"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

jueves, 7 de abril de 2022

Maradona se convirtió en leyenda en México 86

En la segunda mitad de los años 80, en cualquier pueblo o ciudad española, que es la realidad que yo viví, grupos de niños jugaban a la pelota con la puerta de un garaje como portería, pese a las quejas de sus propietarios y de los vecinos. Estaba de moda un juego llamado “Mundialito”, en el que uno de los chavales se ponía de portero y el resto (fueran los que fueran: 14, 18, 9 o 23) jugaban todos contra todos, individualmente, a intentar hacer un gol. El que marcaba, descansaba, se sentaba en el bordillo sin interferir en el juego y los demás seguían intentando marcar para ir clasificándose para la siguiente ronda. Cuando sólo quedaban dos en liza, el que marcaba seguía en el juego y el que no había anotado quedaba eliminado. Y se incorporaban todos de nuevo a la siguiente ronda. Así, ronda tras ronda, hasta que sólo quedaban dos y se jugaban el eterno “Mundialito” en un uno contra uno mágico, inescrutable y grandioso que emulaba la final de la mismísima Copa del Mundo. Invariablemente, había que parar la pelota con las manos cuando pasaba un coche e, invariablemente también, valía hacer paredes contra las paredes, contra las ruedas de los coches, contra los bordillos o contra los transeúntes. Había que estar vivo para ir sobreviviendo ronda a ronda, viviendo en el alambre, como en la Copa del Mundo de verdad.

Pues bien, ese “Mundialito” siempre empezaba con una especie de ritual que consistía en escoger equipo y jugador. De hecho, solía haber algún niño que apuntaba con una tiza en el suelo los nombres de las selecciones y los iba tachando a medida que quedaban eliminadas. Y, claro, el primero siempre elegía a Argentina y a Maradona. Siempre, siempre, siempre. Bueno, o casi siempre, porque en todas partes cuecen habas y podía haber entre los niños alguno con el fervor patrio más desatado que se desmarcaba eligiendo a España y a Butragueño, pero vamos, lo normal era que el primero escogiera a Argentina y a Maradona y el resto se quedara con un palmo de narices y optara por Alemania y Rumennigge, Francia y Platini, Brasil y Zico o Sócrates o Italia y Rossi. Pero siempre era por descarte, una especie de segundo plato obligado, nunca por pasión. Los niños españoles de la segunda mitad de los 80 querían jugar como Maradona en el Mundial 86.

Porque la imagen de ese jugador pequeño, gordito, con el pelo rizado y muy negro que se iba quitando ingleses de en medio de un plumazo era icónica y magnética. Incluso la antítesis del remate con la mano ante un portero que le sacaba 20 centímetros generaba entre recelo y admiración entre la muchachada. Porque al margen de todas y cada una de las aristas complejas y peliagudas de la figura de Diego Armando Maradona, al margen del personaje que se comió a la persona y de la droga que acabó con los dos, subyace un hecho incuestionable: el Pelusa fue el jugador más admirado del mundo en ese momento, el más estético, el genio de la lámpara maravillosa, el improvisador genial, el jugador portentoso capaz de ganar partidos y campeonatos casi con su sola presencia y, sobre todo, capaz de sorprendernos prácticamente en cada partido con regates, toques, remates, pases o controles sublimes que no imaginábamos que fueran posibles.

Y a Maradona lo catapulta a ese firmamento futbolero que es el imaginario colectivo y la imaginación de los niños cumpliendo su sueño con un balón en los pies su actuación exuberante en el Mundial de México 86. Porque antes Maradona había demostrado que era un jugador especial, un jugador mágico, un jugador capaz de dominar la pelota como nadie, de acelerar con el cuero pegado al pie y ponerlo donde quería y cuando quería. Un futbolista capaz de cambiar la historia de un club humilde como Argentinos Junior y de convertirlo en el segundo equipo de todos los argentinos. Un jugador capaz de convertir a un club “chico” como el Nápoles en campeón de Italia luchando contra los transatlánticos del Norte: la Juventus de Platini, el Milan de los holandeses o el Inter de los alemanes. Todo con una pelota cosida a su pie izquierdo que obedecía sus órdenes sin rechistar. Ni más ni menos.

