"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

jueves, 7 de julio de 2022

El bidón de Branco en Italia 90 y otras posibles mañas de Bilardo

24 de junio de 1990. Estadio Delle Alpi de Turín. Cinco de la tarde. 34 grados a la sombra. Los dos gigantes sudamericanos saltan al terreno de juego para medirse en los octavos de final de la Copa del Mundo de Italia 90. Brasil contra Argentina. La canarinha contra la albiceleste. La magia brasileña contra el oficio de la Campeona del Mundo vigente. Careca contra Maradona, compañeros de ataque en el Nápoles. Müller contra Caniggia, pólvora pura ambos. Dunga y Alemao contra Giusti y Monzón, titanes en el centro del campo. Lazaroni contra Bilardo.

Argentina se encontró con este partido muy a su pesar, porque venía de hacer una fase de grupos decepcionante que le llevó a jugarse la vida en el clásico sudamericano antes de tiempo. Había caído la albiceleste ante Camerún en el partido inaugural en una de las sorpresas más grandes de la historia de la Copa del Mundo (0-1). Había resucitado ante la Unión Soviética de Dassaev para mantenerse en pie (0-2) y había cerrado la primera fase con un empate ante Rumanía (1-1) que, aparte de mandar a la albiceleste a la tercera posición del grupo y a enfrentarse a Brasil, vino con otra sorpresa casi igual de negativa: una entrada provocó que el tobillo de Maradona se hinchara y se pusiera del tamaño de un melón. A eso había que añadir una uña encarnada con una buena infección. El cuerpo médico de la selección desaconsejó al astro que jugara el partido ante Brasil (y prácticamente ninguno más de los que le quedarían a Argentina en ese Mundial). Pero el Pelusa se infiltró él solito metiéndose una inyección en su tobillo maltrecho y tiró por la tangente.

Brasil, en cambio, había hecho los deberes en Italia, aunque había sufrido un poco para ganar los partidos. Empezó la canarinha con un triunfo ante Suecia con dos tantos de Careca (2 a 1), siguió sumando puntos con otra victoria por la mínima ante la sorprendente Costa Rica (1 a 0) y obtuvo el pleno venciendo a los escoceses en el partido que cerraba el grupo (1 a 0). Sin el brillo de otras ocasiones en un Mundial poco vistoso, pero con la eficacia y la solvencia de sus dos arietes: Müller y Careca (en el banquillo, por si acaso, esperaban su oportunidad unos jovencísimos Bebeto y Romario, protagonistas del torneo cuatro años más tarde).

Visto lo visto, apostar por Argentina era casi un suicidio. Pero la pelota siempre tiene la última palabra y en Delle Alpi fue caprichosa con el destino de unos y de otros.

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El partido empezó como se suponía, con Argentina pertrechada atrás, fiándolo todo a su férreo sistema defensivo y a los destellos de un Maradona muy mermado, y Brasil intentando buscar el camino del gol a través de la posesión. Pero, incluso viendo lo que ambas selecciones habían hecho hasta ese momento en el torneo, el meneo que le metió Brasil a Argentina fue de órdago. Los futbolistas de la albiceleste iban por el campo persiguiendo sombras, mientras que los de la verdeamarelha probaban una y otra vez a Goycochea desde cualquier posición. Ocasiones clarísimas brasileras y un palo. Que el choque se fuera al descanso empatado era un auténtico milagro.

Y en ese intermedio, con los dos equipos en los vestuarios, sucedió una de las “bilardadas” más famosas que se recuerdan. Dicen que Bilardo era un científico, un estudioso del fútbol, un detallista con todos los aspectos del juego, un martillo pilón dando instrucciones a sus jugadores. Un tipo capaz de ver mil vídeos, pasárselos a sus jugadores y darles luego una charla de 4 o 5 horas al respecto. Pero aquel día el Narigón, por lo que sea, no estaba por la labor y no puso sobre el tapete sus grandes cualidades oratorias.

Dejó el técnico a los jugadores a su aire en el vestuario, abatidos como estaban y prácticamente todos en silencio. No les dijo ni una sola palabra durante el cuarto de hora que duró el descanso. Ninguna. Ni una sola corrección. Ni un solo cambio de táctica. Ni el recuerdo de una sola jugada ensayada. Nada. No les dijo nada. Y cuando los futbolistas enfilaban el túnel para volver a saltar al terreno de juego para disputar la segunda parte, les dijo casi por la espalda: “Muchachos, si siguen dándole la pelota a los de amarillo vamos a perder”. Nada más. Eso fue todo. Los jugadores se miraban incrédulos, pero Bilardo es Bilardo y ya había puesto en marcha su plan B hacía apenas 6 minutos. Por si acaso sus futbolistas no le hacían caso y seguían dándosela a los de amarillo hasta el final del partido.

