A su regreso de la Copa del Mundo de Alemania 2006, y tras la marcha de Van Bommel del FC Barcelona, Andrés Iniesta se hizo definitivamente con un puesto en el once del Barça de Rijkaard, aunque el equipo se fue desinflando poco a poco tras su éxito en la Liga y en la Copa de Europa.
Los estómagos llenos de futbolistas emblema como Ronaldinho dejaron paso a una relajación y un descuido físico y mental que aprovechó el Real Madrid de Fabio Capello para llevarse sobre la bocina una Liga 2006-07 que había estado teñida de azulgrana durante prácticamente toda la temporada. La liga del “Clavo Ardiendo” le llamaron a ese torneo los periodistas madrileños, ávidos por apuntarse un triunfo en el que no se creía nadie apenas unos meses antes.
El Barça de Iniesta, que defendía título en la Liga de Campeones, había caído también en octavos de final ante el Liverpool, y en las semifinales de Copa del Rey ante un sorprendente Getafe. En esa eliminatoria, Messi calcó el gol de Maradona ante Inglaterra en México 86 para cerrar una victoria por 5 a 2 en el Camp Nou que parecía más que suficiente, pero los azulones noquearon al equipo de Rijkaard con un sonrojante 4 a 0 que eliminaba a los culés. Temporada a la basura y a preparar la siguiente…
Que también fue decepcionante…
Lío tras lío por la baja forma de Ronaldinho y su desconexión total del equipo, el Barcelona, que había fichado a Tierry Henry, a Eric Abidal y a Yaya Touré, perdió muy pronto comba en la Liga y fue todo el año a rebufo del Real Madrid de Bernd Schuster. Incluso acabó perdiendo el segundo puesto a manos del Villarreal y empató a puntos con el cuarto clasificado, el Atlético de Madrid, en un final de temporada agónico que marcó el final de Ronaldinho en el Barça y también el de Rijkaard.
Para Iniesta, en cambio, aún quedaba una bala: la Eurocopa de Austria y Suiza. El manchego formó parte de un equipo de ensueño que, dirigido por Luis Aragonés contra viento y marea (tenía el Sabio de Hortaleza a todos los medios de comunicación en contra por haber “jubilado” a Raúl de la selección), rompió el maleficio de los cuartos de final y levantó su segunda Eurocopa con un fútbol de toque, velocidad, precisión y magia que enamoró a todos.
Ahí Iniesta ya era una pieza clave. Y junto a Puyol, Xavi, Silva y los goles de Villa y Torres fueron los artífices de un título histórico para España que, además, y aunque aún no lo sabía nadie, era sólo el inicio de un ciclo grandioso que se iba a prolongar durante unos cuantos años más.
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Pero para llegar al momento culminante en el que el mago manchego congela el tiempo por un instante para darle a España su primera Copa del Mundo, lo pasó realmente mal. Muy mal. Y no sólo por las patadas y provocaciones de Van Bommel, que también, sino porque llegó a la Copa del Mundo entre algodones. Cogido con alfileres. Agotado. Física y mentalmente.
Todo parecía ir sobre ruedas tras la gran victoria en la Eurocopa de 2008 con la selección española, a la que se unió la marcha de Rijkaard y la llegada de Pep Guardiola al banquillo culé. De hecho, esa temporada de 2008-2009 fue la confirmación de Andrés Iniesta como uno de los futbolistas más importantes del FC Barcelona y, por supuesto, de todo el fútbol español.
Guardiola se sacó de la chistera a Sergio Busquets para cerrar el centro del campo e ir alternando partidos con Touré Yaya y puso en sus costados a Xavi Hernández y a Andrés Iniesta para conformar un equipo imparable con Henry y Eto’o arriba y Messi como verso suelto. A su rollo. Indetectable. Libre como el viento para hacer magia por todo el frente del ataque.
Y ese joven FC Barcelona, que se había desprendido de Ronaldinho, Deco, Edmilson, Thuram, y Zambrotta a principio de temporada, llegó al mes de mayo con la posibilidad de levantar todos los títulos en juego. Casi nada…
En las semifinales de la Copa de Europa se habían medido al Chelsea en el Camp Nou, en un partido duro, trabado y rocoso que había acabado sin goles. Era el 28 de abril y tan sólo cuatro días más tarde visitaban el Santiago Bernabéu, el estadio del eterno rival, para dar un golpe definitivo a la Liga o, por el contrario, meter al Real Madrid de lleno en la pelea, ya que los blancos estaban a cuatro puntos de los azulgranas. Pero los de Guardiola no se amilanaron y pasaron por encima del Real Madrid como una auténtica apisonadora.
Con un Messi indetectable en la media punta, con total libertad para moverse por todo el frente de ataque y juntándose continuamente con Iniesta y Xavi en el centro del campo para dejar que Henry y Etoo’o atacaran los espacios, el Barça realizó una exhibición portentosa y le endosó al Real Madrid un 2 a 6 que dejaba la liga totalmente vista para sentencia.
