marcar el 1 a 2. Corría el minuto 37 y a Uruguay entera se le cortó la respiración.

La primera parte acabó con una trifulca monumental camino de los vestuarios. Las reclamaciones uruguayas en el gol argentino seguían y entre los contendientes saltaban chispas. La batalla del Río de la Plata era una auténtica realidad.

Pero cuando los dos equipos volvieron al terreno de juego en la segunda parte algo había cambiado. En primer lugar, la pelota. Porque los argentinos querían jugar con la suya y los uruguayos también y el árbitro de la contienda, el belga John Langenus, de la escuela salomónica, decidió que se jugaría la primera parte con el balón argentino y la segunda con el uruguayo.

Lo cierto es que el paso por los vestuarios le vino bien a los charrúas y, especialmente, a dos de los jugadores con más personalidad que se hicieron cargo de la situación: el capitán Nassazi y “el Negro” Andrade, que habían ido uno por uno mirando a los ojos de sus compañeros y recordándoles qué significaba aquel partido para todos ellos.

La intensidad uruguaya y la fuerza desplegada (unidas a los ánimos desde la grada) hizo que los argentinos retrocedieran poco a poco y ya sólo metían miedo con los escasos balones que tocaban Peucelle o Stábile. Pronto, en el minuto doce de la segunda parte, Pedro Cea, el empatador olímpico, volvió a hacerlo (empatar, se entiende) y equilibró las fuerzas anotando el dos a dos. El veterano extremo charrúa, que ya había sido esencial en los oros olímpicos de Amberes y Ámsterdam, culminó una trayectoria espectacular con su quinto tanto en el torneo que sirvió para empezar a ganar la final, porque, a esas alturas del partido, los argentinos casi habían claudicado ante el empuje charrúa.

El Centenario gritaba y animaba a los suyos, mientras los argentinos ya iban claramente perdiendo gas. Y el estadio entero volvió a estallar en el minuto 23 de la segunda mitad, cuando el extremo Iriarte enganchaba un disparo muy potente desde unos treinta metros para batir de nuevo a un sorprendido Botasso y llevar al delirio a todo un país.

Ahora tocaba defender el 3 a 2 con uñas y dientes, pero lo cierto es que los uruguayos no sufrieron en exceso con las embestidas argentinas, replegaron y contragolpearon con peligro y, al final, el Manco Crespo acabó firmando el 4 a 2 definitivo de cabeza tras un centro perfecto de Dorado. El Manco marcó dos goles en el torneo: el primero, el que abrió la cuenta de la Garra Charrúa en el torneo, y el último. Cosas de la vida,

Y así fue como la primera Copa del Mundo se quedó en Uruguay, que volvió a demostrar que era la mejor selección del mundo. En seis años podía presumir de haber ganado dos oros olímpicos y el primer mundial de la historia. ¡Casi nada!

Los charrúas cerraron con este partido una época gloriosa y les tocó esperar 20 años para conseguir otra gesta aún más grande en Maracaná, en la mayor sorpresa de la historia de los Mundiales perpetrada en tierras brasileñas. Argentina, en cambio, habría de esperar un poco más, 48 años nada más y nada menos, ya que no volvería a jugar otra final de la Copa del Mundo (no se acercaría siquiera) hasta el Mundial de 1978 disputado en su propio país. Allí, la Argentina de Menotti alcanzaría la gloria en medio del dolor.

viernes, 25 de noviembre de 2022

La historia de los dorsales en la Copa del Mundo

La historia de los dorsales en las camisetas de los jugadores de fútbol comenzó en Inglaterra en 1928, cuando al mítico entrenador del Arsenal Ernest Chapman se le ocurrió numerar a sus jugadores en un partido que jugaba de visitante contra el Sheffield Wednesday. Ese día, los futbolistas del Sheffield lucieron los números del 1 al 11 y los de Arsenal de Chapman se presentaron al encuentro con los números que iban del 12 al 22. Más tarde, el Chelsea recogió el guante y se fue de gira por Sudamérica con las camisetas de sus jugadores titulares numeradas del a al 11. Al final, la idea fue ganando adeptos en el fútbol inglés para poder reconocer mejor a los incipientes ídolos del balompié y pronto todos los clubes se sumaron a la iniciativa.

De hecho, en los inicios, cada número estaba asociado a una posición concreta dentro del campo. En términos generales, si tomamos como ejemplo un 4-3-3 clásico, el 1 era el portero; el 2 el lateral derecho y el 3 el izquierdo; el 4 y el 5 los dos centrales; el mediocentro era el 6, que solía estar flanqueado por dos interiores, el derecho llevaba el 8 y el izquierdo el 10, mientras que los extremos lucían los dorsales 7 (el diestro) y 11 (el zurdo). El 9 estaba reservado al delantero centro. Evidentemente, según el sistema táctico que se utilizara en cada momento, las posiciones que ocupaban los jugadores variaban, pero, aproximadamente, ésta era la disposición táctica y numérica cuando los futbolistas saltaban al terreno de juego ataviados con camisetas numeradas del 1 al 11.

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En la Copa del Mundo, la FIFA determinó que los futbolistas habrían de lucir el número en su camiseta en 1950 e hizo oficial la medida cuatro años más tarde, en el Mundial de Suiza de 1954. La salvedad es que el organismo que regía el destino del fútbol mundial añadió que cada jugador debía llevar el mismo dorsal durante todo el torneo, por lo que los futbolistas de las selecciones participantes se numerarían del 1 al 22 y los jugadores titulares no tenían por qué vestir las camisetas del 1 al 11, como en sus diferentes ligas, sino que saltarían al terreno de juego con el dorsal que les había sido asignado antes del torneo.

El primer caso curioso respecto a los dorsales lo protagonizó Brasil en 1958, cuando estuvo a punto de no poder participar en la Copa del Mundo que acabaría levantando por primera vez porque a los genios de la Confederación Brasilera de Fútbol se les había olvidado enviar el documento con la numeración de sus jugadores. Sin embargo, salió al rescate un uruguayo de grato recuerdo para el fútbol brasileño. Lorenzo J. Villizio, miembro de la Confederación Sudamericana de Fútbol y del Comité Organizador del Mundial se ofreció a rellenar el documento con los números de los futbolistas brasileños argumentando que los conocía a todos y sabía en qué posición jugaban. La FIFA, enfurruñada por el despiste y con ganas de excluir a la canarinha, finalmente cedió y Villizio, cachondo donde los haya, le dio el 10 al jovencísimo y semidesconocido Pelé, el 11 a Garrincha, que era el extremo derecho, el 3 a Gilmar, ¡el portero titular!, y el 9 a Zozimo, ¡el guardameta suplente! Increíble, pero cierto.

Así que el hecho de que el número 10 se convirtiera en el referente universal del juego bonito, en el símbolo del creador, en la marca que diferenciaba al mejor jugador del equipo, en la camiseta más buscada, más perseguida y más anhelada, fue la consecuencia involuntaria de la decisión del uruguayo Villizio, que no tenía ni idea de que estaba haciendo pasar a la historia la camiseta del número 10 en el mundo. Porque después de que Pelé sorprendiera al mundo con su fútbol, todos los niños y niñas del mundo querían ser el 10 de sus equipos: el 10 de su calle, el 10 de su barrio, el 10 de su pueblo, el 10 de su ciudad o el 10 de su país. Da igual de dónde, pero el 10. El número del mejor del equipo.

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En el Mundial de Inglaterra de 1966, el seleccionador argentino Juan Carlos, el Toto, Lorenzo consideró que asociar los números de sus jugadores a las posiciones que iban a ocupar sobre el terreno de juego era dar demasiadas pistas a los rivales, así que decidió numerarlos de manera extraña. Los tres porteros, Antonio Roma, de Boca, Rolando Hugo Irusta, de Lanús, y el Loco Gatti, de River, jugarían con los números 1, 2 y 3. El 9 lo llevaría Carmelo Simeone, el lateral derecho suplente, y el capitán del equipo, Antonio Rattín, que lucía el 5 en Boca Juniors, se enfundó el 10 de la albiceleste, el doble de su número habitual para despistar.

Y así fue como el 10 argentino, con el brazalete de capitán, se hizo más famoso por su extrañísima expulsión ante Inglaterra que por sus caños, gambetas y pases increíbles en el Mundial. Aunque gracias a una expulsión en la que el argentino decía no entender al colegiado y no había manera de sacarlo del campo ni con agua caliente, nacieron las tarjetas amarillas y rojas, que de todos es sabido que los colores son un idioma universal. Y se pusieron en circulación cuatro años más tarde, en el Mundial de México 70.

