El centrocampista español José Miguel González, “Míchel”, llegaba al Mundial de Italia 90 con la vitola de ser uno de los mejores jugadores del mundo en su posición. Con la experiencia del Mundial de México 86 y la Eurocopa de 1988 a cuestas y su trayectoria en un Real Madrid que dominaba con puño de hierro la liga española, el seleccionador Luis Suárez lo convirtió en el referente de España para la Copa del Mundo que se iba a disputar en tierras trasalpinas.
El futbolista, para bien o para mal, y quizá a su pesar, no iba a dejar a nadie indiferente.
Pero empecemos por el principio…
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José Miguel González, “Míchel”, debutó en el Real Madrid en 1982, con apenas 19 años. Fue algo casual y muy puntual, ya que su estreno se produjo en una jornada en la que los futbolistas profesionales estaban en huelga y los equipos hubieron de tirar de los filiales para disputar la jornada liguera. El caso es que debutó contra el RCD Castellón y anotó el único gol del partido que le dio la victoria al Real Madrid.
Tras ese encuentro volvió al Castilla, el filial blanco, pero no tardaría en regresar a la élite para instalarse definitivamente en el primer equipo junto a Emilio Butragueño, Manolo Sanchís, Rafael Martín Vázquez y Miguel Pardeza, los otros integrantes de la que empezó a conocerse como la Quinta del Buitre. Curiosamente, Míchel fue el que más tardó en llegar a la cúspide, ya que sus compañeros debutaron en la temporada 1983-84 con Alfredo Di Stéfano en el banquillo, mientras que él lo hizo en la 1984-85 de la mano de Amancio Amaro.
El Madrid acabó esa campaña quinto en la Liga, muy lejos del campeón, el FC Barcelona, pero ganó la Copa de la UEFA con remontadas increíbles en el Santiago Bernabéu y aprovechó para remodelar el equipo y darle la batuta definitivamente a la Quinta del Buitre, reforzada con los fichajes de Hugo Sánchez, el ariete mexicano del Atlético de Madrid; el carrilero zurdo Rafael Gordillo, precedente del Real Betis; el defensa del Sporting de Gijón Antonio Maceda y el portero sevillista Paco Buyo. Con esos mimbres el Real Madrid consiguió ganar cinco ligas seguidas y algunos de los integrantes de la Quinta empezaron a hacerse un hueco en la selección española a partir del Mundial de México 86.
En tierras aztecas Butragueño se trajo a casa la Bota de Plata por sus cinco goles, mientras que Míchel, pese a su juventud, fue uno de los pilares del equipo de Miguel Muñoz. De hecho, suyo fue el famoso disparo que rebotó en el travesaño y traspasó la línea de gol en la primera fase ante Brasil, aunque el colegiado de la contienda no lo considerara así y los ibéricos acabaran cayendo ante la Canarinha por un gol a cero.
España acabó segunda de grupo y le tocó en suerte enfrentarse a la temible y sorprendente Dinamarca, a la que dejó en la cuneta en un partido épico que sirvió para que el mundo entero descubriera la capacidad goleadora del Buitre, que marcó cuatro tantos (5-1). Pero fiel a su tradición de caerse en el momento menos esperado, el conjunto de Miguel Muñoz sucumbió en los penaltis ante Bélgica (1-1) cuando ya veía en lontananza a la Argentina de Maradona, que ya velaba armas en las semifinales tras haber superado a Inglaterra con la Mano de Dios y el Gol del Siglo.
Tras ese torneo, el siguiente reto era la fase final de la Eurocopa de 1988, celebrada en Alemania. Miguel Muñoz organizó totalmente la selección en torno a los jóvenes jugadores del Real Madrid y confeccionó un equipo con aire defensivo y muy contragolpeador para afrontar una primera fase durísima ante Dinamarca, Italia y la anfitriona, la RFA. Butragueño y Míchel tenían libertad arriba, escoltados en el centro del campo por los eternos Gallego y Víctor Muñoz y el debutante José Mari Bakero. Detrás, tres defensas y dos carrileros.
Ese sistema convirtió a Míchel en el mejor jugador español en la Eurocopa, pero sólo sirvió para eso, ya que el experimento no funcionó y España, que defendía el subcampeonato de 1984 en Francia, cayó a las primeras de cambio.
