"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

martes, 14 de junio de 2022

Argentina 78, el Mundial del dolor y la gloria

“Me parece que soy de la quinta que vio el Mundial 78.
Me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor”.
Crímenes perfectos, de Andrés Calamaro


“Fue cuando se callaron las iglesias.
Fue cuando el fútbol se comió todo
que los padres palotinos y Angelelli
dejaron su sangre en el lodo.
Todo está escrito en la memoria
refugio de la vida y de la historia”.
La memoria, de León Gieco

La Copa del Mundo de Argentina en 1978 estará marcada para siempre por celebrarse en un país donde la dictadura de la Junta Militar había ideado desde las cloacas del estado un aparato de terror perfectamente orquestado que consistía en secuestros, torturas, desapariciones, asesinatos a gran escala y robos de niños de los represaliados. Y en ese contexto se celebró el Mundial del dolor argentino.

Que fue, a la vez, el Mundial de la gloria argentina. El Mundial en el que el capitán de la albiceleste, Daniel Passarella, alzó por primera vez la Copa del Mundo entre la exultación de un pueblo que ansiaba ese trofeo desde la primera edición de 1930 celebrada en Uruguay. Y lo hacía apenas a unos ochocientos metros de un centro clandestino de detención, tortura y exterminio y a unos quinientos de donde caían los cadáveres de los asesinados, que eran, aproximadamente, el 90% de los desaparecidos.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque mientras las madres de la Plaza de Mayo se reunían cada jueves ante la Casa Rosada para exigir a la Junta Militar noticias sobre sus hijos desaparecidos, la gente en la calle vivía con intensidad cada detalle de la Copa del Mundo, la llegada de las selecciones participantes, la ceremonia inaugural, cada partido del torneo, y apoyaba con toda su alma a la selección argentina, la de Menotti, un técnico de izquierdas, de ideología comunista, al que los militares habían mantenido en el cargo por la única razón de que creían que era el más indicado para hacer posible que Argentina levantara la Copa.

Paradojas de la vida.

Porque mientras los aficionados llenaban el Monumental para ver cómo la albiceleste sufría en su debut ante Hungría para remontar el tanto de los magiares e imponerse por dos tantos a uno, en la Escuela de Mecánica de la Armada (la ESMA), a apenas 800 metros del estadio, a los torturados les llegaban con claridad los gritos de los aficionados en medio de su suplicio. A no ser que en ese momento los estuvieran drogando para subirlos en un avión y dejarlos caer aún vivos al Río de la Plata o al Mar Territorial Argentino, donde morían al chocar contra el agua, mientras sus familiares se preguntaban dónde los habrían retenido o qué habrían hecho los militares con sus restos.

Paradojas de la muerte.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque en el momento en que Argentina salía del autobús para entrar al Monumental antes de jugar su segundo partido ante Francia, miles y miles de personas se abalanzaban sobre sus ídolos pidiéndoles un triunfo, animándoles con sus gritos y con sus cánticos hasta el punto de que los mismos jugadores acababan preguntándose dónde se habían metido y quizá deseaban estar en cualquier otra parte.

En ese instante, en la ESMA se ahogaban los gritos de las mujeres retenidas que en ese instante estaban siendo violadas por sus carceleros. Algunas, se quedaron embarazas. Otras, ya lo estaban cuando fueron retenidas. En ambos casos les quitaron a sus bebés y los entregaron a familias adictas al régimen o los dejaron directamente en orfanatos.

Mientras tanto, la selección Argentina volvía a sufrir y Luque volvía a marcar casi al final del partido para vencer a Francia (2-1) y desatar de nuevo el fervor popular.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque mientras la propaganda del régimen repartía octavillas con el lema “Argentinos, derechos y humanos” para contrarrestar la opinión pública internacional que clamaba precisamente contra el ataque directo a los derechos humanos de la Junta Militar, en el estadio de River algunas madres de Plaza mayo se arriesgaban a dejar panfletos en los baños contando lo que pasaba realmente en Argentina durante el encuentro entre Alemania e Italia.

Mientras tanto, los aficionados de la albiceleste se mordían las uñas después de que Roberto Bettega anotara el uno a cero para Italia en el último partido de la primera fase y mandase a Argentina a Rosario a disputar una segunda fase del torneo donde habría de verse las caras con Brasil, Polonia y Perú para estar en la final de la Copa del Mundo, de nuevo en el Monumental.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque mientras el capitán de navío Carlos Alberto Lacoste (más tarde vicealmirante), vicepresidente del Ente Autárquico Mundial 1978, se gastaba lo que tenía y lo que no en la organización del Mundial (apuntan a que costó 517 millones de dólares, unos 400 millones más de lo que costaría organizar el Mundial de España cuatro años más tarde) e incrementaba su patrimonio en el 423% a costa de la Copa del Mundo, las casas de los desaparecidos restaban desvalijadas y sus pertenencias guardadas en el “pañol” del tercer piso del centro de clandestino de detención, tortura y exterminio, para uso y disfrute de los sádicos que perpetraban las detenciones, las torturas, las violaciones y los asesinatos de los que ellos consideraban opositores al régimen.