Allí, en tierras aztecas, se presentó la Brasil de Mario “Lobo” Zagallo, creada realmente por Joao Saldanha, con cinco dieces. Pero, claro, no había dieces para todos, así que Pelé, el 10 del Santos, fue también el 10 de la canarinha (¡¡quién si no!!) y lo acompañaban en una alineación estratosférica otros cuatro dieces más que cambiaron de número: Tostao, el 10 del Cruzeiro, que se puso el 9 en la espalda; Gerson, el 10 del Sao Paolo, que jugó con el 8; Jairzinho, el 10 del Botafogo, que lució el 7; y Rivelinho, el 10 del Corinthians, que paseó el 11 en los estadios mexicanos.

En el Mundial de Alemania 74 hubo dos selecciones que decidieron que iban a otorgar los dorsales a sus futbolistas por orden alfabético estricto de sus apellidos. Fueron Holanda y Argentina. La Naranja Mecánica, eso sí, hizo una excepción: Johan Cruyff sería el único que elegiría el número de su camiseta. El Flaco escogió el 14, claro, pero el resto de sus compañeros sí hubieron de ceñirse al orden alfabético. Por eso el meta Jongbloed se puso bajo palos con el 8 a la espalda mientras que el atacante Ruud Geels llevaba un 1 que no pudo lucir porque no disputó ni un solo minuto en el torneo.

Argentina hizo lo mismo, pero excluyendo a los tres porteros, que jugarían con el 1, el 12 y el 22. El resto, por orden alfabético. El defensor Ramón Heredia tuvo el privilegio de enfundarse el 10 de la albiceleste, mientras que el delantero del Atlético de Madrid Rubén “Ratón” Ayala hizo un gol con el 2 a la espalda. A un jovencísimo Mario Alberto Kempes le tocó el 13, aunque cuatro años más tarde, en el Mundial de Argentina 78, el rosarino tuvo la suerte de que le tocara el 10, también por estricto orden alfabético, y se convirtió en campeón del mundo, en el máximo goleador del torneo y en el mejor jugador con su número predilecto en la espalda. Otros no tuvieron tanta suerte, porque Fillol atajó con el 5, Ardiles hizo diabluras con el 2, el Káiser Passarella capitaneó al equipo y alzó la Copa del Mundo con el 19 y Bertoni metió dos goles con el 4 a la espalda. Justicia poética para el Matador.

En el Mundial 82 la Argentina que defendía el título volvió a repetir el mismo sistema de los números por orden alfabético, pero esta vez sí hubo una excepción. Fue la de Diego Armando Maradona, al que le había tocado el 12. La mítica 10 de la albiceleste le había caído en suerte a Patricio Hernández, el centrocampista de Estudiante que, además, compartía habitación con Maradona. El astro le pidió si podía cambiarle la camiseta y Hernández aceptó sin problemas. Así que Diego lució la 10 argentina por primera vez en un Mundial mientras que Patricio Hernández se quedó sin disputar un solo minuto con la 12. Al héroe del 78, al Matador Kempes, le tocó el número 11. Al final, ni para unos ni para otros, a Argentina no le tocó la lotería y todos hicieron las maletas tras la liguilla de cuartos de final donde cayeron ante la Brasil de Telé Santana y la Italia de Paolo Rossi, que fue el nuevo héroe del Mundial con el 20 a la espalda.

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Pero si ha habido, hay y habrá un dorsal con mala prensa, ese es, sin duda, el 13. En la época en la que los jugadores saltaban al terreno de juego del 1 al 11, el 13 estaba reservado al portero suplente, que solía usarlo poco, la verdad. En la Copa del Mundo, también han sido siempre muchas selecciones las que lo han reservado tradicionalmente para uno de sus guardametas suplentes, pero hay otras que no lo han querido ni para eso.

En el Mundial de Chile de 1962, por ejemplo, ningún jugador uruguayo quiso enfundarse la Cesleste con el número 13, así que simplemente se la saltaron e incluyeron en la lista una con el número 23. Al parecer, la FIFA lo consintió.

No tuvo tanta suerte la selección de Perú, que se enfrentó en Argentina 78 a la misma situación. Nadie quería vestir la 13, pero, al final, a regañadientes, el portero suplente Juan Cáceres, de Alianza Lima, se la quedó. Lo cierto es que no jugó un solo minuto así que, aunque algunos puedan achacarlo al gafe del dorsal, lo cierto es que nadie lo vio luciéndolo.

En cambio, en Alemania llevar el número 13 es un honor. Porque se lo enfundó el delantero centro de la Mannschaft que fue campeona del mundo por primera vez en Suiza en 1954. Max Marlow no marcó ningún tanto en el Milagro de Berna, la victoria en la gran final ante la todopoderosa Hungría de Gusztav Sebes, pero convirtió 6 dianas en todo el torneo con el 13 a la espalda.

Torpedo Müller se lo volvió a enfundar en México 70, donde anotó 10 tantos, y con él hizo cuatro más, entre ellos el que significó el triunfo en la final ante Holanda, en el Mundial de Alemania 74 para levantar la segunda Copa del Mundo de la Mannschaft. Hasta hace nada lo lucía otro Müller, Thomas, que también ganó el Mundial en Brasil 2014 con ese dorsal y que suma diez tantos en las cuatro Copas del Mundo que ha disputado (cinco en Sudáfrica 2010, otros cinco en Brasil 2014 y se fue de vacío en las debacles alemanas de Rusia 2018 y Qatar 2022).

El que equilibra la balanza es Michael Ballack, el motor de la Mannschaft en el Mundial de Corea y Japón en 2002. El Joven Káiser se enfundó la camiseta con el número trece, fue uno de los mejores del torneo y metió a su selección en la final con un gol ante Corea del Sur, pero no pudo disputarla por ver una tarjeta amarilla. Alemania, sin Ballack, cayó en la finalísima ante Brasil con dos goles de Ronaldo (2-0). Cuatro años más tarde, en el Mundial de Alemania 2006, Ballack siguió luciendo el número 13 y, además, también la cinta de capitán. Los de Klinsmann hicieron un gran torneo, y también Ballack, pero sucumbieron en las semifinales ante una Italia descomunal que acabaría levantando su cuarta Copa del Mundo tras derrotar en los penaltis a la Francia de Zidane.

De todas formas, el gafe de Michael Ballack no parece tener nada que ver con el número 13. Ya lo llevaba dentro él mismo. Porque el talentoso centrocampista alemán perdió la Bundesliga de 2002 con el Bayer Leverkusen en la última jornada desperdiciando una ventaja de 5 puntos en apenas tres jornadas. Unos días más tarde perdería la final de la Copa Alemana contra el Shalke 04 y también la final de la Liga de Campeones ante el Real Madrid.

En 2006, ya enrolado en las filas del Chelsea, Ballack empezó la temporada cayendo en la final de la Community Shield ante el Manchester United y la acabó perdiendo también la final de la Carling Cup ante el Tottenham y, otra vez, la de la Liga de Campeones ante el Manchester United. Dos años más tarde, el capitán alemán cayó en la final de la Eurocopa ante la España de Luis Aragonés para engordar su leyenda de gafe con el 13 a cuestas.

Aún así, si quieres hincharte a meter goles y, de paso, levantar la Copa del Mundo, no lo dudes, apuesta por el 13, que parece ser un número que no le gusta a casi nadie pero tiene réditos. Aunque quizás necesites ser alemán y jugar de delantero para aprovechar del todo sus mágicos poderes. Y, desde luego, no llamarte Michael y apellidarte Ballack.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Christoph Kramer, el campeón del mundo que no recuerda haberlo sido

Es muy difícil ser futbolista profesional. Es complicadísimo destacar tanto en tu club como para recibir la llamada del seleccionador nacional. Y más si esa selección es siempre una de las mejores del mundo y compite por ganar todos los títulos en cada edición.

Es extremadamente difícil jugar un Mundial. Sólo lo hacen unos privilegiados. Y aún lo es más ser titular en la final de una Copa del Mundo. Sólo 22 futbolistas de todo el planeta tienen esa posibilidad cada cuatro años.

De hecho, entre 1930 y 2018 se han disputado 21 Mundiales en 88 años. En ese periodo de tiempo que abarca casi un siglo, 422 jugadores han tenido el honor y la responsabilidad de disputar como titulares la final de una Copa del Mundo (40 de ellos han tenido la suerte de jugar dos finales). De entre ellos, apenas dos centenares han acabado levantando el trofeo.

Todos esos futbolistas fueron poco a poco desgranando el camino que les llevó a jugar y ganar el partido más importante de sus vidas: consiguieron alcanzar su sueño de niños de ser futbolistas profesionales; debutaron en la máxima categoría y rindieron a un nivel altísimo en sus equipos hasta que vistieron la camiseta de su selección; entraron en la lista de convocados para disputar un Mundial; llegaron a la final del torneo, fueron titulares en ese gran partido y acabaron levantando la Copa del Mundo.