Y eso que los ibéricos derrotaron en el estreno a Dinamarca una vez más (3-2), pero perdieron ante una Italia mucho más trabajada (1-0) y se jugarían las semifinales ante Alemania Federal, una suerte de lotería funesta que acabó por no tocar. Porque dos goles de Völler sellaron el pase de los germanos (2-0), la eliminación de España y la salida de Miguel Muñoz de la selección. El testigo lo recogería Luis Suárez, que era el seleccionador de la Sub-21, campeona de Europa por primera vez en su historia bajo sus órdenes apenas dos años antes, en 1986.
En el horizonte aparecía ya el Mundial de Italia, la segunda casa del mítico Luis Suárez.
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Al nuevo técnico nadie le discutía los méritos, pero muchos lo acusaban de plegarse en exceso a los designios de unos jugadores que empezaban a ser conscientes de su estatus de estrellas y, en algunos casos, intentaban aprovecharse de ello para influir en algunas de sus decisiones. A Míchel, un jugador joven, pero con mucho carácter y temperamento, ya se le acusaba de eso en aquella época. Y dicen que cuando el río suena, agua lleva…
Porque Míchel ya había dado muestras sobradas de su fuerte personalidad. Era un tipo al que le gustaban las bromas (hacerlas él, se entiende), un futbolista consciente de su talento, de su ascendencia sobre el resto de jugadores, de su fama, de la imagen que proyectaban todos los integrantes de la Quinta sobre los aficionados del Real Madrid y sobre gran parte de los de la selección española, pero que no estaba demasiado acostumbrado a las críticas.
Y, claro, pocas hubieron cuando unos chicos madrileños formados en la escuela del club revolucionaron la manera de jugar del equipo y, además, dominaron con puño de hierro las competiciones domésticas. Pero las voces discrepantes empezaron a surgir tras la inexplicable eliminación en semifinales de la Copa de Europa ante el PSV Eindhoven en 1988.
El Real Madrid venía de tumbar al Nápoles de Maradona, al Porto de Rabah Madjer, defensor del título, y a su particular ogro, el Bayern de Múnich, y creyeron que lo más difícil ya estaba hecho. Se relajaron los blancos en la ida y el PSV sacó un empate a uno en el Bernabéu que valía su peso en oro.
Pese a ello, para el partido de vuelta los de Leo Beenhaker creían que el pase estaba en su mano. Bastaba con ganar en Eindhoven. Y se confiaron de nuevo. Y empataron a cero. Y se quedaron a las puertas de una final de la Copa de Europa que se llevó el PSV en los penaltis ante el Benfica (0-0). Fue la oportunidad de la Quinta del Buitre de haber pasado definitivamente a la historia. Pero se esfumó…
De hecho, al año siguiente, tras la retirada de los futbolistas que aportaban más carácter al juego del Real Madrid (Camacho, Santillana, Maceda…), la inconsistencia de la Quinta del Buitre volvió a quedar de manifiesto. Y sus buenos partidos ante buenos equipos no bastaron para tapar sus noches de desconexión en encuentros trascendentales. Como el 5 a 0 ante el Milan de Arrigo Sacchi en la vuelta de las semifinales de la Copa de Europa de 1989 tras un empate a uno en el Bernabéu.
La debacle tuvo lugar el 19 de abril y el Real Madrid acabó ganando la Liga, sí, pero cargó con esa cruz (y la de Eindhoven del año anterior) el tiempo que quedaba de Quinta del Buitre. Que parecía mucho, porque Míchel, Butragueño, Sanchís y Martín Vázquez tenían entonces entre 25 y 26 años y estaban entre la florinata de los futbolistas europeos. Pero el público del Bernabéu empezó a considerarlos flojos de carácter. Sin autocrítica. Sin capacidad de mando. Sin suficiente orgullo. Sin la garra necesaria. Sin espíritu ganador.
Míchel, muy descontento con las críticas, respondió a su manera. Era el 18 de junio de 1989 y en el Santiago Bernabéu se disputaba el último encuentro de una Liga que el Real Madrid tenía prácticamente ganada, pero que debía asegurar venciendo al Espanyol de Barcelona. Aunque el público, dos meses después, seguía viendo enfrente la presencia imponente de los Van Basten, Gullit, Rijkaard y compañía. Por eso silbaban cualquier fallo de equipo.
