"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

lunes, 16 de mayo de 2022

El cuento de hadas de Salvatore Schillaci en el Mundial de Italia 90

Para las niñas y niños, jóvenes y no tanto, que desde muy pequeños han vivido por y para la pelota, golpeándola, tocándola, regateando, chutando a cualquier puerta, haciendo paredes con las paredes, con los bordillos o con las ruedas de los coches, las noches se envolvían en la espesa bruma de los sueños de fútbol. Y nunca sabías cómo, pero el recuerdo del inicio del sueño era siempre perdiendo un partido y faltando pocos minutos para el final. Entonces hacías una jugada descomunal y dejabas al compañero solo delante del portero. Le daba al palo y tú cogías el rechace para empatar.

Pero el sueño aún no había acabado. De hecho acababa de empezar. Porque sólo habías conseguido empatar. Así que sacabas la pelota de la red y corrías hacia el centro del campo para ponerla rápidamente sobre el círculo central. Y empezabas a notar que el summum se aproximaba inexorablemente.

Robabais la pelota, atacabais sin cuartel, mirando al árbitro de reojo porque ya tenía el silbato en la boca dispuesto a dar por finalizado el encuentro. Un compañero centraba a la desesperada y tú entrabas con todo al remate. Y aquí caben unas cuantas versiones: rematabas de chilena, rematabas en plancha de cabeza o, el no va más, el balón te quedaba a un lado, a media altura, y optabas por una espectacular tijereta. Todos los remates acababan en gol por la escuadra, con todos tus compañeros abalanzándose sobre ti y el árbitro pitando el final del encuentro. Entonces te veías a ti mismo alzando la Copa del Mundo, entre la ovación de un estadio repleto.

Y ahí, justo ahí, te despertabas para regresar a la realidad del balón de plástico duro que simulaba cuero y que cogías bajo el brazo para llevarlo al colegio y jugar en los descansos (y a la ida y a la vuelta, claro). Y contra más crecías, más tenue se iba haciendo el sueño. Más espeso. Más difuso. Más turbio. Más indescifrable. Hasta que ya no soñabas sueños de fútbol. Soñabas otros sueños. Quizá más reales. Pero nunca tan intensos.

Pues en el Mundial de Italia de 1990 hubo un jugador que cumplió alguno de esos sueños de fútbol (aunque se quedó sin levantar la Copa del Mundo) cuando estaban a punto de difuminarse. Un futbolista que vivió un cuento de hadas en una Copa del Mundo. Un jugador que vivió una especie de utopía en sus carnes y ante su gente. Ese futbolista era delantero. Se llamaba Salvatore Schillaci, Totò para los amigos, y once meses antes del inicio de la Copa del Mundo jugaba en el Messina en la Serie B (segunda división, vaya). A su conclusión se llevó a su casa la Bota de Oro al máximo goleador y el Balón de Oro al mejor jugador del torneo.

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Schillaci era más bien bajito para ser delantero centro, medía 1’75, era rápido y fuerte, pero no destacaba especialmente por nada. No era el más técnico ni el más elegante ni el más fino estilista. No era el que mejor remataba de cabeza ni el que mejor uno contra uno tenía. No destacaba tampoco por tener un regate indescifrable ni por su disparo demoledor. Pero, en cambio, tenía algo que se suele pagar a precio de oro: un olfato desmesurado para el gol, al que llegaba casi siempre desmarcado y muy cerca de la portería. Era un depredador del área que aparecía de la nada para empujar el balón a la red y salir despavorido a celebrarlo mientras los defensas rivales aún se preguntaban entre ellos qué había pasado.

Salvatore nació en Palermo en 1964 y allí, en el juvenil del club AMAT Palermo, comenzó su carrera futbolística. Era un equipo patrocinado por una empresa y el Palermo FC, que entonces jugaba en la serie B, se interesó por él y por su compañero Carmelo Mancuso cuando estaba a punto de cumplir los 18 años. Pero el AMAT, que cuidaba al máximo los intereses de sus jugadores, todos obreros o hijos de obreros, pidió más dinero para los chicos y el equipo de la ciudad retiró su oferta. Entonces, cuando corría el año 1982, el Messina se lo llevó. El equipo giallorosso militaba entonces en la serie C2, la cuarta categoría del fútbol italiano.

