"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

jueves, 11 de mayo de 2023

La batalla de Florencia entre Italia y España en 1934

A las puertas del verano de 1934 se disputa en Italia la segunda Copa del Mundo de la historia. Mussolini ha desplegado toda su “autoridad” para conseguir que el Mundial se juegue en Italia, aunque la campeona Uruguay no se pliega a los designios del Duce ni de la FIFA y decide no acudir tras el boicot casi total de los europeos en el primer Mundial disputado en tierras sudamericanas. Al Duce eso no le importa. Un rival menos para Italia. Porque la consigna de Mussolini es clara: no se trata de que Italia dispute su primera Copa del Mundo, si no de que gane su primera Copa del Mundo.

La ardua tarea recae en los hombros de Vittorio Pozzo, que conforma una gran selección ayudado por los “oriundi”, una serie de grandes jugadores nacionalizados expresamente para ayudar a la azzurra a levantar su primera Copa del Mundo. Son los argentinos Luis Monti, Raimundo Orsi, Attilio Demaría y Enrique Guaita. Pero en ese equipo también juega Giusseppe Meazza, uno de los mejores jugadores del momento, y arriba está el delantero del Bolonia Schiavo, al que se le caen los goles de los bolsillos. Pozzo consigue hacer de la selección un equipo temible, ordenado, generoso en el esfuerzo y muy trabajado tácticamente que mete miedo a los rivales. Porque además juega en casa y… se nota.

La azzurra tenía muy claro quién sería su principal rival para levantar la Copa del Mundo: el Wunderteam de Meisl, es decir, Austria, que contaba en sus filas con el mago Sindelar y el ariete Josef Bican. Lo que quizá no esperaba es la sorpresa que se iba a encontrar en los cuartos de final tras el paseo triunfal del partido de octavos ante Estados Unidos (7-1), la España de García Salazar, capitaneada por el portero Zamora.

Los españoles han dejado en la cuneta a Brasil venciendo con claridad por 3 tantos a 1 a una selección que llegó a Europa sin algunos de sus mejores jugadores, pero que contaba en sus filas con un joven llamado Leónidas que, por cierto, fue el autor del único tanto brasileño y que estaba llamado a ser una de las estrellas de la siguiente Copa del Mundo, la de Francia 1938. No fue tan sorprendente la victoria española como la forma en la que se produjo, ya que los pupilos de García Salazar jugaron un primer tiempo excelso y se marcharon al descanso con un rotundo 3 a 0 y una sensación de abrumadora superioridad.

España sería el rival de Italia en los cuartos de final. Vittorio Pozzo no estaba muy tranquilo. No le gustaba el rival, correoso, ordenado y con talento. Agresivo en defensa y rápido en ataque. Y con jugadores con personalidad y experiencia en todas las líneas. Pese a ello, ni un solo tifosi de la época pensaba que los ibéricos pudieran ser un gran obstáculo para la azzurra. Si acaso una buena piedra de toque para enfrentarse a Austria en semifinales. Como siempre, la realidad estaba a punto de manifestarse en toda su intensidad.

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31 de mayo de 1934. Estadio Giovanni Berta de Florencia. Treinta y cinco mil espectadores se agolpan en el recinto para presenciar cómo los hombres de Vittorio Pozzo se clasifican para las semifinales de la Copa del Mundo. Los dos porteros y capitanes de ambas escuadras, Combi por los italianos y el Divino Zamora por los españoles, intercambian banderines y se estrechan la mano en el centro del campo bajo la atenta mirada del colegiado de la contienda, el belga Louis Baert. Los futbolistas, alegres, sonríen a la cámara. Será la última vez que lo hagan en toda la tarde.

Desde que el balón echa a rodar ya se ve que el partido no será ni mucho menos fácil para la azzurra. Los hombres de Pozzo se las ven y se las desean para contener una delantera que juega a mucha velocidad y, a la vez, no rehúye nunca el choque. El delantero centro es el Tanque Lángara, futbolista vasco del Oviedo al que le basta media ocasión para hacer gol y que las pelea todas. Pero, además, está escoltado por Gorostiza, Iraragorri, Lafuente y Luis Regueiro, todos ellos vascos también, los tres primeros del Athletic y el último del Real Madrid. Mucha pólvora arriba que contiene por detrás Jacinto Quincoces, un auténtico fortín en defensa protegiendo a Zamora. La manija del juego la llevaba el gran centrocampista del Athletic José Muguerza.