Pero a ese Maradona tan extraordinariamente bueno jugando al fútbol como disoluto y nocivo fuera de los terrenos de juego le faltaba alcanzar un sueño que había tenido desde niño, cuando jugaba en los potreros de Fiorito, y que no era otro que el Mundial. Lo decía ya cuando jugaba con los Cebollitas (las categorías inferiores de Argentinos Junior) y lo entrevistaron en la televisión después de batir el récord de goles y puntos para ganar la Copa Evita, un campeonato pensado para que lo disfrutaran los críos de todo el país: “Mi primer sueño es jugar en el Mundial”. No soñaba con ganarlo. De momento, sólo con jugarlo.

***

Y estuvo a punto de hacerlo muy pronto, sin cumplir siquiera los 18 años, en el Mundial de 1978 que se celebró en Argentina. Maradona había debutado en Primera División con Argentinos Juniors el 20 de octubre de 1976, a punto de cumplir 16 años, en el segundo tiempo del partido que los enfrentaba a Talleres de Córdoba. Salió al campo y le tiró un caño al capitán de Talleres, Juan Domingo Cabrera. Así, de primeras. Un mes más tarde, el de Fiorito anotaba sus dos primeros goles en Primera División ante San Lorenzo. Y apenas tres meses después, debutó con la selección absoluta en un partido amistoso ante Hungría en la Bombonera sustituyendo a Leopoldo Luque.

Tan meteórica y brillante había sido la irrupción de Maradona en el fútbol argentino, que Menotti lo incluyó en la lista preliminar para el Mundial de Argentina de 1978 y estuvo entrenándose con el grupo durante los meses previos a la disputa de la Copa del Mundo. Pero el 19 de mayo de 1978, doce días antes del partido inaugural, Menotti dio la lista definitiva de los 22 jugadores que disputarían el torneo defendiendo la albiceleste y de ella se caía Maradona, que no podía contener el llanto. Dijo el Flaco entonces que Maradona tenía todo el futuro por delante, que iba a ser el líder de la selección en la próxima década y que, visto en perspectiva, no podía poner sobre un joven de 17 años la responsabilidad que suponía jugar ese Mundial en su propio país con las expectativas que se habían generado. Maradona, evidentemente, ni lo entendía ni lo compartía. Ni en ese momento, ni después. Nunca.

Carlos Ares publicó en El Gráfico la crónica de lo sucedido ese 19 de mayo de 1978:
“Cuando salía del comedor, a eso de las nueve de la noche del viernes, sentí como un ¡snif!, un sonido extraño que alguna vez todos conocimos. Parecido al que suelta un hombre, entre dientes, cuando no quiere llorar y llora. Tres metros a la izquierda de la puerta, desdibujado por las sombras, lo reconocí. Me acerqué sin saber por qué ni para qué, aceptando que no debía. Su carita de pibe quedaba enmarcada entre el cerrado cuello del buzo azul y los sueltos rulos negros…

Le dije ‘che’, le dije, ‘pero vamos’, le dije, ‘no te pongas así…’.

Diego Maradona lloraba con más bronca, sin soltar una sola lágrima. Soportaba con violencia el río crecido de sus ojos y poco a poco fue levantando la vista. Recién entonces, cuando miró, comprendió que estaba hablando pavadas. Que yo era uno de los tantos que desde esa tarde y por unos días le iban a repetir siempre lo mismo. ‘Vamos, no te pongás así, sos un pibe, ¿sabés los Mundiales que vas a jugar vos?, uf, y además vas a ser figura, no es para tanto, el fútbol es así, ahora hay que meterle más que nunca, siempre hay revancha, tenés que superar el momento, a todos les pasó alguna vez’. Consuelos que no sirven, palmadas inútiles. Fue un minuto, no más, hasta que me di cuenta y me fui.

