"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

martes, 27 de septiembre de 2022

La Unión Soviética de Valery Lobanovsky se ahoga en la orilla en el Mundial de México 86

La tarde se ha complicado en León para los soviéticos. Pero para los espectadores neutrales se ha convertido en una auténtica fiesta. Una oda al fútbol en mayúsculas. Un espectáculo increíble entre dos selecciones que el gran público no esperaba a esas alturas de la competición. La Unión Soviética y Bélgica se juegan el pase a los cuartos de final de México 86 en un partido marcado por las altas temperaturas y… por el arbitraje, que está siendo absolutamente demoledor para los soviéticos y vergonzoso para los aficionados neutrales.

El colegiado de la contienda, el sueco Erik Frediksson, ha dado por buenos los dos tantos belgas que igualan las dos dianas de Igor Belanov, el Hombre Misil de la URSS, una de las estrellas del Dinamo de Kiev que casi había conseguido con sus dos golazos la clasificación holgada para cuartos de la Unión Soviética. Porque a los 27 minutos de partido puso el balón en la escuadra desde la frontal ante la mirada de un impotente Jean Marie Pfaff. Pero no esperaba que a los once minutos de la reanudación, el trencilla no señalara el claro fuera de juego del joven Enzo Scifo, que controló totalmente solo en el segundo palo un centro a la salida de una falta y la metió en el fondo de la portería de Dassaev para empatar la contienda.

Aún así, los soviéticos no han bajado los brazos, y otra vez Belanov, con un sensacional desmarque, un control y una definición de hombre de hielo, ha vuelto a batir al meta belga a falta de veinte minutos para el final. Pero los Diablos Rojos han vuelto a empatar ante la indignación de los futbolistas de la URSS, que rodean al juez de línea, el español Victoriano Sánchez Arminio.

La jugada discurre así: un defensa belga pega un pelotazo desde su campo a la frontal del área soviética. Allí aparece totalmente solo el centrocampista y capitán Ceulemans, que controla la pelota con el pecho y se la deja preparada en su pierna derecha para el remate desde prácticamente el punto de penalti. Sánchez Arminio levanta el banderín y los defensas soviéticos frenan en su carrera. Ceulemans, ajeno a todo, remata cruzado y marca el empate. Entonces, el juez de línea español baja la banderola y corre como un poseso hacia el centro del campo, validando el gol. El sueco Frediksson señala también el centro del campo sin remisión, mientras los de Lobanovsky se quedan protestando. Es el dos a dos a falta de trece minutos para el final. Quieran o no quieran los soviéticos, el partido se encamina indefectiblemente a la prórroga para regocijo de los aficionados neutrales.

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El camino de belgas y soviéticos hasta los octavos de final ha sido muy distinto. Bélgica compartía grupo con la anfitriona México, con la desconocida Irak y con Paraguay y cayó en el primer encuentro ante los aztecas de Bora Milutinovic en un duelo muy disputado (1-2). Los anfitriones apretaron desde el inicio y a los belgas les costó Dios y ayuda capear el temporal. Tras un par de avisos, en el minuto 23, Quirarte cabeceó al fondo de las mallas una falta sacada desde la parte derecha del ataque azteca para llevar la locura a las gradas. Y un cuarto de hora más tarde, un saque de esquina lo prolongó Quirarte en el primer palo para que Hugo Sánchez la embocara con la cabeza, libre de marca, en el segundo palo. Era el 2 a 0 en un partido que parecía un monólogo mexicano. El delantero Vendebergh recortó distancias justo antes del descanso tras un saque de banda en largo que se comió el meta mexicano, pero en la segunda mitad nadie fue capaz de volver a marcar y Bélgica llegaba a la segunda jornada con la obligación de vencer.

Ante Irak, la conexión entre el capitán Ceulemans y el joven centrocampista Enzo Scifo empezó a funcionar y al cuarto de hora de juego el capitán se deshizo de un sinfín de contrarios para ceder el esférico a Scifo en el vértice derecho del área. El del Anderlecht controló y cruzó el esférico para adelantar a los suyos. Tan sólo 4 minutos más tarde, Claesen transformaba el penalti que dejaba el camino expedito a unos Diablos Rojos que, inconscientemente, se fueron confiando. Tanto, que al cuarto de hora de la reanudación Irak redujo diferencias con su primer gol en el torneo, obra de Radi Amaiesh. Con más sobresalto del esperado, Bélgica seguía con vida en la Copa de Mundo tras su victoria por 2 goles a 1.

Pero el último partido ante Paraguay se había convertido en una final para ambos equipos, ya que los paraguayos habían vencido por la mínima ante Irak (1-0) y habían empatado ante los anfitriones (1-1). Presumiendo que México diera buena cuenta de Irak, la suerte de europeos y sudamericanos dependía de su enfrentamiento directo en Toluca.

Bélgica golpeó primero tras una contra que empezó en banda derecha y acabó en la izquierda con un remate en parábola del centrocampista Vercauteren que abría el marcador en el minuto 30. Pero los guaraníes despertaron en la segunda parte y un saque en largo del portero lo peinó un delantero en el borde del área para dejar un balón suelto en el punto de penalti que el genial delantero Roberto Cabanas voleó a la red. 1 a 1. Habían pasado cinco minutos del segundo tiempo y las cosas estaban de nuevo como estaban.

Entonces la maquinaria belga se puso a funcionar de nuevo y, nueve minutos más tarde, una combinación espectacular en el centro del campo acabó con el balón en los pies de Daniel Veyt con ventaja sobre los defensas. Veyt la picó sobre la salida del guardameta guaraní y volvió a poner por delante a los Diablos Rojos. 2 a 1.

Pero Cabanas no había dicho aún la última palabra. A falta de 14 minutos para el final del choque, el delantero paraguayo recibió un centro desde la parte derecha del ataque. Con un primer control con el pecho se adelantó la pelota y engañó al defensa que venía a por él. Se quedó con el balón botando en el área pequeña ante la desesperada salida de un Jean Marie Pfaff absolutamente vendido y la metió para adentro. 2 a 2. Y así se llegó al final del encuentro.

México, que había ganado a Irak (1-0), sería primera de grupo y Paraguay, segunda. Los belgas habrían de esperar a que se jugaran todos los partidos del resto de grupos para saber si sus tres puntos bastaban para estar entre los cuatro mejores terceros del torneo y poder así seguir adelante. Finalmente, lo consiguieron, pero tendrían que enfrentarse al campeón del grupo C.

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Ese grupo C era un auténtico polvorín. Lo integraban Francia, actual campeona de Europa y cuarta en España 82, la Unión Soviética, Hungría, que en la fase de clasificación se había paseado por delante de Holanda, y la debutante Canadá.

La Unión Soviética llegaba con dudas tras una floja fase de clasificación donde había sufrido para sacarse el pasaje a México junto a Dinamarca. Tanto, que los dirigentes de la Federación Soviética cesaron a Eduard Malofeev y dejaron la selección en manos del coronel Valery Lobanovsky, anterior seleccionador y entrenador del majestuoso Dinamo de Kiev, recién proclamado campeón de la Recopa venciendo con enorme autoridad al Atlético de Madrid en la final (3-0).

El Coronel cogió como base de la selección a una gran mayoría de futbolistas del Dinamo de Kiev en una época en la que los soviéticos no podían salir del país a jugar a fútbol. Del Spartak de Moscú se llevó al guardameta Rinat Dassaev, al defensa Bubnov y el delantero Rodionov. El delantero Protasov, el medio Litovchenko y el portero suplente Krakoskyi eran del Dnipro. Los defensas Larionov y Chivadze venían del Zenit y del Dinamo Tbilisi. Así que las cuentas están claras: 13 futbolistas del Dinamo de Kiev y 9 del resto de equipos soviéticos. Y de esos nueve, sólo Dassaev y Larionov solían ser titulares. El delantero del Spartak Rodionov solía ser un revulsivo desde el banquillo y poco más. Ni siquiera Protasov, que había sido el máximo goleador del equipo en la fase de clasificación, tenía sitio en el once.

Vamos, que la URSS jugaba de memoria, porque Lobanovsky trabajaba todo el año con los futbolistas del Dinamo de Kiev en una especie de laboratorio futbolístico en los que primaba el equipo sobre cualquier individualidad y donde se utilizaban por primera vez ordenadores para analizar todos los parámetros que afectaran al juego del equipo, al análisis del contrario y al rendimiento individual de cada jugador. Los automatismos entre jugadores eran tales que llegaban a entrenar en partidillos de cinco contra cinco en espacios reducidos para aprender a saber cómo se iba a mover casa uno sin necesidad de verse.

Era Lobanovsky un adelantado a su tiempo que el mundo aún desconocía, aunque bastaba ver jugar al Dinamo de Kiev, que había ganado la Liga y la Copa en 1985 y la Liga y la Recopa de Europa en 1986, para saber que el fútbol total había llegado definitivamente más allá del Telón de Acero.

Esa Unión Soviética era un equipo ordenado, rápido, casi de laboratorio, hecho a imagen y semejanza de su técnico, que no tenía defensas, centrocampistas o delanteros, sino futbolistas que podían jugar en cualquier parte del campo ejerciendo las funciones que el científico que se sentaba en el banquillo había ideado para ellos.

Partían de un 4-4-2 clásico, pero se encargaban de hacer el campo más grande y más ancho cuando atacaban y de empequeñecerlo cuando defendían con los centrocampistas cerrando espacios y trabajando con diferentes escalas de presión en función del rival y del momento del partido. Trabajaban la presión alta a la salida del balón de los rivales cuando les convenía o se agazapaban atrás para salir con pases largos y precisos de sus talentosos centrocampistas a unos delanteros veloces y eficaces. Los mejores centrocampistas soviéticos eran Zavarov, Yakovenko, Aleinikov y Vats y su letal delantero, Belanov, el Hombre Misil, a veces escoltado por el veterano Blokhin, el Balón de Oro de 1975 que daba sus últimos coletazos como jugador en el Dinamo de Kiev y en la Unión Soviética.

