"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

miércoles, 27 de julio de 2022

Los harakiris de los samuráis azules en la Copa del Mundo

**Advertencia seria: Este texto tarda en leerse el mismo tiempo que le costaba a Oliver Átom recuperar un balón en su campo, avanzar hacia la portería contraria y armar su pierna para lanzar un tiro con efecto que acaba, efectivamente, en gol. 
No diréis que no estabais advertidos.

2 de julio de 2018. El marcador del Rostov Arena señala un sorprendente 0 a 2 en el minuto 68 del encuentro de octavos de final que enfrenta a Japón ante una de las favoritas a levantar la Copa del Mundo, la Bélgica entrenada por Roberto Martínez que cuenta en sus filas con futbolistas de talla mundial como Lukuku, los hermanos Hazard, De Bruyne, Carrasco, Mertens, Kompany, Meunier o el meta Courtois. 

Los nipones han sorprendido a los belgas con los tantos de Haraguchi e Inui al inicio de la segunda mitad y tienen contra las cuerdas a los Diablos Rojos. Tanto, que Roberto Martínez ha quemado todas sus naves y ha tirado del viejo roquero Fellaini para llegar pronto a la portería contraria e imponerse por arriba a los pequeños samuráis azules. De paso, ha sacado también del campo a Mertens y ha metido a Chadli, más rápido y directo. Los dos estaban llamados a ser decisivos en el partido.

Cuatro minutos después del doble cambio, los belgas botan un córner desde la parte derecha del ataque. Suben todas las torres. Y el balón queda muerto en el área nipona. Un defensa despeja de un patadón, con la mala suerte de que la pelota vuela hacia atrás, prácticamente hacia la línea izquierda del área grande. Allí está el defensa Vertonghen, que mete la cabeza y saca un remate en parábola casi inverosímil, desde más allá del segundo palo, muy lejos de la portería, que se convierte en un cirio venenoso que el meta Kawashima no es capaz de parar corriendo hacia atrás, totalmente descolocado. Es el uno a dos en el momento más inesperado. El gol que abre la lata nipona y la puerta a la esperanza de los belgas.

Cinco minutos más tarde, otro córner, esta vez por la izquierda del ataque belga. Los japoneses lo sacan como pueden, pero el balón le vuelve a caer a Hazard en la esquina, en el vértice izquierdo del área. Recorta el capitán de los diablos rojos y mete un centro al corazón del área pequeña donde aparece la cabeza de Fellaini para rematar a quemarropa, hacer estéril la estirada de Kawashima y poner el empate a dos en el marcador.

¿Y qué hicieron entonces los japoneses a falta de un cuarto de hora para el final? ¿Encerrarse y esperar a los belgas para sacar un contra letal? ¿Sacar la bandera blanca a la espera de la prórroga? Nada de eso. Los nipones siguieron intentando controlar el balón y llegar a la meta de Courtois. Los belgas, sorprendidos y aún con el miedo en el cuerpo, no sólo aceptaron la invitación japonesa, sino que la acogieron con los brazos abiertos. Y el partido se vuelve precioso, con ocasiones por ambos bandos sin apenas tregua. Clarísimas casi todas.

Cuando pasan 4 minutos de la hora, los japoneses disponen de un córner a favor. Y allá que se van prácticamente todos los pequeños samuráis al remate, a ver si resuelven el partido y no hay tiempo extra. Pero el saque de esquina va justo al centro del área pequeña, donde los dos metros de Courtois le permiten atrapar la pelota con suma facilidad. El meta no sólo atrapa la pelota, sino que sale con ella en las manos hasta el borde del área grande y se la pasa a ras de suelo a De Bruyne, para que el pelirrojo salga con el balón controlado, con campo por delante y a la velocidad del rayo, mientras una multitud de nipones salen corriendo tras él.

De Bruyne se planta en el centro del campo y tiene enfrente a tres defensas japoneses. Uno le espera y dos están abiertos a las bandas, por donde corren ¡cuatro belgas! Lukaku se cruza arrastrando a su par, Hazard se pega a la izquierda atrayendo al otro defensor, Chadli escolta a De Bruyne en su carrera y Meunier, con todo el carril derecho para él solo, corre sin mirar atrás como caballo desbocado.

De Bruyne espera que le entre el central japonés y justo entonces abre la pelota a la banda derecha, rasa y sin complicaciones, donde recibe Meunier, que levanta la cabeza y la mete, también rasa, al área. Lukaku la tiene franca para el remate, pero ve venir por detrás a Chadli, que sigue la jugada totalmente libre de marca. Se abre de piernas el gigante belga y el centrocampista recién incorporado bate a Kawashima sin piedad y sin remisión. 3 a 2 y Bélgica se enfrentará a Brasil en cuartos de final.