Los italianos se vieron sorprendidos y un poco atenazados en los primeros compases del encuentro y, además, vieron cómo los españoles rubricaban su mejor puesta en escena adelantándose en el marcador a la media hora de juego. Antes, unos cuantos choques entre Doble Ancho Monti y Cilaurren, Doble Ancho de nuevo e Iraragorri, el Chato de Galdácano, que reclamó un penalti que no le iban a conceder ni aunque se lo hicieran diez veces. También hubo tiempo para que Quincoces sacara bajo palos la mejor ocasión italiana en toda la primera mitad. El caso es que el “oriundi” Monti volvió a arrollar al Chato de Galdácano, que quedó tendido en el terreno de juego, y Lángara, espabilado como pocos, puso la pelota rápidamente en juego metiéndole un pase medido a Regueiro. El irundarra la empalmó de primeras y batió a un desconcertado Combi para silenciar completamente el estadio Giovanni Berta. Habían transcurrido 30 minutos de juego y la Italia de Pozzo se veía por debajo en el marcador por primera vez en el torneo.

Desde ese mismo instante, los italianos se lanzaron en pos del empate con un juego muy físico y aguerrido que trató de encerrar a los españoles en su campo a base de empuje, fuerza y poderío físico. El premio lo obtuvieron al filo del descanso, apenas a un minuto para la conclusión de la primera mitad, aunque cuentan las crónicas que el tanto no debería haber subido al marcador. Meazza centró desde la banda, Zamora salió a por la pelota y recibió dos puñetazos de Schiavio en su salida. El Divino no pudo llegar al balón y Ferrari lo empujó al fondo de las mallas para empatar el encuentro y que la azurra respirara un poco más tranquila.

Así lo contaba Zamora pocos días después de su regreso a España: “Vi el pase a Ferrari y fui a interceptarlo, pero antes de que pudiera hacerlo me alcanzó Schiavio con dos soberbios puñetazos y así Ferrari pudo rematar a placer. Para el árbitro no había ninguna duda, y ya iba a anularlo cuando los italianos le trajeron a los jueces de línea, y éstos le convencieron para que diera validez al tanto”.

Sea como sea, el belga Baert señaló finalmente el centro del campo. Así que uno a uno y todos a la caseta a refrescarse.

El paso por los vestuarios no sólo no calmó los ánimos de los dos contendientes, sino que elevó aún más el tono de la disputa tras el polémico final de la primera mitad. Entonces los italianos se pusieron bravos y cortaron de raíz cualquier incursión española con codazos, patadas y empujones que el árbitro belga no vio en ningún momento. Detrás, España se sostenía en Quincoces y Cilaurren, que no eran tampoco hermanitas de la caridad ni repartidores de besos y abrazos. Así que el partido se convirtió en una batalla de la que los visitantes hubieran podido salir victoriosos si el árbitro de la contienda no hubiera anulado un extraordinario gol de Lafuente que volvió a dejar helado a todo el estadio. El delantero del Athletic se fue de medio equipo italiano y batió a Conti en su salida mientras el señor Louis Baert lo anulaba sin pensárselo… ¡por fuera de juego!

Así lo contaba Quincoces a su vuelta a los diarios españoles: “En la segunda parte Lafuente hizo un jugadón, se escapó de los defensas italianos arriesgando la pierna y en jugada personal marcó el 2 a 1. Aquí llegó nuestra sorpresa porque el árbitro lo anuló porque quiso. Cuando nos comentó que había sido fuera de juego nos pusimos a reír. ¡Lafuente había hecho la jugada él solo, sin apoyo de ningún compañero!”.

De ahí hasta el final las patadas y tarascadas se sucedieron sin tregua y ninguna de las dos selecciones fue capaz de desnivelar el marcador. El partido se fue a la prórroga con los jugadores exhaustos y, en algunos casos, con golpes, magulladuras y lesiones, pero en el tiempo extra tampoco hubo goles. Así pues, el choque de cuartos de final debería repetirse veinticuatro horas más tarde en el mismo escenario.

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El recuento de bajas para el partido de desempate fue espeluznante. España perdió a siete jugadores por lesión e Italia a cuatro. El meta Zamora tenía dos costillas rotas y Ciriaco, Fede, Lafuente, Iraragorri, Gorostiza y Lángara tampoco estaban en condiciones de saltar al terreno de juego. España perdía a cuatro de sus cinco delanteros titulares, al portero y a un defensa. Por Italia no pudieron jugar tampoco por lesiones y golpes su goleador Schiavio, el centrocampista juventino Giovanni Ferrari, el interista Castellaci y el fiorentino Pisciolo.

García Salazar, el seleccionador español, conforma un once totalmente novedoso con el joven Juan Nogués bajo palos, Quincoces y Zabalo en defensa, Cilaurren, Lecue y Muguerza en el centro del campo y arriba Bosch, Campanal, Chacho, Regueiro y Ventolra. Pero el equipo le dura apenas tres minutos, cuando Bosch cae lesionado tras una entrada de Monti y abandona el terreno de juego dejando a España con diez.