Una Unión Soviética que había conseguido su mejor clasificación en un Mundial veinte años antes, en Inglaterra 66, donde había caído en semifinales ante Alemania Federal y en el partido por el tercer y cuarto puesto ante la Portugal de Eusebio. Ese Mundial lo analizó hasta la saciedad Lobanovsky, que acababa de colgar las botas, y llegó a la conclusión de que Yashine y compañía habían caído porque antepusieron sus individualidades a un juego de equipo inexistente que sí tenían Alemania e Inglaterra, los dos finalistas de aquella Copa del Mundo. En ese instante, decidió prepararse a conciencia para ser entrenador de fútbol de elite.

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El Ejército Rojo de Lobanosvky debutó el 2 de julio de 1986 ante Hungría en Irapuato. A los dos minutos ya vencía uno a cero. A los cuatro, dos a cero sin que los magiares hubieran tocado un solo balón. Se llegó al descanso con un 3 a 0 favorable a los soviéticos y el partido concluyó con un aplastante 6 a 0 que hizo que todo el mundo viera a los de Lobanovsky como un aspirante a ganar el Mundial. La campeona de Europa, que había derrotado a la debutante Canadá con un gol tardío de Papin, era el termómetro ideal para saber hasta dónde podía llegar la Unión Soviética.

Y el 5 de junio en León, soviéticos y galos empataron a uno. Rats adelantó a los de Lobanovsky a los ocho minutos de la reanudación y Luis Fernández empató siete minutos más tarde para dejar el uno a uno final en el marcador en un partido muy entretenido con un sinfín de ocasiones para unos y para otros. 

Salvo sorpresa, la Unión Soviética sería el líder del grupo C. Así fue, porque Francia venció a Hungría por 3 a 0 y la URSS se deshizo de Canadá (2-0). Por tanto, en octavos de final la Unión Soviética se mediría a Bélgica, mientras que Francia habría de verse las caras con Italia, defensora del título.

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Estadio Nou Camp de León. 17:50 hora local. Belgas y soviéticos intentan mantener el orden en el campo. El cansancio empieza a hacer acto de aparición en los jugadores ante la prolongación de un partido que ha comenzado a las cuatro de la tarde y que ahora entra en su fase decisiva. Soviéticos y belgas parecen darse un respiro en este primer tiempo de la prórroga, pero cuando apenas quedan 3 minutos para el cambio de campo, una jugada lo cambia todo. Los Diablos Rojos atacan por la derecha. Sacan un córner en corto y Scifo mete el balón centrado al segundo palo. Dentro del área hay ocho soviéticos y el portero, pero nadie ve aparecer como un tren de mercancías a Stephane Demol en el segundo palo. El defensa de 20 años del Anderlecht engancha un testarazo precioso y potente y lo manda al otro palo, imposible para Dassaev. Parece increíble, pero al descanso de la prórroga, los Diablos Rojos vencen por 3 a 2 a una de las mejores selecciones del torneo.

En el segundo acto de la prórroga los soviéticos se lanzan al ataque a la desesperada, pero los belgas nadan, guardan la ropa y salen a la contra en cuanto tienen ocasión para meter el miedo en el cuerpo a la URSS y, si es posible, dar el mazazo definitivo. Con peloteros como Ceulemans y Scifo todo parece más fácil. Pero hay que hacerlo. Y lo hacen. ¡Vaya si lo hacen!

A los cinco minutos de la segunda parte de la prórroga, en un ataque casi estático, Vercauteren mete un centro al punto de penalti con el área llena de defensas soviéticos. Nadie espera que Nico Claesen aparezca por allí y empale la pelota, sin dejarla caer, al palo derecho de la meta de un Dassaev que reacciona tarde y no puede hacer nada por evitar el 4 a 2 que deja a los soviéticos al borde de la eliminación.

Otros se hubieran dejado llevar en ese instante, pero no unos futbolistas soviéticos entrenados por el coronel Lobanovsky. La URSS trató de vivir lo que quedaba de prórroga en el área belga y, tan solo un minuto después del 4 a 2, encontró el premio. Un centro desde la derecha y un intento de remate de Belanov en el área pequeña acabó con el delantero ucraniano por los suelos. El colegiado Frediksson señaló el punto fatídico sin dudarlo entre las protestas de los Diablos Rojos. El mismo Belanov lo lanzó fuerte y arriba para completar su triplete y apretar el marcador. 4 a 3 y cuatro minutos para intentar llegar a los penaltis. 

No hubo suerte y los tres goles de Belanov no sirvieron para vencer a Bélgica y alcanzar los cuartos de final. Sí sirvieron para ganar el Balón de Oro de ese año 1986, pero eso al bueno de Belanov le importaba un comino, llorando como estaba a lágrima viva tras una eliminación especialmente difícil de digerir. Por sus goles. Por los que les metieron y no debieron subir al marcador. Por el regusto amargo de lo que cree una injustica. Aunque, justo es decirlo, los belgas no tienen la culpa de la mala vista de un mal colegiado. Los Diablos Rojos han jugado con clase, calidad y sacrificio y siguen adelante por méritos propios. La Unión Soviética tiene que hacer las maletas, después de nadar mucho para ahogarse en la orilla.

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Bélgica se cruzó en cuartos con España y, tras empatar a uno el partido y no moverse el marcador en el tiempo extra, Jean Marie Pfaff detuvo un penalti a Eloy Olaya para meter a los suyos en las semifinales de un Mundial por primera vez en su historia. Después, caerían ante la Argentina de Maradona y Bilardo y acabarían en cuarta posición tras perder con Francia en la prórroga del partido por el tercer y cuarto puesto.

Tras ese gran éxito con una selección mítica donde sobresalían Jean Marie Pfaff, Scifo, Ceulemans o Gerets, Bélgica habría de esperar 32 años para repetir una gesta similar. Fue en Rusia 2018, de la mano del seleccionador Roberto Martínez y con jugadores de la talla de Courtuais, Hazard, Lukaku y De Bruyne, cuando se plantaron de nuevo en las semifinales del torneo. Francia privó a los Diablos Rojos de jugar por primera vez en su historia la final de una Copa del Mundo (1-0), pero el triunfo ante Inglaterra (2-0) en el tercer y cuarto puesto les dio su mejor clasificación en la historia de los Mundiales. En Catar intentarán volver a pelear por todo otra vez.

En cambio, la selección de Lobanovsky que asombró al mundo en México volvió a hacerlo en la Eurocopa de Alemania de 1988. Con su juego veloz, presionante, dinámico y preciso, los soviéticos se plantaron en una final en la que hincaron finalmente la rodilla ante la potentísima Holanda de Van Basten y Gullit (2-0). Otra vez en la orilla de nuevo.

Dos años más tarde, la URSS disputaría su último Mundial como selección. Sería en Italia 90 y no podría superar la fase de grupos tras caer ante Rumanía (2-0) y Argentina (2-0) y vencer en su despedida a la sorprendente Camerún (4-0). Nadie esperaba esa debacle después de la gran Eurocopa del 88, pero así es el fútbol, sorprendente y fascinante.

De hecho, tras ese Mundial llegó el desmembramiento de la URSS y, evidentemente, de su selección, que ya no existiría jamás como tal. A partir de ese instante, donde había una selección, pasan a haber quince: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán. 

De todas ellas, sólo Rusia y Ucrania parecen, algún día,  ser capaces de acercarse a los logros futbolísticos de aquella Unión Soviética que estuvo a punto de sorprender al mundo, pero acabó ahogándose en la orilla. Ni unos ni otros podrán intentarlo en Catar.

viernes, 23 de septiembre de 2022

Paul Breitner, el Káiser Rojo que decidió ser el héroe de Alemania

7 de julio de 1974. Estadio Olímpico de Múnich. Más de 75.000 personas presencian con la final de la Copa del Mundo de 1974. La gran mayoría de ellos están cagaditos de miedo. Son alemanes y se enfrentan a la exuberante Naranja Mecánica de Rinus Michels que, comandada por Johan Cruyff, ha dado exhibición tras exhibición durante todo el torneo. Y el temor no es infundado, porque al minuto de juego, sin que ni un solo germano haya tocado la pelota, el Flaco se ha metido en el área con el cuero cosido al pie. Tarascada y penalti que transforma Neeskens para adelantar a Holanda y hacer enmudecer el estadio.

Pero ahora, veintipocos minutos más tarde, el duelo ya se ha equilibrado y la internada en el área del delantero Hoelzenbein la ha frenado en seco el holandés Jansen con una peligrosa entrada al suelo con los dos pies por delante. El árbitro no lo duda. Penalti. Alemania tiene ante sí la gran posibilidad de empatar la final.

Entonces, Paul Breitner, lateral izquierdo alemán de 22 años, oye en su interior una frase que se le había quedado grabada desde niño: “hay momentos en los que nacen los héroes”. Y el chaval del pelo a lo afro, patillas tupidas y poblado bigotón se dirige con decisión, y con las medias bajadas, como siempre, hacia el punto de penalti. Porque cree firmemente que éste es uno de esos momentos en los que nacen los héroes (o se estrellan por el camino, que ésa es la otra opción posible).

Por delante tiene compañeros de gran jerarquía como su capitán en la selección y en el Bayern de Múnich, un tal Franz Beckenbauer que ya ha disputado la final de un Mundial; o su socio en la retaguardia alemana, el defensa del Borussia Mönchengladbad Verti Voghts; o el mítico centrocampista del Colonia, Wolfhang Overath; o el delantero centro del equipo y máximo goleador, el Torpedo Müller. Pero no. Va Paul Breitner, ese chico de 22 años que juega de lateral izquierdo, quien va directo a por el balón ante los más de 75.000 espectadores que asisten en silencio al desenlace.