Los japoneses se desploman en el suelo, intentando comprender lo que ha pasado en apenas 10 segundos, los que van desde el saque de Courtais al remate de Chadli. Los 10 segundos más fatídicos para una selección que estaba a punto de hacer historia. A punto de hacer bueno el legado de sus samuráis azules más ilustres, los que no ya están en Rusia por edad, pero que son los que pusieron los cimientos para que ellos lo estuvieran. Se trata de Kazu Miura, Hidetoshi Nakata y Shunsuke Nakamura. Por orden de antigüedad.

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Kazu Miura tenía clarísimo que quería ser futbolista desde que era un niño. En un país en el que el único deporte capaz de hacerle sombra a las artes marciales es el béisbol, importado y asimilado tras décadas de control norteamericano desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el chaval sólo piensa en darle patadas a un balón. Estamos a principios de los 80 y en el país del Sol Naciente el fútbol es totalmente amateur. Y Miura siente que no puede progresar, así que, ni corto ni perezoso, se dispone a hacer una preciosa locura: viajará hasta la Meca de los mejores futbolistas, Brasil, para intentar convertirse en una estrella.

La familia, evidentemente, no lo entiende. Pero Kazu no entiende de nada que no sea su pasión y su locura de triunfar en el fútbol. Al final, su padre, que es un futbolero de los que no quedan y que viajó en su juventud hasta México para presenciar en directo el Mundial del 70, le busca un hueco en la academia juvenil del Juventus de Sao Paulo, y le permite viajar con 700 dólares en el bolsillo. Por suerte, allí hay una gran comunidad japonesa que le puede servir de ayuda para la integración y para solventar el choque cultural instantáneo, además de ayudarle a ganarse la vida mientras no pueda vivir del fútbol. Corría el año 1982 cuando Kazu Miura emprende su aventura. Tenía 15 años.

Entonces, ni Kazu Miura ni nadie podían siquiera imaginar lo importante que iba a ser ese viaje impulsivo de un joven para el devenir del fútbol japonés. Porque en Japón el fútbol estaba empezando a abrirse camino poco a poco desde finales de los sesenta, pero no acababa de despegar. Se había constituido una liga uniendo los equipos procedentes de las empresas con los que venían de las universidades. Todo muy amateur. Pero, a la vez, nuevos aires entraron en la Federación Japonesa de Fútbol, que se postuló y consiguió organizar en 1979 el Mundial Juvenil (el que ganó la Argentina de un jovencísimo Maradona). Dos años más tarde, en 1981, vio la luz el primer número del cómic futbolero por antonomasia, escrito por Yoichi Takahashi, y que pronto se transformaría en una serie de dibujos animados mundialmente famosa: “Captain Tsubasa”, en España titulada “Campeones: Oliver y Benji” y en Latinoamérica “Supercampeones”. En ese caldo de cultivo es más entendible el viaje a Brasil del chico que quería ser futbolista. Como es también más entendible el rédito que sacaría después el fútbol japonés cuando Miura regresó convertido en futbolista y goleador, capaz de jugar en la liga brasileña sin ningún tipo de rubor ni de complejo de inferioridad.

Porque Kazu Miura consiguió cumplir su sueño tras mucho insistir, insistir y volver a insistir. Los primeros momentos fueron malos, claro. Un joven de quince años que no sabía ni una sola palabra de portugués no podía tenerlo fácil en Sao Paulo. Pero poco a poco, apoyándose en la comunidad nikkei, trabajando de guía turístico, de vendedor, de ayudante en intercambios de estudiantes, durmiendo en casas de otras familias o en pensiones de mala muerte, Miura dio salida a su pasión futbolera en equipos tan modestos como el Matsubara, club de los japoneses de Sao Paulo, o el XV de Jáu, donde consiguió algo de notoriedad tras hacerle un gol al Corinthians.

Fue entonces, ya con 22 años y tras 7 instalado en Brasil, cuando Miura tiene su primera oportunidad. El Santos decide ficharlo, aunque lo cede por distintos equipos a la espera de ver cómo evoluciona su fútbol. Primero recala en el Palmeiras, donde dispone de pocos minutos. Después, en el Clube do Regatas do Brasil, de Segunda División, donde Miura juega con menos presión. Su estilo individualista, preciosista y repleto de regates no pasa desapercibido y el Coritiba, también en Segunda, es su siguiente destino. Allí jugaría 21 partidos y marcaría dos goles antes de que el Santos se decidiera finalmente a quedárselo para el primer equipo. Por fin, en 1990, ocho años después de su llegada, Miura había cumplido su sueño de ser profesional en Brasil.