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Nunca ha ocultado El Narigón que lo único que le importa es ganar. Ganar a toda costa. Ganar a costa de cualquier consideración sobre la belleza del juego. Ganar independientemente del modo de hacerlo. Y en esa tesitura cualquier ingrediente que aporte su pequeño granito de arena para la victoria siempre fue bienvenido. Cuando no buscado y provocado.

Lo que pasó en el minuto 39 de la primera mitad del encuentro de octavos de final de Italia 90 entre Brasil y Argentina entra dentro de la categoría de lo misterioso, casi de lo sobrenatural. Nadie puede asegurar a ciencia cierta que ocurriera. Nadie puede negarlo fehacientemente tampoco. Nadie puede certificar que fuera Bilardo el autor intelectual de la supuesta fechoría. Aunque sería un poco osado negarlo con total rotundidad.

El caso es que a 34 grados a la sombra, cualquier parón era aprovechado por los futbolistas de ambos equipos para refrescarse. Y en ese Mundial había un acuerdo tácito entre las selecciones de que así fuera (aún no se había inventado eso tan moderno de parar el partido para hidratarse). Vamos, que si un jugador caía, se tendía un ratito en el suelo y se refrescaban los de los dos equipos. Pero, al parecer, Bilardo, poco amigo de caminar de la mano con el enemigo, pensó que podía sacar provecho de esta hermandad sobrevenida.

Pues bien, a los 39 minutos de encuentro, Troglio avanzaba esquivando brasileños con el balón pegado al pie en la mitad de la cancha cuando apareció un tren de mercancías llamado Ricardo Rocha que se lo llevó puesto tirándose al suelo. El árbitro detuvo el juego, le mostró amarilla a Rocha y permitió la entrada de las asistencias. Y allá que fue el masajista argentino, Miguel di Lorenzo, “Galíndez”, cargado de bidones. Pero, ojo, que traía bidones de diferentes colores. Unos eran verdes y ponía Gatorade y los otros, transparentes.

En un primer momento, se acerca el argentino Monzón a beber agua y coge uno de los verdes. Algunos compañeros y el mismo Galíndez le comentan algo y Monzón escupe rápidamente el agua al suelo y coge una botella transparente. Aparece por allí Branco, el lateral izquierdo de Brasil, pidiendo agua y Giusti le ofrece un bidón verde. En ese instante, los de la albiceleste beben todos de los transparentes. Sólo Branco se mete entre pecho y espalda un buen trago del bidón verde de Gatorade después de tirarse un poco del líquido por la cara y la cabeza.

El lateral empezó a sentirse mal y debió asociar su malestar al hecho de beber del bidón que le habían ofrecido, porque unos minutos más tarde hubo otra falta, se volvió a parar el juego, volvió a entrar Galíndez con su carga y el brasilero no hacía más que mirar los bidones. Y algo deberían notar los argentinos porque Giusti trataba de impedir que Branco pudiera ver de qué bidones bebían ellos y el mismísimo Burruchaga hacía como que bebía del famoso bidón verde sin hacerlo.

En el descanso Branco dijo que se sentía un poco mal, pero el cuerpo técnico decidió que no parecía demasiado grave y siguió jugando. En algunas jugadas el 6 de Brasil parecía estar atontado. Se dice que los famosos bidones verdes llevaban agua mezclada con alguna píldora deshecha de Rohypnol, que, en aplicaciones médicas, es un depresor del sistema nervioso central indoloro e incoloro que causa somnolencia. Como un Diazepan, pero unas diez veces más potente. A corto plazo también puede producir mareos, confusión, desorientación, vértigos… Vamos, lo que dice Branco que le pasó tras beberse el agua de los argentinos.

El partido siguió su curso en la segunda mitad y, tras resistir a otro asedio como el de la primera parte, con dos balones brasileros al palo más, Maradona frotó la lámpara maravillosa para sacar al genio y el Pájaro Caniggia dejó a los brasileños helados con la sangre fría que demostró en una definición maravillosa que daría un vuelco al partido y al Mundial. Cogió el astro argentino una pelota en el centro del campo, dejó atrás a tres rivales, se fue tirando hacia el costado derecho, aguantando la pelota para atraer a todos los brasileños posibles y, cayéndose, puso el balón con la derecha a la espalda desguarnecida de la zaga brasileña. Allí apareció Caniggia para encarar a Taffarel, amagar con el disparo y driblarlo para marcar a puerta vacía el gol que metía a Argentina en cuartos de final y enviaba a Brasil de vuelta a casa.