Pues entre esos escasos elegidos para la gloria hay uno, solamente uno, que recorrió todos esos peldaños hasta cumplir el sueño de su vida, el de ser titular y ganar la final de una Copa del Mundo, pero… ¡¡¡No se acuerda de nada de lo que pasó aquel día!!!

Christoph Kramer es ese único futbolista que no recuerda cómo fue campeón del mundo con Alemania en el Mundial de Brasil 2014. Todo pasó muy rápido. Lo arrolló el defensa argentino Ezequiel Garay al cuarto de hora de partido. El choque, el desplome, la salida del cuerpo médico de la selección germana al terreno de juego, la asistencia tocándole la sien con sus dedos mágicos para determinar que podía seguir en el partido. Y Kramer, que no recuerda nada de lo que pasó antes, durante ni después, se levantó y siguió jugando como si nada. Catorce minutos se pasó el joven alemán deambulando por el campo con una conmoción cerebral y un episodio de locura transitoria hasta que, a fuerza de decir incongruencias a todo aquel que se encontraba en su camino, ya fueran compañeros, rivales o el mismísimo colegiado, fue sustituido por su compañero André Schürrle en el minuto 31 de la primera mitad.

Pero es que la historia de Christoph Kramer tiene miga. El jugador había vivido prácticamente un cuento de hadas hasta ese momento que culminó con una titularidad en la final de la Copa del Mundo que nadie, ni siquiera él mismo, esperaba. Tampoco esperaba nadie el desenlace posterior, pero eso ya hubiera sido rizar el rizo.

***

Kramer tenía apenas 23 años a las puertas del Mundial de Brasil y jugaba de mediocentro en el Borussia Mönchengladbach tras su eclosión en el Bochum, en la segunda división alemana. Con el Gladbach debuta en primera a lo grande, haciéndose un hueco en el once titular, disputando 34 partidos en la temporada y colaborando con su juego para que el equipo acabe sexto y se clasifique para jugar la Europa League la próxima campaña.

Tras una temporada sobresaliente, al joven centrocampista aún le falta por recibir un regalo inesperado. Joaquim Löw, el seleccionador germano, lo convoca para disputar un amistoso ante Polonia el 13 de mayo de 2014. Apenas cinco días antes, el técnico teutón había dado una lista de 30 jugadores, que habría de reducirse a 23 el 2 de junio, y en ella no figura Christoph Kramer. Pero Löw no se fía del estado físico con el que llegan al torneo algunos de sus mejores centrocampistas, como Khedira, por ejemplo, y decide sustituir a André Hahn, del Augsburgo, un jugador de banda, e incluir al mediocentro del Gladbach en la lista a partir de ese amistoso ante Polonia.

Kramer debuta con la Mannschaft y apenas quince días después se sube en el avión que lleva a la selección alemana rumbo a Brasil contra todo pronóstico. De esos 30 preseleccionados, los defensores Mustafi (Sampdoria), Jansen (Hamburgo) y Schmelzer (B. Dortmund); los centrocampistas Goretzka (Schalke), Meyer (Schalke) y Bender (Leverkusen) y el atacante Volland (Hoffenheim) se quedan en tierra. Más tarde, apenas días antes del comienzo del Mundial, Löw repesca a Mustafi ante la lesión de Marco Reus, que se tiene que volver a casa. Christoph Kramer, en cambio, está a punto de vivir la mayor experiencia futbolística de su vida.

Ya en tierras sudamericanas, el prometedor futbolista del Gladbach no tuvo la oportunidad de debutar en toda la primera fase. Los de Joachim Löw abrieron fuego el 16 de junio de 2014 goleando a la Portugal de Cristiano Ronaldo (4-0) con tres tantos de Müller y otro de Hummels y lanzando con su fútbol un aviso a navegantes. El centro del campo germano lo formaron Lahm, Khedira y Kroos con los apoyos constantes de Özil y Götze.

Tampoco dispuso Kramer de minutos en el empate a dos ante Ghana que prácticamente sellaba la clasificación de los teutones para los octavos de final en un encuentro en el que el técnico repitió el centro del campo del partido del debut. Para el cierre de la primera fase ante Estados Unidos (2-2), Schweinsteiger sustituyó a Khedira en el centro del campo y Kramer se quedó sin debutar en el Mundial tras los tres primeros encuentros.

Sin embargo, el joven centrocampista sí disputó sus primeros minutos en una Copa del Mundo en la prórroga del partido de octavos ante Argelia, cuando sustituyó a Bastian Schweinsteiger a falta de 11 minutos para la conclusión del tiempo extra. El partido, extraordinario, se había ido a la prórroga, pero en el primer minuto Schürrle adelantó a los alemanes con un remate en el área pequeña y el seleccionador quiso refrescar el centro del campo con la presencia de Kramer. Nueve minutos parecen pocos, pero pasaron bastantes cosas en ese tiempo. Primero tuvo Argelia una ocasión clara para empatar, pero después anotó Özil el tanto que parecía definitivo a falta de un minuto para el final del tiempo extra. Y lo fue, aunque recortó distancias Djabou, pero ya no quedaba tiempo para nada más.

En los cuartos de final ante Francia, Löw metió a Lahm en el lateral derecho y salió de inicio con Schweinsteiger, Kroos y Khedira en el centro del campo, escoltados por Özil y Müller en la media punta y con Klose arriba. Alemania administró el cabezazo a la escuadra de Hummels a los doce minutos para meterse en semifinales y el protagonismo de Kramer se limitó a saltar al terreno de juego en el tiempo de descuento para perder tiempo al sustituir a Toni Kroos.

En el Mineirazo ante Brasil, Kramer no tuvo oportunidad de participar de la fiesta alemana. Löw repitió el once que saltó de inicio ante Francia y Alemania masacró a la canarinha con cinco goles en los primeros 28 minutos de partido con protagonismo especial para Sami Khedira y Toni Kroos en un centro del campo que se comió al brasilero.

Y entonces, cuando nadie lo esperaba, saltó la sorpresa en el último partido. Porque Löw había previsto repetir once por tercera vez consecutiva, pero, en el calentamiento de la gran final ante Argentina, ya sobre le césped de Maracaná, Khedira notó unas molestias que le hicieron retirarse del choque antes de empezar. El técnico hizo su apuesta y decidió suplir al emblemático centrocampista con el joven Christoph Kramer, que saltó al terreno de juego acompañando en el centro del campo a Kroos y a Schweinsteiger con los apoyos de Müller y Özil en tres cuartos de campo. Hacía apenas un mes Kramer no había debutado con la Mannschaft y ahora, tras jugar tan sólo trece minutos en el torneo, iba a disputar la gran final de la Copa del Mundo. Casi nada… ¡Si eso no es un sueño hecho realidad que baje Dios y lo vea!

***

Sin embargo, el guion de la película de Kramer dio un giro inesperado a los dieciséis minutos de su partido soñado. Klose sacó rápidamente de banda y buscó al debutante en el interior del área argentina. Kramer se dispuso a controlar la pelota casi pegado a la cal, marcado de cerca por Rojo, cuando, de repente, apareció al cruce Ezequiel Garay, un tren de mercancías que le golpeó en la cabeza con el hombro, se lo llevó por delante y lo dejó tendido sobre el césped. El resto, es historia viva de la Copa del Mundo.

Tras recibir asistencia por parte de los servicios médicos de la selección alemana, el jugador se levantó y se reincorporó al juego. Todo parecía bastante normal hasta que empezó a hacer y, sobre todo, a decir cosas muy extrañas de las que, evidentemente, no se acuerda.

Al parecer, primero se acercó a su compañero Thomas Müller y le felicitó por el título de 1974 ante la Naranja Mecánica de Johan Cruyff. ¡Lo estaba confundiendo con el legendario Gerd “Torpedo” Müller! Inmediatamente miró al cielo y exclamó que no había visto nunca tanta gente ni un ambiente tan espectacular en el Ruhrstadion, la cancha del VFL Bochum, el club en el que debutó como jugador.

Después, se dirigió a su propio guardameta, Manuel Neuer, y le pidió que le dejara los guantes porque quería ponerse de portero, justo antes de decirle a su capitán Philipp Lahm que le diera el brazalete porque quería guiar a Alemania a levantar su cuarta Copa del Mundo.