Entre 1982 y 1989 Totò goleó para el Messina en la serie C2, después en la serie C y, finalmente, logró el tan ansiado ascenso a la serie B en la temporada 1985-86, la segunda categoría del fútbol italiano, donde siguió goleando. Pero la campaña 1988-89 Schillaci pasó directamente de ser un goleador a convertirse en un auténtico depredador. Había llegado a Messina el técnico checo Zdenek Zeman con un método nuevo de entrenamiento y otros planteamientos en los partidos y Totò se lo agradeció anotando 23 goles para colocarse al frente de la tabla de goleadores y ganarse su fichaje por la Vecchia Signora, la Juventus, por seis mil millones de liras. Debutó con la Juventus en liga el 27 de agosto de 1989. Faltaban 9 meses y medio para el Mundial de Italia.

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En esa temporada 1989-90 pronto se ganó un sitio en el once titular de Juventus a base de goles. Compartía vestuario con el meta Tacconi, el lateral Luigi De Agostini, los defensas Galia y Bonetti, los centrocampistas Rui Barros, Marocchi y Aleynikov y el joven delantero Casiraghi. Ese equipo de la época post Platini (y también post Laudrup) competía en liga con el Milan de los holandeses, el Inter de los alemanes, el Nápoles de Maradona y Careca, la Sampdoria de Vialli y Mancini y la Fiorentina del joven Roberto Baggio.

Salvatore metió 15 goles esa temporada y se ganó el sobrenombre de Totò-Gol, que es lo que le cantaban sus aficionados turineses. El máximo goleador de la serie A fue Marco Van Basten, con 19 tantos, y le siguieron en la tabla Roberto Baggio, con 17, y Diego Armando Maradona con 16. Después, Totò-Gol, en su debut en la Serie A con 26 años y procedente del Messina.

La liga se la llevó el Nápoles de Maradona y la Copa de Europa el Milan, pero la Juve de Schillaci conquistó la Copa de Italia y la Copa de la UEFA ante la Fiorentina. Así que el seleccionador italiano Azeglio Vicini le hizo un hueco en la lista al siciliano, aunque con la clara intención de tenerlo calentando el banquillo y utilizarlo en contadas ocasiones. Por delante de Totò estaban Vialli, Mancini, Carnevale, Aldo Serena y el mismísimo Baggio, un jugador que la gente pedía constantemente y que Vicini ponía solo con cuentagotas. Al final, a Totò y a Baggio, que la temporada siguiente serían compañeros, les tocó salir al rescate de la azzurra.

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Vicini hacía jugar a Italia con un 4-4-2 claro y sus dos puntas eran Vialli (ídolo italiano del momento) y Carnevale (el delantero del Nápoles campeón de liga). En el centro del campo juntaba a Donadoni y Ancelotti, del Milan, con Giannini, de la Roma, y De Napoli, del Nápoles, sin más concesiones al espectáculo. Ni Baggio ni Mancini tenían cabida en el once inicial de Vicini y, por supuesto, el recién llegado Totò, tampoco.

Pero el 9 de junio de 1990, en el estadio Olímpico de Roma, los austriacos estaban amargándole el debut a la azzurra en el Mundial ante su público. Carnevale tuvo una ocasión clarísima, pero estrelló el remate en el cuerpo del portero austriaco Lindenberger y minutos más tarde Vialli tiraba fuera un regalo de la defensa que le había dejado solo de nuevo ante Lindenberger. Después sería Ancelotti quien estrellaría en el palo un disparo desde la frontal y nuevamente Carnevale quien no acertaría a rematar entre palos una oportunidad clarísima.

Pero los austríacos habían salido vivos del primer tiempo y las llegadas italianas era cada vez más esporádicas y menos claras y el partido más trabado. Sólo algún tímido disparo desde la larga distancia de Vialli inquietaba a los centroeuropeos. Y los minutos iban pasando. El seleccionador había quitado a Ancelotti en el descanso para dar entrada al defensa Juventino De Agostini, por lo que sólo le quedaba un cambio que realizar. Y, para sorpresa de todos, llamó al número 19 de Italia. Corría el minuto 30 de la segunda parte y el napolitano Carnevale dejaba su sitio al siciliano Totò Schillaci.

