"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

viernes, 4 de noviembre de 2022

Moacir Barbosa, el portero que el Maracanazo condenó a una muerte en vida

“La noche está de luto, la fiesta terminó,
el mundo no comprende qué pasó con el campeón (…).
Cuida los palos Barbosa del arco de Brasil,
la condena de Maracaná se paga hasta morir”.
Tabaré Cardozo, “Barbosa”.

Esta noche Moacir Barbosa tampoco puede dormir. Se ha desvelado en mitad de la noche y ha tenido que levantarse de puntillas, sin hacer ruido para no despertar a su esposa, y acercarse a tientas a la cocina. Ha sacado una mediada botella de ron y se ha escanciado una buena dosis en un vaso. No hay manera de poder superar sus más terribles pesadillas. Cada noche, una tras otra, vienen a visitarlo sus fantasmas. 

Se le aparece en sueños una pelota que avanza inexorable hacia el palo que él defiende. Cuando ve que se ha vencido hacia el lado equivocado y trata de rectificar, ya es tarde. Cae al suelo pensando que la ha tocado y la ha enviado a córner, pero el silencio en el estadio es estremecedor. Cuando reúne las fuerzas suficientes para darse la vuelta en el suelo, la ve. La pelota está dentro de su portería y las 200.000 personas que presencian el partido no hablan. Son 200.000 almas en pena. Lo peor de todo es que la pesadilla que le despierta cada noche desde hace años no es una pesadilla, sino un recuerdo. Real, muy real. Y doloroso. Extremadamente doloroso.

Porque Barbosa es el guardameta de Brasil en el Maracanazo de 1950. El arquero al que el extremo uruguayo Alcides Ghiggia le hizo el uno a dos que privó a Brasil de su primera Copa del Mundo ante su gente. Esa gente que ese mismo día ya celebraba con bailes el título en las calles antes del partido ante la Garra Charrúa. Esa gente que lleva desde entonces odiándolo sin conmiseración sin siquiera conocerlo. Esa gente que ha convertido su vida en un infierno. Esa gente que lo ha condenado a ser un muerto en vida. A ser un desterrado en su propia tierra.

Y Moacir Barbosa ya no cierra los ojos. Por esta noche ya ha dormido suficiente. El problema vendrá después, como todos los días. Cuando salga a la calle, entre a un bar y las miradas lo fulminen justo antes de que los parroquianos vayan poco a poco abandonando el local para no coincidir con él. Cuando suba en un bus y nadie quiera estar cerca de él, ni mucho menos sentarse a su lado. Cuando se cruce en un supermercado con una madre que lleva a su hijo de la mano. Cuando esa madre lo reconozca y coja a su hijo del brazo, lo mire a los ojos fijamente y le diga: “Míralo, hijo. Éste es el hombre que hizo llorar a toda Brasil”. Aunque han pasado 20 largos años, ésa es la vida de Moacir desde aquel fatídico 16 de julio de 1950 donde se produjo la mayor sorpresa de toda la historia de los Mundiales.

***

Porque en el Mundial de Brasil de 1950 todo el mundo, absolutamente todo el mundo, estaba convencido que no podía pasar otra cosa que no fuera la victoria brasileña. Lo creían a pies juntillas todos los aficionados, los miembros de la FIFA, los futbolistas brasileros, incluso sus rivales, los seleccionadores de todas las selecciones y los directivos de todas las federaciones presentes en el evento y también, por supuesto, todos los medios de comunicación.

La portada del diario O Mundo el día anterior al partido entre Brasil y Uruguay con la foto de todos los jugadores de Brasil bajo el enorme titular “Estos son los campeones del mundo” lo confirma y, con el tiempo, hasta sonroja. De hecho, dicen, a medio camino entre realidad y leyenda, que ahí, en ese titular, empezó a forjarse la victoria de la Garra Charrúa cuando el “Negro” Varela, capo en el centro del campo uruguayo y capitán del equipo, lo leyó y compró un montón de periódicos para empapelar el vestuario y contagiar a todos sus compañeros de la intención de que los brasileños se tragaran esa portada. Y de hecho, se la tragaron, porque al día siguiente las portadas fueron otras bien distintas. “La peor tragedia de la historia de Brasil” fue una. “Nuestro Hiroshima” fue otra.

Pero es que parecía tan grande la superioridad de Brasil sobre el terreno de juego (y más jugando ante su público), que uno de los directivos de la Federación Uruguaya llegó a decirle al delantero Omar Míguez pocos días antes del choque definitivo en el hotel de la Celeste: “Lo principal es que esta gente no nos haga seis goles. Con cuatro estamos cumplidos”. Cuando se enteró Obdulio Varela sólo le preguntó a Míguez por qué no lo había echado del hotel.

Incluso en el vestuario, justo antes de saltar al terreno de juego de Maracaná, más dirigentes charrúas les dieron a los jugadores el mismo mensaje: “Guante blanco, ya estamos cumplidos por haber llegado y poder disputar esta final”. Cuando los peces gordos salieron por la puerta del vestuario, los jugadores y el seleccionador se conjuraron con un nuevo lema: “Los de afuera (por los 200.000 aficionados presentes en la grada) son de palo. Cumplidos sólo si somos campeones”.

Y lo fueron. Vaya si lo fueron. En una final que no era final (era el último partido de una liguilla de cuatro equipos en el que a Brasil le bastaba el empate para ser campeón) los Orientales forjaron su leyenda y obligaron a Brasil a refundarse tras remontar el gol de Friaca a los dos minutos de la segunda mitad con dos tantos de Schiaffino y Ghiggia (1-2).