Aunque para llegar a la conclusión de que el partido que estaba disputando era la final del Mundial, tuvo que preguntárselo al mismísimo colegiado Nicola Rizzoli. El italiano, claro, se quedó sorprendido ante la pregunta y pensó que el jugador estaba bromeando, así que le pidió que se lo repitiera más despacio. Kramer se lo preguntó de nuevo y Rizzoli, evidentemente, le dijo que sí, aunque buscó a Bastian Schweinsteiger para decirle que algo pasaba con el futbolista y que deberían plantearse su sustitución. Y más cuando le respondió con toda la amabilidad del mundo: “Gracias, para mí era importante saberlo”.

Cuando Kramer se acercó de nuevo a Philipp Lahm para comentarle que quería intercambiar la camiseta con el árbitro, el capitán alemán decidió que la cosa había llegado demasiado lejos y se acercó al banquillo para contar lo que estaba pasando. El cuerpo técnico germano dispuso el cambio. Schürrle se incorporó al partido y Kramer salió del terreno de juego sin ser consciente de lo que hacía y sin saber ni dónde estaban los banquillos. Habían pasado 14 minutos desde el momento del choque que le provocó una conmoción cerebral y un episodio de locura transitoria. Por suerte, demasiado poco pasó para lo que podía haber pasado… ¡en la mismísima final de una Copa del Mundo!

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Afortunadamente, Christoph Kramer no tuvo secuelas y siguió jugando al fútbol. De hecho, en 2022, a los 31 años de edad y a las puertas de un Mundial de Catar para el que no ha sido convocado, sigue disfrutando del fútbol en el Borussia Mönchenglabad.

Lamentablemente, por mucho que se esfuerce, no recuerda el ambientazo en las gradas de Maracaná. Tampoco recuerda cómo y cuándo le dijo Joaquim Löw que sería titular tras la lesión de Khedira ni qué sintió en ese instante único e irrepetible. Ha olvidado sus propias sensaciones al salir por el túnel de vestuarios. Al escuchar los himnos. Al cruzarse con Messi y compañía dándose la mano antes del partido más importante de sus vidas. No recuerda el bombeo acelerado de su propio corazón en los prolegómenos. Los nervios que sintió y cómo los controló. No sabe si se le puso la piel de gallina. No sabe cómo lo arroparon los compañeros en esos momentos tan especiales ni qué sintió al golpear su primer balón, dar su primera carrera o ejecutar su primer pase.

Él estaba allí, pero sin estar. O mejor, sin acabar de creerse que estaba porque no lo recuerda. Aunque después se vea en todos los vídeos de una final que dio la vuelta al mundo y tenga que reconocer que sí, que nadie le ha gastado una broma pesada, que él sí estuvo allí.

Así que sí. Definitivamente, y aunque no lo recuerde, fue titular en la final del Mundial. Que no es cualquier cosa. Aunque, bien mirado, tampoco es tanto, porque saber que has participado de algo grande sin saber qué sentiste es casi como no haber estado. Pero no se ilusiona demasiado con la posibilidad de poder recordarlo todo en un futuro, porque los médicos le han asegurado que esos recuerdos perdidos nunca volverán.

Aún así, yo quiero pensar que a veces Kramer sonríe pensando que siempre le queda la esperanza de que esos galenos se parezcan al que le atendió en el terreno de juego tras el choque con Garay, ése que decidió que no le pasaba nada y que podía seguir jugando. Porque si fuera así, aún le quedaría una mínima esperanza de recuperar en algún momento los recuerdos de uno de los días más importantes de su vida.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Rinat Dassaev, el triste ocaso futbolístico del heredero de la Araña Negra

La madrugada del 8 de julio de 1991 un Citröen BX se precipita desde una altura de cinco metros al foso que rodea el Rectorado de la Universidad de Sevilla. El coche ha quedado destrozado, pero, afortunadamente, su único ocupante sale prácticamente ileso del accidente. Se ha roto el cuarto metacarpiano de su mano derecha y tiene un corte superficial en el párpado. El accidentado es Rinat Dassaev, el portero que el Sevilla sacó en 1988 de la Unión Soviética tras unas duras negociaciones con el Spartak, la federación soviética y el mismísimo Mijaíl Gorbachov. Tres temporadas después, el portero ya no tiene contrato con el equipo sevillista y está en la ciudad mientras espera noticias de su futuro inmediato procedente de Oporto, tiene fama de salir por las noches de bares y acaba de despeñarse con su coche de madrugada. Mal final para un fenómeno bajo los tres palos.

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Cuando en noviembre de 1988, tras una Eurocopa fantástica en la que la Unión Soviética fue subcampeona y sólo dobló la rodilla ante la Holanda de Van Basten, Gullit y Rijkaart, Rinat Dassaev fichó por el Sevilla, nadie podía creerse que una operación de ese calibre fuera posible. En primer lugar, porque el cuadro hispalense habitaba en la mitad de la tabla del campeonato español. Además, la operación no sólo era carísima para tratarse de un portero, sino que había muchísimo que rascar porque los futbolistas soviéticos no sólo eran propiedad del club para el que jugaban, sino también del estado. Y el estado no dejaba que los futbolistas salieran del país.

Pero el Sevilla de Luis Cuervas lo consiguió tras arduas negociaciones y tras pagar ciento sesenta y dos millones y medio de las antiguas pesetas, la cantidad más alta pagada por un portero hasta ese momento. Y al aeropuerto fueron a recibir al que estaba considerado el mejor guardameta del mundo más de 3.000 aficionados al grito de “¡Rafaé, Rafaé!”, con el gracejo típico de los andaluces y su capacidad innata para rebautizar a aquellos que tienen nombres impronunciables para ellos. En la presentación del “Gato Tártaro” los aficionados se volcaron y el club se vio obligado a abrir el estadio Sánchez Pizjuán para que todos pudieran verlo. La expectación era inusitada en la ciudad.

Apenas unas semanas más tarde, el Sevilla se estrenaba en la Liga en el Sánchez Pizjuán ante el Real Madrid. Tarde de fútbol del bueno en la capital andaluza y puesta de largo de Dassaev ante su afición. Y el primer balón que llega a la portería es gol. El gran Dassaev toca su primer balón como sevillista sacándolo del fondo de las mallas. Un mal augurio, pero augurio al fin y al cabo, de lo que está por venir.

Porque el cancerbero rinde a un nivel normal en esa primera temporada como sevillista, aunque dio la vuelta al mundo el gol en propia puerta que se metió en las Gaunas ante el Logroñés, pero el hecho de no poder traer inicialmente a su mujer y a su hija le dejan solo ante el peligro de la buena vida de bares, cañas, tapas y noches de fiesta que, al parecer, le acabaron pasando factura. Pero no fue sólo eso, ni mucho menos. También una inoportuna lesión de rodilla que no curó bien y que arrastró durante todo su periplo sevillista.

La segunda temporada en Sevilla, la 1989-90, el entrenador Vicente Cantatore no quería ponerlo de titular, pero el presidente Luis Cuervas prácticamente le obligó a hacerlo. La inversión había sido demasiado grande como para dejar al “Gato Tártaro” en el banquillo. El resultado fueron cada vez peores actuaciones y una especialmente mala: un 5 a 2 del Real Madrid en el Bernabéu donde el bueno de “Rafaé” se tragó unos cuantos tantos de los merengues.

A esas alturas, ni siquiera a Cuervas le quedaban argumentos para defenderlo y, por eso, se trajo a Unzué de Osasuna para la siguiente temporada. Y el colofón fue otro fichaje, el de un delantero chileno que necesitaba la plaza de extranjero de Dassaev para ser inscrito, porque la otra, la del austríaco Anton Polster, era intocable. El atacante se llama Iván Zamorano y, evidentemente, lo fichan, por lo que el “Gato Tártaro” se queda sin ficha.

Y entonces, tras más de media campaña en el ostracismo del banquillo y la otra media resignado a ser el entrenador de porteros tras recibir la baja federativa, Dassaev se cayó en el foso con su BX. Una vez que se sepa, porque los aficionados del Sevilla (o del Betis, que nunca se sabe quién dice qué), cachondos como pocos, le atribuyeron entre dos y cuatro accidentes más en el mismo sitio.

En ese momento, a los 34 años recién cumplidos, el segundo mejor guardameta de la historia de la URSS, el heredero de la Araña Negra, dejaba el fútbol por la puerta de atrás, carcomido por la vergüenza tras tres años horribles. Una auténtica pena, porque Dassaev fue un magnífico portero que hizo grande a la Unión Soviética pero, como en casi toda su vida, le faltó un puntito de buena suerte. O le sobró un buen puñado de la mala. Maneras de verlo.