Para entonces, en Japón ya era un ídolo. Porque unos periodistas japoneses descubrieron su historia y comenzaron a seguirlo a todas partes: a los entrenamientos, a los partidos y a su día a día. De repente, en Japón se estaban empezando a volver locos por el fútbol y los periodistas habían descubierto a un japonés en el país más futbolero del mundo. Miel sobre hojuelas.

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Fue en ese instante cuando Saburo Kawabuchi y Kenji Mori, los padres de la liga de fútbol profesional japonesa, que se llamaría J-League, se pusieron en contacto con Kazu con la intención de ficharlo para la causa. Querían al delantero japonés como el mejor reclamo para la nueva competición. Por muchas cosas. Por su modo de jugar atractivo, siempre de cara a la galería. Porque era un delantero rápido, atrevido y muy técnico. Y porque se había convertido en el futbolista japonés más internacional, más mediático y más popular. Y Kazu no se hizo de rogar y volvió a su casa ese mismo 1990, tras 11 encuentros en el Santos, para enrolarse en el Yomiuri, un club histórico que con el nacimiento de la liga profesional pasó a llamarse Verdy Kawasaki.

Aún tardaría unos años en ponerse en marcha la J-League. El 5 de mayo de 1992, Kazu Miura inauguró la competición con el Verdy en el estadio Nacional de Tokyo ante el Yokohama Marinos. Perdió. Pero las cosas no son como empiezan, sino como acaban, y el Verdy acabó llevándose la primera liga profesional japonesa en una final a doble partido ante el Kashima Antlers. Miura abrió el marcador en la ida (el choque acabó 0 a 2) y empató el partido de vuelta (1-1) para dar el primer título a los verdes y convertirse definitivamente en un ídolo. Tras cada diana, Miura se marcaba unos bailes brasileños para celebrar los tantos que escandalizaban a los más conservadores y enfervorizaban a los jóvenes. Tanto, que sus bailes fueron bautizados como ‘Kazu Dance’ y se bailaban en todas las discotecas del país en esos primeros años de los noventa. Los gestores de las escuelas de samba niponas que surgieron en aquella época le deben muchísimo a Kazu Miura. Muchísimo.

A esas alturas el delantero era ya una auténtica estrella dentro y fuera de los terrenos de juego: se casó con una popular actriz, se convirtió en protagonista de anuncios de televisión y vivía con un ejército de paparazzi revoloteando a su alrededor.

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Ahora sólo faltaba que ese auge futbolístico en Japón a través de la nueva liga profesional se trasladara a la selección nipona, que nunca había disputado una Copa del Mundo. La fase de clasificación para el Mundial 94 llenó de esperanzas los corazones japoneses. Miura y Ruy Tamos, un centrocampista brasileño nacionalizado japonés con una técnica exquisita y que aún hoy es considerado un ídolo por los aficionados nipones, eran las estrellas del equipo. De hecho, Kazu Miura marcó la friolera de 12 tantos en 14 encuentros para dejar a Japón a un solo pasito de una clasificación histórica.

Y es que Japón se clasificó para una ronda final en la que seis selecciones disputarían en Catar una liguilla de todos contra todos a una sola vuelta para dirimir qué dos equipos viajarían a Estados Unidos. Los samuráis azules llegaban a la última jornada empatados a puntos con Arabia Saudí y un punto por delante de Corea del Sur, pero con el gol average a favor con los saudíes y en contra con los surcoreanos. Sea como sea, bastaba con vencer a Irak en Doha (Catar) y estarían por primera vez en el Mundial. Kazu Miura, cómo no, adelantó a los del Sol Naciente a los cinco minutos de partido, aunque Irak empató el encuentro al poco de comenzar la segunda parte. Nakayama, la pareja de ataque de Kazu, volvió a adelantar a Japón a falta de 20 minutos para el final y todo parecía ya decidido, pero el fútbol es imprevisible y en el minuto 90 Jaffar Omran marcó el 2 a 2 definitivo que dejaba a Japón sin Mundial y clasificaba a Corea del Sur y a Arabia Saudí. Los japonenses bautizaron ese encuentro como la Agonía de Doha, mientras que los surcoreanos lo llaman el Milagro de Doha. Nunca llueve a gusto de todos.