Pero no había tiempo para celebrarlo, porque cuatro días después, el 6 de mayo, se jugaban la clasificación para la final de la Champions en Stamford Bridge. Ante el Chelsea de Guus Hiddink, que había preparado el partido a conciencia.
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En The Brigde, casi 38.000 espectadores se dan cita para empujar al Chelsea hacia su primera final de la Liga de Campeones. Los de Hiddink traen un empate sin goles del Camp Nou, así que necesitan vencer al Barça para medirse a sus enemigos íntimos del Manchester United en el Olímpico de Roma.
Hiddink ha trazado un plan. Presión alta, pulsaciones a cien, contagio del calor del público, a acabar siempre todas las jugadas con disparo y a asfixiar la salida de balón de los artistas del Barça. Y el plan, de primeras, le sale.
Porque el Chelsea se adelanta a los nueve minutos con un golazo de Essien. El centrocampista engancha en la frontal del área un balón llovido que venía de un rechace y lo golpea violentamente con la izquierda para incrustarlo casi en la escuadra de la meta defendida por Víctor Valdés. La pelota toca antes en el larguero para darle más enjundia al trallazo. Un golazo salvaje que ponía muy cuesta arriba el partido, y la eliminatoria, para un Barça incómodo y dominado por el Chelsea y por la situación.
De hecho, pasaban los minutos y la cosa pintaba cada vez más fea para el FC Barcelona. Porque Los Blues maniataban a los culés y salían en estampida hacia la portería de Valdés cada vez que tenían ocasión. Y remataban. Lo intentó Lampard de lejos. Lo intentó Drogba sorprendiendo con una falta escorada que sacó Valdés. Lo intentó John Terry de cabeza a la salida de un córner. Sólo Messi inquietaba un poco con sus cabalgadas, pero el resto del equipo estaba bien sujeto y el astro argentino no veía por dónde hincar el diente a los ingleses.
Y llegó el descanso. Para calmar los ánimos. Que el Barça venía de hacerle seis goles al Madrid, tres al Villarreal y cuatro al Athletic Club en la final de Copa. Con uno, en principio, les bastaba. Así que, calma…
Pero la calma no llegó. Y Drogba tuvo dos ocasiones clarísimas para sentenciar la eliminatoria solo ante Valdés. Pero el meta catalán estaba inspirado y mantuvo las tenues esperanzas de su equipo de llegar a Roma.
Pero el Barça no encontraba espacio para sus triangulaciones. Y, en cambio, se encontraba con contras letales protagonizadas por un Drogba que las peleaba todas y que, en cuanto podía, llevaba al límite a los defensores blaugranas. Buscó el penalti ante Yaya Touré, que jugó de central, pero no lo encontró. Lo volvió a porfiar ante Abidal, pero tampoco. Ninguno de los dos lo eran, le pese a quien le pese.
Pero tanto va el cántaro a la fuente que, en otra contra, Anelka midió la velocidad de Abidal. Le ganó la partida y en cuanto notó muy cercana la presencia del lateral se fue al suelo. Encaraba a Valdés y no había nadie más, así que Ovrebo, el colegiado de la contienda, señaló la falta y mandó a Abidal a los vestuarios con una roja directa.
Quedaban veinticinco minutos de partido y la final se veía muy lejos. Lejísimos.
Porque el martirio del Barça continuaba. Anelka intentó sacar petróleo de nuevo en una internada en el área con Yaya Touré, pero el árbitro no picó. Y poco más tarde, fue de nuevo Anelka quien sembró el pánico en los aficionados culés. Recogió el francés un balón dentro del área e intentó un autopase sobre Piqué. El balón golpeó claramente en la mano del defensor catalán, incluso cambió la trayectoria de la pelota, pero ni Ovrebo ni su juez de línea lo vieron con claridad. Se acababan de comer un penalti clarísimo que hacía resoplar a los barcelonistas y exaltarse a los aficionados londinenses.
Quedaban menos de diez minutos. Pero mientras hay vida, hay esperanza, debían pensar los culés. Aunque ya no quedaba nada. Y el Barça había merecido poco, la verdad.
Entonces, en el minuto 93, apareció el mago de Fuentealbilla. El héroe inesperado. Messi cogió un balón en la parte izquierda del ataque azulgrana y levantó la cabeza. Dudaba si quedársela o no, cuando vio a Iniesta en la frontal. El argentino la dejó atrás, rasa, para que Andrés hiciera lo que quisiera o lo que pudiera con esa pelota.
Y Andrés no se lo pensó. Cargó su pierna derecha y golpeó la pelota con toda su alma. Y con toda su clase. Porque la cogió levemente con el exterior, le imprimió el efecto preciso y el esférico se clavó en la escuadra de la portería de Petr Cech, alejándose de sus largas manos poco a poco. El meta checo no se lo podía creer. Había estado a 18 milímetros de tocarla. Pero no pudo hacerlo.
Y el Iniestazo clasificó al mejor Barcelona de la historia para la final de Roma, seguramente, en el partido que menos lo mereció. Pero para eso están los cracs. Para cambiar las cosas. Y Andrés lo es, aunque hubiera quien no lo supiera todavía.