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A finales de los años ochenta, en la URRS, hablar de Rinat Dassaev era hablar de un mito viviente. Todos le habían proclamado el heredero de “La Araña Negra”, el mítico Lev Yashine. Y lo cierto es que el espigado guardameta era un seguro de vida en su equipo y en la selección y se ganó a pulso el número uno de la selección de la URSS desde muy joven. Le llamaban algunos “el Telón de Acero” y otros “el Gato Tártaro”, pero era temido por todos sus rivales por su agilidad, su potencia, su colocación, su seguridad en el juego aéreo, su precisión y potencia para lanzar con la mano el contragolpe de su equipo y, también, por sus dotes de mando desde la portería.

Debutó en 1977 en el Spartak de Moscú, club en el que jugaría hasta 1988, y lo hizo en Segunda División porque el equipo acababa de descender cuando lo ficharon, con apenas 20 años, para darle un vuelco total al equipo. Ni que decir tiene que esa temporada 1977-78 el Spartak subió de nuevo a primera y, más tarde, Dassaev contribuiría a ganar dos ligas en la siguiente década. Si no ganaron más fue porque enfrente tenían al Dynamo de Kiev, un equipo durísimo que se convirtió casi en legendario en esa década.

Además, jugar de titular defendiendo la meta del Spartak de Moscú le abrió de par en par las puertas de la selección nacional de la Unión Soviética y fue el portero titular en la Olimpiadas de Moscú de 1980, donde la URSS se colgó el bronce tras años de ostracismo futbolístico.

Los Juegos Olímpicos fueron el pistoletazo de salida de una carrera internacional que siguió en el Mundial de España 82. Valery Lobanovsky no dudó en concederle la posibilidad de defender los tres palos en la vuelta de la URSS a un Mundial desde México 70. Y el Gato Tártaro respondió con creces y empezó a postularse como el heredero de Yashine, pese a que empezó recibiendo dos goles de Sócrates y Eder para caer por 2 a 1 ante la Brasil de Telé Santana. En el tercer y definitivo partido ante Escocia, Dassaev hizo una de las paradas del torneo ante un cabezazo picado de Jordan que sacó espectacularmente cuando la Tartan Army ya celebraba el gol. Los de Valery Lobanovsky empataron a dos tantos y se clasificaron para la segunda fase, donde les tocó en suerte un grupo con Polonia y Bélgica.

Sólo el primero se metería en semifinales. Los soviéticos ganaron a los belgas por la mínima (1-0), pero Polonia ya les había derrotado antes por 3 a 0. El partido que cerraba el grupo entre polacos y soviéticos decidiría el semifinalista. Dassaev cumplió bajo palos y no encajó ningún gol, pero sus compañeros tampoco fueron capaces de batir a Mlynarzcyk y el empate sin goles clasificó a Polonia.

Cuatro años más tarde, en el Mundial de México 86, Dassaev estaba en uno de los mejores momentos de su carrera a los 28 años y defendió su portería con la solvencia que le caracterizaba. Los de Lobanovsky, con la base del Dynamo de Kiev que se acababa de proclamar campeón de la Recopa ante el Atlético de Madrid, metieron el miedo en el cuerpo de sus rivales en una primera fase buenísima en la que destrozaron a Hungría (6-0), empataron sin goles ante Francia, actual campeona de Europa, y remataron el primer puesto del grupo con una victoria ante la debutante Canadá (2-0). Sin embargo, en los octavos de final se encontraron con una Bélgica sorprendente y un trío arbitral lamentable que acabó por enviarles a casa en la prórroga tras un partido extraordinario con tres tantos de Belanov (4-3). La suerte de nuevo. Esa pizca de buena suerte que te hace campeón. Esa pizca de mala suerte que te manda a casa sin piedad.

Siempre ha dicho Dassaev que ese partido ante Bélgica fue el peor momento de toda su carrera, pero de todo se aprende y esa Unión Soviética que no pudo llegar más lejos en México exhibió todo su potencial en la Eurocopa de 1988 celebrada en Alemania. Con Dassaev como capitán, los soviéticos se entrenaron derrotando a la Holanda de Rinus Michel en su debut en el torneo con un tanto de Vassily Rats y un buen manojo de paradas del “Gato Tártaro”. Fue la única derrota de los tulipanes en toda la competición, pero entonces aún no lo sabían. La URSS tuvo una puesta de largo espectacular en un grupo complicadísimo con un empate ante Irlanda (1-1) y una victoria holgada ante Inglaterra (3-1) que las metía en semifinales como primera de grupo. Allí esperaba Italia. Pero la azzurra no fue rival para una Unión Soviética desatada que venció por dos goles a cero y se plantó en la final para reeditar su primer partido en el torneo: la URSS contra Holanda.

El 25 de junio de 1988, en el estadio Olímpico de Múnich, Dassaev y la Unión Soviética tenían ante sí la oportunidad de escribir su nombre en la historia junto a los de la selección comandada por Lev Yashine que ganó la primera Eurocopa de la historia, la de 1960. Pero enfrente estaba la Naranja Mecánica de Van Basten, Gullit, Rijkaard o Koeman que había ido creciendo poco a poco en el torneo. Y ahí, en ese grandioso escenario, Dassaev recibió el primer tanto con un cabezazo soberbio de Gullit a los 32 minutos de partido. Pero el que más dolió fue el segundo, el de Van Basten, cuando a los 9 minutos del segundo tiempo se inventó uno de los tantos más bellos de la historia de la Eurocopa. El ariete holandés empalmó un centro desde la izquierda con su pierna derecha, sin dejarla botar, para incrustar la pelota en la escuadra contraria de la portería soviética. Al “Gato Tártaro”, en una ironía del destino, le toco salir en la foto del golazo de la Eurocopa siendo el mejor portero del torneo y, al final del año, el mejor portero del mundo según la IFFHS (Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol). Y recoger la medalla al segundo clasificado, claro. ¿Qué se le va a hacer? La fortuna, que es caprichosa.

Aún formaría parte Dassaev de los elegidos para jugar con la Unión Soviética el Mundial de Italia 90, pero el mítico técnico Valery Lobanovsky ya había perdido la confianza en él, sobre todo desde que abandonó el país para jugar en España, y sólo jugó el primer partido de la URSS en el torneo. Tras la derrota en el debut ante Rumanía por dos goles a cero, el técnico lo relegó al banquillo y ya no jugó más. Tampoco lo hizo mucho más la Unión Soviética que volvió a casa en la primera fase, tras caer también ante Argentina (0-2) y barrer a Camerún en un partido intrascendente (4-0). El “Gato Tátaro”, tras 91 encuentros defendiendo los tres palos soviéticos, ya no volvió a ser internacional jamás.

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Rinat Dassaev ganó dos Ligas de la Unión Soviética y una Copa con el Spartak de Moscú en plena época de dominio del Dynamo de Kiev en casa y en Europa. Fue nombrado 6 veces el mejor portero del año en la Unión Soviética, el mejor futbolista soviético del año en 1982 y el mejor portero del mundo en 1988. Disputó una Olimpiada donde se colgó el bronce, tres Copas del Mundo y una Eurocopa donde fue capitán de los suyos y subcampeón. Fue, sin ninguna duda, uno de los mejores porteros del mundo en la década de los 80 y digno sucesor de la Araña Negra, un mito en su país.

Sin embargo, en Sevilla muchos le recuerdan más por algunas noches de bohemia e ilusión y por despeñar un Citroën BX por el foso del Rectorado de la Universidad al menos una vez, olvidando sus días de vino y rosas, sus éxitos bajo los palos que en Sevilla ni olieron. Cosas del destino. Caprichos de la diosa Fortuna. Una pizca de suerte de más o de menos. Un triste ocaso futbolístico para una leyenda.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Roberto Baggio contra el mundo en Estados Unidos 1994

El futbolista que había levantado partidos imposibles encara los últimos metros de carrera hacia el punto de penalti en otro ejercicio de supervivencia. Uno más. El que hace ni se sabe durante un torneo en el que su equipo se ha encomendado siempre a él en los minutos finales para salir airoso de un montón de aprietos. Ahora, si mete el penalti, su portero tendrá la oportunidad de detener el último lanzamiento brasileño para seguir creyendo.

No parece nervioso. Pero tampoco se le ve tan seguro como en los partidos anteriores. La carrera es corta y lenta, trote pachón hacia la pelota con la coleta firmemente pegada a su cráneo, casi sin moverse. Quizá está pensando que van uno abajo y que pase lo pase lo tienen mal para ganar. Que él tiene que hacer el gol, pero que, al contrario que otras veces, las cosas después ya no dependerán de él.

Va muy recto hacia la pelota, como queriendo ocultar hasta el último instante con qué pie golpeará. Cuando llega al punto de cal mete el pie derecho demasiado abajo y mantiene el cuerpo demasiado arriba. Ese balón se va muy desviado por encima de la portería. Taffarel, el portero brasileño, levanta los brazos en señal de triunfo y la euforia se desborda entre la canarinha. No es para menos. Brasil acaba de proclamarse campeón del Mundo por cuarta vez en su historia. La Italia de Roberto Baggio, después de remar y remar y remar y remar durante todo el torneo, ha acabado ahogándose en la orilla. Y el que más ha remado ha tenido la mala fortuna de sostener entre sus manos el último trozo de madera al que aferrarse.