Todo había sucedido antes…

(…) A las once y media, como todas las mañanas, cuando el plantel intentaba la carrera final hasta el chalet y las duchas, Menotti, Poncini, Saporiti y Pizzarotti recorrían los árboles cercanos buscando pelotas perdidas. Fue entonces cuando Menotti dijo:

— Hoy a la noche voy a dar la lista. Primero se van a enterar los jugadores. Antes de empezar el entrenamiento de la tarde me voy a reunir con ellos.

(…) Menotti los llama, se juntan a su alrededor, se sientan, les habla, no hay gestos, tres o cuatro bajan la cabeza.

— Este momento era inevitable, los plazos se acortan y yo tengo que dar la lista de 22. Los que salen son Bravo, Maradona y Bottaniz. Me duele mucho tener que tomar esta decisión y no quiero entrar en detalles. Espero que sepan comprender, pero también acepto que digan lo que quieran. Que Menotti los usó o que no les dio oportunidades. Por eso no voy a cambiar de concepto que tengo de ustedes como hombres y como profesionales.

(…)Volvieron en silencio. Maradona lloró en su pieza, Oviedo se quedó con Bravo hasta que lo convenció para ir a cenar, Bottaniz se sentó en la cama, puso las manos entre la cara y no dijo nada. Una hora después cada uno seguía en su pieza, Maradona quería hablar a su casa para que lo vayan a buscar.

Antes de irme pasé por el comedor porque habíamos quedado con Passarella en que me iba a dar una carta que el equipo le dirigía al país. Rozamos el tema. Me aclaró: — Mirá, es una carta un poco triste porque la escribí hace un rato. Hoy fue el peor día que pasé en los cuatro años que llevo de Selección. Sé que la culpa no es de Menotti ni de nadie, pero estas cosas te matan… (Se emociona, da vuelta la cara)… te juro que ahora quiero ganar más que nunca, por ellos. Te juro…”.

Esta crónica describe, probablemente, el peor día en la vida de Diego Armando Maradona hasta ese instante. Porque él había soñado con jugar un mundial. Y sus compañeros lo jugaron. Y lo ganaron. Pero él se quedó fuera de la lista.

***

A año siguiente, Menotti citó a Maradona para que fuera el capitán de Argentina en el Mundial juvenil de 1979 que se disputaría en Japón y comandó él mismo esa selección desde el banquillo. Diego se quitaría parte del dolor del año anterior levantando por primera vez en la historia de Argentina la copa del Mundial Juvenil. Maradona volvió de Japón con el trofeo, con el balón de oro al mejor jugador y siendo el segundo máximo goleador con 6 tantos, sólo superado por su compañero Ramón Díaz, al que Bilardo no llevaría después al Mundial de México en 1986 precisamente por no hacer buenas migas con el 10. En esa selección juvenil también estaba Juan Barbas, otro de los sacrificados por el Narigón en tierras aztecas. Cosas de las listas. Que se lo digan al propio Maradona.

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El caso es que la obsesión por el Mundial la tenía Maradona grabada a fuego y en el de España de 1982 tendría la oportunidad de cumplir, por primera vez, su sueño de disputarlo. A España llegaba Argentina como defensora del título, con Menotti de seleccionador de nuevo, con la base de la selección campeona del 78 aún en su apogeo, con Kempes, Fillol, Ardiles, Bertoni, Luque y Passarella en plena madurez futbolística y la bocanada de aire fresco que representaba gente como Maradona, convertido ya en una estrella mundial a los 21 años y recientemente fichado por el FC Barcelona, o Jorge Valdano, que había acabado de romper como goleador a sus 27 años en el Zaragoza.