Coge la pelota mientras algunos de sus compañeros carraspean y no saben dónde mirar. La coloca con sumo cuidado en el punto de penalti. Toma una carrera muy centrada, sin decantarse hacia ninguno de los dos lados, y con un golpeo suave la pone en el fondo de las mallas… ¡¡con la pierna derecha!! El estadio entero estalla de júbilo y los holandeses ven cómo su favoritismo empieza a resquebrajarse.

Casi veinte minutos más tarde, cuando apenas faltan dos para el descanso, la multitud vuelve a rugir. Torpedo Müller ha hecho una de las suyas dentro del área y ha anotado un gol inverosímil, de esos que nadie espera y que él siempre mete. Y tras aguantar toda la segunda mitad a una Holanda cada vez más desesperada, Alemania gana el segundo Mundial de su historia. Han pasado 20 largos años desde el Milagro de Berna.

El autor del primer gol germano, el valiente que tiró el penalti y que, ya en la claridad del nuevo día, descansando en el hotel y viendo una repetición de las mejores jugadas en la tele, sufrió una crisis de pánico porque imaginaba que fallaba la pena máxima que tanto se obstinó en tirar, acababa de convertirse definitivamente en uno de los jugadores más importantes de la historia del fútbol alemán.

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Era Paul Breitner un chaval inquieto, nervioso, que había empezado a jugar al fútbol en el SV Kolvermoor, el equipo de su ciudad natal. Pero el chico también era estudioso y se dedicó con todas sus fuerzas a compaginar su incipiente carrera futbolística con estudios de Pedagogía y Filosofía y se convirtió en un enamorado de los filósofos de izquierda, las obras de los cuales devoraba con facilidad.

En 1970, con 18 años recién cumplidos, ese chico de pelo a lo afro, patillas y bigote e inquietudes filosóficas, culturales y sociales que se definía de izquierdas fichó por el Bayern de Múnich junto a otro chaval de su misma edad que también habría de marcar también una época. El otro se llamaba Uli Hoeness.

Ese Bayern de Múnich no era el que todos conocemos ahora. De hecho, el club no había sido invitado a jugar la primera Bundesliga de la historia que se puso en marcha en 1963 porque no era un histórico todavía (en sus vitrinas sólo reposaba el título de liga 1931-32). Pero de la mano de Franz Beckenbauer, del guardameta Sepp Maier y del delantero Gerd Müller, que habían recalado en el club bávaro a mediados de los 60 cuando el Múnich 1860 decidió cargarse de un plumazo sus categorías inferiores, el equipo ascendió y ganó su segunda liga en la temporada 1968-69 y tres Copas de Alemania.

Pero aún con esos primeros éxitos a cuestas, había otro equipo que, por aquel entonces, le disputaba todos y cada uno de los campeonatos e impedía con bastante frecuencia que los renacidos bávaros pudieran levantar más títulos: el Borussia de Mönchengladbach, que contaba con jugadores tan importantes como el delantero Jupp Heynckes, los centrocampistas Gunter Netzer y Rainer Bonhof y el rocoso defensa Verti Vogts.

De hecho la temporada 1970-71 fue una lucha titánica hacia el título entre estos dos rivales y el premio se lo llevó el ‘Gladbach. Fue entonces cuando el entrenador del Bayern, Udo Lattek, decidió darles la oportunidad en el primer equipo a esos dos chavales que acababan de estrenar la mayoría de edad y que se unieron a los míticos Maier, Beckenbauer y Müller para escribir la primera edad de oro del club muniqués. Esos dos chavales eran, faltaría más, Paul Breitner y Uli Hoeness.

Con ellos en el equipo, el conjunto de Lattek se convierte en un rival definitivamente temible en la Alemania y en Europa. Ganan los bávaros la liga 71-72 batiendo el récord de puntos y de goles. Además, tanto Hoeness como Breitner son convocados con la selección para la Eurocopa de 1972. Y alzan al cielo de Bruselas la Copa de Europa tras derrotar a la Unión Soviética en la final por un rotundo 3 a 0. Los dos chavales del Bayern fueron titulares en la finalísima con apenas 20 años.

Pero los éxitos de Breitner no habían hecho nada más que comenzar, porque la temporada 1972-73 repite título de Liga con el Bayern y la 1973-74 llega la apoteosis: primero conquista de nuevo la Liga alemana y después la primera Copa de Europa de la historia del Bayern de Múnich. La final fue en Bruselas, en el estadio de Heysel, ante el Atlético de Madrid, que se vio campeón con un tanto de falta directa de Luis Aragonés en la prórroga, cuando apenas quedaban seis minutos para acabar el partido. Pero ya sobre la hora, con el árbitro echando mano del silbato para marcar el final del choque, el defensa Schwarzenbeck marcó con un disparo lejano para obligar a la disputa de un partido de desempate dos días después. Y ahí los bávaros no tuvieron piedad y ganaron a los colchoneros por 4 a 0. Era el 17 de mayo de 1974. Tan sólo 28 días después, sin apenas poder saborear el título europeo con su club, llega el Mundial de Alemania que culminará un año extraordinario para Breitner.

Porque el torneo del lateral izquierdo fue sencillamente sublime. Fue él quien abrió el marcador en el debut de los teutones en el campeonato con un golazo ante Chile que sirvió para sumar los dos primeros puntos (1-0). Después, cuando más arreciaban las críticas tras la derrota ante sus hermanos de la Alemania Democrática, Breitner lo volvió a hacer. En el primer partido de la segunda fase ante Yugoslavia, con el choque atascado, se acercó a la frontal del área y metió un zapatazo tremendo para abrir el marcador en un partido que acabó ganando su selección por dos a cero. Y en la final fue el autor del penalti que empataba el encuentro.

Así que Paul Breitner, desde el lateral izquierdo, había tenido una influencia brutal en el juego de los campeones del mundo con tres goles importantísimos que valieron su peso en oro, con una defensa descomunal y con internadas peligrosas en ataque tanto para centrar como para disparar a puerta saliendo de los regates hacia dentro. Poco más podía pedir el futbolista en un año auténticamente redondo, pero, a veces, el destino te guarda sorpresas.

Y es que la excepcional Copa del Mundo de Breitner hizo que el Real Madrid se interesara por él con la intención de neutralizar el efecto mediático y futbolístico que había supuesto la llegada de Johan Cruyff al eterno rival de los madridistas, el FC Barcelona, la temporada anterior con liga para los catalanes y humillación en el Bernabéu con un cero a cinco que pasó a la historia. ¡Casi nada!

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Su fichaje lo propuso el entrenador madridista, el yugoslavo Miljan Miljanic, pero algunos miembros de la junta directiva no querían ni oír hablar de ello. Decían esos directivos que el Real Madrid no fichaba laterales, y menos ocupando plaza de extranjero (sólo podía haber dos por plantilla). También decían que el dinero había que gastarlo en una estrella mundial que definiera partidos. Y, para rematar, aunque no lo dijeran en voz muy alta, aseguraban que tampoco había por qué fichar a un comunista que leía a Mao y tenía aquellas pintas.

Pero Santiago Bernabéu lo fichó igualmente después de pedir a Miljanic informes suyos en Alemania que fueron muy positivos. Así, el Madrid se “germanizó” tal como el Barça se había “holandizado”. Gunter Netzer, que ya estaba en el equipo merengue desde la temporada anterior procedente del ‘Gladbach, y Paul Breitner fueron sus apuestas. Además, Miljanic tenía otros planes para el alemán: iba a adelantar su posición en el campo y lo iba a hacer jugar de en el centro del campo para mover al equipo.

Y Paul Breitner se desvinculó del Bayern entre críticas feroces y llegó a Madrid con el Libro Rojo de Mao bajo el brazo. No era lo único que había intentado llevar a España. Se cuenta que también intentó pasar con una pistola porque no sabía cómo iban a recibirlo en un estado dictatorial. Al final le convencieron de que dejara la pistola para evitar problemas y entró finalmente desarmado. Casi sin poner los pies en la capital de España, algunos ya le habían apodado “el Káiser Rojo”, mientras que otros optaban por “el Abisinio”, que era así como llamaban los soldados franquistas a los milicianos republicanos durante la guerra civil española.

Al poco de llegar, y dado su desconocimiento del entorno, Breitner le pidió al club si le podían enmarcar una foto de Mao para colgársela en el salón de su casa, pero le fueron dando largas una y otra vez hasta que el jugador, a fuerza de pura insistencia, consiguió que le hicieran el favor. Eso sí, con secretismo absoluto. Mientras, el Breitner futbolista se acopló pronto al equipo y a su nueva posición y el Madrid ganó ese año la liga.

El lateral reconvertido a centrocampista introdujo también en el vestuario blanco la importancia del look y del aspecto físico asociado a la imagen del futbolista e introdujo los pantalones de campana, el secador y los artilugios para el pelo en la caseta en una época en la que primaba exactamente lo contrario.

Para acabarlo de rematar, ya en los últimos coletazos del franquismo y con el dictador ya fallecido, la huelga de los trabajadores metalúrgicos de Standard golpeó de lleno a la sociedad española a finales de 1975 y principios de 1976. Una representación de los trabajadores se presentó en un entrenamiento del Real Madrid para pedir ayuda directamente a los jugadores. Los futbolistas, que no querían meterse en embrollos políticos, se hicieron los suecos, pero Breitner no dudó en darles 500.000 de las antiguas pesetas a los obreros en huelga y casi lo echan. El bravo jugador alemán, que tampoco es que hubiera presumido del asunto, sólo dijo que él se gastaba su dinero en lo que quería. Santiago Bernabéu, que a esas alturas ya lo tenía por uno de sus jugadores preferidos, lo corroboró: “Los jugadores del Madrid se gastan su dinero como quieren”. Y pelillos a la mar.