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Roberto Baggio llegó a Estados Unidos con la vitola de ser el jugador más talentoso de la escuadra azzurra. Pero en la Nazionale mandaba Arrigo Sacchi, más amante de la organización del colectivo que de las rachas de inspiración individual, más amante de estrategias y tácticas de equipo que de versos sueltos, de futbolistas que andan por libre, de jugadores poco comprometidos en tareas defensivas. Baggio es de esos de los que Sacchi sospecha, espontáneo y genial para lo bueno y para lo malo. Aún así, el técnico de Fusignano siempre ha apostado por la calidad del Divino y, de hecho, le ha dado las riendas de la selección desde el primer día, considerándolo el “Maradona” italiano, el futbolista intocable. Con Sacchi, jugarán Baggio y diez más. Al menos, sobre el papel, que después las tornas giran. Y cambian...

Arrigo Sacchi y Roberto Baggio se vieron las caras por primera vez en 1985. El futbolista tenía entonces 18 años y ya era la figura del Vicenza en la Serie C del fútbol italiano, mientras que el de Fusignano era un joven entrenador que empezaba a volar en solitario tras despuntar en las categorías inferiores de la Fiorentina y entrenar ahora al modesto Rimini Calcio. Ambos equipos estaban metidos de lleno en la lucha por el ascenso a la serie B en ese último partido de la liga regular de esa temporada. Pero, cosas del fútbol, ese día Roberto Baggio se lesionó de gravedad.

El joven se fracturó el cruzado anterior, el menisco, la cápsula y la rótula de la rodilla derecha. Un desastre total. Sacchi, consciente de la gravedad de la lesión y cautivado por el juego de la incipiente estrella, cuyo futuro quedaba ahora en suspenso, tras ganar el partido dedicó unas palabras en la rueda de prensa a Roberto Baggio. El jugador se pasó todo un año en blanco, con la duda de saber si recuperaría alguna vez el nivel que había mostrado hasta el momento. La buena noticia fue que la Fiorentina, que ya le tenía fichado para esa temporada, no rompió su compromiso con el chico pese a la gravedad de la lesión y esperó con paciencia su lenta recuperación. El Rimini de Sacchi no logró el ascenso, pero su meritorio cuarto puesto llevó al técnico al banquillo del Parma, que acababa de descender también a la Serie C, con el único objetivo de ascender de categoría.

Las trayectorias de ambos fueron en ascenso y el futbolista se convirtió con el tiempo en una de las promesas más esperadas de Italia. Pero le costó. Porque en la Fiorentina se volvió a lesionar de gravedad, esta vez en la otra rodilla, y parecía que el que estaba llamado a ser uno de los mejores futbolistas del calcio se iba a quedar en el camino. Pero el Divino superó la segunda lesión grave en apenas un año y se metió en el bolsillo a la hinchada viola a partir de la temporada 86-87, cuando empezó a hacer sombra a las grandes estrellas del calcio como Maradona, Gullit, Van Basten y compañía.

De hecho, el joven Roberto Baggio fue convocado por Vicini con la azzurra para disputar el Mundial de Italia 90 y, aunque no tuvo el protagonismo que hubiera deseado, salió del torneo elogiado por todos junto a su sorprendente compañero Schillaci. Porque justo en el verano de la disputa del Mundial 90, el Divino había fichado por la Juventus, dejando en las arcas de la Fiorentina un montón de millones. Aunque los aficionados fiorentinos no querían saber nada de dinero y así se lo hicieron entender a los directivos del club con manifestaciones, protestas y reyertas. Pero el fichaje era inevitable y Baggio se marchó a la Vecchia Signora para convertirse en apenas tres años en Balón de Oro (1993).

Mientras tanto, Arrigo Sacchi también hizo su propio camino en los banquillos. La temporada 1985-86 ascendió al Parma a la serie B y la dejó séptima al año siguiente, el de su retorno a la segunda máxima categoría del fútbol italiano. La campaña siguiente, la 1987-88, Arrigo Sacchi debutaría en la serie A entrenando nada más y nada menos que al AC Milan de Silvio Berlusconi, con el que haría historia con su presión por todo el campo y su fútbol total y en bloque. El joven entrenador ganaría con los rossoneros un Scudetto, una Supercopa de Italia, dos Copas de Europa, dos Supercopas de Europa y dos Intercontinentales antes de dejar el banquillo para hacerse cargo de la azzurra en 1991, tras el fracaso de la selección italiana de Azeglio Vicini en la fase de clasificación para la Eurocopa de 1992.

Sacchi aceptó el reto y se puso manos a la obra de inmediato, con la intención de clasificar a la azzurra para el Mundial de 1994. Fue en ese preciso instante cuando el técnico le dio el mando de la selección a Roberto Baggio. Sin dudarlo ni un instante, faltaría más, que era el Balón de Oro de 1993. Y El Divino respondió siendo el máximo goleador de la fase de clasificación y, por supuesto, metiendo a la azzurra en la Copa del Mundo de los Estados Unidos.

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Sin embargo, el Mundial no empezó bien para Italia y eso afectó muy especialmente a Arrigo Sacchi, criticado por los medios desde el primer encuentro, y a Roberto Baggio, al que también atizaron con saña y que estaba a punto de vivir el primer desencuentro serio con su entrenador. Y es la azzurra vivió en el alambre durante toda la primera fase.

El primer encuentro del Mundial para la azzurra enfrentaba a los de Sacchi con la Irlanda de Jackie Charlton, un equipo muy trabajado tácticamente, serio, duro y bregador, que se parapetaba detrás con una línea de cinco que complementaba Roy Keane como pivote en el centro del campo, escoltado por los centrocampistas Andy Townsend, John Sherindan o Ray Hougton. Arriba, un solo punta a escoger entre Tommy Coyne, del Motherwell escocés, el veteranísimo John Aldridge, del Transmere Rovers, Tony Cascarino, del Chelsea y Ronnie Whelan, del Liverpool. Pese a que todos estaban por encima de la treintena, lo cierto es que sabían perfectamente cuál era su cometido y siempre jugaban a la espera de cazar algún centro de sus centrocampistas para llevarse el partido.

El Giants Stadium de New Jersey se llenó de irlandeses e italianos para ver el debut de sus selecciones en el torneo. Y llegó la primera sorpresa. Porque a los once minutos Ray Hougton puso por delante a los de Charlton para alegría de la marea verde irlandesa. La jugada del gol ilustra a la perfección el juego irlandés, efectivo donde los haya. El central derecho metió un pase largo desde su área buscando la pelea de su delantero, Tommy Coyne, que la pelea en banda para sacar un balón rebotado que queda botando unos cuantos metros fuera del área italiana. Por allí aparece desde segunda línea Ray Hougton para controlar el balón con el pecho, bajarlo y colocárselo en su zurda para golpear a puerta. El disparo coge a Pagliuca adelantado y el balón hace una parábola por encima de un sorprendido portero que se contenta con levantar las dos manos lánguidamente y cae directamente al fondo de las mallas.

La Italia de Sacchi, con jugadores de la talla de Roberto Baggio, Signori, Albertini, Donadoni o Paolo Maldini fue incapaz siquiera de crear peligro sobre la portería irlandesa en todo lo que quedaba de partido. De hecho, estuvo bastante más cerca el segundo de los irlandeses, con un remate de Hougton que atajó con problemas Pagliuca, un trallazo de Sheridan que astilló el travesaño y un remate de cabeza de Townsend que el meta italiano sacó de la línea de gol con un paradón. Al final, 1 a 0 para Irlanda y la azzurra metida en un lío de los gordos porque en el otro partido del grupo Noruega, su próximo rival, había vencido a México por la mínima (1-0).

Sacchi preparó una minirevolución ante Noruega, en un partido en el que todo lo que no fuera una victoria sería una catástrofe. Sentó el de Fusignano a Tassoti y metió a Benarrivo en el lateral izquierdo. También dejó fuera a Evani y Donadoni en el centro del campo y puso en el once a Nicola Berti y a Pierluiggi Casiraghi para jugar con un tridente muy ofensivo junto con Roberto Baggio y Signori. Pero todo saltó por los aires muy pronto.

