"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

viernes, 25 de marzo de 2022

La tragedia de Sarrià. Cae la Brasil de Telé Santana en el Mundial 82

El Brasil de Telé Santana en el Mundial 82 era una auténtica máquina de jugar al fútbol. Un equipo que despachaba fútbol por los cuatro costados. Capaz de jugar en corto y al pie, al trote, y desmelenarse en un segundo por cualquier parte del campo, con cualquiera de los artistas que conformaban una escuadra inolvidable.

Un conjunto que jugaba al ataque con todas sus consecuencias en un tiempo en que nadie quería jugar así de expuesto. En un mundo de defensa y contraataque quedó la canarinha, y acaso la Francia de Michel Hidalgo, como la gran exponente del otro fútbol, el que busca entretener y hacer disfrutar al aficionado, transportándolo a la infancia, al fútbol de la calle donde todo era posible.

Y esa selección se quedó sin corona, sin ningún título que corroborara su osada apuesta, pero consiguió hacer disfrutar con su magia a todos los aficionados al fútbol.

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Telé Santana, un seleccionador que anteponía la belleza al resultado siempre, confeccionó ese equipo inolvidable a partir de un centro del campo colosal, heredero del jogo bonito del Brasil de los 5 dieces de México 70. Un centro del campo formado por virtuosos de la pelota con un talento inigualable en el que resultaba prácticamente imposible detectar quién era el mejor, en quién residía el espíritu de ese grupo, quién iba a romper el partido, por dónde iba a hacerlo y en qué momento lo haría. Porque todos improvisaban. Todos sorprendían. Todos aceleraban el ritmo de repente. Todos jugaban a la pelota como querían. Y ahora… donde leyeron todos, pongan cualquiera. Es lo mismo.

Eran Zico, Sócrates, Falcao y Toninho Cerezo los grandes exponentes de ese equipo, acompañados por dos laterales extraordinarios que jugaban más de extremos que de laterales, Junior y Leandro, y por un extremo que jugaba donde realmente donde quería, Eder, capaz de aparecer en el lugar del campo más insospechado y darle desde ahí una marcha más al juego, una velocidad más, siempre con el balón cosido a su bota.

El diez de esa selección era Zico, el Pelé blanco, con un guante de seda en la pierna derecha para mover a su equipo y un golpeo extraordinario, milimétrico y potentísimo para lanzar desde cualquier posición en parado o en jugada. Era quizá era el más talentoso de ese equipo.

Pero el capitán, el emblema, el líder, el que rubricaba en el campo el sello de las ideas de Telé Santana era Sócrates. Un jugador de 1’93 que calzaba un 37 de pie, que siempre conducía con la cabeza levantada, que movía el balón con una fluidez increíble, que hacía pases de tacón tan potentes y precisos como muchos no saben hacerlos de cara, con un disparo colosal y una capacidad de llegada al área contraria inaudita.

Falcao era el cinco de una selección sin cinco. Era un centrocampista que anclaba al equipo desde el toque y la posición, desde la elegancia y la inteligencia. Y, junto a él, Cerezo completaba ese centro del campo único con su capacidad innata para ver el fútbol y jugarlo, compenetrándose a la perfección con todos sus compañeros, ocupando los huecos que ellos dejaban e intercambiando posiciones con desparpajo, fluidez y naturalidad.

Dicen los expertos que pudieron gozar de ese equipo que hubiera sido una máquina perfecta y prácticamente invencible de haber tenido un portero de garantías y un delantero centro de los que suelen salir en Brasil cada pocos años. El de esa selección era Serginho, un corredor incansable que las peleaba todas, que no era malo, pero, desde luego, no se acercaba a la calidad de sus compañeros del centro del campo. La culpa no era suya, ni mucho menos. Es que los otros eran buenísimos.

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Esa selección brasileña capitaneada por el Doctor Sócrates empezó arrasando en España. En el primer partido de la primera fase se encontró con la necesidad de remontar el gol inicial de la Unión Soviética. Lo intentaron los brasileños sin suerte, hasta que a falta de quince minutos para el final, el ocho cogió el balón en la posición de interior izquierdo en tres cuartos de campo, se orientó hacia la derecha sorteando un primer defensor soviético, dejó sentado al segundo con un toque más hacia la derecha y lanzó un misil desde la frontal del área que el mítico guardameta Dassaev, heredero de Yashine, sólo pudo ver volar camino de la escuadra. El indetectable Eder se sumó a la fiesta y acabó de remontar el choque a dos minutos del final con otro soberbio disparo típicamente brasileño, una pelota que él mismo levanta para empalmar una folha seca fantástica que volvió a dejar de piedra al gran portero soviético.

Ese fantástico equipo vencería con comodidad ante Escocia por 4 a 1, aunque volvió a empezar perdiendo, y ante la debutante Nueva Zelanda por 4 a 0. Pero en el grupo de cuartos de final (sólo el campeón de ese grupo de tres se clasificaría para las semifinales) pagó la desidia en la primera fase de argentinos e italianos y esas tres potentísimas selecciones conformaron el grupo de la muerte.