Entonces, con el Madrid a lo suyo, venciendo ya por tres a cero al filo del descanso, Míchel falló un pase fácil. Como durante casi todo el primer tiempo, parte del público le silbó. Entonces, el futbolista levantó la mano asqueado, como quien envía a paseo sin contemplaciones a su interlocutor, se giró visiblemente enfadado, se fue hacia el banquillo blasfemando y salió del campo.
Sin más…
Como cuando en un partidito entre amigos en el parque no te sale nada, se te burlan, te enfadas hasta con el apuntador y te largas. Y suerte que la pelota no es tuya, que si no te la llevas y dejas a los demás con un palmo de narices.
Así lo hizo Míchel… Porque se lo consintieron, claro…
De hecho, el futbolista dijo dos días después que quería irse del Madrid. Entonces, el equipo y la directiva hicieron piña con él mientras la afición blanca no sabía qué pensar. Se le criticaba, sí, pero… ¿y si se iba de verdad? ¿Quién le metería los centros a Hugo Sánchez que casi siempre acababan en gol?
Al final, no se fue. Se le pasó la rabieta y siguió adelante vistiendo la camiseta blanca. Y la roja de la selección. Y ganó la última liga de la Quinta del Buitre, la quinta consecutiva, la 1989-90, justo antes de partir hacia Italia para disputar el Mundial a las órdenes de Luis Suárez como uno de los referentes de la selección española.
Esa cita iba a grabarse a fuego en el corazón de Míchel y en el de sus incondicionales.
Y también en el de sus detractores. Sobre todo en el de sus detractores...
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Todo empezó en el estadio Friule de Udine el 13 de junio de 1990. Allí debutaban en el Mundial España y Uruguay, integrantes del grupo E junto a Bélgica y Corea del Sur, que abrieron fuego un día antes con victoria de los Diablos Rojos por dos tantos a cero. Con la presión de ese marcador, españoles y charrúas saltaron al terreno de juego presa de los nervios y con bastante más miedo a perder que ganas de ganar.
Con todo, una Garra Charrúa que contaba con Enzo Francéscoli a los mandos y con Rubén Sosa como referente ofensivo quiso un poco más. Y, de hecho, la Celeste tuvo el triunfo en las botas del delantero de la Lazio, quien dispuso de un penalti a tres minutos para el final que lanzó muy por encima del larguero de la portería defendida por Zubizarreta.
Poco más dio de sí un partido soporífero donde nadie hizo nada especial por ganar y donde los supuestos artistas españoles (Míchel, Martín Vázquez y Butragueño, sobre todo) estuvieron desaparecidos en combate. Evidentemente, el choque acabó cero a cero.
Ese debut mundialista triste, gris, sin goles y sin juego pone a España y a Míchel en el disparadero. De entrada, 16 jugadores de la selección española comparecen ante los medios tras el partido. Sólo hay preguntas para tres de ellos. Evidentemente, uno de los escogidos fue Míchel, al que acusaron de pasearse durante el encuentro. Los medios de comunicación no se anduvieron con chiquitas y se cebaron con él y con el equipo. Ahí van algunos de los titulares:
“España buscó un empate miserable”.
“Una presentación en el Mundial catastrófica, rozando el ridículo”.
“Míchel, un jubilado de oro a los 26 años” (aunque en realidad ya había cumplido los 27).
“Míchel, una basura de jugador”. Así, tal cual.
Hasta los futbolistas retirados, en su labor de comentaristas, dejaron una perla tras otra.
Jorge Valdano, a quien Bilardo dejó fuera de la cita mundialista a última hora pese a haber superado una hepatitis, dijo: “Lo peor no es jugar bien o jugar mal; lo peor es no querer jugar”.
Y Alfredo Di Stéfano, amigo personal de Suárez y el primer técnico que le dio la oportunidad al grueso de los integrantes de la Quinta del Buitre, remató: “Lo peor de todo es la cara que se nos ha quedado a todos”.
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Pero Luis Suárez, gato viejo, aunque le acusan de ser un muñeco en manos de los jugadores de más peso de la selección, pasa de las críticas y le vuelve a dar la batuta a Míchel en el duelo ante Corea del Sur. Además, quita al delantero del Atlético de Madrid Manolo, máximo goleador español en la liga, y alinea a Julio Salinas junto a Butragueño. Como en el 86. Y tal como aseguran que le pedían los pesos pesados de la selección. Algo indemostrable, aunque dicen que cuando el río suena…
El caso es que el partido que se ha convertido en toda una final para España. Y Míchel, esta vez sí, responde en el terreno de juego en el momento más crítico. Mete tres goles, cada cual más espectacular, y los va celebrando con gestos cada vez más furiosos. Sobre todo el último.