En un día en el que a la Brasil del Jogo Bonito, que había amedrentado a todos sus rivales durante el torneo, se le atragantó la suculenta cena que tenía preparada, Uruguay supo sacar partido. Destacaron sobre todo el portero Máspoli, el defensa Matías González, el carácter del centrocampista Obdulio Varela y, por encima de todos, Alcides Ghiggia, que volvió loco al brasileño Bigode durante todo el partido, generó prácticamente todo el peligro charrúa con la colaboración de Julio Pérez, asistió a Schiaffino en el tanto del empate y marcó el gol que enmudeció a Maracaná y condenó a Barbosa. Todo en uno.

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Las consecuencias de la victoria uruguaya se manifestaron ya en el mismo estadio. Se hablaba de infartos y suicidios dentro de un recinto en el que se congregaban 200.000 personas y la entrega de la Copa del Mundo de Jules Rimet, presidente de la FIFA, a Obdulio Varela se hizo deprisa y corriendo, en una esquina del césped cercana a los vestuarios. Sin protocolos. Sin ornamentos. Sin discursos. El que tenía redactado Rimet en portugués se quedó en el bolsillo de su chaqueta. La tragedia en Brasil era palpable y real. La de Barbosa, acababa de empezar. La de Bigode, Augusto, Juvenal y Chico, los otros señalados en las filas brasileñas, también, aunque un poquito menos. Bastante menos. Muchísimo menos.

Nadie se acordaría nunca más que Barbosa defendió los tres palos de Vasco da Gama y de la selección brasileña con su elasticidad innata, sus grandes reflejos y su agilidad y fuerza. Que le llamaban el portero imbatible. Que era el mejor guardameta brasileño del momento. Que fue el primer portero negro de la Seleçao. Que aún después de la tragedia siguió jugando al fútbol, en la selección sólo hasta 1953, en Vasco da Gama hasta 1955 y, como era un valiente y un apasionado por el fútbol, hasta 1962 en categoría regionales, soportando durante doce años insultos y humillaciones en todos y cada uno de los campos que pisaba.

Pero si Moacir pensaba que tras ser levantar los Campeonatos Cariocas de 1945, 1947, 1950 y 1952, tras ser campeón del Sudamericano de 1949 arrasando con la Seleçao y, por qué no decirlo, tras ser subcampeón del mundo en 1950 podría ganarse un sobresueldo comentando partidos en la radio o en la televisión, se equivocó del todo. Porque los medios brasileños vetaron su participación como comentarista en cualquier retransmisión deportiva desde el mismo día del Maracanazo.

Cuentan que tras una remodelación del estadio de Maracaná cambiaron las porterías. A Barbosa le ofrecieron los palos del arco en el que Schiaffino y Ghiggia le marcaron los dos tantos que hicieron campeón del mundo a Uruguay y él los aceptó. Cuando llegó a casa los partió y los usó para encender un fuego y hacer brasas para una barbacoa. Quería ahuyentar sus fantasmas quemando los palos. No lo consiguió.

Porque ni siquiera sus compañeros de profesión salieron nunca en su defensa y, de hecho, diversos seleccionadores brasileños vetaron su acceso a las instalaciones de la selección durante décadas. La humillación más grande se la propinó el Lobo Zagallo. Para clasificarse para el Mundial de Estados Unidos 1994, donde acabaría levantando su cuarta Copa del Mundo, Brasil hubo de remar muchísimo en la fase de clasificación y se jugó el pase en un partido trascendental ante Uruguay a finales de 1993. Barbosa, que estaba rodando un documental con la televisión británica, quiso desear suerte a los futbolistas antes del choque, pero el seleccionador se lo impidió. Zagallo, que era entonces el segundo de Parreira al frente de la selección, le negó la entrada a la concentración aduciendo que atraía la mala suerte, que era un gafe para el equipo y que traería malos recuerdos a sus jugadores. Moacir tenía entonces 72 años. Y habían pasado 43 desde el Maracanazo. Pero aún no le habían perdonado. Nunca lo harían.

***

El propio Barbosa, muchos años después a petición de algunos medios de comunicación, intentó explicar la jugada que marcó su vida: “Llegué a tocarla. Creí que la había desviado a córner. Pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro de la portería, un frío paralizante recorrió mi cuerpo y sentí de inmediato todas las miradas sobre mí”.

Y seguía: “Yo sé, en el fondo de mi alma, que la culpa no fue mía. Éramos once sobre el césped”.

Y remató: “En Brasil nadie puede ser condenado a más de 30 años de cárcel, pero a mí me condenaron a cadena perpetua por un delito que no cometí”.

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Moacir Barbosa murió el 7 de abril de 2000. Pobre y solo en su casa de Praia Grande, donde se había trasladado años atrás buscando un anonimato y una tranquilidad difícil de conseguir. En su funeral apenas se congregaron unas cuantas decenas de personas. Una bandera del Club Atlético Ypiranga, equipo en el que debutó y que en ese momento ya no existía, cubría su ataúd. Más tarde llegaría un enviado de Vasco da Gama, el equipo de su corazón, para el que jugó siempre y el que le abrió las puertas de la selección brasileña, y puso también su bandera junto a la del Ypiranga. Y eso fue todo.

Bien pensado, tampoco hacía falta más, porque Moacir Barbosa, en realidad, había muerto medio siglo antes, el 16 de julio de 1950 en Maracaná, cuando no pudo atrapar la pelota que Ghiggia colocó junto a su palo para hacer campeón del mundo a Uruguay y escribir una de las páginas más recordadas de la historia de la Copa del Mundo.

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