Breitner jugó en el Real Madrid tres temporadas y ganó dos Ligas y una Copa. Pero en el verano del 77 hizo las maletas y se volvió a Alemania. Hubo quien dijo que lo echaron por culpa de su imagen izquierdosa fuera de los terrenos de juego, pero lo cierto es que se le acabó el contrato y él mismo decidió salir porque se aburría. Y es que el Káiser Rojo no sólo quería jugar al fútbol y vivir a cuerpo de rey, sino que pretendía seguir estudiando y montar sus propios negocios. Una mentalidad que entonces no era nada habitual en los futbolistas. Así que se marchó tal como había venido, aunque con dos títulos de liga y una Copa más en un zurrón que ya empezaba a estar repleto de trofeos.

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Cuando Paul se fue del Madrid, fichó por el Eintracht de Brunswick, el primer club alemán que puso publicidad en su camiseta. Jägermeister, ni más, ni menos. Los de la Baja Sajonia habían padecido muchos problemas económicos y encontraron en el patrocinio una vía de salvación unos años antes. Nadie estaba de acuerdo con ellos entonces, pero no tardaron en seguir sus pasos el resto de clubes alemanes y europeos.

Breitner se reencontró con su fútbol en Brunswick esa temporada 1977-78, aunque el equipo se le quedaba pequeño. Además, el Mundial de Argentina 78 estaba a la vuelta de la esquina y el centrocampista era uno de los futbolistas que tenía sitio asegurado en la lista. Pero el Káiser Rojo criticó duramente el régimen dictatorial del general Videla unos meses antes del torneo y dejó públicamente que él no viajaría hasta allí para jugar la Copa del Mundo. De hecho, fue más lejos al afirmar que Alemania no debería defender su título en Argentina y criticó duramente a los compañeros que finalmente acudieron al Mundial.

Así se manifestó en abril de 1978 en la revista Stern: 

“Alemania es el actual campeón y eso le hace tener unas responsabilidades especiales. La selección no debe dejar que la utilicen como una marioneta, porque los deportistas, aunque tengan en el deporte su preocupación principal, no deben ser eunucos políticos”.

Se lio parda, claro. La Federación Alemana se indignó. Los aficionados, en su mayoría, también E incluso algunos compañeros suyos, como Berti Vogts, que llegó a decir que la campaña no estaba mal plantearla si se hicieran también cuando tocaba jugar en países comunistas que también violaban los derechos humanos. Una alusión directa a la ideología de su compañero.

Pero la tormenta pasó y, evidentemente, Paul Breitner no fue con Alemania a disputar el Mundial que sería el del dolor y la gloria para Argentina. Berti Vogts, sí.

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Tras el Mundial, el Káiser Rojo volvió a fichar por el Bayern de Múnich, donde reverdecería viejos laureles y daría sus mejores años de fútbol. En el Bayern ya no estaba Beckenbauer, ni tampoco su amigo Uli Hoeness, pero aún daba sus últimos coletazos Gerd Müller en la delantera y había despuntado totalmente un joven llamado Karl-Heinz Rummenigge, que había debutado justo tras la marcha de Breitner al Real Madrid. De hecho, durante la ausencia del Káiser Rojo, los bávaros habían ganado dos Copas de Europa más (1974-75 y 1975-76), pero habían perdido la hegemonía en Alemania ante el Borussia de Mönchengladbach, que se llevó tres ligas seguidas, y después el Colonia del meta Schumacher levantó la de 1977-78.

La temporada de su regreso no fue nada buena, en un club que estaba lejos de su reciente época dorada y fue un gran Hamburgo quien se hizo con el torneo. Ese verano, el gran Maier tuvo un accidente de coche que le retiró del fútbol y Breitner se puso en brazalete y se convirtió en el alma de los de Baviera. Esa temporada 1979-80 el Bayern volvía por sus fueros de la mano del centrocampista de patillas largas y se llevaba la liga tras 6 temporadas de sequía. La temporada siguiente volvería a ganarla con Rummennige y Breitner en plan estelar. Tanto es así, que el delantero ganó el Balón de Oro de 1981 y el Káiser Rojo fue segundo.

Un año antes, en el verano de 1980, una selección alemana joven y renovada había levantado la Eurocopa en Roma. Schumacher era el portero. Briegel y Bonhof mandaban en la zaga. Uli Stielike y Bernd Schuster controlaban el centro del campo y la pólvora arriba la ponían Rummennige, Hrubesch y un jovencísimo Allofs. Jupp Derwall era el nuevo seleccionador tras la salida del mítico Helmut Schön. Paul Breitner, que había renunciado a la Mannschaft en 1978, no disputó la Eurocopa, pero Jupp Derwall lo convenció más adelante para que volviera, sobre todo tras la lesión de Schuster, la estrella en ciernes, que le impediría jugar el Mundial de España 82.

Y Paul volvió a la Mannschaft por la puerta grande para disputar su segundo Mundial. Un Mundial donde vivió absolutamente de todo: desde "la Vergüenza de Gijón" hasta una de las semifinales más espectaculares de una Copa del Mundo ante la Francia de Platini. Y como ocho años antes en Alemania, Breitner fue titular en todos los encuentros. Y como ocho años antes en Alemania, se plantó en la final. Y como ocho años antes en Alemania, marcó en la final de una Copa del Mundo. Al contrario que ocho años antes en Alemania, su gol no sirvió para levantar la Copa del Mundo, sino para maquillar el 3 a 0 que la Italia de Paolo Rossi endosaba a los teutones. Pero para la historia de la Copa del Mundo quedan los dos goles de Paul Breitner en dos finales de dos Mundiales distintos, sólo emulada por Vavá y Pelé (que además ganaron esas finales) y Zinedine Zidane que, como Breitner, ganó una y perdió la otra.

***

Una temporada más tarde, a la conclusión de la 1982-83 y a punto de cumplir los 32 años, el Káiser Rojo rechazó la oferta de renovación del club de su vida, el Bayern de Múnich, para colgar definitivamente las botas. El club bávaro le ofrecía 65 millones de pesetas por dos temporadas más. Pero Breitner dijo que no. Una lesión que se produjo mediada la temporada contra el Hamburgo le había impedido rendir bien y decidió que era el momento de dejarlo. Había ganado ya una Eurocopa y una Copa del Mundo con Alemania, dos Ligas y una Copa con el Real Madrid y una Copa de Europa, cinco Bundesligas y dos Copas con el Bayern de Múnich. Pero él no dijo nada de eso. Dijo que trece años jugando al fútbol ya habían sido más que suficientes.

Así colgó las botas. Cuando quiso y como quiso. Respetando sus propios tiempos. Coherente con sus propias decisiones. Como siempre. Como cuando casi veinte años antes cogió ese balón que quemaba en el Olímpico de Múnich en la final de una Copa del Mundo para ser un héroe.

martes, 20 de septiembre de 2022

Juan Eduardo Hohberg, el goleador charrúa que resucitó en el Mundial de Suiza 54

Juan Eduardo Hohberg, “el Verdugo”, alza los brazos al aire celebrando su segundo tanto, el que empata un partido que Uruguay tenía perdido ante los Mágicos Magiares húngaros. Son las semifinales del Mundial de Suiza 1954 y se enfrentan la actual campeona, la Garra Charrúa, que había protagonizado el Maracanazo cuatro años antes ante Brasil, contra Hungría, la selección que está llamada a tomar el relevo en el cetro futbolístico mundial, la campeona olímpica de 1952 y la favorita para alzarse con la Copa del Mundo que viene de apear precisamente a la canarinha en los cuartos de final del torneo.

Uruguay es una selección dura, rocosa, férrea, fuerte y con mucha calidad arriba que mantiene la base de la que fuera campeona del mundo en 1950. Sigue defendiendo Roque Máspoli la portería. Continúa también aportando equilibrio y garra en el centro del campo el capitán Obdulio Varela. Y arriba sigue mandando la clase de Schiaffino, al que suelen acompañar Abbadie, Míguez, Borges y Ambrois. No está Gigghia, que ya juega en Italia, pero la nómina de atacantes es espectacular. De hecho, en la recámara, el seleccionador uruguayo Juan López se guarda a Juan Eduardo Hohberg, goleador de Peñarol, aunque no echará mano de él hasta las semifinales del torneo.

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A los campeones del mundo les tocó en suerte un grupo bastante complicado junto a Austria, Checoslovaquia y Escocia. Pero el sistema de competición era bastante extraño. Cada equipo sólo jugaba dos partidos y, por tanto, dejaba de jugar contra una de las selecciones del grupo. Se clasificaban las dos primeras para los cuartos de final y, en caso de empate, se disputaría un partido de desempate. En este grupo no hizo falta.

Porque Austria venció sudando sangre a Escocia (1-0), que venía de poner en serios aprietos a Inglaterra en el Campeonato Británico, un torneo que otorgaba dos plazas para el Mundial, y era una selección a tener muy en cuenta. Uruguay también empezó el campeonato con una victoria ante la potente Checoslovaquia, con tantos de Míguez y Schiaffino en la segunda mitad.

La segunda jornada enfrentaría a checoslovacos y austríacos y a uruguayos y escoceses para decidir qué equipos pasaban a cuartos de final. Austria se deshizo de Checoslovaquia con un contundente cinco a cero (al descanso ya se llegó con cuatro a cero para los austríacos) en el que destacó el grandísimo delantero Erich Probst, que anotó 3 tantos.