Porque mientras Kempes se lanzaba bajo palos a detener un remate de los polacos en Rosario que acabó en penalti detenido por Fillol y después despertaba de su letargo goleador para firmar un doblete y ganar el primer partido de la segunda fase, en la ESMA los grilletes cortaban y retorcían la carne de los presos y las capuchas en sus cabezas los sumían en una situación de angustia casi interminable.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque tras el empate a cero entre Argentina y Brasil y la victoria de la canarinha ante Polonia, la albiceleste debía ganar por cuatro tantos de diferencia a Perú para volver al Monumental a disputar la final de su Mundial ante Holanda y el general Videla bajaba al vestuario peruano antes del partido y saludaba uno por uno a los integrantes de la selección inca, quizá prometiéndoles el trigo que unos días más tarde recibirían en forma de regalo de la Junta Militar, mientras el Flaco daba a sus hombres las últimas consignas en el vestuario.

Porque el estadio de Arroyito pareció caerse seis veces, en cada celebración de cada uno de los tantos de la selección de Menotti que se acababa de meter en la final del torneo tras 48 largos años de espera, ahora, por fin, esperanzados, mientras la espera de las madres de la plaza de Mayo no tenía esperanza.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque el día de la final ante Holanda, toda Argentina vibró con su selección. Volviéndose locos con el primer tanto de Kempes, mordiéndose las uñas con el empate de Nanninga y quedándose helados cuando Rensenbrick estrelló el balón en el poste en el último minuto de partido. Y llegando al éxtasis colectivo con los goles de Kempes y Bertoni en la prórroga que daban a Argentina su primera Copa del Mundo.

Incluso algunos presos que sobrevivieron a las torturas en la ESMA, que lo cuentan en voz baja, como disculpándose por un deseo que no deberían sentir. Ellos deberían querer que la selección argentina cayera ante los holandeses porque, al fin, la victoria de la selección era la victoria de la Junta Militar, aunque ni los jugadores ni el cuerpo técnico lo quisieran y, ni mucho menos, lo buscaran. Pero los presos se sentían mal consigo mismos porque no podían evitar desear el triunfo de Argentina.

Raúl Cubas, uno de los primeros desaparecidos supervivientes que se armó de valor para contar lo que vivió, lo expresaba así en el número 60 de la revista “Un Caño”, en junio de 2013: “Mi raciocinio me llevaba a querer que Argentina no ganara la Copa, porque eso fortalecería a la dictadura. Pero estando encapuchado, escuchaba los gritos que llegaban desde el estadio Monumental y yo quería que mi selección ganara el Mundial. Me ganó el sentimiento de hincha. Para la final, me permitieron estar dos días con mi familia. ¿Y sabe qué hice yo? Salí a celebrar, caminé por la avenida Rivadavia hasta Plaza Flores con mi sobrina en mis hombros. Grité, lloré, festejé… Todo esto lo había borrado de mi memoria por años, hay cosas que no me acuerdo, como si las tuviera en blanco. Puede ser que sea parte de la culpa por haber celebrado ese Mundial. Hay cosas que uno no quiere recordar”.

Al final pudo más la pasión por la albiceleste que lo que podía significar en ese momento preciso de la historia un título mundial.

El Mundial del dolor… y la gloria.

Porque los jugadores y el cuerpo técnico de esa magnífica selección argentina vivieron el momento más importante de su vida deportiva, el éxito más grande de sus carreras futbolísticas en un momento totalmente inoportuno y sus sentimientos eran extraños, raros, una mezcla de satisfacción y orgullo por lo obtenido mezclada con la rabia y el estupor ante lo sucedido.

Menotti, el entrenador, lo expresaba así: “Nosotros somos el pueblo, somos las víctimas y representamos lo único legítimo en este país: el fútbol. No jugamos para las tribunas llenas de militares sino para la gente. Nosotros no defendemos la dictadura sino la libertad”.

Passarella, el capitán, lo hacía, tras el paso del tiempo, con estas palabras: “Por una cuestión ética no deseábamos haber estado. Cuando ves una foto levantando la Copa y están Videla, Massera y Agosti ahí te da la tristeza porque todos sabemos lo que pasó y eso desmorona y desmerece un poco nuestro trabajo, lo que nosotros habíamos hecho con tantas ganas… Realmente era doloroso”.

Fillol, el portero, aseguró años más tarde: “Éramos 25 millones de argentinos festajando. Y nosotros, los jugadores, también. Después, cuando pasó el tiempo y llegó la democracia, empezamos a saber todo lo que había pasado. Yo empecé a sentir vergüenza. Siento mucha vergüenza porque me doy cuenta de que se usó esa enorme gesta, la gloria de salir campeón del mundo, para seguir secuestrando, torturando y matando gente. Me da vergüenza decir que fui feliz porque fui campeón del mundo”.

Pero la gente aprovechó los veinticinco días del Mundial para olvidar todo lo que estaba pasando a su alrededor y centrarse única y exclusivamente en los caprichos de la pelota, sufriendo ante las adversidades de la albiceleste y celebrando cada victoria hasta estallar de júbilo definitivamente en la final de los papelitos en el Monumental que acabó en una apoteosis colectiva difícil de describir.

El fútbol.
La vida.

El Mundial del dolor… y la gloria.

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