"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Luis Monti, el futbolista que estuvo a punto de morir dos veces

Luis Monti es el único futbolista de la historia que ha disputado dos finales de la Copa del Mundo con dos selecciones diferentes. Jugó y perdió con la albiceleste la final del primer Mundial, la que se disputó en Montevideo entre Uruguay y Argentina en 1930 (4-2). Y jugó y ganó la final del Mundial de Italia 1934, la que enfrentó a Italia y Checoslovaquia en Roma y que ganaron los de Vittorio Pozzo en la prórroga con el tanto decisivo de Angelo Schiavio (2-1).

Cuentan que en las dos finales Luis Monti fue amenazado de muerte. En la primera, si ganaba lo matarían a él y a toda su familia. Y perdió. En la segunda, Mussolini dejó claro a los jugadores de la azzurra al principio del torneo, durante y justo antes de la final, que se trataba de ganar o morir. Ganaron. Con el miedo en el cuerpo y el sudor helado recorriendo todos los poros de su piel. Pero ganaron.

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A Luis Monti le apodaban “Doble ancho” desde que debutara en Huracán allá por 1921. Por su imponente físico, que recordaba claramente a un armario ropero de dos cuerpos. Era un jugador duro, fuerte, expeditivo, aguerrido y sacrificado, pero también era tácticamente soberbio y muy bien dotado técnicamente, por lo que era el medio centro perfecto en la época para controlar los ataques adversarios y salir siempre jugando desde atrás.

Monti se ganó muy pronto un sitio en el once de la albiceleste, con la que debutó en 1924 tras su aterrizaje en San Lorenzo de Almagro, donde se convirtió en uno de los primeros ídolos del Ciclón, con el que ganó tres campeonatos argentinos mediada la década de los veinte. Y, claro, con la selección pronto empezó a destacar. Ganó el Sudamericano de 1927 y fue el capitán del equipo que se colgó la plata olímpica un año más tarde tras caer en la final contra la Garra Charrúa. Esa final ante los vecinos orientales acrecentó más si cabe una rivalidad salvaje que tendría continuidad en la primera Copa del Mundo de la historia, celebrada en Uruguay en 1930. En ese torneo, Monti ya era una de las estrellas de la albiceleste junto a Carlos Peucelle y Guillermo Stábile.

La albiceleste debutó en el Mundial de Uruguay con un triunfo por la mínima ante Francia. El único gol del encuentro y el primero de Argentina en la Copa del Mundo lo metió Monti de falta directa. Aún anotaría el centrocampista el primer tanto argentino en las semifinales antes los Estados Unidos (6-1), para marcar un hito histórico que se vería empañado más tarde, en la final que disputarían argentinos y uruguayos en el estadio Centenario de Montevideo.

Cuentan las crónicas que los jugadores de la selección argentina habían sido hostigados por los aficionados charrúas durante todo el torneo, plantándose en la puerta de su hotel hasta altas horas de la madrugada para impedirles descansar y abucheándolos si se los encontraban por la calle. Parece ser que con Monti llegaron un poco más lejos y le enviaron anónimos amenazando con matarlos a él y a su madre si Argentina ganaba la final del Mundial.

El día de la gran cita Monti no fue el tipo duro y rocoso de siempre. Algunos compañeros cuentan que al descanso, con 1 a 2 en el marcador a favor de la albiceleste, el centrocampista andaba como un fantasma en el vestuario, descompuesto y con el rostro desencajado. El caso es que Uruguay remontó el partido en la segunda mitad para levantar ante su público la primera Copa del Mundo de la historia (4 a 2) y en Argentina la tomaron con Monti. Al que fuera un auténtico ídolo de ese primer fútbol a caballo entre el amateurismo y el profesionalismo lo tildaron los medios de arrugado, de cobarde y de cagón y se cebaron con él de tal manera que no tuvo muchas dudas a la hora de aceptar una oferta de la Juventus de Turín en 1931 para mudarse a tierras transalpinas.

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Italia había sido escogida como sede para la celebración del Mundial de 1934 y Mussolini estaba obsesionado con ganar ese torneo. El Duce había vislumbrado el poder del fútbol entre las masas y quería aprovecharlo. Así que desde la Federación Italiana, con mandato expreso del Jefe del Estado, se intentó confeccionar el mejor equipo posible desde muy pronto y una de las decisiones que se tomaron fue la de convencer a los mejores jugadores para traerlos a la Liga Italiana y convertirlos en oriundi. Nacionalizarlos, vaya, y que jugaran para la azzurra a las órdenes de Pozzo.

Fue en ese contexto como Luis Monti fue contratado por la Juventus de Turín. Así que Doble Ancho se vistió de bianconero para la campaña 1931-32 y ese mismo año de 1932 ya debutó con la selección italiana. También lo harían sus compatriotas argentinos Raimundo Orsi, Attilio de María y Enrique Guaita y el brasileño Anfilogino Guarisi.