Tres minutos más tarde, Donadoni condujo la pelota en posición de interior diestro y abrió a la banda para un Vialli vertiginoso que, en posición de extremo diestro, porfió con el defensor y sacó un centro maravilloso al corazón del área. Y ahí, en su hábitat, en medio de las dos torres austriacas apareció Totò, saltó para darse impulso, giró el cuello y remató de cabeza al fondo de las mallas. El Olímpico de Roma estalló mientras Schillaci salía corriendo con los brazos en alto y los puños cerrados a celebrarlo. Era el primer balón que tocaba Totò y a Italia le bastaba para ganar 1 a 0 en su debut.

El segundo encuentro ante Estados Unidos lo planteó Vicini igual que el anterior. Jugaron los mismos con el cambio obligado del milanista Ancelotti que, lesionado, dejó su sitio en el centro del campo al interista Nicola Berti. El resto, los mismos diez que el día del debut.

Pero, a diferencia del partido ante Austria, Giannini hizo un tempranero gol a los once minutos para desnivelar el choque. Y como Italia no encontró más resquicios para anotar el segundo tanto, el seleccionador volvió a tirar de Totò en la segunda parte. Esta vez no anotó el 19, pero tampoco lo hizo nadie más y el partido acabó 1 a 0. Sería el único partido del Mundial en el que no mojó el siciliano.

Para el partido que cerraba la fase de grupos ante Checoslovaquia, con Italia ya clasificada para octavos de final pero con la primera plaza en juego, el técnico se vio obligado a cambiar la delantera tras la lesión de Vialli y apostó por sentar a Carnevale para dar entrada a Roberto Baggio y a Totò Schillaci desde el principio.

A los 9 minutos Schillaci ya había vuelto a meter el balón en la red. Donadoni sacó un córner abierto a la frontal del área grande para que rematara Giannini en jugada ensayada. El romanista le pegó mordida y contra el suelo y el balón hizo un globo dentro del área. Allí apareció indetectable Totò para meter la cabeza con fuerza y poner la pelota en el fondo de las mallas.

En la segunda mitad Baggio marcaría el golazo del Mundial. Hizo el de la Fiorentina una pared con Giannini en el centro del campo y salió disparado hacia la portería sorteando rivales para quedarse solo ante el meta checo y batirlo por bajo. Dos a cero e Italia se citaba con Uruguay en octavos de final. A los checoslovacos los esperaba Costa Rica.

Y el partido ante los charrúas volvió a demostrar que cuando alguien vive en una especie de sueño permanente y está tocado con la varita mágica, es imposible frenarlo. El partido lo dominó Italia ante una selección celeste que esperaba su momento a la contra dejando pocos resquicios al ataque italiano.

La azzurra lo intentaba por todos los métodos posibles, pero no había manera de superar la barrera defensiva uruguaya. Hasta que Totò recibió un magnífico pase de Serena en la frontal del área mediada la segunda mitad y soltó un zapatazo tremendo con la izquierda que superó al meta celeste con una parábola imposible. Mientras Schillaci corría a celebrarlo con Baggio colgado de su maglia tirándolo al suelo, en la otra parte del campo el portero Walter Zenga saltaba celebrándolo entre contento y aliviado. El menudo delantero siciliano había vuelto a ser el salvador del equipo. Después, con Uruguay lanzado a por el empate, Aldo Serena haría el segundo tanto a falta de siete minutos para certificar el pase a octavos de final. La debutante y sorprendente Irlanda de Jackie Charlton esperaba en cuartos de final dispuesta a plantar cara a los anfitriones.

Aquella Irlanda fue un quebradero de cabeza para todos los que se enfrentaron a ella. Con su clásico 4-4-2 perfectamente estudiado y ejecutado, contaba con jugadores curtidos en mil batallas que sentían que se encontraban ante la oportunidad de su vida. El meta Patt Bonnen, el defensa Steve Stauton, el centrocampista Ray Houghton y los atacantes Tony Cascarino, John Aldridge y Niall Quinn, eran lo más reseñable de un equipo que había empatado todos sus partidos en el Mundial, pero que había exprimido como nadie los dos goles que había hecho en el torneo. Se los marcaron a Inglaterra y a Holanda para empatar ambos partidos a uno y ser segundos de grupo. En octavos empataron sin goles con Rumanía y las paradas de Bonner en los penaltis le dieron el pase. Pero en octavos, el desafío sería aún mayor ante Italia.