El primero lo hizo a los 23 minutos, cuando los surcoreanos ya habían dado algún susto a Zubizarreta. Villarroya recibió un balón en el carril izquierdo y metió un centro al área. Por el vértice derecho apareció Míchel para empalarla y cruzarla al palo contrario. Uno a cero y gran suspiro para España y para Míchel, que salió en estampida agitando los brazos y mascullando unas palabras que nadie pudo descifrar, pero que no parecían demasiado agradables.
Pero, claro, no es oro todo lo que reluce. Y los surcoreanos volvieron a meter el miedo en el cuerpo de los españoles en cuanto tuvieron ocasión. Lo hizo Hwangbo Kwan, que en un libre indirecto desde el borde del área metió el balón en la escuadra de Zubizarreta. Faltaban dos minutos para el descanso y la final volvía a empezar para los muchachos de Suárez.
En la segunda mitad España salió a resolver el encuentro y tuvo un buen puñado de ocasiones, pero no había manera de perforar la portería de Choi Ing-Young. Hasta que Míchel volvió a hacer diana en un lanzamiento de falta magistral desde la parte izquierda que supera la barrera y entra por la mismísima escuadra. El centrocampista saltaba de alegría, pero lo mejor aún estaba por llegar…
A nueve minutos para el final, Míchel recoge un rechace de cabeza de Salinas en la parte derecha del interior del área surcoreana. Controla con la izquierda entre dos contrarios, a los que esquiva con un elegante movimiento, cambiándose el balón a la pierna derecha. Le sale al paso un tercer defensor y Míchel vuelve a amagar con disparar con la derecha para cambiarse la pelota a la izquierda. Con dos movimientos se queda solo ante el portero y le cruza el balón raso para hacer un auténtico golazo (3-1). Clase pura.
Y ahí sí que estalló toda su furia a duras penas contenida… Porque su celebración fue una respuesta contundente a las todas críticas del primer partido que oyó todo el estadio. “¡Me lo merezco!”, grita mientras se golpea en el pecho señalándose y corriendo como un poseso con los brazos extendidos. “¡Toma ya!”, grita otra vez totalmente fuera de sí.
Y esa España de Suárez (¿o de Míchel?), ya resarcida tras el tropiezo ante Uruguay, acaba de redimirse ante Bélgica, su verdugo en el Mundial de México 86. El míster repite alineación. Y otra vez el protagonismo de Míchel es incuestionable, ya que el centrocampista del Real Madrid transforma primero un penalti cometido sobre Julio Salinas y pone después un balón parado perfecto a la cabeza de Górriz para sellar con victoria el último encuentro de la fase de grupos y alcanzar la primera plaza.
El futbolista parece haber cambiado por fin las lanzas por flores. Las críticas por halagos. Las pullas por elogios. Pero en lontananza se atisba ya una Yugoslavia capaz de lo mejor y de lo peor en los octavos de final. Y a Míchel aún le queda por afrontar un último trance.
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Yugoslavia, entrenada por Ivica Osim, es una mezcla de veteranía y juventud, un cóctel imprevisible entre algunos de los campeones del Mundial juvenil de 1987, entre los que se encontraban los croatas Prosinecky, Suker y Robert Jarni, otros jóvenes de entre 23 y 25 años que ya habían demostrado su calidad como Savicevic, Katanec, Pancev o Stojkovic y veteranos curtidos en mil batallas como el meta Ivkovic, los defensas Vulic y Jozik o los veteranos del PSG Safet Susovic y Zlatko Vujevic.
El caso es que los yugoslavos alcanzaron los octavos sin pena ni gloria. De hecho, cayeron estrepitosamente en su estreno ante una RFA arrolladora (4-1) y los medios de comunicación comenzaron a olvidarse de ellos y a no tenerlos en cuenta para el torneo. Sin embargo, en la final en la que se convirtió el segundo partido ante Colombia, los balcánicos vencieron con un solitario gol del defensa Jozik que les dio la tranquilidad suficiente para cerrar la primera fase sin sobresaltos ante Emiratos. En ese último encuentro Yugoslavia se impuso con rotundidad por cuatro goles a uno y, además, se estrenaron Pancev (que hizo dos goles) y la emergente estrella Prosinecky, que cerró el marcador ya con el tiempo cumplido.