Uruguay necesitaba al menos empatar ante Escocia si no quería ir al desempate. Y lo cierto es que la Garra Charrúa hizo uno de los mejores partidos que se le recuerdan. Borges inauguró el marcador a los 17 minutos y Míguez amplió la ventaja a los 30, aunque la Tartan Army aguantaba en pie el vendaval de los orientales y, al descanso, aún había partido. Pero el paso por los vestuarios le sentó de maravilla a la Celeste, que se convirtió en una máquina arrolladora en una segunda mitad en la que destrozaron a los escoceses con dos tantos más de Borges, otro de Míguez y otro par de Abbadie en una exhibición goleadora de talento y pegada. Así que las dos selecciones que se presumían favoritas en el grupo estaban en los cuartos de final. Austria se mediría a Suiza y Uruguay se vería las caras con Inglaterra. Los cuartos de final los completaban Alemania contra Yugoslavia y el partido estrella: Hungría ante Brasil.

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Austríacos y suizos disputaron uno de los partidos más bonitos y emocionantes de la historia de la Copa del Mundo. Los anfitriones se adelantaron por tres goles a cero en apenas tres minutos, los que van del 16 al 19 de la primera mitad, pero los austríacos empataron en sólo dos, los que van del 25 al 27. Y aún tendrían tiempo los austríacos de anotar dos goles más que fueron contrarrestados por uno helvético para llegar al descanso con un impresionante e impactante 5 a 4 para los austríacos. En la segunda mitad cayeron tres goles más y el encuentro acabó en un formidable 7 a 5 que clasificaba a Austria para unas semifinales donde se verían las caras con sus vecinos alemanes. Aquello sería otra historia y a los austríacos les tocaría disputar el tercer y cuarto puesto tras caer por un contundente 6 a 1 ante los pupilos de Sepp Herberger.

El partido de cuartos entre Brasil y Hungría, que todo el mundo esperaba con ansia, se convirtió pronto en una batalla campal que no hizo justicia al talento de los jugadores que había sobre el terreno de juego. El choque acabó con la victoria de los Mágicos Magiares por 4 a 2, aunque los húngaros pagarían cara la victoria, ya que se lesionó Puskas, que no podría disputar la semifinal ante Uruguay y que llegó muy justito a la final ante Alemania. Pero no adelantemos acontecimientos…

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El rival de Hungría en semifinales saldría del choque entre Uruguay e Inglaterra en Basilea. Juan López dispuso el mismo once que había derrotado a checoslovacos y escoceses en la primera parte y dejó en el banquillo de nuevo a Hohberg para jugar arriba con Schiaffino, Abbadie, Míguez, Borges y Ambrois. La Inglaterra de Walter Winterbottom jugaría con Matthews (que ya tenía 40 añazos), Finney y Lofthouse en ataque, una tripleta que provocaba auténticas pesadillas en los rivales y a la que se sumaban el talento de Broadis y la velocidad de Wilshaw.

El partido empezó muy bien para Uruguay, que anotó el uno a cero por medio de Borges a los cinco minutos. Pero Matthews, con sus 40 tacos a cuestas, empezó a carburar e Inglaterra cercó la portería uruguaya hasta que Lofthouse empató el partido a los dieciséis minutos de juego. Parecía que los "pross" tenían a los campeones del mundo contra las cuerdas, pero entonces emergió la figura del Negro Varela, el capitán charrúa, que se marcó una extraordinaria jugada personal driblando rivales en el centro del campo y que remachó con un disparo tremendo y lejano que se alojó en el fondo de la portería inglesa. Ese trallazo cruzado adelantaba de nuevo a Uruguay a los 39 minutos de partido, pero, como contrapartida, Obdulio Varela tuvo que recibir asistencia médica porque se había lesionado. La Celeste afrontaría lo que quedaba de partido con uno menos porque, aunque Varela siguió de pie en el campo, no podía ni caminar.

Pero a Inglaterra ese gol la noqueó y, pese a jugar contra diez, no pudo controlar el vendaval uruguayo. A los dos minutos de la segunda mitad, Schiaffino aprovechó un saque de falta rápido para plantarse ante el portero Merrick y batirlo por bajo. Tres a uno y un auténtico jarro de agua fría para los Tres Leones. Pero Uruguay tuvo dos contratiempos más en forma de lesiones. Abbadie y Míguez, como Varela, se quedaron en el campo renqueantes, para ocupar espacios, mientras los ingleses trataban de meterse de nuevo en el partido.

Y los consiguieron a falta de 23 minutos para el final, cuando el genial Finney anotó el 3 a 2 y dejó los cuartos de final en el aire. Los defesas Santamaría y Andrade apretaron los dientes para frenar los ataques de los “pross”, mientras que el portero Máspoli se lucía en cada intervención. Hasta que el velocísimo Ambrois se marcó una carrera de campo a campo con el balón controlado y remató a la cepa del poste, haciendo imposible la estirada de Merrick. Era el 4 a 2 que finiquitaba un partido estupendo que metía a Uruguay en las semifinales ante Hungría. Sin embargo, Juan López no podría contar con el capitán Varela en el centro del campo ni con Míguez ni Abbadie en el ataque. Era el turno de Hohberg, “el Verdugo”.

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El 30 de junio de 1954, en el estadio La Ponteise de Lausana, los Mágicos Magiares y la Garra Charrúa se jugaban el pase a la final de la Copa del Mundo. La selección entrenada por Gustav Sebes se presenta ante la Celeste sin Puskas, que había caído lesionado en la Batalla de Berna ante Brasil, mientras que los actuales campeones también saltan al campo de juego sin su jugador referencial, el Negro Varela, el capitán que alzó la Copa en Maracaná, y también sin Míguez y sin Abbadie. La baja del capitán charrúa es casi más determinante que la de Puskas, teniendo en cuenta que no deja de llover en Lausana, que el terreno de juego es un barrizal y que los magiares juegan casi todo el tiempo en campo uruguayo, aprovechando que los campeones no tienen a ningún jugador con la jerarquía de Varela que les haga dar un paso adelante en el centro del campo.

Por ahí llega el gol de Czibor, demasiado pronto, a los 12 minutos, sin que los campeones del mundo hayan sido capaces de salir prácticamente de su campo. Aún les queda un mundo, porque han de capear el temporal real y la tempestad magiar, que los de Sebes no cejan en su empeño de resolver cuanto antes la contienda. Los sudamericanos resisten hasta el descanso, pero, al poco de salir de los vestuarios, los húngaros hacen el segundo gol. Hidegkuti envió de cabeza a la red, tirándose en plancha, un centro lateral que el meta Máspoli fue incapaz de blocar. No habían pasado ni dos minutos del inicio del segundo tiempo.

Nadie esperaba en ese instante la reacción descomunal de la Garra Charrúa, una selección orgullosa como pocas que no había perdido todavía ni un solo encuentro en una Copa del Mundo y que iba a vender muy cara su derrota.

Pero, curiosamente, el protagonista de la reacción uruguaya no es uruguayo. Es un argentino nacido en Córdoba que emigró a Montevideo procedente de Rosario Central tres años atrás, en 1951, para convertirse en un ídolo de Peñarol (ganó seis campeonatos nacionales y una Copa Libertadores y marcó casi 300 goles vistiendo la zamarra aurinegra, sólo por detrás de las 326 dianas del mítico Alberto Spencer).

“El Verdugo” Hohberg decidió nacionalizarse uruguayo para disputar con sus compañeros de Peñarol la Copa del Mundo de 1954, aún a sabiendas que iba a tener complicado ser titular en un conjunto que acudía a Suiza para defender su título de campeón de mundo. De hecho, hasta llegar a la semifinal no ha disputado ni un solo minuto en el torneo, pero ahora, en el barro del estadio la Pontaise, en Lausana, Hohberg tiene la oportunidad de demostrar su olfato goleador y no se rinde. Mientras los húngaros siguen atacando, “el Verdugo” se mantiene en pie esperando su oportunidad. Sabe que llegará.

Y llega. Vaya que si llega. A falta de sólo quince minutos para el final, Schiaffino lanza una contra demoledora. Conduce el balón en el centro del campo y cuando dos húngaros vienen a por él ve por el rabillo del ojo el desmarque de “El Verdugo”, que corre adelantando a sus marcadores. Entonces, Schiaffino le filtra un pase precioso. Hohberg controla, avanza hacia la frontal, se acomoda la pelota a la diestra y la pone rasa al palo largo, lejos del alcance de Grocsis, el magnífico portero magiar. Uno a dos y partido abierto cuando prácticamente nadie lo esperaba.

Once minutos más tarde, cuando sólo quedaban cuatro para el final, los mismos protagonistas se la lían nuevamente a los húngaros. Schiaffino vuelve a encontrar a Hohberg dentro del área, quien avanza hacia Grocsis rodeado de defensas, lo regatea, se le queda el balón un pelín atrás, pero consigue rectificar y sacar un disparo a media altura para meter la pelota en el fondo de las mallas pese al desesperado intento de dos defensores que habían llegado bajo palos para intentar evitar lo inevitable. Aunque parece increíble… ¡¡Uruguay ha empatado!!

***

Sale Juan Eduardo Hohberg disparado celebrando el gol. El primer compañero que llega a su altura lo tira al suelo. Empiezan a acudir todos los demás, que se les echan inevitablemente encima, haciendo una gran piña. Poco a poco, todos se van levantando del barro, recuperando su posición para reemprender el juego, pero en el suelo hay un jugador que no se mueve. Es Hohberg, que está inmóvil y parece que se haya desmayado durante la celebración.

El colegiado llama a los asistentes uruguayos, que entran rápidamente al terreno de juego. Los sanitarios lo levantan, le dan masajes en el pecho, le hacen el boca a boca e incluso le suministran coramina por vía oral. Hasta que, al fin, después de unos segundos que parecen toda una vida, Hohberg reacciona. Según los médicos, “el Verdugo” ha sufrido un paro cardíaco y ha estado 15 segundos clínicamente muerto. Pero ha vuelto en sí.