Pero las cosas no fueron bien para esa selección que en el avión que les traía a España se enteró de que Argentina estaba empezando a perder una guerra en las islas Malvinas que el gobierno militar les había hecho creer que tenían ganada. El 13 de junio empezó el Mundial y el 14 de junio Argentina se rendía oficialmente en las Malvinas. Cuenta Valdano que Menotti les recomendó que no hicieran manifestaciones públicas al respecto, pero que respetaba que cualquier jugador hiciese lo que creyese más conveniente de acuerdo a su conciencia.

Cuestiones extrafutbolísticas al margen, en el terreno de juego los campeones no lo parecieron en ningún momento. El 13 de junio de 1982, Maradona debutaba en un Mundial en el que a partir de ese instante sería su estadio. El Camp Nou reunió a 90.000 espectadores para ver al campeón y a su nueva estrella ante Bélgica. Y los belgas dieron la campanada con un gol de Erwin Vanderbergh que puso a los argentinos contra las cuerdas desde el principio del torneo.

Los argentinos se clasificaron como segundos tras vencer a Hungría por 4 a 1 y a El Salvador de Mágico González por 2 a 0, pero el traspiés inicial ante los belgas había mandado a los campeones al grupo de cuartos más temible junto a Italia y Brasil. Sólo el mejor de los tres pasaría a semifinales. Y ahí los argentinos no tuvieron nada que hacer.

El primer partido ante Italia fue un suplicio para Diego Armando Maradona, perseguido por Gentile a sol y sombra por cada rincón del césped del estadio de Sarrià. El marcaje del italiano fue de los que se recuerdan y de los que hoy en día sería imposible de realizar porque el defensor no hubiera acabado el partido, pero en aquella época ese marcaje era absolutamente normal y la estrella albiceleste no supo ni pudo desembarazarse de él. El 2 a 1 final dejaba a Argentina a la espera de un milagro que no se produciría, porque el siguiente partido ante Brasil de Tele Santana fue aún peor. Los brasileños marcaron el ritmo del choque en todo momento, vencieron por 3 a 1 y Maradona cerró su participación en el Mundial de España con una autoexpulsión de libro, por dar una patada sin balón a un rival producto de la impotencia. Al final, Argentina y Maradona hicieron las maletas mientras que italianos y brasileños se jugaron la clasificación a semifinales en un memorable partido que cayó del lado de una Italia que, a la postre, se proclamaría Campeona del Mundo en el Santiago Bernabéu.

***

El paso de Maradona por el FC Barcelona acabó en desastre y alternó algunas buenas tardes de fútbol con lesiones graves y un estilo de vida desenfrenado y disoluto que acabó con la estrella argentina rumbo a Nápoles, a un equipo pequeño de una pequeña ciudad del sur de Italia con ganas de plantar cara a los gigantes del norte. Y en Nápoles Maradona renació como futbolista y se convirtió en un ídolo de masas. Le fue como anillo al dedo al crack argentino recalar en un club modesto, en una ciudad orgullosa, histórica y complicada, que amaba el buen fútbol y que era casi un reflejo del mismo Maradona, criado en Fiorito en un ambiente duro del que salió por la pelota. Allí, a la vez que convertía al Nápoles en una alternativa a los grandes clubes italianos, se preparaba a conciencia para conseguir su sueño: ser campeón del mundo. Bilardo, el nuevo seleccionador argentino, iba a poner la selección en sus manos para conseguirlo y el Pelusa le iba a agradecer la confianza con un Mundial superlativo, al alcance sólo de los elegidos, seguramente el torneo en el que un solo jugador fue más determinante en toda la historia de la Copa del Mundo.

***

Pero Argentina se plantó en México cargada de negatividad y la polémica rodeándola por todas partes. Nadie les daba por favoritos. Ni siquiera sus compatriotas creían posible que la albiceleste de Bilardo pudiera llegar lejos en el torneo después de haberse clasificado por los pelos en las eliminatorias y de haber jugado muy mal casi todos los partidos de la preparación.