El encuentro entre ibéricos y balcánicos parecía un duelo bastante igualado a priori, quizá con un punto de favoritismo para los de Luis Suárez, que contaban con futbolistas más mediáticos que los jóvenes talentos yugoslavos, casi todos jugando en el Estrella Roja o el Partizán y menos conocidos por los aficionados europeos.
26 de junio de 1990. El estadio Marcantonio Bentegodi de Verona presenta un aspecto sensacional pese a que el encuentro entre España y Yugoslavia se disputa a las cinco de la tarde bajo un sol de justicia.
La puesta en escena de España es casi perfecta. Es el mejor partido de los de Suárez en lo que va de Mundial. Los de rojo mueven mejor la pelota y llegan con más frecuencia a la portería defendida por Ivkovic, sobre todo por la insistencia de un Martín Vázquez que parece desatado. Pero el Buitre no anda fino en el remate y cada llegada de los yugoslavos, aunque muy puntual, genera mucho peligro.
En la segunda mitad la decoración no cambia. Martín Vázquez dispara fuera por poco desde la frontal. Otra vez Martín Vázquez se marca un jugadón partiendo desde la izquierda y driblando a todos los balcánicos que se le ponen por delante, pero decide jugársela él solo y manda su remate fuera. Górriz mete la cabeza en un balón parado que se encuentra Ivkovic en la misma línea de gol. El Buitre remata solo en el área un centro desde la derecha. Mete la cabeza con elegancia y el balón describe una parábola preciosa que acaba en el palo de la portería balcánica. Se masca el gol de España… y llega el de Yugoslavia.
Un centro de Vujokic desde la izquierda del ataque yugoslavo lo prolonga Katanec de cabeza dentro del área. El balón que vuela lo ve el mago Stojkovic, que amaga con disparar en las narices de un defensor que se arrastra por el césped intentando repeler el remate la pelota. Pero el mago no chuta. Controla la pelota con la diestra, la aparta de la trayectoria del defensa y después, con toda la tranquilidad del mundo, bate a Zubizarreta. Cero a uno. Golazo antológico. Y faltan sólo doce minutos para el final.
Por suerte para Míchel y compañía, cinco minutos después el oportunismo de Julio Salinas arregla el entuerto. En una jugada medio embarullada, Martín Vázquez suelta un mal disparo cruzado desde el interior del área. El balón se pasea por el área pequeña de los balcánicos y en el segundo palo aparece Salinas yendo al suelo para meter la pierna en posición poco ortodoxa. El gol es feo, como casi todos los suyos, pero vale igual. Uno a uno y a la prórroga.
Empieza la prórroga. España parece fundida.
Los penaltis planean en el horizonte.
Pero todo cambia a los dos minutos.
Falta en la frontal a favor de Yugoslavia. Zubizarreta coloca una barrera de cinco hombres.
Stojkovic planta la pelota y toma carrera antes de golpear a la pelota con la pierna derecha. Le ha metido una buena rosca de fuera a dentro, buscando superar la barrera por el exterior, justo por la posición que ocupa Míchel.
Los integrantes de la barrera se mantienen quietos. De puntillas. Expectantes.
¿Todos? No, todos menos uno.
Porque Míchel se gira y se agacha levemente. Inconscientemente. Sólo es una fracción de segundo. Pero es justo el peor momento.
Y por ahí, por el hueco que deja la cabeza de Míchel, pasa el obús de Stojkovic, que mete un golazo y clasifica a Yugoslavia para los cuartos de final del Mundial.
Míchel, que seguro que no quería, vuelve a ilustrar las portadas de los diarios deportivos.
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Y el seleccionador, cuestionadísimo, de momento se queda. Aunque por poco tiempo. Porque Suárez, que tenía firmado un contrato de dos años que le permitiría sentarse en el banquillo en las Olimpíadas de Barcelona 92, cae en abril de 1991, cuando el presidente de la Federación Española, Ángel María Villar, ve complicadísima la clasificación para la Eurocopa de Suecia de 1992 tras varios traspiés.
Llega Vicente Miera, entrenador de la sub 21, en una apuesta continuista, ya que sigue confiando en una Quinta del Buitre a la que no le alcanza para darle la vuelta a la situación y clasificarse para la Eurocopa. Miera, no obstante, se sienta en el banquillo de la selección olímpica y conquista el oro con una gran generación de futbolistas dispuesta a suceder a la Quinta en la selección absoluta.
