“Al equipo le pido concentración. Un médico tiene que estar doce horas concentrado para que no se le muera el paciente. Yo pido noventa minutos nada más”.
Carlos Salvador Bilardo.
Carlos Salvador Bilardo, campeón del mundo en México 86 y subcampeón en Italia 90, recurría a una frase magnífica para definir el fútbol. Decía el Doctor: “El fútbol es lo más fácil que hay. El que inventó el color de las camisetas es un fenómeno. Si tengo tu misma camiseta, te la doy. Los del mismo color se la pasan entre ellos y patean al arco donde está el tipo que no almorzó con nosotros”.
Según Bilardo, eso es el fútbol. Lo más fácil que hay.
Lo que pasa es que hay un montón de aspectos más allá de la pelota y de a quién se la pasas que también acaban configurando el complejo universo de este magnífico deporte. Porque Bilardo fue de los primeros entrenadores en empaparse de vídeos de todos sus rivales. Porque adoptó una metodología de trabajo duro (la heredó de su maestro Osvaldo Zubeldía) a la que no estaban acostumbrados ni siquiera los futbolistas internacionales. Porque manejó un sinfín de conceptos tácticos para potenciar siempre el concepto de equipo. Porque preparó todos los detalles y entresijos que rodeaban los partidos y las concentraciones. Y todos esos aspectos, todos, también los controlaba a la perfección el Doctor. De hecho, les daba una importancia descomunal.
No sólo a las mañas, que manejaba unas cuantas.
También, y sobre todo, a las cábalas.
Porque el mundo del fútbol suele ser supersticioso.
Y Carlos Bilardo, que es fútbol en estado puro, lo era aún mucho más.
Aunque él nunca las llamaba cábalas ni supersticiones, sino costumbres. Y las definía como comportamientos que nacieron fruto del azar, pero que debían repetirse para seguir conservando la buena suerte que habían generado en un primer momento.
Vamos, que si pasaba algo inusual a su alrededor y ganaba, forzaba la máquina para que el hecho inusual se convirtiera de repente en habitual.
Que se lo pregunten a los miembros de su selección en el Mundial de México 86.
Y a algunos futbolistas, técnicos y colaboradores más que se cruzaron con él en su largo camino futbolístico.
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Pero vamos a empezar un poquito antes, con una anécdota que tiene mucho más de maña que de cábala, pero que descubre a la perfección el carácter de Bilardo y nos pone en situación.
Corría hacia su fin el mes de agosto de 1967 y Estudiantes de la Plata fue invitado al Trofeo Luis Otero de Pontevedra (Galicia). En aquella época estaban muy de moda y tenían mucha importancia los torneos de pretemporada, que permitían a los aficionados ver las nuevas incorporaciones de su equipo y de sus rivales y valorar su nivel ante la campaña que se avecinaba. En Europa, era el reencuentro de los aficionados con el fútbol tras el parón estival.
La presencia de Estudiantes de la Plata en Pontevedra fue todo un hito, pero más lo fue el desenlace del partido. Gallegos y platenses empataron a un gol y la prórroga no deshizo el empate. Así que, fieles a las costumbres de la época, el campeón del torneo veraniego se decidiría echando una moneda al aire.
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El Narigón en su etapa de jugador de Estudiantes. |
Y aquí es donde entra el Narigón, que se dirige a su capitán, Óscar Malbernat, y le dice: “Cacho, no importa lo que elijas. Cuando caiga la moneda al suelo, salga lo que salga, empezá a festejar y saltamos todos, nos tiramos al piso encima de la moneda y nos abrazamos”.
Dicho y hecho.
La moneda voló. Y el trofeo, evidentemente, también. En dirección a La Plata, faltaría más.
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Esa época de Bilardo como futbolista del Pincha, en la que logró el Metropolitano y el Nacional del 67, el Metropolitano del 68, tres Copas Libertadores seguidas (1968, 69 y 70), la Intercontinental de 1968 ante el Manchester United y la Interamericana de 1969, le marcó profundamente como futbolista, como persona y como futuro técnico. Porque el Doctor se embebió de todas y cada una de las enseñanzas de un visionario del fútbol, Osvaldo Zubeldía.
El maestro Zubeldía introdujo las concentraciones, las pretemporadas y los entrenamientos dobles en una época en la que los futbolistas estaban acostumbrados a entrenar poco y disfrutar mucho. Y eso, junto con la asimilación de conceptos tácticos novedosos (fueron los primeros en tirar la línea del fuera de juego, por ejemplo) y el uso de la pizarra para todo tipo de jugadas de estrategia, fue la clave del éxito de Estudiantes que Bilardo adoptó cuando colgó las botas y se sentó en los banquillos.