Los italianos salieron a envestir a la defensa irlandesa pero el paso de los minutos y el planteamiento de Jackie Charlton empezaron a restarle fogosidad a la puesta de largo de la azzurra. Hasta que apareció el hada madrina. El de siempre. El de la varita mágica. Donadoni se sacó un lanzamiento potente y duro desde la frontal y Patt Bonner se lanzó a su derecha para despejarlo como pudo, pero la mala suerte se cebó con el meta porque se quedo totalmente descolocado, dejando toda su izquierda libre mientras se levantaba del suelo a toda prisa. Con el bueno de Bonner intentando discernir hacia dónde había despejado la pelota, apareció Schillaci de la nada para golpear el balón con la derecha con el suficiente efecto como para hacer inútil la segunda estirada del meta y cualquier intento de los defensas que venían por detrás para sacar el balón del fondo de las mallas.

Schillaci corrió como un poseso con los brazos en alto celebrando otro gol importantísimo. Mientras tanto, en Palermo, 20.000 personas se congregaban ante la casa donde había nacido el goleador de la azzurra para celebrar el tanto y el pase a las semifinales. Porque el marcador ya no se iba a mover más en el Olímpico de Roma y los italianos se habrían de desplazar hasta Nápoles para jugarse un hueco en la final ante la Argentina de Diego Armando Maradona.

Y en el estadio de San Paolo se volvió a demostrar que la varita mágica que había tocado Totò Schillaci seguía teniendo poderes. Porque a los 18 minutos de partido, el mismo Salvatore inició un ataque por la derecha con un pase en horizontal después de haber recuperado un balón en el centro del campo. La pelota la hicieron circular rápido por el centro del campo los tres centrocampistas italianos para avanzar hacia la meta argentina. En el borde del área Giannini le hace un sombrero al defensor argentino y lucha la pelota de cabeza. El balón sale rebotado a los pies de Vialli, que se saca un remate portentoso desde el punto de penalti que rechaza magistralmente Sergio Goycochea. ¿Dónde? A los pies de Schillaci que, libre de marca, intenta rematar con la derecha. El balón le golpea en la tibia de su pierna izquierda y se mete en el fondo de las mallas. ¡Y a celebrar! ¡Que los churros valen igual! Y más en la semifinal de un Mundial.

Con el viento a favor, los italianos se dieron un respiro y antes de acabar el primer tiempo Maradona probó a Zenga, aunque su disparo iba flojo y demasiado centrado. Pero, poco a poco, la Argentina más defensiva que se recuerda en un torneo empezó a estirarse. Sobre todo al volver de los vestuarios. Casi todo el tímido peligro que generaba la albiceleste pasaba por los pies de Maradona, que abrió para Burruchaga en el borde del área italiana. Éste vio a Olarticoechea entrando por su izquierda, pero su remate lo detuvo Zenga. Italia no pasaba muchos apuros, pero las llegadas albicelestes eran cada vez más constantes.

Y pasó lo que tenía que pasar. Basualdo combinó con Maradona en tres cuartos de campo, por la parte izquierda del ataque. El astro argentino se la dejó a Olarticoecha que metió el balón al corazón del área azzurra y por allí apareció el otro jugador tocado por los Dioses en este Mundial: Claudio Caniggia. El atacante argentino tiró la diagonal, le ganó medio metro a sus defensores y remató casi de espaldas sobre la salida en falso de Zenga, que se comió el testarazo. Silencio en Nápoles y repliegue total argentino. Era el primer tanto que recibía Italia en todo el torneo y, a la postre, el que los dejaría sin final.

Nadie marcó en los 24 minutos que quedaban de segunda parte ni tampoco en la prórroga. La albiceleste se quedó con diez por la expulsión de Giusti en el minuto 105. Y el árbitro prolongó ocho minutos la prórroga mientras Bilardo montaba en cólera, pero se jugaron apenas dos y todo se resolvería en los penaltis.