Lo que ese gol supuso para la historia del FC Barcelona es difícilmente explicable. Pero baste un dato colateral: un estudio realizado en Inglaterra desveló que la natalidad en Catalunya aumentó un 16% a raíz del gol de Iniesta en Starmford Brigde. Así que los dieciocho milímetros que le faltaron a Petr Cech para detener el disparo de Andrés no sólo supusieron la clasificación del FC Barcelona para una nueva final de la Liga de Campeones, sino una nueva nutrida generación de catalanes, presumiblemente, culés.
Goles son amores, que diría Manolo Escobar.
O el fútbol ama al fútbol, que diría Joan Laporta.
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La culminación de una temporada histórica se produjo definitivamente en pleno mes de mayo. Y también fue entonces cuando la suerte empezó a darle la espalda a Andrés Iniesta.
El 10 de mayo el FC Barcelona recibía al Villarreal en el Camp Nou con la intención de conquistar matemáticamente la Liga. El Madrid había perdido con claridad en Mestalla (3-0) y el título estaba prácticamente en las vitrinas del Barça. El partido fue impresionante y acabó con un 3 a 3 espectacular tras el gol en el último suspiro del visitante Llorente.
Pero con el gol del empate llegó una noticia mucho peor: Iniesta abandonaba el terreno de juego renqueante y con cara de mucha preocupación. No era para menos. Porque el primer diagnóstico fue una rotura del recto anterior del muslo derecho.
Peligraba la final de Champions para el héroe de Starmford Bridge.
Tres días más tarde, los blaugrana derrotaron holgadamente al Athletic Club en la final de la Copa del Rey sin la participación de Andrés Iniesta. La superioridad culé fue abrumadora y los de Guardiola levantaron el primer título de la temporada remontando casi sin despeinarse el tanto tempranero de Toquero con los goles de Yaya Touré, Bojan, Messi y Xavi (4-1).
La final de Copa se convirtió en una especie de piedra de toque para la que estaba por venir. La que daría sentido al golazo de Iniesta en Starmford Bridge. La final de la Liga de Campeones en ante un Manchester United que no sólo contaba en sus filas con Cristiano Ronaldo y Wayne Rooney, sino que presumía de haber ganado las tres finales de Copa de Europa que había disputado hasta ese instante.
El 27 de mayo de 2009, el FC Barcelona de Guardiola se plantó en el Olímpico de Roma con su equipo de gala. Con Iniesta en el once. El manchego había forzado a tope para no perderse esa final. De hecho, la jugó con molestias. Y con la recomendación expresa de los médicos de no tirar a portería. Pero la jugó. Porque aún tenía clavada en el corazón la espinita de la suplencia en la final de París y no quería repetir la experiencia.
Por eso forzó.
Quizá demasiado.
El caso es que el Barça empezó mal, agobiado por el momento, y el Manchester aprovechó para darle el balón a Cristiano y que lanzara a puerta casi desde cualquier parte del campo. Pero la escaramuza duró apenas nueve minutos. Justo los que tardó Iniesta en conducir la pelota con velocidad hasta la frontal del área y darle el balón a Eto’o, quien sentó a Vidic y remató fuerte y cruzado para hacer el primer gol del partido.
Samuel Eto’o, al que Guardiola no quería en el equipo a principio de temporada y que acabó marchándose al Inter de Milán tras esta campaña, encarriló la final y sosegó al Barça, que empezó a bordar el fútbol una vez más para conquistar la tercera Copa de Europa de su historia y, además, hacer parecer pequeño a todo un Manchester United, que nunca supo cómo frenar a los blaugrana y mucho menos hacerles daño.
Ya en la segunda parte, Messi, con un sorprendente y precioso cabezazo, alejó los fantasmas de una hipotética remontada de los Diablos Rojos y confirmó el título para un Barcelona que había sido muy superior.
Europa entera se había rendido a los pies de un equipo que practicaba un fútbol de antología basado en el toque, la precisión, el talento y la magia de sus bajitos, pero enormes, futbolistas: Messi, Xavi y Andrés Iniesta. De hecho, el público votó a Messi como el mejor jugador de la final. Los técnicos de la UEFA, en cambio, le otorgaron ese título a Xavi Hernández. Y Wayne Rooney, el delantero del United, cerró el círculo nada más concluir la final: “Son un gran equipo y creo que Andrés Iniesta es el mejor del mundo en este momento”.
Palabras mayores.
De futbolista a futbolista.
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Pero, aunque Iniesta aún no lo sabía, ese triplete antológico propiciado por un gol suyo que pasaría a la historia del FC Barcelona y que quedaría para siempre en el recuerdo de todos sus aficionados, le dejaría totalmente vacío física y mentalmente.
Y esa final en concreto, que Andrés quiso jugar a toda costa después de no haber sido titular en la de París en 2006, le pasó factura.
Eso y algunas desgracias más que se unieron para conformar un cóctel peligrosísimo que dejó al joven Andrés Iniesta al borde del precipicio cuando menos lo esperaba.
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