Y lo hacen, aunque tendrían que esperar a la llegada de Javier Clemente al banquillo de España. Que ese sí que llegó para hacer una buena limpia. Y, claro, una de sus primeras decisiones fue prescindir primero del Buitre y después de Míchel y de lo quedaba de Quinta camino del Mundial de Estados Unidos 1994. Pero eso será más adelante.
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De momento, tras el Mundial de Italia, y pese a las críticas, Míchel seguía siendo mucho Míchel. Pese a que su equipo cedió el cetro liguero al FC Barcelona de Johan Cruyff tras cinco temporadas consecutivas de dominio. Cedió el cetro y también el fútbol, que se lo quedaron los blaugranas para empezar a escribir unas cuantas páginas de una época dorada. Aún así, la Quinta del Buitre seguía siendo un rival de cuidado y, ya sin Martín Vázquez en el equipo, Míchel era su embajador más fiable.
De hecho, en el inicio de la temporada 1991-92, la imagen de Míchel daría la vuelta al mundo. En un lance aparentemente intrascendente del encuentro de la segunda jornada de liga entre el Real Madrid y el Valladolid, el futbolista blanco se emparejó con el Pibe Valderrama en un saque de esquina. Ni corto ni perezoso, y sin mediar palabra, Míchel se plantó delante del colombiano y le toqueteó los genitales un par de veces ante la incredulidad del debutante en la Liga, que no sabía qué estaba pasando.
Entonces no había ni la mitad de la mitad de la mitad de cámaras de televisión que hay ahora en un partido de fútbol, pero algunas había. Y por la noche, en el programa deportivo Estudio Estadio, de Televisión Española, alguien cayó en la cuenta de lo que había pasado en el terreno de juego y reprodujeron las imágenes. Y claro, la tocadita de Míchel a Valderrama dio la vuelta al mundo rápidamente.
Si Míchel no había pasado inadvertido casi nunca, a partir del tocamiento ya no hubo piedad. En todos los campos de España entonaban al unísono un cántico que hoy sería motivo de cierre de estadio, pero que entonces se cantaba sin remilgos: “Maricón, maricó-ó-ón. Míchel, Míchel, Míchel maricón”. Así, todo seguido. En cada estadio. En todas y cada una de las jornadas que el Madrid jugaba fuera. Hasta su retirada del fútbol y más allá, la dichosa tonadilla persiguió a Míchel allá por donde fuera.
En Tenerife, por ejemplo, donde el Real Madrid se dejó dos ligas seguidas cayendo en el último partido ante el mismo rival para entregárselas a su eterno rival, el FC Barcelona, que ganó cuatro torneos seguidos en pleno declive de una Quinta sin recambio cuyos integrantes, aunque no lo pareciera, cedieron esos cuatro títulos en toda su plenitud futbolística, entre los 27 y los 31 años.
Pero fue todo el cóctel íntegro el que destruyó definitivamente a los futbolistas de la Quinta. Butragueño salió del club rimbo al Atlético Celaya mexicano en el verano de 1995, cuando el Real Madrid había vuelto a ganar la Liga tras cuatro años de sequía, pero sin apenas protagonismo de la Quinta. Había llegado Zamorano. Había llegado Laudrup. Había aterrizado Quique Sánchez Flores. Había irrumpido con todo Emilio Amavisca. Y había debutado un joven delantero llamado Raúl González. Así que Míchel decidió irse a México con Butragueño un año más tarde para acabar retirándose a la conclusión de la temporada 1996-97. Tenía 34 años.
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Allí en Celaya nadie le había cantado la cancioncita de marras, pero en España no se acaba de olvidar el episodio. Por eso, ya en el año 2001, el recordado Loco de la Colina le hizo una entrevista a Míchel en su programa “Vagamundo” de Canal Sur y no dudó en preguntarle sobre el tocamiento y sus consecuencias. Concretamente, le preguntó si su mujer había visto la escena. El exfutbolista le respondió que sí y el periodista quiso saber un poco más.
—¿Y qué te dijo?— que le pregunta el Loco de la Colina con toda la intención.
—Se sintió celosa— con ojitos de bueno y mirando a cámara que contestó Míchel.