El partido continúa y se va a la prórroga y allí, después del paro cardíaco, tras volver de la muerte, está de pie Hohberg, que decide seguir jugando. Los charrúas están con uno menos otra vez por la lesión de Andrade y “el Verdugo” no ve razón alguna por la que dejar a su equipo con nueve jugadores. Así que después de morir y resucitar sigue jugando para intentar alcanzar la final del Mundial de Suiza.

No pudo ser. Porque Schiaffino se encontró con los palos en dos ocasiones, mientras que Kocsis logró anotar dos tantos para meter a los Mágicos Magiares en la final de la Copa del Mundo e infringir a Uruguay su primera derrota en un Mundial.

***

Tres días más tarde, en lo que pasaría a los anales del fútbol como el Milagro de Berna, fue Alemania la que cambiaría la historia venciendo contra todo pronóstico a los húngaros en una de las mayores sorpresas de todos los tiempos y privándoles de un título (que probablemente merecían) para inaugurar su idilio con una Copa del Mundo que ya han levantado en cuatro ocasiones.

Pero en la semifinal, el milagro lo hizo Juan Eduardo Hohberg, “el Verdugo”, quien, por cierto, también disputó el partido por el tercer y cuarto puesto ante Austria y, aunque no pudo evitar la derrota charrúa, anotó el único gol de Uruguay (3-1) para cerrar un Mundial que, para él, sí fue realmente milagroso porque murió, resucitó y siguió jugando al fútbol y marcando goles. Casi nada.

viernes, 16 de septiembre de 2022

De Romario a Ronaldo: la dolorosa caída de Brasil en Francia 98

La concentración de Brasil en Lesigny (Francia) es un hervidero de periodistas, aficionados, jugadores y cuerpo técnico. El seleccionador brasileño, Mario Zagallo, ha esperado al último momento para dar la lista definitiva. Es el 3 de junio de 1998 y falta tan sólo una semana para el debut de Brasil en el Mundial de Francia 98. La expectación es máxima porque el nombre que baila, la plaza que está en el aire y por la que se convoca esa rueda de prensa es ni más ni menos que la de Romario Da Souza Faria, el héroe del 94, que arrastra una lesión desde principios de mayo y nadie sabe qué pasará con él.

El cuerpo técnico de la selección ya cuenta con los últimos diagnósticos médicos y, como ha venido haciendo hasta llegar hasta aquí, decidirá sobre esa base y aguantará el chaparrón. Porque Mario Zagallo y Zico, otro mito viviente que es el segundo de a bordo, ya han tenido bastantes problemas para seleccionar a los 22 jugadores que ahora están concentrados en Lesigny a la espera de lo que pase con Romario. También han tenido Zagallo y Zico algunas desavenencias porque se comenta que la presencia del segundo le ha sido impuesta al seleccionador por la Confederación Brasileña y no siempre coinciden ambos en sus preferencias. Así que las cosas las resuelven con pequeñas concesiones que no siempre benefician al grupo.

Por ejemplo, Bebeto, el delantero que hizo dupla con Romario y colaboró con sus goles a que Brasil levantara la Copa del Mundo de 1994, no es santo de la devoción de Zagallo, que cree que a sus 34 años ya lo ha dado todo por la canarinha. Sin embargo, Zico lo considera imprescindible. O Dunga, el capitán del 94 y también del 98, que es imprescindible para Zagallo, mientras que Zico prescindiría de él sin dudarlo. Los dos jugadores están en la lista de los 22 que defenderán la verdeamarelha en Francia.

El que no está es Mauro Silva, otro de los campeones del 94. El centrocampista del Deportivo de la Coruña tuvo un problema con Zagallo cuando renunció a jugar un partido amistoso con la selección. El seleccionador le hizo la cruz y no se lo llevó al Mundial. Tenía entonces 30 años, justo los mismos que el jugador que el míster eligió para sustituirlo: César Sampaio. La diferencia es que Sampaio jugaba a las órdenes de Carles Rexach en el Yokohama Marinos japonés, un liga un pelín menos exigente que la española. Pues fue convocado y titularísimo durante todo el torneo (y estuvo a un gran nivel, por cierto).

De hecho, con este tipo de decisiones se erosionó un poco un grupo que se había paseado literalmente en la Copa América de 1997 celebrada en Bolivia. La quinta Copa América de Brasil en su historia y la primera ganada fuera de su territorio. No está de más recordarlo, sobre todo para los que aseguran que es fácil ganar la Copa América.

Pues esa Brasil del 97 solía jugar con Romario y Ronaldo arriba, con Dunga, Flavio Conciençao, Denilson y Leonardo en el centro del campo y con Cafú, Roberto Carlos, Gonçalves y Aldair protegiendo a Taffarel. Por si acaso, ahí estaban en la recámara Mauro Silva, Djalminha, Edmundo, Ze María o Ze Roberto. Un equipazo que se fue desmembrando poco a poco por obra y gracia de las decisiones de Zagallo y Zico de cara al Mundial del 98.

Pero el problema ese famoso 3 de junio de 1998, al filo de la hora en que la FIFA permitía dar la lista definitiva para el Mundial, era única y exclusivamente Romario.

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La tensión se corta con un cuchillo cuando aparece Mario Zagallo junto a Lidio Toledo, el jefe de los servicios médicos de la selección canarinha, y también O Baixinho. De repente se hace el silencio. Y estalla la bomba que todos esperaban: Romario rompe a llorar y él mismo anuncia su vuelta a casa por culpa de una lesión que no se ha curado y que le mantendrá de baja un mes más. Al menos, eso es lo que dice Lidio Toledo, el mismo médico que apenas cinco días antes aseguraba que Romario llegaría de sobra a la fase final de la Copa del Mundo. Uno de los dos diagnósticos no fue correcto.

Romario se marcha rápidamente entre lágrimas y el seleccionador aprovecha para anunciar el sustituto del delantero en la convocatoria que, curiosamente, no será delantero. Porque Zagallo considera que con Ronaldo, Bebeto y Edmundo, más la posibilidad de alinear a Denilson en punta, tiene más que suficiente. El elegido es el centrocampista Emerson, que tiene 22 años, juega en el Bayer Leverkusen y ya vuela hacia Lesigny para incorporarse a la concentración brasileña.

El equipo se encierra ajeno a los comentarios que se suceden en los medios de comunicación de Brasil (y de medio mundo). El debate estaba muy abierto. Zagallo, aconsejado por Zico, había decidido que ningún jugador mínimamente tocado estaría en Francia, así que no esperaron a Juninho ni a Marcio Santos, que se quedaron fuera de la lista con anterioridad. Como no esperaron a Romario. Tampoco quisieron llevar a Mauro Silva ni a Djalminha que habían hecho un temporadón en el Deportivo de la Coruña y estaban perfectamente bien, y ni se plantearon la posibilidad de llamar a otros delanteros como Sonny Anderson (del FC Barcelona), Müller (del Santos), Elber (del Bayern de Múnich) o Donizete (del Vasco de Gama) para cubrir la baja de “O Baixinho”. Sí estarían los jugadores del Barcelona Giovanni y Rivaldo, y también Bebeto, muy criticado en Brasil por su rendimiento reciente en el Botafogo y en la selección.

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Pero al margen de las inevitables polémicas, lo cierto es que Brasil tiene una nómina larguísima de grandes jugadores que debería servir para defender la corona conseguida en Estados Unidos en 1994 con toda la solvencia del mundo, aunque los rivales en esta edición no son moco de pavo.

Está la anfitriona, Francia, dirigida por Aime Jacquet, que cuenta con mucha calidad de centro del campo hacia adelante con Zidane, Pires, Henry, Djorkaeff, Guivarch o un jovencísimo Trezeguet, y que, además, atrás es un auténtico cerrojo con Deschamps, Karembeu o Petit en el centro y Blanc, Desailly, Thuram o Lizarazu en la línea defensiva.

No es la única candidata a quitarles el cetro a los brasileros. También llega metiendo miedo la Argentina de Passarella, incluso con todos sus problemas internos a cuestas y bajas tan destacadas como Redondo o Canniggia. Pero la lista de estrellas es grande y un equipo que junte a Batistuta, el Piojo López, Burrito Ortega, la Brujita Verón o el Cholo Simeone tiene que ser aspirante a todo a la fuerza. Sí o sí. Al menos sobre el papel.

Está con confianza una Holanda estratosférica con muchísimo talento de tres cuartos de campo hacia adelante bien mezclado por el gran Guus Hiddink. Con Bergkamp y Kluivert como puntas de lanza, secundados por Overmars, Seedorf, Davids, Cocu, los hermanos De Boer y el portero Van der Sar son también una escuadra temible.

Está Inglaterra, sin Gascoigne, pero con Beckham, Paul Ince, Paul Scholes, Allan Shearer y un jovencísimo Michael Owen que apunta a estrella mundial. A los pross los dirige Glenn Hoddle y vienen con hambre de gloria después de haberse perdido el Mundial de Estados Unidos cuatro años antes.

Está Alemania, que es la actual campeona de Europa. La dirige Berti Vogths y tiene aún en Matthäus a su principal referente, aunque ahora juega de defensa. Los Klinsmann, Bierhoff, Andreas Möller o Christian Ziege son un seguro de vida y de fiabilidad en este tipo de torneos y hay que tenerlos también muy en cuenta.

También está Italia, subcampeona del mundo en Estados Unidos 94 y a la que dirige ahora Cesare Maldini. Los italianos tienen a Roberto Baggio, la estrella del anterior torneo, aunque en una versión inferior, pero cuentan también con una defensa férrea comandada por Maldini, Cannavaro y Costacurta, con un centro del campo que dirigen Albertini y Del Piero y la pólvora de Vieri arriba. No es mala tarjeta de presentación.

Pero Brasil es la favorita entre todas las favoritas. Es la candidata entre todas las candidatas. Es el rival a batir. Al menos, antes de que el balón eche a rodar, que cuando ruede ya pondrá a cada uno en su sitio.