Monti llegó a Turín con 30 años, pasado de peso y con problemas físicos a causa de las lesiones. De hecho, los aficionados de la Vecchia Signora, al verlo en el equipo, se preguntaban en voz alta si ése era el gran Monti del que tanto habían oído hablar o si les habían engañado y les habían enviado a otro. Pronto saldrían de su error. Justo el tiempo que tardó Monti en volver a ponerse como un toro. De hecho, la Juventus enganchó un ciclo triunfal con Monti en el equipo que le llevó a dominar el fútbol italiano con puño de hierro entre 1931 y 1935.

Luis Monti, por los años y por un físico mermado por las lesiones, pasó a jugar en posiciones más retrasadas y en la selección de Pozzo se convirtió en una pieza indispensable para el engranaje defensivo del equipo y para sacar el balón rápido en ataque hacia el gran Giuseppe Meazza, del Inter de Milán, y el indetectable Angelo Schiavio, del Bologna. Y es que Vittorio Pozzo había reformulado el concepto de la WM clásica para convertirla en una MM, una WW o un 2-3-2-3. Los italianos le llamaban Il Método, y era una especie de embrión de lo que más tarde sería el catenaccio. Pozzo obligó a los dos marcadores a abrirse y adelantó la posición del tercer central para colocarlo justo por delante de los centrales, escoltado por otros dos interiores para controlar mejor el centro del campo. Ese central adelantado en la Italia de Pozzo era Doble Ancho.

El problema es que Monti, duro de pelar en todos los encuentros y en todas las canchas excepto en la final del Mundial de 1930, en un partido en el que la Vecchia Signora se jugaba el título de 1932 ante el Bologna, no dudó en pisotear la rodilla de Angelo Schiavio cuando el delantero estaba en suelo. Schiavio, el mejor goleador italiano del momento, se tuvo que retirar totalmente roto, insultando a Doble Ancho con todos los adjetivos posibles y prometiendo venganza. La Juventus remontó ese partido ante 10 hombres para ganar el Scudetto y Monti se ganó un enemigo eterno en la figura de Schiavio.

Pero entonces llegó Pozzo, que sólo tenía en mente ganar el Mundial y que no quería prescindir de ninguno de los dos futbolistas, los convocó a ambos y, ante la sorpresa de todos los seleccionados, les obligó a compartir habitación en la concentración de la azzurra. Dicen que la tensión duró unos cuantos días, pero a partir de ahí se hicieron amigos para siempre.

En esas estaban, preparándose para un Mundial en el que no estaría Uruguay, la campeona del Mundo, como represalia por la ausencia de la mayoría de selecciones europeas en el Mundial anterior celebrado en su tierra. Pero sí estaría la Austria de Sindelar y Bican, el Wunderteam, y también Hungría, Checoslovaquia o España, huesos duros de roer para una azzurra que tenía la presión y la responsabilidad de ganar la Copa del Mundo ante su público. Y más cuando Mussolini apretó las tuercas a los responsables de la Federación Italiana de Fútbol recordándoles que para él no cabía otra cosa que la victoria. Así le transmitió el mensaje a Giorgio Vaccaro, el presidente de la Federación:

—No sé cómo lo hará, pero Italia debe ganar este torneo—. Mussolini, sin pelos en la lengua.
—Haremos todo lo posible, se lo prometo—. Que responde Vaccaro intentando salir airoso del apuro. Pero Benito lo ató en cortito.
—No me ha entendido bien, general. Italia debe ganar este torneo. ¡Es una orden!—. Ahora, sí. Clarísimo. Al pan, pan, y al vino, vino.

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El debut de Italia en su Mundial fue plácido, ya que el enfrentamiento ante Estados Unidos resultó ser casi un entrenamiento para los transalpinos. El choque acabó con victoria de los anfitriones por 7 goles a 1 sin prácticamente despeinarse, pero en el horizonte de los cuartos de final se oteaba a la selección española, capitaneada por Zamora en la portería y con Lángara como gran estrella en ataque, bien secundado por Gorostiza, Regueiro y Lafuente.

En Florencia, Monti se vistió de gladiador y se cargó a medio equipo español. Aún así, Luis Regueiro adelantó a los españoles y Ferrari empató para Italia antes del descanso en una jugada en la que el portero español recibió dos puñetazos, el árbitro belga Louis Baert hizo amago de anular el tanto, pero decidió darlo por válido ante el estupor de los españoles y el júbilo de los 35.000 aficionados italianos presentes en el estadio. Ni en la segunda mitad ni en la prórroga se movió el marcador, así que se habría de jugar un segundo partido de desempate en el mismo estadio.