Y se rieron los dos a carcajada limpia. Pero Míchel tenía ganas de marcha, y siguió.
—Se sintió celosa porque adivinó en mi cara y en mi gesto algo más que una simple broma— con la sonrisa intacta que lo dijo.
Y a seguir. ¡Balón fuera que salimos!
Pero el que también se lo tomó con mucho humor fue Carlos Valderrama, que no dudó en protagonizar un anuncio de la revista Líbero para prevenir el cáncer testicular en el año 2017. ¡En el 2017! Veintiséis años después de los hechos.
En el vídeo aparecía el Pibe y, sobre la imagen de Míchel tocándole los genitales, hablaba: “No sentí dolor, pero un poco me emputé… Si hubiera sentido dolor tendría que haber consultado al médico. Así se detecta un cáncer testicular. Por eso amigo quería darte las gracias por haberme tocado los huevos en tres simples pasos para detectar el cáncer testicular”.
Y a seguir también.
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Pese a todo, con Míchel ya ejerciendo primero de comentarista y luego de entrenador, en algunos campos aún le seguían recordando el momento con la “alegre” tonadilla. Como muestra, un botón. Corría el año 2017 cuando Míchel visitó el Camp Nou dirigiendo el Málaga y le pidió al árbitro González Fuertes, medio en broma, que parara el partido porque le estaban llamando maricón. ¡Aún le cantaban la cancioncita en 2017!
Aunque en ese momento, como los tiempos siempre cambian, para bien o para mal, y avanzan y fluyen, Míchel ya había pasado de ser carne de canto de mal gusto a carne de meme.
Porque al exfutbolista, que le fue bastante bien de entrenador en algunos clubes, sobre todo en el Getafe y en el Olympiakos griego, se le giró la tortilla en algunos otros (Sevilla u Olympique de Marsella) y, como cualquier técnico, acabó saliendo de algunos de ellos por la puerta de atrás.
Y en algún momento puntual de su larga trayectoria en los banquillos surgió el meme… Aunque datarlo es complicado. De hecho, nadie sabe exactamente cómo, quién, ni en qué momento se inventó una frasecita simple y efectiva, “¡Suena Míchel!”, y se colocó bajo la imagen del jugador para crear uno de los memes más famosos del mundo.
Al principio la dejaban caer (la frasecita, se entiende) en foros de prensa deportiva especializada algunos aficionados cada vez que un equipo grande echaba a un técnico. No se sabe si en broma o en serio. Quizá empezó en serio, con algún periodista con ganas de medrar recomendando a Míchel para el banquillo de un equipo grande. Pero pronto quedó claro que era más bien en plan de broma. Sobre todo cuando pasó a leerse en todo tipo de foros que nada tenían que ver con el fútbol y, a veces, ni siquiera con el deporte.
Que dimite el presidente de un país remoto… “¡Suena Míchel!”.
Que destituyen a un alto cargo a acusado de corrupción… “¡Suena Míchel!”.
Que REM anuncia su separación definitiva… “¡Suena Míchel!”.
Que Benedicto XVI renuncia al Papado… “¡Suena Míchel!”.
Qua a Juan Carlos I le da por abdicar… “¡Suena Míchel!”.
Que se suspende un concierto de cualquier artista importante… “¡Suena Míchel!”.
Que se jubila el director de la Filarmónica de Berlín… “¡Suena Míchel!”.
Que se separan Brad Pitt y Angelina Jolie… “¡Suena Míchel!”.
Que se incendia Notre Dame y alguien tiene que restaurarla… “¡Suena Míchel!”.
Y claro, al parecer, Míchel acabó un poco hartito de que le tocaran tanto los... Aunque dicen que quien a hierro mata, a hierro muere. Y, si los hechos no engañan, fue él el primero en tocárselos a otro delante de todo el mundo, pese no medir del todo bien las consecuencias. O, al menos, eso dicen… que cuando el río suena, agua lleva.
De hecho, cuenta la leyenda que si te paras a escuchar atentamente el sonido del agua resbalando por el lecho pedregoso de un río con la decidida actitud taoísta de convertirte en agua (¡Be Water, my Friend!) quizá aciertes a discernir (aunque sea a modo de psicofonía o de murmullo balbuceante) cómo se oye claramente un demoledor “¡Suena Míchel!” que puede echar por tierra todas tus expectativas (de convertirte en agua, se entiende).
¿O no?