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Después del famoso partido, con el paso del tiempo, muchos son los que han hablado de lo que pasó allí. Bilardo y Galíndez siempre negaron que hubieran puesto ninguna sustancia en ningún bidón, mientras que Maradona, Ruggeri o Basualdo siempre se han reído con la anécdota y han asegurado que es cierta, que pasó y que fue una orden de Bilardo cumplida a rajatabla por Galíndez. El fisioterapeuta se ponía a la defensiva cuando le preguntaban: “Es mentira. Me extraña que me digas eso. Es muy fuerte eso que decís”. El técnico hasta se indignaba si le hacían alguna referencia al tema, ofendiéndose porque el interlocutor pensara que él podría ser capaz de hacer (o mandar hacer) algo así.

Al parecer, Branco sí pensaba que Bilardo podía hacer algo así, aunque siempre dijo que el partido no lo habían perdido por el bidón, sino por una genialidad de Maradona y Caniggia. El lateral brasileño contó más adelante que se había encontrado con Bilardo muchos años más tarde y que le había dicho, literalmente, “¡Desgraciado! ¡Qué me quisiste hacer!”, a lo que Bilardo le respondió, “Branco, en el fútbol todo vale”. No lo creía así el brasileño, que también de quejó de lo que le hubiera pasado si después del partido le hubiera tocado pasar el control antidopaje. En eso el Narigón no pensaba, porque en su fútbol, todo vale.

Como cuando durante el mismo Mundial de Italia les dijo a sus futbolistas para motivarlos antes de la semifinal ante la azzurra que los tanos (así llaman a los italianos en muchos lugares de Sudamérica) habían quemado banderas argentinas en la puerta del hotel de concentración. Los jugadores se asomaron, vieron los rescoldos de las banderas quemadas y les invadió la rabia, la furia y las ganas de comerse al primer tano que se les cruzara en su camino. Al parecer, todo lo había orquestado el Narigón, quien había mandado quemar las banderas.

Como volvió a demostrar tres años más tarde, cuando reprendió a Domingo, el masajista del Sevilla FC, el equipo que entrenaba en ese momento, por salir a atender a un rival, Albístegui, del Deportivo de la Coruña, que sangraba profusamente por la nariz después de que Maradona le diese una patada en la cara de forma involuntaria. “¡Domingo! ¡Domingo, por Dios! Los de colorado son los nuestros. ¡Los de colorado! Cómo vas a atender al otro, ¡por Dios! Al enemigo ni agua. ¡Pisalo! ¡Pisalo!”, gritaba Bilardo enfurecido a todo aquel que quisiera oírlo.

Ese mismo Bilardo que aún siendo jugador de Estudiantes había cogido un montón de arena en un córner. Las intenciones estaban claras, tirársela a los ojos al portero en el momento de ejecutar la pelota parada. El árbitro lo vio con la tierra en las manos y el Narigón la lanzó al suelo diciéndole que tirar arena en una esquina le daba buena suerte. Años más tarde recomendaría a sus jugadores del Deportivo Cali colombiano que se untaran las manos con Vicks Vaporub y se lo metieran en los ojos al portero rival. En la ida de la final de la Copa Libertadores de 1978 el meta de Boca Juniors se pasó ciego medio partido.

El mismo Bilardo que al poco de empezar a entrenar se enfrentó a su maestro Osvaldo Zubeldía. Tenía Zubeldía la cábala de salir el último al campo. Era la típica superstición que le daba seguridad y confianza y, si no lo hacía, creía que prácticamente tenía el partido perdido. Su discípulo Bilardo lo conocía tan bien que no dudó en montarle un homenaje, con entrega de una placa incluida, para obligarlo a salir el primero al campo y meterle la negatividad en el cuerpo. Lo dicho, “al enemigo, ni agua”.

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Así que pruebas sólidas, inalterables, contundentes y válidas ante un Tribunal de que lo que le pasó a Branco fue premeditado y que, además, lo orquestó Bilardo, no tenemos ni podremos tener nunca. Como tampoco del episodio Passarella en el Mundial de México 86. Pero indicios… Indicios sospechosos sí que podríamos tener unos cuantos.

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