Y es que estaba Zubeldía tan pendiente de los detalles y de sus futbolistas, que al finalizar un torneo argentino y clasificarse para la Copa, reunió a todos y les dijo: “A ver, ¿quién quiere casarse? O se casan ahora o durante el año ya no se casa nadie”. Se casaron siete. Entre ellos, Carlos Salvador Bilardo.
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Zubeldía con los jugadores de Estudiantes de la Plata. |
Evidentemente, el Narigón heredó también algunas de las mañas de su maestro y muchas de sus cábalas. La primera, fundamental. Los futbolistas no comen pollo. ¿Por qué? No hay una explicación muy clara, más allá de que perdieron un partido después de haberse zampado uno y decidieron que nunca más. Que el pollo era “yeta”. Que era gafe. Que da mala suerte, vamos. Así que, a partir de ese instante, los futbolistas de Bilardo no comerían pollo en las concentraciones. Nunca.
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Por supuesto, en el Mundial de México 86, el pollo no estaba en el menú de la albiceleste. En cambio, sí entraron en el menú unas nuevas rutinas, o costumbres, que los futbolistas fueron asumiendo con total naturalidad. Bueno, casi todos, porque a alguno le costó un poco más.
Por ejemplo, a Jorge Valdano: “A mí, la cábalas me incomodaban. Soy muy respetuoso con las personales, pero me molestan las colectivas. Al final del campeonato había tantas que aquello parecía una obra de teatro ensayada mil veces. La mía consistía en pensar en el partido. En los momentos previos me molestaba todo: cábalas y libros”.
La gran mayoría las tenían asumidas y perfectamente incorporadas. Como el Gringo Giusti: “El plantel se convirtió en una especie de secta en la que Carlos era el gurú. Hoy me resulta increíble que hiciéramos todo eso pensando que así íbamos a ganar un partido o un campeonato. El cuerpo técnico estaba tan compenetrado con las cábalas que no había ninguna posibilidad de romperlas u olvidarnos de alguna de las miles que teníamos”.
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El Gringo Giusti celebra el pase ante Inglaterra. |
Pero, ¿cuáles eran esas “costumbres” que todos fueron interiorizando con más o menos ganas? Vamos a detallar algunas.
Siempre tenían que tomar el mate a la misma hora, pasara lo que pasara.
En el bus, todos ocupaban siempre los mismos asientos. Sin excepción y sin cambios.
Washington Rivera, el jefe de prensa de la selección argentina, entraba siempre al vestuario antes de cada partido soltando una palabrota. Después, saludaba uno por uno a todos los futbolistas y salía del vestuario soltando por su boca el mismo exabrupto con el que había entrado. Todos los partidos del Mundial. Los siete que jugó Argentina.
A las cinco en punto de la tarde, ni un segundo arriba ni un segundo abajo, Carlos Bilardo llamaba por teléfono a su mujer. El Narigón lo justificaba así: “Hay que hacerlo. No sea cosa que la pelota pegue en el palo y se vaya para afuera”.
Tres días antes del debut de Argentina en el Mundial, dado lo estricto que era Bilardo con las comidas, unos cuantos futbolistas se las ingeniaron para escaparse a un centro comercial cercano y tomarse unas hamburguesas remojadas con una cervecita. Raúl Madero, el médico del equipo, los pilló y empezó a echarles la bronca, pero Bilardo, de buen humor, los dejó hacer. Eran el Negro Clausen, Burruchaga, el Cabezón Ruggeri, el Gringo Giusti y el Profe Echeverría. Ellos disfrutaron del ágape y Argentina venció.
Así que a partir de ese momento les tocó comer siempre lo mismo en ese mismo establecimiento antes de cada encuentro por orden expresa del Doctor. Eso sí, siempre los mismos protagonistas y nadie más. Pase lo que pase.
Ya sabéis, “no sea cosa que la pelota pegue en el palo y se vaya para afuera”.
Pero esto sólo es la punta del iceberg.
Hay más… Muchas más.
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Los integrantes de la selección argentina subían al micro que los llevaba al estadio el día de partido y cuando arrancaba, justo en ese instante, sonaba la primera nota del primero de los tres temas que iban a escuchar en el trayecto. Era “Total Eclipse of the Heart”, de Bonnie Tyler. Después venía “Eye of the Tiger”, de Survivor, y remataba la trilogía “Gigante Chiquito”, de Sergio Denis.
Las canciones sonaban así, en tirereta. Y tenían que escucharlas enteritas. Si veían que no les iba a dar tiempo, mandaban al conductor del autocar que aminorara la marcha o que, directamente, se parara en medio de la carretera. Porque cuando sonaba la última nota de la canción, el micro tenía que parar en la puerta de acceso al estadio.