Al técnico le afeaban prácticamente todo los periodistas y los aficionados. Primero la forma de jugar. Bilardo jugaba con tres detrás, dos marcando al hombre y un líbero, sin laterales. Y sus jugadores no acababan de entenderle. Ellos querían jugar con cuatro atrás y dos laterales clásicos, con el marcaje en zona. Pero el Narigón ahí no dio su brazo a torcer nunca y siempre dijo que él había ganado siempre jugando así en todos sus equipos y que con Argentina lo volvería a hacer.

Después llegó la lista. Porque el Narigón hizo un equipo a la medida de Maradona y lo rodeó de gente con la que se sintiera cómoda, además de hacer una purga con los jugadores de la selección que eran claramente partidarios del anterior seleccionador, César Luis Menotti. A México no fue el Pato Fillol, el portero campeón en el 78 y titulas fijo en todas las Eliminatorias. Tampoco fue Ramón Díaz, delantero del Avellino italiano, ex de River y compañero de ataque de Maradona en el Mundial Juvenil. Tampoco fue Bertoni, ídolo del Mundial 78 y del 82, amigo de Passarella y de Menotti y compañero, que no amigo, de Diego en el Nápoles. Quizá fuera por eso por lo que Bilardo no lo llevó a México.

Al final, los acompañantes de Maradona en el ataque de la albiceleste en el país azteca serían Jorge Valdano, que entonces jugaba en el Real Madrid, y Pedro Pasculli, del Lecce italiano, ex compañero de Maradona en Argentinos Juniors. Y también un tímido y callado atacante de Independiente que respondía al nombre de Burruchaga. El caso es que en esa selección parecían tener más lustre los que se quedaban que los que fueron, pero Diego Armando Maradona los amalgamaría a todos bajo el paraguas de un fútbol excelso para ser campeones del mundo y convertirla en eterna.

Después de una concentración extremadamente convulsa con reuniones constantes e incluido el episodio Passarella, llegó el momento del inicio del torneo. Los favoritos eran: Brasil, de nuevo con Telé Santana en el banquillo, con algunos de los supervivientes del 82 como Zico y Sócrates y dos jóvenes y buenos delanteros como Casagrande y Careca; Francia, tercera en España 82 y campeona de Europa en el 84, con Platini en su máximo esplendor y un juego que enamoraba a los espectadores imparciales; Alemania, finalista en el 82, con Matthaus en plena forma en el centro del campo y la irrupción de Rudy Vöeller arriba para competir minutos de calidad a Klaus Allof y al mítico Rumennigge; Inglaterra, dirigida por Bobby Robson y con auténtica dinamita arriba en las botas de Gary Lineker, bien secundando por el genial Chris Woodle en la zona de creación y apuntalados por una buena defensa y el mítico portero Peter Shilton; y, si acaso, Italia, la actual campeona, que era una auténtica incógnita después de no haberse clasificado para la fase final de la Eurocopa, pero que siempre era peligrosa. En esa terna no se encontraba Argentina, pese a contar con un jugador determinante y diferente como Diego Armando Maradona.

***

El Mundial de México iba a estrenar cambios respecto a España 82. Aunque lo disputaran 24 selecciones, como el anterior, el sistema sería distinto. Ya no se clasificaban los dos primeros de cada grupo para una liguilla de cuartos de final, sino que después de la fase de grupos las selecciones clasificadas se medirían en eliminatorias directas desde octavos de final hasta la gran final. Justo como se hace ahora.

Los equipos se distribuyeron en 6 grupos de 4 equipos y se clasificarían para octavos de final los 2 primeros de cada grupo y los 4 mejores terceros. Argentina cayó en el grupo A, junto a la campeona Italia, Bulgaria y Corea del Sur. Y el 31 de mayo de 1986 el balón echó a rodar en el estadio Azteca en un partido que Italia y Bulgaria acabaron empatando a 1.