A los 21 minutos de partido, después de una salida en tromba italiana que generó tres ocasiones clarísimas, un error defensivo de la zaga que no achicó espacios a tiempo dejó al centrocampista Leonhardsen solo ante Pagliuca. El meta salió a la desesperada y tapó con las manos el remate del noruego. Pero estaba fuera del área y el colegiado lo expulsó. Sacchi no lo dudó ni un instante y sacó del terreno de juego a su estrella, Roberto Baggio, para que entrara el portero suplente Luca Marchegiani. La mirada del Divino era de puro fuego mientras se retiraba del terreno de juego. Un incendio que costaría apagar, pese a que la jugada le salió bien a Sacchi, porque, en el segundo tiempo, Signori sacó una falta lateral y la metió desde la izquierda al corazón del área donde apareció el otro Baggio, Dino, para cabecear a la red el uno a cero y darle una vida extra a la Nazionale.

La sustitución de la estrella italiana fue motivo de muchos debates. Arrigo Sacchi había dicho cuando cogió la selección que Baggio era el Maradona de Italia. Tras el cambio, el Divino preguntó públicamente si Sacchi hubiera sustituido a Maradona con todo el partido por delante. Cuando los periodistas hicieron al técnico la misma pregunta, respondió que él nunca había entrenado a Maradona, así que no lo sabía, pero que siempre hacía lo que creía mejor para el equipo y que había retirado a Baggio porque jugando con uno menos prefería dejar solo arriba a Casiraghi para meter miedo con su velocidad y achicar mejor los espacios.

Pero el debate duró solo hasta el siguiente encuentro, porque Italia volvía a jugarse la vida ante México en el partido que cerraba la primera fase. Y es que los cuatro equipos que conformaban el grupo estaban empatados a 3 puntos tras la victoria de los mexicanos ante Irlanda (2-1) y cualquier cosa podía pasar.

Para la final ante México, Sacchi volvió a incluir a Roberto Baggio en el once de titular, sin azuzar más el fuego, que Italia se jugaba el pase. Siguió el portero Marchegiani por el sancionado Pagliuca, entró Apolloni en defensa para suplir al lesionado Baresi y el resto fueron los mismos que se enfrentaron a Noruega. Los italianos, conscientes de lo que se jugaban, llevaron el peso del partido y dispusieron de un puñado de ocasiones para adelantarse en el marcador en la primera parte que el guardameta Campos se encargó de desbaratar. Al descanso, cero a cero entre México e Italia y empate también sin goles entre Irlanda y Noruega.

Tras el paso por vestuarios, Sacchi decidió dar entrada a Daniele Massaro y dos minutos más tarde el jugador del Milan puso por delante a la azzurra. Albertini metió un pase al corazón del área y ahí, ganándole la espalda los centrales, apareció el recién incorporado para controlar con el pecho y rematar con la derecha cruzado ante Campos. Pero México empató nueve minutos más tarde con un gran disparo de Bernal desde la frontal del área y todo siguió como estaba. Los minutos iban pasando y ambos equipos tenían más miedo a perder que ganas de intentar ganar, sabiendo que Noruega e Irlanda seguían empatando sin goles. Así que nadie fue capaz de desequilibrar de nuevo el marcador.

El uno a uno final metió a las dos selecciones en octavos de final en un grupo que se resolvió, como casi siempre que Italia hace un gran torneo, por la diferencia de goles. Las cuatro selecciones empataron a 4 puntos, pero México pasó como primera con 3 goles a favor y 3 en contra. Irlanda fue segunda con los mismos puntos y 2 goles a favor y 2 en contra, los mismos registros que Italia, que fue tercera. Noruega tuvo que volver a casa con los mismos puntos por haber marcado un solo tanto y haber recibido también uno. Una vez más, Italia se clasificaba casi de milagro para los cruces, donde despertaría su estrella, el Divino, hasta ahora desaparecido en el torneo.

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Pero en los partidos decisivos, en los momentos en los que se juega sin red y un error te envía a casa y una genialidad te mete en la siguiente ronda es donde deben aparecer los genios para frotar la lámpara maravillosa. Y ese fue precisamente el momento que escogió el Divino para aparecer en el Mundial y dejar el sello de su clase. Italia se medía a Nigeria, sorprendente primera del grupo D por delante de Argentina, Bulgaria y Grecia, tras el desplome de la albiceleste tras el positivo de Diego Armando Maradona. Y esa Nigeria valiente y descarada estaba clasificada a falta de dos minutos para el final gracias a una tanto de Amunike en el minuto 25 de la primera parte. Entonces apareció Roberto Baggio.

El centrocampista Mussi recibió la pelota desde la banda derecha del ataque italino, se metió en el área y soltó un pase raso atrás, hacia el punto de penalti. Allí pareció Roberto Baggio y, con toda la tranquilidad del mundo, colocó el cuerpo y golpeó la pelota con el interior del pie derecho. El balón salió raso, ajustadísimo al palo derecho de Rufai, el asombrado meta nigeriano, como si hubiera ejecutado un putt sin despeinarse. De hecho, antes de que la pelota entrara en la portería ya estaba el Divino celebrando el tanto. Uno a uno y a la prórroga.

Y en la prórroga, a Benarrivo le llegó un balón en el vértice izquierdo del área nigeriana. Baggio se puso a su lado, le quitó el balón, Benarrivo salió a la carrera y el Divino metió una cuchara para ponérsela justo detrás de la defensa nigeriana. El central arrolló a Benarrivo y el colegiado señaló el claro penalti. Baggio, quién si no, lo ejecutó tal como había hecho en el primer gol, con un putt de derecha ajustado al palo que metía a Italia en cuartos de final. El genio había despertado cuando más se le necesitaba.

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El 9 de julio de 1994, en el Foxboro Stadium de Boston, Italia y España se juegan el pase a las semifinales. Los de Clemente están haciendo un muy buen Mundial mientras que los italianos no han convencido aún a nadie pese al tremendo potencial que atesoran en sus filas. Pese a ello, la estrella, el Balón de Oro, viste de azul (en ese instante de blanco), y eso siempre se ha de tener en cuenta.

El partido fue duro, emocionante y bonito, con las dos selecciones exprimiendo sus armas. Golpeó primero la azzurra con un golazo de Dino Baggio. El centrocampista lanzó un obús desde unos cuantos metros lejos de la frontal que sorprendió a Zubizarreta para adelantar a Italia. Pero los de Clemente no se rinden y España empieza a mandar en el partido. A la azzurra no le importa demasiado, vive cómoda defendiendo atrás y encomendándose a la velocidad de Signori, que ha salido en el descanso, y a la calidad de Roberto Baggio.

Pero a los trece minutos de la segunda mitad Caminero empata para España en un remate que golpea ligeramente en Benarrivo y se envenena sin que Pagliuca pueda hacer nada para detenerlo. En ese momento, España juega mejor, con Salinas en punta fijando a los centrales, y los italianos empiezan a pasar apuros. Tantos, que Pagliuca tiene que salir a la desesperada a los pies de Salinas para hacer la parada del partido y evitar que los españoles noqueen a los transalpinos. Y después volver a sacar una mano prodigiosa arriba tras un disparo lejano de Fernando Hierro. Entonces el Divino decide zanjar la cuestión definitivamente.

En una jugada sin aparente peligro, Massaro salta a pelear un balón en tres cuartos de campo. Los dos centrales españoles se lanzan a por él, pero el atacante del AC Milan tiene el tiempo justo para meter la punta de su bota izquierda y cambiar el juego a la derecha. Allí, libre de marca, está Roberto Baggio. No necesita el Divino que nadie le diga lo que tiene que hacer. Controla el esférico, encara a Zubizarreta, lo dribla y mete el cuero en la portería española pese al intento desesperado de Abelardo por sacar un balón que es el billete de Italia para las semifinales. El Maradona italiano lo ha vuelto a hacer.

Minutos después, Tassotti estuvo a punto de echar por tierra la genialidad de su compañero con un codazo que rompió la nariz a Luis Enrique, el actual seleccionador español, pero ni el húngaro Sandor Puhl ni sus asistentes vieron nada. La sangre del asturiano en su rostro sí se veía, pero los colegiados consideraron que se había golpeado solo. El caso es que otra vez Baggio salvaba a Italia sobre la campana.

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En las semifinales ante la Bulgaria de Hristo Stoichkov, Roberto Baggio no quiso esperar tanto y solventó el encuentro en dos jugadas maravillosas con apenas cinco minutos de diferencia. A los veinte minutos cogió el balón pegado a la banda izquierda del ataque transalpino y fue perfilándose hacia el centro haciendo amagos y desembarazándose de dos defensas hasta que armó su pierna derecha y colocó el cuero en el palo largo, con efecto, con bote en el suelo y ajustadita al palo, como siempre. Mikhailov no pudo hacer nada por detener su disparo.