¡Clac! Última nota de la canción.
¡Clac! Puerta del bus abierta.
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Entrenamiento de Argentina en el Mundial de México 86. |
Vamos, que a los dos policías motorizados que abrían el convoy argentino cada partido los llevaban por la calle de la amargura. Se llamaban Tobías y Jesús y casi formaban parte de la expedición argentina ya que, por más que quisieran escaquearse del servicio, no podían. Y es que Bilardo, una vez que Tobías y Jesús abrieron la comitiva el primer día y ganaron el partido, pidió que siempre fueran ellos dos quienes escoltaran el bus de Argentina.
De hecho, el día de la final del Mundial, la organización pretendía enviar más policías motorizados por seguridad y Bilardo montó en cólera. Tras un sinfín de tensas reuniones, y tras un tira y afloja interminable en el que el técnico amenazó con que ningún miembro de la expedición argentina se subiría al autobús para disputar la final, se aceptaron algunas de las exigencias de Bilardo: podían ir más policías con ellos, pero siempre detrás del autobús. Delante, a la vista de los jugadores, sólo irían Tobías y Jesús. Como siempre.
Y así llegaron al estadio Azteca el día más importante de su vida. El día de la final.
Como siempre.
Y después de haber escuchado enteritos los temas musicales de siempre.
Faltaría más.
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¡Ah! y nadie entraba al vestuario hasta que no sonara el teléfono y lo atendiera el Tata Brown. ¿Por qué? Pues porque el día del debut de la selección argentina ante Corea del Sur, para sorpresa de todos, sonó un teléfono que había medio escondido en el vestuario. Nadie sabía quién llamaba, así que nadie lo cogía. Hasta que el bueno del Tata, harto de tanta insistencia que los estaba tensionando, descolgó.
—¡Hola! ¡Hola!—. Un silencio sepulcral retronaba al otro lado de la línea telefónica. —¡Ah, bueno! ¡Andá a la puta que te parió!—. Y el Tata colgó ante el asombro de todos.
Argentina venció 3 a 1 a Corea del Sur y, a partir de ese instante, el destino del Tata Brown como telefonista fantasma quedó sellado para siempre. Porque cada vez que los argentinos iban a entrar en su vestuario antes de cada partido, sonaba el teléfono. Entraba el Tata. Lo cogía. Evidentemente, no contestaba nadie. Y el defensa cumplía con el ritual.
—¡Hola! ¡Hola!—. Silencio sepulcral. —¡Ah, bueno! ¡Andá a la puta que te parió!—. Y colgaba.
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El Tata Brown fue el autor del primer gol de la final ante Alemania. |
Entonces entraban todos los futbolistas al vestuario, más tranquilos y sabiendo que alguien ya había puesto de su parte para que ganaran. Porque a nadie se le escapaba que esa llamada era un mandado de Bilardo, claro. Pero no falló en ningún partido. Jamás.
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Tras el calentamiento y ya dispuestos para saltar al terreno de juego, el orden de salida también es innegociable. Abre la fila y salta el primero al terreno de juego Maradona, el capitán, seguido por el meta Pumpido, y cierra la fila Burruchaga. ¡Siempre! En todos y cada uno de los partidos.
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El primero, Maradona. Después, Pumpido. Y el último, Burruchaga. |
En esa fila está también Giusti, que el día del primer partido recibió un caramelo del médico del equipo porque la contaminación del aire y la altura te dejan la boca seca y va muy bien chuparlo. El centrocampista argentino llegó al centro del campo, hizo un agujerito en el césped y enterró el caramelo. Y Argentina ganó.
Así que todos los partidos salía Giusti chupando su caramelo hasta que lo enterraba en el centro del campo del Azteca antes de empezar cada uno de los siete duelos que disputó Argentina. Y ahí deben seguir ahora, descompuestos, todos los caramelos que enterró Giusti en un césped al que le hizo más agujeros que a un queso gruyere.
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Sea como sea, cabuleros o no, creyentes de las costumbres o no, lo cierto es que Argentina ganó todos los partidos del Mundial de México excepto el empate a uno del segundo partido ante Italia, la defensora del título. Y se plantó en la final ante Alemania sin necesidad de disputar ni una sola prórroga, venciendo a Corea del Sur y Bulgaria, empatando con Italia y dejando en el camino a Uruguay, Inglaterra y Bélgica.
Seguro que contar en tus filas con el mejor jugador del mundo en un estado físico y mental óptimo y acompañado de un ejército de pretorianos absolutamente convencidos de que iban a ganar el Mundial ayuda y mucho.