La Argentina de Bilardo y Maradona debutó el lunes 2 de junio ante Corea, a las doce del mediodía, bajo un sol de justicia, para que los espectadores de todo el mundo pudieran disfrutar del espectáculo en un horario decente mientras los jugadores se achicharraban. Media parte bastó para que Argentina resolviera el choque con un tanto de Ruggeri a los seis minutos y dos más de Valdano. Los pases de los 3 goles salieron de las botas de Maradona. Los coreanos recortaron distancias a falta de 12 minutos, pero el marcador ya no se movería.

La prueba de fuego para la albiceleste llegaría en el segundo partido, el que les enfrentaba a los campeones italianos. Y ahí empezó a desbordarse la clase y el talento del 10 argentino. Altobelli había adelantado a los italianos a los seis minutos, pero en el 34 Maradona cazó un centro pasado de Valdano a la espalda de Scirea y lo empalmó con la zurda, al primer bote, con un toque sutil al poste contrario. La pelota parecía que iba fuera, pero Maradona había golpeado con tal efecto la pelota que el meta Giovanni Galli no se podía creer que fuera a entrar. Pero el tanto se convirtió en el empate argentino y el marcador ya no se movería más.

El tercer choque lo solventó la selección de Bilardo por la vía rápida, con dos tantos de Valdano y Burruchaga en cada tiempo para noquear a una combativa Bulgaria. Con ese resultado Argentina acababa primera de grupo y habría de medirse a sus vecinos uruguayos en octavos de final, un auténtico dolor de muelas para la albiceleste. Italia se vería las caras con la Francia de Platini y Bulgaria se mediría a México, la anfitriona.

En la habitación que compartían en la concentración Pasculli y Maradona, ambos hacían como los chiquillos con las tizas que jugaban en la calle al “Mundialito” y tachaban los nombres de las selecciones que iban cayendo en el torneo. Fuera Corea. Fuera Portugal. Fuera Irak. Fuera Hungría. Fuera Canadá. Fuera Argelia. Fuera Irlanda del Norte. Fuera Escocia. Fuera Portugal. Y en un círculo estaba rodeado el nombre de Uruguay.

El 16 de junio, Uruguay y Argentina volvían a disputar el clásico del Río de la Plata en un Mundial 56 años después, ya que no se habían enfrentado en esta competición desde la final de Montevideo en 1930. Argentina dominó en la primera parte con chispazos del Pelusa en un partido áspero, tenso, feo y de pierna dura. Las ocasiones de Valdano y de Ruggeri a balón parado no acabaron en gol, pero Pasculli desequilibró el choque con un tanto al filo del descanso que levantó el partido. En la segunda parte Uruguay buscó el empate con empuje y coraje, pero los argentinos empezaron a encontrarse cómodos a la contra y la sociedad Maradona-Valdano por un lado y Burruchaga-Pasculli por el otro llevaron de cabeza a los celestes durante toda la segunda parte. Pero entonces entró Rubén Paz desde el banquillo y cambió la decoración. Uruguay se acercó por primera vez con peligro a la meta de Pumpido y Argentina tuvo que apretar los dientes para resistir. Al final, el marcador no se movería y la albiceleste se metería en cuartos de final. Allí esperaba la Pérfida Albión, la Inglaterra de Lineker. Pero, aunque aún no lo sabían, los argentinos acababan de superar el escollo más difícil para levantar la Copa del Mundo.