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Y el 10 de junio echa definitivamente a rodar la pelota con la puesta de largo de la canarinha, que abre el torneo (entonces era el campeón, y no el anfitrión, quien jugaba el partido inaugural) ante una aparentemente débil Escocia. Y a la verdeamarelha se le puso todo de cara muy pronto, a los cinco minutos, cuando César Sampaio remató en el primer palo un saque de esquina para abrir el marcador. Era el uno a cero y parecía que el partido ya estaba en el zurrón de los brasileños. Pero el mismo Sampaio decidió darle emoción al encuentro con un penalti tontísimo en una jugada sin aparente peligro, al derribar al escocés Gallacher cuando buscaba un balón al que no podía llegar jamás dentro del área. Era el minuto 38 de partido y John Collins empataba el encuentro.

A Zagallo no le gustó lo que vio en el campo y decidió quitar a Giovanni del campo para meter a Leonardo. Pero el equipo no mejoraba y Zagallo sacó del terreno de juego también a Bebeto a los 17 minutos del segundo tiempo para que entrara el bético Denilson. Dos minutos después, Cafú se metió hasta la cocina escocesa e intentó elevar la pelota por encima del portero. El meta escocés repelió el balón, pero se estrelló en la espalda de Tom Boyd para acabar en el fondo de las mallas. Y con ese tanto en propia puerta solventó una gris Brasil su debut en la Copa del Mundo de Francia 98.

Para el segundo partido ante Marruecos, Giovanni se quedó directamente en el banquillo y entró Leonardo. De hecho, el jugador del Barça no volvería a disputar ni un solo minuto en todo el torneo. Los brasileños, esta vez sí, se impusieron cómodamente. Ronaldo metió su primer gol en un Mundial a los nueve minutos de partido y Rivaldo puso la puntilla a unos combativos marroquíes en el descuento del primer acto. Nada más volver de los vestuarios, Bebeto anotó el tercero que dejaba a Brasil automáticamente clasificada para los octavos de final. Había ganado sus dos partidos, mientras que el gran rival del grupo, Noruega, sólo había podido empatar a dos contra Marruecos y a uno ante Escocia.

Pero el partido ante los noruegos, aunque no supuso ningún trauma para Brasil porque tenía la primera plaza asegurada, fue un serio toque de atención que tuvo el daño colateral de eliminar a una buena Marruecos. Porque los magrebíes se deshicieron de Escocia con un contundente 3 a 0, pero no esperaban que Noruega venciera a la canarinha. Pero lo hizo remontando el 1 a 0 que hizo Bebeto a falta de tan solo 12 minutos para el final. Primero marcó Tore André Flo para empatar el choque a falta de 7 minutos y 5 minutos más tarde Rekdal transformó un penalti que clasificó a Noruega para los octavos de final y mandó a Marruecos a casa. Brasil, como primera de grupo, se mediría a la Chile de Salas y Zamorano en un encuentro que se preveía difícil para los campeones del mundo.

Sin embargo, en el Parque de los Príncipes de París, Brasil no tuvo rival. César Sampaio, el mediocentro defensivo, volvió a vestirse de goleador aprovechando la movilidad de Ronaldo y Bebeto arriba que dejaba mucho espacio para sus incorporaciones desde atrás y marcó dos goles. El primero, a los 11 minutos. El segundo, a los 27. Para cuando Ronaldo hizo el suyo de penalti en el descuento del primer acto, el partido ya estaba más que solventado. Tras la reanudación, Marcelo Salas maquilló el resultado con un tanto que fue respondido casi al instante de nuevo por Ronaldo, que puso la guinda a una gran actuación y dejó el marcador en 4 a 1. En cuartos de final esperaban los daneses, que habían vapuleado a Nigeria en octavos (1-4). De los favoritos, sólo Inglaterra se había ido para casa después de caer en la tanda de penaltis ante Argentina. El resto, seguían adelante, aunque Italia y Francia se verían las caras en cuartos y Argentina y Holanda también. Alemania parecía más afortunada por su cruce con Croacia, pero nada más lejos de la realidad.

***

El 3 de julio de 1998 se vivió en Nantes uno de los mejores partidos de la Copa del Mundo de 1998. Dinamarca saltó al césped sin ningún tipo de complejo y sorprendió a la verdeamarelha con un tanto de Jorgensen cuando no se llevaban aún dos minutos de partido. Los daneses sacaron rápidamente una falta en corto hacia Bryan Laudrup, que se metió en el área, ganó la línea de fondo con la pelota cosida a su pie izquierdo y la dejó atrás para que Jorgensen hiciera enmudecer a toda la torcida brasileira con un remate raso ajustado al palo derecho de Taffarel.

El conato de rebelión danesa lo sofocó Bebeto ocho minutos más tarde, cuando recibió un magistral pase de Ronaldo, aguantó con la pelota controlada la llegada de dos defensores daneses y soltó un latigazo raso y ajustado al palo desde la frontal del área que batió a Peter Schemeichel en su salida pese a su gran estirada.

A los 25 minutos de un juego intenso y veloz, Ronaldo volvió a aparecer entre líneas para inventarse un pase a Rivaldo en la parte izquierda del ataque que el delantero del Barcelona alojó con un toque preciso de su pierna izquierda en el fondo de las mallas. De momento, Brasil había sofocado el incendio y se marchaba al descanso con ventaja.

Pero los nórdicos no habían dicho la última palabra y, a los cuatro minutos de la reanudación, el pequeño de los Laudrup igualó la contienda aprovechando un intento de despeje acrobático de Roberto Carlos. El lateral no acertó a despejar y la pelota quedó botando alta dentro del área. Bryan Laudrup la bajó con el abdomen y la enganchó con total naturalidad para ponerla en la escuadra de Taffarel. Dos a dos y a seguir.

Hasta que nueve minutos más tarde, Rivaldo hizo una de las suyas. Cogió la pelota en tres cuartos de campo, avanzó conduciendo la pelota pegada a su pie izquierdo y aprovechó los desmarques de Ronaldo y Bebeto que le dejaron el hueco para que soltara un latigazo que se metió raso y pegado al palo de la meta danesa. Tres a dos y para los campeones del mundo con media hora por delante.

Zagallo quitó primero a Bebeto para dar entrada a Denilson y después metió en el campo a Emerson por Leonardo para controlar el resultado. Aún así, los daneses metieron el miedo en el cuerpo a los brasileños: Helveg tuvo una oportunidad clarísima para empatar a falta de trece minutos y Rieper estrelló su cabezazo en el larguero cuando sólo quedaba uno. El partido acabó con Dinamarca volcada al ataque y Brasil recurriendo a la contra en todo el tiempo de descuento, pero el marcador ya no se movería más. Así que los de Zagallo se metían en semifinales, donde se encontrarían con una Holanda desmelenada que acababa de eliminar a la Argentina de Passarella con una obra de arte de Bergkamp en el descuento.

Unas semifinales en las que no estaría Italia, que había caído en los penaltis tras empatar a cero con la anfitriona Francia. Unas semifinales donde tampoco estaría Alemania, que se había marchado a casa empujada por la revelación del torneo, la Croacia de Suker, Boban, Jarni, Vlaovic y Prosinecky, que se vería las caras con los galos por un puesto en la final.

***

La Holanda de Guus Hiddink acudió a su cita con la historia con el once de gala. Aún tenían los aficionados holandeses muy presente la eliminación en cuartos de final ante Brasil en el Mundial de Estados Unidos 94, cuando Branco deshizo el empate a dos con un lanzamiento lejanísimo de falta que mandó a los tulipanes para casa. Esta vez el choque de titanes tenía el premio de la disputar la final del Mundial.

Hiddink dispuso su esquema habitual con Van der Sar en la portería y tres centrales en la línea defensiva (Reizzigger, Stam y Frank de Boer). En el centro del campo jugaban Cocu, Jonk y Ronald de Boer con Davids y Zenden abiertos en las bandas como extremos y arriba la clase de Kluivert y Bergkamp.

Zagallo, pese al toque de atención de los daneses en octavos, no cambió nada. Bueno, sí. Cafú cumplía ciclo de amonestaciones y el lateral derecho lo ocupó Zé Carlos, que debutaba con la selección en el Mundial porque no había disputado ni un solo minuto. El resto, los mismos de todo el torneo.

El partido empezó con Holanda llegando más por las bandas y acercándose con más peligro a la meta de Taffarel, aunque poco a poco los de Zagallo fueron equilibrando las llegadas gracias a los movimientos de Ronaldo, con y sin balón, y a la entrada de Roberto Carlos y Cafú por las bandas. Las ocasiones no era clarísimas, pero el peligro se mascaba. Primero remató Bebeto de cabeza alto, imponiéndose entre los dos centrales. Después fue Kluivert quien puso en apuros a Taffarel con otro remate con la testa que se fue arriba. Zé Carlos, debutante y falto de ritmo sufría con las entradas por bandas de Zenden, pero Rivaldo contrarrestaba poniéndole un balón a Bebeto al que el delantero no llegó por muy poco. El partido estaba eléctrico y bonito cuando llegó el descuento del primer tiempo. La tuvo Kluivert, en un remate de cabeza muy forzado que volvió a irse por encima del larguero. Pasaban dos minutos de la hora y era el momento de marcharse a los vestuarios.

Zagallo se marchó a los vestuarios mirando al suelo, mientras que los jugadores brasileños tampoco parecían muy satisfechos con la primera mitad. Pero nada más volver del descanso, Ronaldo lo puso todo patas arriba. Rivaldo vio el desmarque de O Fenomeno y le tiró un pase fuerte, por el suelo, que encontró a Ronaldo corriendo en su busca en el corazón del área con Cocu colgado de su camiseta. Con la potencia que le caracterizaba, Ronaldo aguanto la embestida de Cocu, controló y la metió en el fondo de la portería de Van der Sar. No había pasado más que un minuto de la segunda mitad y Brasil se adelantaba.