La Agonía de Doha supuso la destitución del seleccionador holandés Marius Haans Ooft y también la despedida del gran Ruy Ramos de los samuráis azules. Miura, que siguió en la selección dispuesto a arrimar el hombro para conseguir la clasificación para el Mundial de Francia 98, decidió entonces probar en el calcio y se enroló en las filas del Genoa, pero una lesión truncó su posible éxito. Pero como cuando se nace genio, genio se muere, el bueno de Miura, que sólo anotó un tanto en 24 encuentros en el Genoa, hizo ese gol para derrotar a la Sampdoria, su ancestral enemigo, por lo que su nombre quedó en el recuerdo de la hinchada genovesa. Después se dedicó a viajar prácticamente por todos los continentes (sólo le faltó África) jugando al fútbol, siempre con un séquito de periodistas japoneses narrando sus andanzas, y regresó a Japón para acabar su carrera en Yokohama.

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El nuevo seleccionador, Takeshi Okada, no tenía un buen concepto sobre Kazu. No le gustaba esa forma tan brasileña de entender el fútbol ni su acusado individualismo. Pero, de momento, siguió contando con él. También con Nakayama, su pareja en ataque. Y se incorporó Hidetoshi Nakata, el samurái, la segunda pata reconocible de esta historia de crecimiento sin límites de la selección nipona. Porque mientras Nakayama y Kazu Miura representaban los orígenes de la época dorada del fútbol en Japón y estaban en el punto óptimo de experiencia (ambos cumplirían 31 años en 1998, cuando se iba a disputar el Mundial de Francia), Nakata era la gran esperanza. Centrocampista de una técnica exquisita y con una vocación ofensiva extraordinaria, fue nombrado mejor jugador de Japón en 1997 y jugador del año en Asia en 1997 y en 1998 cuando apenas contaba con 20 años.

Con esos mimbres, la clasificación parecía factible. Pero no fue nada fácil. Para el Mundial de Francia 98 se amplió la fase final a 32 equipos, por lo que Asia dispondría de tres plazas y media para el evento, un aumento considerable respecto a las dos con las que contaba antes. A la liguilla final se clasificarían las 10 mejores selecciones, que se repartirían en dos grupos y jugarían todos contra todos a doble partido. Los campeones de cada grupo se clasificarían directamente para el Mundial y los dos segundos jugarían entre ellos una eliminatoria a partido único en sede neutral. El ganador también estaría en el Mundial y el derrotado se jugaría el pase en una repesca intercontinental contra el mejor de Oceanía.

Japón compartía grupo con Corea del Sur, Emiratos, Uzbekistán y Kazajistán y, una vez más, no pudieron con sus vecinos surcoreanos, pero acabaron segundos y les esperaba una eliminatoria a doble partido ante Irán, que había acabado segunda en su grupo por detrás de la poderosa Arabia Saudí.

Irán y Japón se vieron las caras en el estadio Larkin de Johor Bahru (Malasia) el 16 de noviembre de 1997. Japón formó con sus dos veteranos delanteros de inicio, Kazu Miura y Nakayama, y con la estrella emergente Nakata por detrás de ellos en el centro del campo. No era de extrañar porque Miura había anotado 18 goles en los 19 partidos de la fase de clasificación.

Nakayama puso el partido patas arriba poco antes del descanso con el 1 a 0, pero nada más volver de los vestuarios Irán le dio la vuelta al partido con dos goles de Azizi y Dael, que dejaban a Japón nuevamente al borde del abismo. El seleccionador Okada decidió entonces cambiar a sus dos delanteros y meter en el campo savia nueva. Wagner Lopes, otro brasileño nacionalizado japonés, y Shoji Jo entraron al terreno de juego para darle brío a los nipones y Jo marcó el tanto del empate a falta de un cuarto de hora para el final. Con el partido marchándose a la prórroga, Okada hizo su tercer cambio y metió en el campo a Masayuki Okano, un centrocampista ofensivo que podía también jugar en la punta del ataque. Y la jugada le salió redonda porque, a falta de dos minutos para llegar a la tanda de penaltis, Okano hizo el gol de oro que metía a Japón por primera vez en su historia en un Mundial.

Por cierto, Irán también se clasificó eliminando a Australia a doble partido para meter por primera vez a cuatro equipos asiáticos en la fase final de una Copa del Mundo que, lamentablemente, no le fue demasiado bien a ninguno de ellos.