Y por el camino ya empezaban a caerse selecciones importantes. La Unión Soviética, que había hecho una primera fase excelente con un gran Belanov, se despedía de la competición en un partido trepidante ante la sorprendente Bélgica que acabó dos a dos en el tiempo reglamentario y que los belgas resolvieron por 4 a 3 en la prórroga. También se fue a casa Italia tras perder ante Francia por 2 a 0. Y Dinamarca, que había liderado su grupo por delante de la mismísma Alemania y que le había metido 6 tantos a Uruguay, pero que recibió 5 de España y tuvo que hacer las maletas. Alemania sufrió de lo lindo para eliminar a Marruecos, Brasil se deshizo con facilidad de Paraguay y México se cargó a Bulgaria. Los cuartos de final estaban servidos: España-Bélgica; Brasil-Francia; México-Alemania y Argentina-Inglaterra.

Y ese partido de cuartos ante Inglaterra condensa toda la esencia de Diego Armando Maradona. Primero con la exageración previa al choque y durante los himnos, culpando a los jugadores ingleses de la Guerra de las Malvinas y convirtiendo el partido en una especie de revancha para motivar más a los suyos y a su hinchada. Después, ese gol con la mano, “La Mano de Dios”, saltando ante Shilton con un brazo extendido que nace de la cabeza, palmea la pelota y luego se recoge. La exultación, la mirada entre atónita e incrédula a todos los lados y la celebración, como constatando que así nadie le podría quitar un gol que era a todas luces ilegal. La picardía del fútbol del potrero ante millones de espectadores de todo el mundo.

Si el partido se hubiera acabado ahí, Maradona no habría sido Maradona, sino un impostor, que también lo fue, un jugador que había eliminado a su eterno enemigo con mañas, pero sin gloria, adorado entre los suyos y odiado por el resto del mundo. Pero entonces el genio agitó la lámpara, como para que olvidáramos todos lo que había hecho justo antes, y recibió un balón en el centro del campo para ir sorteando ingleses en una carrera frenética de sesenta metros con la pelota cosida al pie, para definir ante Shilton con la naturalidad con la que un chiquillo marca un gol en el “Mundialito” ante la oposición de seis o siete rivales que van a por él. Y el mundo se paró y se restregó los ojos para comprobar que era cierto, que ese gol que acababan de ver realmente había existido.

Poned la voz de Hugo Morales y escuchad la narración más famosa de la Copa del Mundo:
“Ahí la tiene Maradona, lo marcan dos. Pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial. Y deja el tendal y va a tocar para Burruchaga... (ahí Maradona no se la da a Burruchaga y se regatea hasta al locutor) ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ¡¡Ta-ta-ta-ta-ta!! ¡¡Goool!! ¡¡ Goool!! ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! (Ya llorando) Es para llorar, perdónenme... Maradona, en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… ¡Barrilete cósmico! ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2 - Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol! ¡Diego Armando Maradona! Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2-Inglaterra 0”.

Eso es el fútbol. La esencia del fútbol. La pureza del fútbol. Con los compañeros acompañando y escoltando al genio por si en algún momento necesita apoyarse en alguien. Testigos mudos de una acción increíble que puede pasar muchas veces en cualquier descampado, en una cancha cualquiera, e incluso en algún partido amistoso u oficial, pero rara vez en un mundial, nunca en los cuartos de final de un mundial. Ése es el Maradona que todo el mundo recordará.

Pero, increíblemente, Bilardo no celebró ese tanto de Maradona como toda Argentina o como todos los amantes del buen fútbol. El Doctor estaba mirando hacia atrás para comprobar cómo estaban parados sus jugadores por si sacaban rápido de centro los ingleses y se comían un contraataque. Así es Bilardo…

El caso es que después de ese partido, la semifinal se convirtió en un mero trámite. Porque los belgas asistieron al espectáculo de un Maradona desatado que se exhibió. Aunque en la primera parte los europeos dieron algún pequeño susto, pero a Argentina ya se le había puesto cara de campeón. Al poco de comenzar la segunda mitad, Burruchaga empezó un ataque por la derecha con el balón pegado al pie, vio cómo Maradona aparecía haciendo una diagonal perseguido por dos belgas. Aún así, metió la pelota con el exterior al centro del área, siguiendo la trayectoria del Pelusa, que llegó antes que sus marcadores y metió la punta de la bota para levantar el balón ante Pfaff, el mejor portero del campeonato que sólo podía ver cómo el esférico se abría paso en el aire hasta el fondo de las mallas. Uno a cero.