El gol desató el vendaval italiano y, en apenas dos minutos, la azzurra estrelló un balón en el larguero búlgaro y apretó al bueno de Mikhailov, que tuvo que meter los guantes arriba para enviar a córner un globo de Albertini desde la frontal del área. A la tercera fue la vencida porque el balón le llegó al Divino. El mismo Albertini le metió un pase a la espalda de la defensa y el de Vicenza remató en semiescorzo para cruzar la pelota sin remisión al otro palo, lejos del alcance de un Mikhailov impotente. Dos a cero. Los dos de Baggio, tocado definitivamente por la varita mágica, como Maradona en las semifinales ante Bélgica en 1986.

Pero Baggio no es Maradona y las cosas se le empezaron a torcer en la misma semifinal. Primero porque Bulgaria despertó tras la tormenta y, con todo perdido, empezó a atosigar a Pagliuca hasta que Stoichkov recortó diferencias anotando un penalti al borde del descanso. Después porque se hubo de retirar a falta de veinte minutos para el final. En principio, por precaución, para no arriesgar su participación en la final, porque Italia resistió sin él y se clasificó para el último partido ante Brasil (2-1).

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En la final del Mundial, como en 1970, se enfrentan las dos selecciones más laureadas de la Copa del Mundo. Brasil e Italia no sólo lucharán por levantar la Copa, sino que dirimirán la supremacía mundial porque ambos cuentan con tres Copas del Mundo en sus vitrinas. El que gane, será tetracampeón del Mundo.

La Brasil de Parreira llega con todos sus efectivos intactos. Arriba, la pólvora de Bebeto y Romario. En el centro del campo, Dunga, Mauro Silva y Mazinho echan el cerrojo, mientras que Zinho juega un pelín más suelto. Detrás, Taffarel defiende los tres palos escoltado por Aldair y Marcio Santos en el centro y Jorginho y Branco en los laterales. Un equipo con magia arriba, pero muy blindado atrás. Made in Parreira.

Enfrente, Arrigo Sacchi ya ha dado con la tecla, pero tiene que tomar dos decisiones importantes. Baresi, que se lesionó en el segundo partido ante Noruega, está listo para jugar la final. Es el capitán y el estandarte del equipo, pero se ha pasado tres semanas en el dique seco. El técnico le da el brazalete y lo pone de titular. La otra decisión que debe tomar es si juega o no de inicio Roberto Baggio. En realidad, la decisión ya está tomada. El héroe italiano no se va a perder la final de la Copa del Mundo de ninguna manera y Sacchi no puede impedírselo después de haberlo traído con sus goles hasta aquí. Pero Baggio no está bien. Y Baresi tampoco lo está.

Lo cierto es que la final es miedosa, aburrida e insulsa. Se reduce a una ocasión de Massaro a los 17 minutos de la primera parte, a un disparo lejanísimo de Branco pocos minutos después que Pagliuca despeja a córner con apuros y a otro de Romario desde la frontal que va directamente a las manos del cancerbero. En la segunda, un disparo también desde su casa de Mauro Silva que Pagliuca está a punto de convertir en la tragedia del torneo cuando la pelota se le escapa entre los brazos y golpea el palo en vez de meterse dentro. El meta besó el palo. No era para menos.

En la prórroga sí tuvo una clarísima Romario. Cafú se internó hasta casi la línea de fondo y metió un pase de la muerte que cruzó toda el área italiana sin que ningún defensor acertara a despejar y en el segundo palo apareció Romario muy forzado para enviar la pelota fuera. Y ya está. Porque el Divino, con una llamativa muslera en su pierna, dispuso de un disparo a falta de siete minutos para el final, uno de esos que venía embocando en los minutos finales de cada partido, pero no tenía fuerzas para nada y la tiró blandita a las manos de Taffarel. Nada más.

En definitiva, una de las peores de la historia de la Copa del Mundo junto a la de cuatro años atrás, la de Italia 90. Es la primera final que termina sin goles en toda la historia (después también acabará sin goles la final de Sudáfrica 2010 y la de Brasil 2014, aunque en ambos casos se resolvió con un gol en la prórroga). La primera que acaba sin goles también en la prórroga. La primera, y hasta ahora la única, que se ha de resolver desde el punto de penalti. Un desastre. Un epílogo triste para una Copa del Mundo en la que se vieron muy buenos partidos. Un colofón que no le hizo justicia al torneo. Ni tampoco a la gran estrella del campeonato…

Porque los penaltis van a ser crueles con el Divino y con Italia. El primer lanzamiento es de Baresi, que echa el cuerpo atrás y lanza el cuero por encima de la portería de Taffarel. Pero Pagliuca se empeña en ser el héroe después de haber rozado la tragedia en el partido y detiene el lanzamiento de Marcio Santos. Todo vuelve a empezar.

Albertini, con una sangre fría espectacular, mete su penalti. Romario va tan sobrado, que apunta al palo y ahí que golpea la pelota antes de besar las mallas italianas. Evani golpea fuerte, al centro y arriba para volver a poner a Italia por delante. Pero Branco, muy seguro (y más sabiendo que Bilardo no anda cerca con su bidón), empata de nuevo con un penalti de libro, pegado a la cepa del palo izquierdo de Pagliuca. Y le llega el turno a Massaro, que lanza mal, al centro, y Taffarel lo detiene. Dunga confirma la ventaja brasileña con un penalti perfecto que engaña a Pagliuca y ya le toca el turno al Divino. Tiene que convertirlo en gol para que Pagliuca disponga de una oportunidad de parar el último penalti brasilero.

Pero Roberto Baggio lo lanza fuera. La estrella del Mundial se queda sin Copa. El héroe pasará a ser Romario, su sucesor también en el Balón de Oro de ese año 1994.

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Tras el Mundial, la vida sigue. Y los problemas con Sacchi que taparon sus goles en Estados Unidos afloran de nuevo. El genio no casa bien con los entrenadores que exigen rigor táctico y sale de la Juventus en 1995 por petición expresa de un Marcelo Lippi que prefiere al joven Del Piero. El Divino parte rumbo a Milán, donde le espera Fabio Capello y, pese a los roces evidentes con otro entrenador que no negocia con el esfuerzo colectivo, conquista el Scudetto y hace una gran campaña.

Pero no es suficiente para Arrigo Sacchi, que deja a Baggio fuera de la Eurocopa de Inglaterra de 1996, porque, después de haber sido su Maradona particular, ahora no entra en sus planes. Prefiere a Zola. Pero Italia no hace una buena Eurocopa y Sacchi deja la selección tras el torneo. Y entonces, los astros, que giran y giran, vuelven a hacer de las suyas.

El Maestro Tabárez empieza la temporada en el AC Milan, pero los resultados no acompañan y Berlusconi lo destituye para traer a Arrigo Sacchi de vuelta al equipo. Roberto Baggio pasa directamente al ostracismo hasta que explota, la lía en una rueda de prensa y, al año siguiente, se marcha al modesto Bolonia para reinventarse como futbolista a los 30 años. Y lo hace porque sigue siendo un genio y se gana la convocatoria para el Mundial de Francia 98 donde vuelve a marcar dos goles con la azzurra, aunque caen en los penaltis en los cuartos de final ante Francia, la anfitriona y futura campeona del mundo.

El Mundial lo revaloriza y aún tendrá tiempo el Divino de volver a la elite jugando en el Inter de Milán junto a Ronaldo durante dos temporadas. Pero una crisis de resultados trae a Marcelo Lippi al banquillo neroazzurro y su otro ogro particular le vuelve a cerrar las puertas de la titularidad y, otra vez, aunque ahora con 33 años, decide probar en el Brescia. Allí mete 10 goles y da 10 asistencias para clasificar a los lombardos para la Copa de la UEFA.

En la siguiente campaña, la 2001-02, Baggio volvió a ponerse en modo Mundial, ganándose con sus goles y su juego un sitio en la azzurra para Corea y Japón 2002, pero en el peor momento se lesionó de nuevo. Esta vez fue una rotura de ligamento en la rodilla izquierda que le dejó cuatro meses alejado de los terrenos de juego y le cerró las puertas de la selección. Aún volvería a tiempo el Divino para salvar al Brescia del descenso y seguiría jugando dos temporadas más antes de retirarse con honores, como una de las grandes leyendas del fútbol italiano.

Roberto Baggio hizo 200 goles en toda su carrera, 27 con su selección en 56 partidos. Jugó tres Mundiales donde firmó un tercer puesto (Italia 90), un subcampeonato (EEUU 94) y unos cuartos de final (Francia 98), pero, pese a protagonizar uno de los capítulos más bellos del fútbol italiano y no formar parte de sus catástrofes, la espina de la final perdida ante Brasil la tendrá clavada toda la vida. Y la imagen del último penalti lanzado al limbo, también.