Japón pagó la novatada en Francia 98, aunque su técnico, previamente, había provocado un cataclismo al dejar fuera de la Copa del Mundo al ídolo Kazu Miura, alma de la clasificación, que nunca jugaría un Mundial. Okada aseguró que Miura era un “brasileño excéntrico” con el que no comulgaba en casi nada, aunque hay quien dice que la decisión la tomaron por él un buen puñado de empresas que ponían mucho dinero en la selección y querían que la imagen de los samuráis azules fuera única y exclusivamente la del joven Nakata, quien en esa época ya protagonizaba anuncios de Nike junto a las más rutilantes estrellas internacionales y ya se le conocía como el “Beckham asiático”.

El caso es que Japón no fue capaz de ganar ni un solo encuentro en Francia. Cayó por la mínima ante Argentina y Croacia, cosa que entra dentro de la lógica, pero también perdió ante la otra debutante, Jamaica, en un partido en el que los nipones empezaron perdiendo por dos tantos a cero y que al menos sirvió para que Nakayama marcara el primer tanto de Japón en una Copa del Mundo.

Miura acusó el golpe de no disputar el Mundial de Francia, pero no por ello abandonó su carrera futbolística. De hecho, hoy, con sus 55 años a cuestas, el veterano delantero aún está en activo. Eso sí, entrena cuando sus compromisos publicitarios y televisivos se los permiten, es decir, cuando quiere, y juega a su manera, sin que sus compañeros osen replicarle. Y así será hasta que su cuerpo diga basta.

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El peso de la selección japonesa, tras la experiencia fallida de Francia 98, siguió recayendo sobre los hombros de Hidetoshi Nakata, recién fichado por el Perugia italiano, aunque en la fase de preparación del Mundial de Japón y Corea del Sur de 2002 (al que estaban clasificados directamente por ser los anfitriones) se le iba a unir otro de los grandes nombres japoneses de los últimos tiempos: Shunsuke Nakamura.

Mientras Shunsuke Nakamura despuntaba en Japón, Hidetoshi Nakata vivía sus mejores años futbolísticos en Italia. La temporada 2000-2001 lo fichó la Roma de Fabio Capello. Nakata pasó a compartir vestuario con Toldo, Samuel, Aldair, Cafú, Delvecchio, Montella, Totti o Batistuta. Evidentemente, no le resultó fácil entrar en el once habitual de un equipo como ése, pero se convirtió en el revulsivo habitual, sustituyendo, casi siempre, al ídolo romano Totti.

De hecho, Nakata tuvo un protagonismo descomunal en la consecución del Scudetto de esa temporada, el tercero de la historia de la Roma y el último hasta la fecha. La Roma llegó a su enfrentamiento ante la Juventus en Turín con la necesidad de no perder para seguir optando al título, pero a los seis minutos de encuentro ya perdía dos a cero con goles de Del Piero y Zidane. Cappello esperó al segundo acto para arriesgar el todo por el todo. A los quince minutos de la reanudación quitó al capitán Totti y metió en su lugar a Nakata. El media punta japonés robó un balón en el centro del campo, condujo con la derecha y soltó un zapatazo tremendo desde muy lejos ante el que Van der Sar no pudo hacer nada. Faltaban once minutos para el final. A Nakata le sobró uno. Porque en el último minuto volvió a sacar su derecha a pasear otra vez desde muy lejos y el meta juventino no pudo atrapar una pelota que Montella envió al fondo de las mallas. Dos a dos en el partido crucial para el campeonato con una media hora de Nakata para enmarcar que dio la vuelta al mundo. Como también la dio la imagen de toda la Roma levantando el Scudetto por sólo dos puntos de ventaja sobre la Juventus.

Mientras todo esto ocurría en Italia, en Japón la estrella era Shunsuke Nakamura. El fino centrocampista zurdo del Yokohama Marinos compartía vestuario con los españoles Jon Andoni Goikotxea y Julio Salinas, integrantes ambos del FC Barcelona de Johan Cruyff, el mítico Dream Team, que se frotaban los ojos ante las evoluciones del joven nipón. Había sido nombrado varias veces mejor jugador del campeonato y había sido uno de los líderes de la selección en la Copa de Asia de 2000 que levantaron los samuráis azules por segunda vez en su historia.

Tan lejos había llegado el chico que se filtró que el Real Madrid de los Galácticos tenía un acuerdo con él para después del Mundial de Japón y Corea en 2002. A medio camino entre una propuesta futbolística y mercadotécnica, de expansión pura de la marca galáctica por Asia, el “supuesto” fichaje de Nakamura por el equipo presidido por Florentino Pérez suscitó un interés desmesurado. Incluso se llegó a afirmar que en el acuerdo de compra con el jugador se incluía un partido amistoso de la selección japonesa ante el Real Madrid en el Bernabéu.