Ocho minutos más tarde, Meazza adelanta a los italianos a la salida de un córner. Bueno, en realidad, a la salida del séptimo córner seguido lanzado por la azzurra. Un saque de esquina en el que Demaría placa al portero del Barça, el debutante Nogués, mientras Meazza remata sin oposición. El árbitro, que ahora es el suizo René Mercet auxiliado por los mismos asistentes del encuentro anterior, concede el tanto mientras los ibéricos protestan airadamente.

Los españoles intentaron buscar el empate con un jugador menos y trataron de encerrar a los italianos en su área, pero la contundencia de los defensas Monzoglio y Allemandi y el refuerzo de Monti les impidieron concretar sus ocasiones. El bueno de Bosch volvió al terreno de juego a los treinta minutos para intentar compensar la inferioridad numérica, pero no podía prácticamente ni correr. Por si acaso, los italianos seguían jugando duro y el siguiente en lesionarse fue Chacho, que se quedó en el campo cojeando tras una dura entrada. Después sería Quincoces quien se llevaría un tremendo golpe en el costado que le dejaría también pululando sobre el campo.

Pese a todo, los de García Salazar vendieron muy cara su derrota. Tanto, que le tocó intervenir al colegiado Mercet para que las cosas no acabaran saliéndose de madre. Lo hizo cuando anuló un gol de Regueiro por un fuera de juego de Campanal que sólo vio él. Más que nada porque cuentan las crónicas que el sevillista y debutante Campanal iba por detrás de Regueiro en la jugada.

Los italianos, a esas alturas del partido, se esforzaban más en mantener su ventaja que en agrandarla, tras dos partidos jugados a cara de perro. Los españoles lo intentaron, pero no pudieron sobreponerse a tanta adversidad. Porque finalmente Bosch no resistió más y hubo de abandonar el terreno de juego y, a la vez, Quincoces requería asistencia en la banda cada poco por el golpe que había recibido en la espalda. Al final, René Mercet dio el choque por concluido entre la alegría y el alivio de la grada y la rabia e impotencia de los jugadores visitantes.

En ese instante, los jugadores de Italia se dirigieron al centro del campo y saludaron al público con el brazo en alto, haciendo el saludo fascista. Los jugadores españoles, ya en la banda, devolvieron el saludo a mano alzada, pero a modo de burla y dirigiéndose al árbitro de la contienda, el suizo René Mercet, que se encontró con una suspensión de su federación nada más llegar a casa que le impidió volver a arbitrar partidos internacionales en su vida.

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Los futbolistas de García Salazar hicieron las maletas y volvieron a casa, mientras que los de Pozzo siguieron adelante en su camino hacia la conquista de la Copa del Mundo, que finalmente lograrían tras deshacerse de la temible Austria en semifinales (1-0) y batir a Checoslovaquia en una final emocionantísima que acabó con empate a uno y que decantó Schiavio del lado italiano con un gol histórico a los cinco minutos de la prórroga (2-1).

Cuando los futbolistas españoles regresaron a casa se encontraron con que el periódico la Voz había iniciado una campaña entre los aficionados para recaudar fondos y crear unas medallas de oro para los héroes de Florencia. A los dos días ya habían conseguido la cantidad de dinero que necesitaban y el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, les entregó a los jugadores unas medallas que simbolizaban el respeto que se habían ganado entre los aficionados por haber peleado hasta el final en unas condiciones totalmente adversas en su primera participación en una Copa del Mundo. Muchos de esos jugadores que pasarían por una guerra, por el exilio algunos y por una tremenda postguerra otros, conservaron sus medallas hasta su muerte, con el recuerdo de uno de los partidos más memorables de la historia de la Copa del Mundo que jamás olvidarían.

Ése primer enfrentamiento entre Italia y España en un Mundial acabó con victoria azzurra. Y fue casi profético, porque España no fue capaz de ganarle a Italia ni un solo partido oficial en los siguientes 78 años. Eliminó a la azzurra en la Eurocopa de 2008, sí, pero empatando el encuentro sin goles y venciendo en la tanda de penaltis. Y eso no cuenta como victoria.

La que sí cuenta fue la de la final de la Eurocopa de 2012 disputada en Kiev. Allí rompió España su maleficio venciendo a Italia por primera vez en partido oficial desde la batalla de Florencia de 1934. Y lo hizo a lo grande, doblegando a los transalpinos por un contundente 4 a 0 para levantar la tercera Eurocopa de su historia. Aunque ése fue, a la vez, el principio del fin de la hegemonía de la selección española en Europa y en el mundo. Las primeras palabras del párrafo final de la página más brillante que ha escrito España en la historia del fútbol.

Pero como las casualidades no existen y casi nunca vienen solas, en ese Mundial hubo otro primer enfrentamiento entre España y Brasil. Los ibéricos vencieron a los brasileños en ese primer duelo, pero nunca jamás han vuelto a ganar a la canarinha en una Copa del Mundo. 

C’est la vie.

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