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Bilardo y Maradona protestan durante un partido. |
Pero nunca está de más darle un empujoncito a la suerte.
O no tentarla, que casi viene a ser lo mismo.
Y Argentina, cargando a fuego con todas sus cábalas, ganó el Mundial y ofreció un espectáculo increíble.
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Evidentemente, las costumbres acompañaron a Bilardo, y a los que les tocó en suerte ser sus pupilos, durante toda su larga carrera en los banquillos y sería demasiado costoso y prolijo enumerarlas todas, pero lo que pasó en el Mundial de Italia 90 es tan sumamente espectacular que merece un capítulo extra.
Ahí va…
30 de junio de 1990. Estadio Artemio Franchi de Florencia. Argentina y Yugoslavia acaban su encuentro de cuartos de final del Mundial de Italia como lo empezaron. Sin goles. Tampoco en la prórroga han sido capaces de perforar la portería rival y el semifinalista se decidirá en la tanda de penaltis.
En el arco argentino, Sergio Goycochea, que suplió a Nery Alberto Pumpido tras su gravísima lesión en el segundo partido del torneo, se mea encima. No le da tiempo a irse al vestuario, porque los penaltis están a punto de empezar. Así que se lo dice a los compañeros y éstos conforman una especie de piña para que el guardameta se alivie sin que su imagen dé la vuelta al mundo.
Una vez aliviado, Goycochea ve cómo Serrizuela pone por delante a los suyos antes de que a él le toque afrontar el primer disparo yugoslavo. Empieza su estrella, Stojkovic, que viene crecido tras hacer los dos tantos que eliminaron a España en octavos. Pero Goycochea vuela para detener su lanzamiento y poner ventaja a la albiceleste.
Aunque la alegría dura poco, porque el mismísimo Maradona y Troglio fallan el tercer y el cuarto lanzamiento para Argentina. A los yugoslavos les quedan dos penaltis por tirar. A los argentinos sólo uno y van empatados a dos en la tanda. Entonces Goyco se viste de superman y saca el disparo de Brnovic para que la albiceleste respire. Gustavo Dezotti marca el último penalti de Argentina y adelanta a los suyos. Tres a dos. La presión es ahora para Hadzibegic, que ve cómo Goycochea, aliviado y agigantado, se tira a su izquierda en una perfecta palomita y mete las manos para repeler el disparo.
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Goycochea detuvo tres penaltis en los cuartos ante Yugoslavia. |
Maradona y Argentina respiran aliviados mientras Goyco se pega un carrerón de cincuenta metros con los brazos en alto para celebrarlo con sus compañeros. No es para menos. Acaba de meter a Argentina en las semifinales de la Copa del Mundo.
Y ante Italia.
Nada más y nada menos.
3 de julio de 1990. Estadio san Paolo de Nápoles. Italia y Argentina acaban de agotar los noventa minutos de juego y los treinta de propina de la prórroga sin poder decidir quién será el primer finalista del torneo. Los goles de Schillaci y de Caniggia han dejado el marcador igualado a uno. Argentina tendrá que recurrir de nuevo a los penaltis. Para Italia es la primera vez en el torneo.
Goycochea se dispone a ponerse bajo palos, pero, de repente, ve cómo sus compañeros le hacen un corrillo. Goyco no entiende nada. Entonces, se lo explican. Bilardo dice que tiene que orinar otra vez. Como ante Yugoslavia. Sergio no tiene ganas de mear, pero nadie se mueve del sitio. A mear por lo civil o por lo criminal.
Y Sergio Goycochea vuelve a orinar tapado por sus compañeros en medio de la cancha.
Y, efectivamente, vuelve a ser el héroe del partido al detener los dos últimos lanzamientos italianos. El de Roberto Donadoni y el de Aldo Serena.
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Y el héroe lo volvió a hacer en las semifinales ante Italia. |
Ha valido la pena forzar el pis. Porque Argentina volverá a disputar otra final de una Copa del Mundo cuatro años después de levantar la de México 86.
Lamentablemente para Argentina, para Sergio Goycochea y para Bilardo, la final no se fue hasta la tanda de penaltis, aunque faltó poco. Se decidió con un penalti, sí. Muy dudoso. Pero durante el tiempo reglamentario. Así que Goyco no pudo hacer pis y demostrar si la cábala daría resultado por tercera vez consecutiva.
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Le faltó poco, pero esta vez no pudo detener el penalti de Brehme. |
Para los argentinos hubiera sido maravilloso poder comprobarlo.
A los alemanes, en cambio, ya les va bien seguir viviendo con la incógnita.