Y eso pasó: Japón se desplazó a Madrid para jugar el X Partido contra la Droga el 7 de mayo de 2002, pero Nakamura no fue convocado y no viajó con el equipo. Se dijo que se quedó fuera de la lista por una lesión, en principio, de poca gravedad. Y ahí se acabó todo. Porque Nakamura nunca fichó por el Real Madrid y tampoco disputó el Mundial de 2002 ante su público. ¿La misteriosa lesión o el misterioso contrato? Nunca se aclaró, pero los samuráis azules se presentaron a disputar como anfitriones el segundo Mundial de su historia sin su joven estrella. La otra, Nakata, sí fue de la partida.

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Y en el Mundial, Japón empezó a darle alegrías a su gente desde el primer día. Encuadrados en un grupo con Bélgica, Rusia y Túnez, la selección entrenada por el francés Philippe Troussier, empezó el torneo con un precioso y vistoso empate a dos ante los Diablos Rojos con tantos de Suzuki e Imamoto, el jugador del Arsenal. Otro tanto de Imamoto sirvió para doblegar a la Rusia de Karpin, Titov y Nikiforov y para despertar la esperanza de la primera clasificación nipona a los octavos de final de una Copa del Mundo (1-0). Y el sueño se hizo realidad a la conclusión del tercer encuentro, cuando Japón venció a Túnez por dos goles a cero, obra de Morishima y de su estrella Nakata.

La euforia se desató en todo Japón y el fútbol pasó a un primer plano en el país de las artes marciales y el béisbol. Pero Turquía hizo despertar bruscamente de su sueño a los samuráis azules y los eliminó con un gol de Davala a los doce minutos de juego que supieron conservar durante todo el encuentro. Los japoneses se habían quedado con cara de póquer mientras los turcos estaban sólo al principio de una historia maravillosa que les llevó a las semifinales del torneo, donde cayeron ante Brasil, y se cerró con la obtención del tercer puesto ante Corea del Sur (3 a 2), el mejor resultado de Turquía en los Mundiales en toda su historia.

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Tras el sabor agridulce que dejó en el país del Sol Naciente el Mundial de 2002, Nakata cambió de aires en Italia. Abandonó la Roma en busca de mayor protagonismo en un gran Parma y lo cierto es que tuvo un año fantástico, donde fue el faro de su equipo en la conquista de la Copa de Italia. Pero inmediatamente después llegaron las lesiones y Nakata fue cambiando de equipo hasta abandonar definitivamente el calcio para recalar en el Bolton, de la Premier League. Hasta allí se fue Nakata con la única intención de rodarse y no perder la forma de cara al Mundial de Alemania para el que Japón se había vuelto a clasificar.

Mientras, Nakamura, que tras la decepción de no poder disputar el Mundial de 2002 había salido de Japón en busca de una mayor progresión, iba buscando su propio camino. Fichó por la Reggina Calcio italiana, pero no encontró su espacio en un equipo demasiado rocoso como para pensar en darle una pelota en condiciones a un joven demasiado técnico para ese estilo de juego. Aún así, el zurdo exquisito volvió a la selección tras la marcha de Troussier y la llegada del mítico Zico al banquillo de los samuráis azules. Se erigió en el líder del equipo ante la ausencia de Nakata y volvió a ganar la Copa de Asia de 2004, la tercera de Japón.

A su vuelta a Italia, disputaría su última temporada en la Reggina y haría las maletas rumbo a Glasgow para defender los colores del Celtic. Y allí se convirtió en leyenda y se ganó en un hueco en el corazón de los aficionados del equipo católico con sus magistrales lanzamientos de falta y la manera de mover al equipo desde su maravillosa pierna izquierda. A la vuelta de la esquina, el Mundial de Alemania 2006.

Y allí volvió a presentarse Japón, por tercera vez consecutiva, con ganas de hacer un buen papel. Por primera vez, los dos jugadores más creativos del equipo iban a jugar juntos: Nakata y Nakamura. Pero las cosas, de nuevo, se iban a torcer demasiado pronto.