Pero, no contento con eso, 11 minutos después, Diego, convertido ya en un héroe con botas, se inventó un golazo que si no existiera el segundo ante Inglaterra sería el mejor gol de Maradona en los mundiales. Enrique tenía la pelota controlada en el centro del campo, se la dejó a Maradona y aceleró, tirándole un desmarque y esperando la pared, pero el astro levantó la cabeza y encaró con el balón pegado al pie a toda la defensa belga, esquivó a cuatro contrarios mientras Enrique y Valdano se iban apartando de su trayectoria y batió de nuevo a Paff con un disparo certero, lleno de clase, que el cancerbero no pudo detener. Dos a cero y a la final ante Alemania.

Y esa final también tuvo su parte épica, aunque esa parte le correspondió a Alemania, y la anuló Maradona con un toque que destrozó todo el entramado defensivo germano para dejar a Burruchaga solo ante el portero. Pero antes de eso, Brown, el gladiador de Bilardo que sustituyó a Passarella en la selección, había adelantado a la albiceleste con un testarazo certero y preciso tras el saque de una falta a la que Schumacher respondió con una media salida que lo dejó a los pies de los caballos. Justicia poética también para la clase trabajadora, para un peón incansable que hizo un Mundial fantástico secando a todo aquel que se le puso por delante.

Al poco de iniciarse la segunda mitad, Jorge Valdano anotó el segundo en un mano a mano ante Schumacher que dejaba la final sentenciada. O eso parecía, porque con Alemania enfrente no hay nada dicho hasta que el partido no se acaba y en el Azteca se volvió a demostrar. Rumennigge recortó distancias en el minuto 74 en un córner en el que los alemanes remataron dos veces y Völler anotó un empate que parecía imposible a falta de nueve minutos para el final, en otro córner mal defendido en el que los germanos volvieron a rematar dos veces. El fútbol tiene esas cosas. La Argentina de Bilardo, que se presentó en México queriendo y buscando ser precavida y cauta, se había desatado durante el campeonato practicando un fútbol ofensivo y alegre y podía perder la final por no ser ese equipo férreo y atento atrás que tanto había luchado el Narigón por construir.

Pero, claro, la albiceleste tenía a Maradona, quien, dos minutos después de la remontada alemana, se inventó un pase genial con la izquierda, a un toque, a un genial Burruchaga que había iniciado la carrera y al que dejó solo con metros por delante y perseguido por dos defensas. El atacante argentino condujo la pelota con la izquierda, señorial la zancada, vertical y elegante, y definió con la pierna derecha ante Schumacher para hacer justicia y dar la Copa del Mundo a Argentina. La Copa del Mundo que encumbró a Maradona a la categoría de leyenda del fútbol. Una categoría que sólo se obtiene cuando los niños en la calle se piden ser tú jugando a la pelota con la certeza que han escogido al único capaz de hacer milagros.

***

Por cierto, cuentan que Bilardo no celebró el título y que recogió su medalla de campeón enfadado, enfurruñado y traspuesto, sin prestar atención al momento glorioso que estaban viviendo sus futbolistas y una nación entera. Y es que andaba el Narigón que se lo comían los demonios por dentro porque no podía entender cómo le habían hecho dos goles en dos saques de esquina remantándoles dos veces en cada uno y en el área chica. ¡¡Pero si lo habían ensayado y practicado y mil veces!!! Si le hubieran dejado, hubiera anulado la entrega de la Copa del Mundo y de las medallas y los hubiera puesto a todos a defender saques de esquina una semana entera. Así es Bilardo...

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