Desde los once metros marcaron Baresi, Serrizuela, Baggio, Burruchaga, De Agostini y Olarticoechea. Donadoni se dispuso a lanzar el cuarto penalti italiano, pero Goycochea hizo un paradón. Maradona anotó el cuarto para Argentina y el de Serena lo detuvo también Goycochea para vestirse una vez más de superhéroe de Argentina. Italia lloraba la eliminación mientras los argentinos se disponían a jugar su segunda final consecutiva ante el mismo rival de cuatro años atrás: Alemania. Allí los argentinos caerían con un polémico penalti a falta de 5 minutos para el final.

Un día antes, Schillaci había vuelto a acudir a su cita con el gol en el partido por el tercer y cuarto puesto ante Inglaterra. Baggio adelantó a la azzurra a falta de 19 minutos para el final gracias a un magnífico pase de Totò y Platt empató el encuentro 10 minutos después de un soberbio testarazo marca de la casa. Cuando la prórroga parecía inevitable, Schillaci recibió un balón en la frontal, encaró a Parker y éste le derribó dentro del área cuando se iba. Baggio le cedió el penalti a Totò para que se convirtiera en el máximo goleador del torneo con 6 tantos.

Italia acababa el torneo en tercera posición marcando diez goles. Seis los había marcado Schillaci y los otros cuatro el resto del equipo (dos Baggio, uno Giannini y otro Serena). Unos datos increíbles para un jugador que venía a ser el sustituto de Vialli y Carnevale (e incluso de Serena, de Baggio y de Mancini) y que acabó haciendo goles de todos los colores en los momentos importantes. El colofón hubiera sido levantar la Copa del Mundo en Roma, pero eso ya no pudo ser.

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El “Padrino del Gol”, que así lo bautizaron sus aficionados durante el Mundial por su origen siciliano, jugó dos temporadas más en la Juventus, pero su relación con el gol empezó a deteriorarse. Como si las gotas de magia que se concentraron durante todo el torneo se hubieran ido evaporando poco a poco.

Fichó el delantero por el Inter para la campaña 92-93, pero el gol seguía escaseando (anotó 11 en dos campañas) a la vez que aumentaban las lesiones y el siciliano, aventurero como pocos, decidió emprender una nueva aventura. Hizo los bártulos y se marchó a Japón en la temporada 1994-95, fichando por el Jubilo Iwata junto con el capitán de Brasil, Dunga. Era el primer italiano que jugaba en la liga japonesa y ahí pareció reverdecer viejos laureles en un torneo que empezó a acoger a estrellas europeas y sudamericanas en la parte final de sus carreras (Lineker, Zico, Littbarski o el mismísimo Julio Salinas se apuntaron también a la aventura japonesa). A Salvatore le apodaron “Totò-San” y él respondió con 56 goles en 78 partidos antes de dejar definitivamente el fútbol en activo a la conclusión de la temporada 1996-97. En el recuerdo, un montón de goles, pero, por encima de todos, los 6 que anotó en el Mundial de Italia cuando nadie lo esperaba.

El mismo Totò lo definía así 30 años después de su gesta en una entrevista en el Daily Mail: “Vine de la nada y de un día para el otro me convertí en el máximo goleador de un Mundial. Si un par de años antes alguien me hubiera dicho que algo así iba a suceder, me hubiese reído”.

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Totò Schillaci jugó 16 partidos con la azzurra y 7 de ellos fueron en el Mundial. Marcó 7 goles con Italia y 6 los hizo en el Mundial. Cuando se retiró, siguió ligado al fútbol fundando una centro deportivo y trabajando en una escuela de fútbol en Palermo, pero también alternó su vertiente futbolera con otras experiencias variopintas: hizo de mafioso de segunda fila en una serie de televisión llamada “Squadra Antimafia” y participó en el reallity show “La Isla de los Famosos” donde, al igual que en el Mundial, acabó tercero. Volvió a actuar en un par de películas más e incluso hizo sus pinitos en política, donde fue concejal y consejero regional en Palermo a principios de la década del 2000.

Seguramente pocos lo recordarán por sus papeles en la televisión, pero los italianos (y los futboleros en general) que vivieron sus gestas en la Copa del Mundo, cuando cierran los ojos ven su imagen imperecedera corriendo como un loco con los puños cerrados en alto y los ojos casi saliéndosele de las órbitas celebrando cada uno de los seis goles que le hicieron eterno en Italia 90.

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