Japón debutó ante Australia en Kaiserslautern, en un partido que dominó desde el primer minuto. Nakamura adelantó a los nipones mediada la primera mitad en un error en cadena de defensa y portero socceros y todo parecía ir viento en popa, pero en los seis últimos minutos de la segunda parte las ya tradicionales desconexiones de los samuráis azules y su incapacidad para defender los balones parados echaron por tierra todo el trabajo previo. Cahill empató el choque a falta de seis minutos en un saque de banda larguísimo que el meta japonés salió a buscar no se sabe muy bien por qué. Evidentemente, no encontró la pelota, que cayó a los pies de Cahill para empatar el partido. Con el reloj marcando la hora, el mismo Cahill lanzó un misil desde la frontal del área que golpeó en el palo antes de introducirse en la portería nipona para certificar una remontada que nadie esperaba. Aloisi puso la puntilla definitiva a los nipones en el descuento. Japón había recibido tres tantos en seis minutos en un encuentro que debía haber ganado con comodidad.

En el segundo partido ante Croacia, Japón sólo pudo empatar sin goles, por lo que la clasificación se antojaba una quimera, más teniendo en cuenta que el partido que cerraba el grupo era ante Brasil, la pentacampeona del mundo. Y, sin embargo, los samuráis azules empezaron francamente bien, dominando y plantando cara a los brasileños, con Nakata en plan figura. Fruto de su dominio llegó el gol de Tamada, tras un pase magnífico del “Beckham asiático”, que adelantaba a los japoneses y que dejaba el grupo patas arriba porque Australia y Croacia empataban entre ellos. Pero en un nuevo despiste defensivo, Ronaldo empató el encuentro con un cabezazo en el área pequeña en el descuento del primer tiempo y en la segunda mitad los goles brasileños fueron cayendo como fruta madura. El 4 a 1 final dejaba a Japón con una nueva decepción a cuestas.

Aunque la decepción extraordinario e inesperada fue la retirada del fútbol de Nakata con apenas 29 años. El “Beckham asiático” sorprendió a todos anunciando su retirada definitiva y colgó las botas para dedicarse a tiempo completo al mundo de la moda, a hacer de modelo y a regentar un restaurante de su propiedad en Hong Kong donde elabora su propio sake.

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De cara al Mundial de Sudáfrica en 2010 Japón tuvo que reinventarse, aunque aún contaba con Nakamura. Pero, por suerte, la semilla que habían plantado tipos como Miura, Nakayama, Nakata, Imamoto y Nakamura ya había germinado y ahora tocaba recoger una buena cosecha y pulir los defectos que hacían que Japón no tuviera problemas para clasificarse para el Mundial, pero, en cambio, no fuera capaz de ser una selección rocosa y con capacidad de ser más fiable y de avanzar un poco más en el torneo.

Para el Mundial de Sudáfrica estaban ya consolidados en la selección el defensa Tulio Tanaka, los centrocampistas Abe, Endo y Honda y el delantero Okubo, una hornada de jugadores que ya jugaba con asiduidad en Europa y que, además, era heredera del espíritu de sus ancestros futbolísticos. El grupo que les tocó en suerte no era fácil, con Camerún, Holanda y Dinamarca en el horizonte, pero los samuráis azules esta vez sí dieron la talla.

Primero cayó Camerún con un golazo de Honda. Después les tocó cruz ante Holanda en un encuentro que se decidió con un tiro de Sneijder que se metió dentro el portero Kawashima. Y es que Japón heredó de la serie Campeones sólo la parte de Oliver Atom y se dejó en el tintero la figura de Benji, porque futbolistas talentosos de tres cuartos de campo hacia arriba los sacan de debajo de las piedras, pero los buenos porteros brillan por su ausencia. En el último partido del grupo, Japón se jugaba la clasificación directamente con Dinamarca. El que ganara estaría en octavos y el otro haría las maletas. Y esta vez Japón cumplió y dio una exhibición ante los europeos con un fútbol de gran calidad para imponerse por tres goles a uno con tantos de Honda, Endo y Okazaki. En octavos de final esperaba Paraguay.

Los nipones plantearon un partido muy serio ante los guaraníes. Minimizaron sus errores defensivos y jugaron con más orden del que en ellos es habitual, pero fueron incapaces de batir a Justo Villar y, al final, el partido se decidiría en la tanda de penaltis. Y allí anotaron los paraguayos sus tres primeros lanzamientos y los japoneses dos, porque el tercero lo mandó Yuichi Komano al larguero. El cuarto penalti paraguayo lo anotó Nelson Valdez y Honda marcó también el suyo para alargar la agonía. Cardozo batió también a Kawashima en el quinto lanzamiento y eliminó a Japón, que había tocado con la yema de los dedos los cuartos de final de un Mundial.

Y Sudáfrica supuso también el adiós definitivo a la selección de Nakamura, que sólo disputó 16 minutos en el torneo. En rueda de prensa, le preguntaron: “¿Cuándo será tu próximo partido con la selección?”. “Nunca”, respondió el diez de Japón. Y nunca volvió a vestir la casaca azul, aunque no abandonó el fútbol, sino que se juntó con la mayor vieja gloria del fútbol japonés, el bueno de Miura, para jugar en Yokohama en segunda división. Los dos se divierten aún en este momento jugando al fútbol.