Holanda se lanzó al ataque con todo y Tafarell hubo de emplearse a fondo para repeler un remate de cabeza a bocajarro de Bergkamp que Roberto Carlos envió definitivamente a córner. Pero las contras de Brasil eran letales y Ronaldo estuvo a punto de batir de nuevo a Van der Sar en una entra por la banda derecha a la que le faltó llegar un poco más fresco al remate para definir. Llegó justito y estrelló el remate contra el cuerpo de un valiente Van der Sar.

A esas alturas de partido, todas las cartas estaban ya sobre la mesa. Kluivert y Bergkamp eran un peligro constante tanto por el suelo como en el juego aéreo y los centrocampistas holandeses no dudaban tampoco en intentar chutar de lejos a la mínima ocasión. Zagallo, entonces, hizo su cambio habitual: fuera Bebeto y dentro Denilson. Faltaban veinte minutos de partido. Hiddink había sido más valiente (es verdad, iba perdiendo), porque un cuarto de hora antes ya había quitado al defensa Reizzigger para meter al centrocampista Aron Winter. Pura valentía de la escuela holandesa de siempre.

Pero el que pudo sentenciar la semifinal fue Ronaldo. Los centrocampistas holandeses perdieron la pelota en el centro del campo y los brasileros jugaron en largo para su veloz delantero. Nadie cerraba y Ronaldo llegó con ventaja para encarar a Van der Sar. Increíblemente, se le nubló la vista, no fue rápido a la hora de decidir qué hacer y llegó Davids por detrás para impedir un gol cantado metiendo la puntera que hubiera cerrado el partido casi definitivamente.

Holanda seguía intentándolo con disparos lejanos y centros para remates poco claros cuando Rivaldo tuvo otra clarísima. Denilson hizo una bicicleta en el vértice izquierdo del ataque y metió un balón envenenado y raso al corazón del área. El balón rebotó en un defensa y le llegó a Rivaldo, que se había caído al suelo. Desde allí remató contra el cuerpo de Van der Sar.

Luego la tuvo Kluivert en un contragolpe precioso conducido por Winter que le cruzó la pelota a la entrada en carrera de la gacela holandesa por la parte contraria del área. El atacante llegó libre de marca, pero el balón le botó delante y su lanzamiento se fue alto en la ocasión más clara de Holanda en toda la segunda parte.

Hasta que, al final, tanto va el cántaro a la fuente que se rompe. A falta de tres minutos para el final, Ronald de Boer se fue por banda derecha y sacó un centro perfecto al corazón del área donde se encontraba Kluivert, solo entre los dos centrales, que saltó y cabeceó girando el cuello, como marcan los cánones, para mandar el partido a la prórroga. Aunque casi no llegan, porque los holandeses siguieron con la inercia de atacar y atacar y atacar y dispusieron de dos ocasiones más ante una Brasil grogui. Pero nadie marcó, así que se jugaría media hora más con la norma del gol de oro. Si alguien marca, gana. Si no marca nadie, a los penaltis.

En la primera parte de la prórroga empezó mejor Brasil, cómodo en su papel de esperar a los holandeses y salir veloces a la contra con Ronaldo, sobre todo, pero también con la chispa de Rivaldo y la llegada sorpresa de Roberto Carlos. Aún así, Holanda se fue entonando y Patrick Kluivert dispuso de otro disparo franco que se fue por muy poco lamiendo el palo de Taffarel. En la segunda parte del tiempo extra las fuerzas ya no eran las mismas y el miedo a perder también apareció en los dos contendientes, así que, sin hacerse demasiado daño, asomó la tanda de penaltis como resolución a un gran partido de fútbol.

Y desde los once metros, una vez más, la suerte iba a ser esquiva con Holanda. Ronaldo, Frank de Boer, Rivaldo, Bergkamp y Emerson convirtieron sus lanzamientos. Y le llegó el turno a Cocu, que había hecho un campeonato soberbio. Colocó la pelota y golpeó con la izquierda al palo izquierdo de Taffarel, quien, cual gato montés, se estiró hacia ese palo y despejó el lanzamiento del centrocampista holandés. Dunga no falló el suyo y en los pies de Ronald de Boer estaba la posibilidad de que Brasil lanzara el quinto para ganar o no. Ronald de Boer lo centró demasiado y Taffarel volvió a detener el disparo para convertirse en el héroe de su equipo y meter a la canarinha en la final. Los holandeses, mientras tanto, caían derrumbados sobre el césped otra vez. El fútbol. La vida.

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El 12 de junio de 1998 se celebraría la final del Mundial entre Francia y Brasil en el Stade de France. Los anfitriones contra los actuales campeones. La Francia multicultural de Jacquet contra la Brasil de Zagallo encabezada por un joven Ronaldo. La primera final de un Mundial de los franceses contra las cuatro estrellas de campeones del mundo que los brasileños llevan estampadas en las camisetas. Un país entero vibrando con una selección en la que no creían contra una torcida que lleva viviendo el fútbol samba casi desde su creación.

Pero ese mismo día que esperan con ansia los dos equipos y sus dos aficiones, sucede un hecho que lo cambiará todo. Después de almorzar, Ronaldo se echa un rato en su habitación y sufre una convulsión. Está a punto de perder la vida, porque pierde la consciencia unos segundos, tiene una retracción de la mandíbula y puede ahogarse con su propia lengua. Echa espuma por la boca. Los músculos faciales se le contraen. Él, inconsciente, no se entera prácticamente de nada. Sus compañeros, en cambio, que no habrían de enterarse, se enteran de todo. Y la concentración brasileña se tiñe de oscuridad. Nadie sabe qué le ha pasado al joven astro brasileño y, sobre todo, cuál es su estado real.

A Ronaldo lo llevan en una ambulancia a un hospital de París a hacerle todo tipo de pruebas. En el trayecto él dice sentirse bien y le mete prisa al conductor porque no quiere perderse la fina. A escasas horas del inicio del choque definitivo, el astro está absolutamente descartado. Zagallo le dice a Edmundo que él será de la partida y jugará en punta junto a Bebeto.

Pero los resultados de las pruebas que le practican a Ronaldo en el hospital no arrojan ningún resultado negativo y el delantero se presenta en el estadio, se viste con la camiseta verdeamarelha con el nueve a la espalda y le dice a Zagallo que está bien y quiere jugar. Zagallo le pregunta a Lidio Toledo, el jefe de los servicios médicos, que no sabe dónde meterse. Toledo le dice a Zagallo que la convulsión ha pasado, que las pruebas que le han hecho en el hospital son negativas y que si el jugador quiere jugar, él no puede impedirlo. Zagallo decide que Ronaldo sea el delantero titular de Brasil en la final.

Desde que el árbitro Mar Belqola silba para empezar el partido hasta que pita el final, Francia se muestra superior a Brasil. Le gana en presión, en contundencia, en ganas, en precisión, en mordiente y, espoleados por su público, se ponen por delante en dos remates de cabeza de Zidane a la salida de un córner. El primero, en el minuto 27. El segundo, en el descuento del primer tiempo. Los jugadores brasileños parecen fantasmas que pululan sobre el césped del Stade de France. Sobre todo Ronaldo, que no es capaz de echar una carrera en condiciones ni de soportar un choque con un defensa. Ni siquiera es capaz de frenarse yendo casi a cámara lenta al encuentro del meta Barthez. Algunos compañeros como Roberto Carlos, Gonçalves o Zé Roberto aseguran que temieron por su vida ese día. Todos habían visto cómo convulsionaba y no las tenían todas consigo.

Pero Ronaldo juega todo el partido. De hecho, Zagallo quita en el descanso a Leonardo al descanso para meter a Denilson. Le hace responsable de los dos goles porque, en teoría, debía haber marcado a Zidane en los dos saques de esquina que acaban en gol. Un cuarto de hora después, salta al campo Edmundo, con dos a cero abajo, pero quita a Sampaio. Y Zagallo no agota el cambio que le queda. Francia sí hace los tres y tampoco acusa en exceso la expulsión de Desailly por doble amarilla a falta de casi 25 minutos para el final. Petit anota el tercero en el descuento para delirio de la grada y de todo el país y el partido acaba con Ronaldo llorando tumbado sobre el césped, inconsolable, mientras Deschamps levanta al cielo de París la primera Copa del Mundo para Francia.

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Brasil, que tras la derrota en Maracaná en 1950 en la primera final de un Mundial que disputó, no ha perdido ni una sola de las cuatro que ha jugado (1958, 1962, 1970, 1994), muerde el polvo ante unos anfitriones muy superiores. Y, curiosamente, el chico que los metió en ella con sus goles y con su espectacular fútbol de vértigo y precisión que le ha llevado a ganar el Balón de Oro del Mundial es, a ojos de todos los aficionados brasileños, el responsable de la derrota por haber jugado en esas condiciones. ¿Por qué no se negó en redondo el médico del equipo ante la petición del jugador de disputar la final después de haber tenido una convulsión apenas unas horas antes? ¿Por qué no tuvo arrestos el seleccionador brasileño para dejarlo en el banquillo o en la grada? ¿Y si a Ronaldo le hubiera pasado algo todavía más grave?

El caso es que, al final, el chico que fue campeón del mundo en Estados Unidos pese a no disputar ni un solo minuto en el torneo, ese chico, había llevado a su selección a la final cuatro años después y una desgracia no sólo le hizo perderla, sino que podía haberle costado la vida. Pero el fútbol, precisamente como la vida, casi siempre ofrece una revancha y Ronaldo sólo tuvo que esperar cuatro años más para cumplir la suya. Cuatro largos años de calvario con las lesiones que acabaron de la mejor manera posible: con el fútbol devolviéndole a O Fenomeno lo que merecía en el Mundial de Corea y Japón de 2002. Pero ésa será otra historia…