Los italianos derrotaron a la Argentina de Menotti, Kempes y Maradona por 2 a 1 en el partido que abría el grupo y luego le tocó el turno a los de Tele Santana de medirse a los todavía campeones del mundo. Ni Kempes ni Maradona pudieron hacer sombra a los artistas brasileños, que dominaron el choque a su antojo, se adelantaron a los 11 minutos con un gol de Zico y mantuvieron la pelota y el dominio del partido generando las mejores ocasiones.

En la segunda parte no cambió la decoración. Los amarillos dejaron el balón a los argentinos y los mataron en cada contra. Daba la sensación de que creaban peligro sólo con desearlo. Y sentenciaron con tantos de Serginho y de Junior. Después, Maradona fue expulsado por una entrada fruto de la impotencia a falta de 4 minutos y Ramón Díaz hizo el del honor a punto de acabar el choque. Argentina estaba eliminada, mientras que Brasil e Italia se jugarían entre ellos el pase a las semifinales. El empate le bastaba a Brasil.

Ese duelo dramático, en el viejo estadio de Sarrià, marcó a todos los integrantes de esa maravillosa selección brasileña. Un espectáculo de partido entre el jogo bonito brasileño y su kriptonita, un equipo cerrado que jugaba a la contra con una velocidad endiablada y en el que iba a despertar su ariete, Paolo Rossi, medio dormido hasta justo ese instante del torneo.

El delantero juventino anotó el primero a los 5 minutos, de cabeza tras un centro de Cabrini, para poner el partido patas arriba desde el inicio. Y empató Sócrates sólo 7 minutos después batiendo raso al meta Dino Zoff por el palo corto tras una jugada con Zico. Vuelta a empezar. Con Brasil dominando, buscando un gol, con tranquilidad, como siempre, aunque el empate les sirviera, e Italia esperando su oportunidad. Y la tuvo el combinado transalpino a los 25 minutos cuando Cerezo, el más seguro de los centrocampistas brasileños, perdió un balón y Rossi montó una contra fulgurante para volver a adelantar a Italia. Y los brasileños, de nuevo a jugar, de nuevo a proponer, de nuevo a inventar.

En la segunda parte, el acoso brasileño no tenía fin y acabó dando sus frutos. Primero fallaron unas cuantas ocasiones claras antes de que Falcao anotara el tanto que volvía a poner el empate en el marcador y a meter de nuevo a Brasil en las semifinales del torneo. Pero Rossi sólo esperó 6 minutos más para marcar de nuevo y darle la vuelta a todo. Esta vez fue a la salida de un córner muy mal defendido por los brasileños que dejaron la pelota suelta dentro del área para que Rossi acabara empujándola de nuevo a la red. Y volvió la canarinha a tratar de responder. Asedió de nuevo a Italia y tuvo el empate en la cabeza de Óscar, pero ganaron los guantes de Zoff, que hizo una parada impresionante para clasificar a la azzurra. Y a los amarillos les tocó hacer las maletas.

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Los brasileños llamaron a ese partido La tragedia de Sarriá. De hecho, Zico dijo más tarde sobre el partido: “Creo que no importaba los goles que marcásemos. Los italianos iban a ser capaces de marcar siempre uno más”. Aunque Sócrates, justo después de acabar el choque, lo sintetizó a la perfección: “Perdimos. Mala suerte y peor para el fútbol”. Porque el Doctor insistía en una idea muy bella y muy suya: “No hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden”. Y eso la canarinha del 82 sí que lo consiguió: permanecer en el recuerdo colectivo pese a la derrota con un fútbol de ataque, bello, alegre, preciso, veloz, despreocupado, ágil y sorprendente.

Sócrates, Zico, Falcao, Júnior y Óscar aún disputarían otro Mundial con la canarinha, el de México 86, pero la derrota del 82 había hecho daño en Brasil, que apostó 4 años más tarde por un fútbol un poco más práctico y menos preciosista con sus estrellas del 82 ya en la recta final de sus carreras. Al final, el resultado fue el mismo, pero sin gloria ni recuerdo, porque Brasil cayó en la tanda de penaltis ante la Francia de Platini, otra vez en cuartos de final.

Zico jugó 71 partidos con la selección brasileña y anotó 48 goles. Sócrates disputó un total de 60 partidos con la canarinha. Y marcó 22 tantos. Nunca ganaron nada con la verdeamarelha. Bueno, se ganaron el recuerdo eterno, que es muchísimo más. El hermano de Sócrates, Raí, sin ir más lejos, fue un magnífico jugador también. Ídolo en el Sao Paulo y el París Saint Germain. Y fue campeón del mundo con la canarinha en Estados Unidos en 1994. Pero todos recuerdan mucho más a Sócrates y a Zico y a la fabulosa selección del 82. Ésa que nunca ganó nada por culpa de la Tragedia de Sarriá.

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