***

Para el Mundial de 2014 Japón reclutó a Zaccheroni, que clasificó a los del Sol Naciente sin problemas, pero que volvió a sucumbir en la fase de grupos como tantas otras veces. El empate sin goles ante Grecia en el primer partido del grupo fue su mejor resultado. Después cayeron por 2 a 1 ante Costa de Marfil y se vieron avasallados por Colombia en el partido que cerraba el grupo (4-1). Nuevamente a casa sin pena ni gloria.

Y llegó Rusia 2018 y los japoneses, con Akira Nishino a los mandos, volvieron a ser el prototipo de lo que son: un equipo divertido, rápido, valiente y honesto, pero con tendencia a hacerse el harakiri. Le ganaron a Colombia en el primer encuentro por 2 a 1, empataron a dos tantos ante Senegal y cayeron cuando nadie lo esperaba ante una Polonia que ya estaba eliminada (0-1). Con esos resultados, Colombia estaba clasificada como primera de grupo y Japón y Senegal empataban a todo: a puntos y a goles a favor y en contra. Y, por primera vez en la historia de los Mundiales, se usó el juego limpio para desempatar. Japón había visto tres tarjetas amarillas en los tres partidos de la fase de grupos; Senegal, cinco. Así que los africanos se iban a casa y los japoneses se enfrentarían a Bélgica en los octavos de final.

Y el resultado, ya lo saben. Un partido extraordinario, dos goles bellísimos, una defensa lamentable de los balones parados y el tercer tanto en contra en el descuento… ¡¡en un contragolpe de libro que duró 10 segundos y que se inició con un saque de esquina a favor!! Increíble, pero cierto. Un harakiri futbolístico en toda regla. 

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En Catar los samuráis azules, dirigidos por Hajime Moriyasu, volvieron a sorprender al mundo en una primera fase espectacular para acabar de nuevo ahogándose en la orilla. Tras empezar el torneo derrotando sorprendentemente a Alemania tras remontar el gol de penalti de Gundogan en ocho minutos de pura inspiración en los que Doan y Asano dejaron a los teutones helados (2-1), los nipones cayeron ante una deprimida Costa Rica para dejar con vida a los germanos (0-1) en la última jornada. Sin embargo, en otro ejercicio de superviviencia, los de Moriyasu calcaron el encuentro del debut ante Alemania para remontar un tanto de Morata con dos fogonazos en la segunda parte (2-1) y meterse como primera de grupo en los octavos de final y, de paso, enviar a Alemania a su casa. 

Pero cuando más felices se las prometían los japoneses, con una selección más pragmática y trabajada defensivamente que sus predecesoras, llegó la gran bofetada. Japón se adelantó a poco menos de dos minutos del final de la primera parte con un tanto de Maeda, pero la vieja guardia croata mantuvo a su selección en el partido y Perisic empató el choque de octavos de final a los diex minutos de la reanudación. Nadie fue capaz de deshacer el empate ni en lo que quedaba de partido ni en el tiempo extra y la clasificación se decidiría desde el punto de penalti. Y ahí los japoneses se mostraron tiernos ante la veteranía y los nervios de acero de una selección croata que ya fue pasando rondas a base de tandas de penalti cuatro años atrás en Rusia. 

Y pasó lo que tenía que pasar. Que el guardameta croata Livasovik se convirtió en el héroe de su equipo detiendo los lanzamientos de Yoshida, Mitoma y Minamino para volver a dejar a Japón, otra vez, con la miel en los labios (3-1). Así, la sorprendente Japón que derrotó a alemanes y españoles tuvo que volver a casa, mientras que Croacia volvió a aprovechar los once metros para derrotar a Brasil y meterse otra vez en las semifinales de la Copa del Mundo. Pero allí esperaban Messi y sus gladiadores y eso ya fueron palabras mayores para los viejos roqueros croatas. 

Sea como sea, a Japón siempre le quedará la sensación de haber hecho un gran torneo y de haber demostrado al mundo que son capaces de competir con los mejores. Además, no podemos olvidar ni desdeñar su gransísima evolución como selección, ya que Japón no había asistido nunca a una Copa del Mundo hasta Francia 98 y, desde entonces, nunca han dejado de asistir. Y eso se dice pronto, pero no es tan sencillo... Que se lo digan a Italia.

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