En ese segundo partido que decidiría quien se metía en semifinales, no pudieron jugar con España Zamora, con dos costillas rotas, Ciriaco, Fede, Gorostiza, Iraragorri, Lafuente y Lángara. Doble Ancho, que a partir de ese día fue apodado también el León Azul y el Terror, sí saltó al césped del Giovanni Berta de Florencia. Y lo hizo dejando claro quién mandada allí, tras enviar a los vestuarios a Bosch tras dos entradas durísimas y noquear minutos más tarde a Quincoces. Como no se permitían cambios, España jugó con nueve hombres y no pudo contrarrestar el polémico tanto que Meazza había anotado a los once minutos de partido y que clasificaría a Italia para las semifinales ante el Wunderteam austríaco. Un rival menos, un respiro más.

Esto dijo Raimundo Orsi, uno de los oriundi que disputó aquel encuentro: “Menos mal que ganamos ese partido. Mejor dicho, ganó Monti. Les pegó a todos, creo que hasta al seleccionador español. Para colmo, el árbitro no vio nada en el gol de Meazza, que había hecho una falta grande como una casa, y los españoles lo querían matar. Pero eligió bien. Si lo anulaba lo iban a matar los italianos”. Más claro, agua.

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En las semifinales, unos austríacos cansados tras dos partidos complicados ante Francia (3-2) y Hungría (2-1) no pudieron resistir ante la potencia italiana. Doble Ancho se pegó a la estrella austríaca Sindelar y no le dejó respirar en todo el encuentro. Guaita hizo el resto anotando el tanto que metía a la azzurra en la final de su torneo. Enfrente, Checoslovaquia. Y justo al lado, recordando a los futbolistas italianos que habían de ganar sí o sí, Mussolini.

Porque el Duce volvió a entrar en escena y, aparte de cenar con el árbitro sueco Ivan Eklind que pitó la semifinal ante Austria y que, curiosamente, también arbitraría la finalísima ante Checoslovaquia, quiso aumentar la motivación de sus hombres con un discursito previo a la final en el que les recordaba que se trataba de vencer o morir, así, sin más. Algo parecido a esto cuentan que les dijo: “Señores, si los checoslovacos son correctos, seremos correctos. Pero si nos quieren ganar de prepotentes, el italiano debe dar el golpe y el adversario, caer. Buena suerte para mañana, y no se olviden de mi promesa”. La promesa era un telegrama anterior de Benito a los jugadores que sólo decía: “Vencer o morir”.

Al descanso, checoslovacos e italianos empatan a cero. El Duce considera necesario recordar su promesa y baja al vestuario a hablar con Vittorio Pozzo. “Que Dios le ayude si llega a fracasar”, le espeta al seleccionador. Y lo cierto es que el fracaso estuvo muy, muy cerca, porque a falta de veinte minutos para el final del encuentro Checoslovaquia se adelanta en el marcador con un gol de Puc que deja helado a todo el estadio y totalmente groguis a los futbolistas italianos. Doble Ancho entonces se encomienda al Altísimo, a todos los santos y a todos los dioses paganos. Habla con todos los futbolistas uno por uno, los anima y los levanta. Hay que empatar como sea. Y la tragedia sobrevuela Roma durante 10 larguísimos minutos, los que tarda Orsi en empatar la final cuando casi expiraba. Vida extra para Italia.

Y esa vida extra no la iban a desaprovechar los transalpinos, que derrotaron a Checoslovaquia con un tanto de Schiavio a los cinco minutos del primer tiempo de la prórroga. El gran ariete del Bologna había sacado fuerzas de la nada para regatear al defensa checo Josef Ctyroky y batir al gran Planicka con un remate ajustado al palo. El gol hizo estallar de júbilo a todo el estadio mientras los futbolistas italianos se encargaron de resistir el resto de la prórroga para levantar por primera vez en su historia una Copa del Mundo y, de paso, evitarse un tremendo mal trago.

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Tras el Mundial, a Monti aún le quedaron unos años de fútbol en la Juventus, con la que ganó la Copa de Italia en 1939, pero a partir de 1936 ya no vestiría más la casaca de la azzurra y no disputó el Mundial de Francia 1938 que, ya sin ningún oriundi, volvió a ganar la Italia de Pozzo. Tras su retirada, Doble Ancho entrenó un puñado de equipos en Italia antes de regresar definitivamente a Argentina para seguir ejerciendo como técnico unos cuantos años más.

Siempre que podía, resumía su experiencia en los Mundiales con una frase que ha pasado a la posteridad: “Si en Uruguay ganaba, me mataban y si en Italia perdía, me fusilaban”. Por suerte para él, hizo en cada uno de los dos casos lo que se le pidió. O simplemente pasó así… El caso es que Monti vivió hasta 1983, cuando, con 82 años, no pudo sobrevivir a un infarto. Ese día, entre los múltiples mensajes de condolencia, su familia recibió un telegrama desde Bologna. Era de Angelo Schiavio, el enemigo que se convirtió en amigo y que con su gol les salvó la vida a todos.

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