"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

miércoles, 8 de junio de 2022

La Rumanía de Hagi y la generación dorada que maravilló en la década de los 90

El 26 de junio de 1998, en el Stade de Reims, once tipos con el pelo teñido de amarillo claro saltan al campo para enfrentarse a Túnez y cerrar así una fase de grupos que, hasta el momento, les ha ido espectacularmente bien. Ellos también suelen vestir de amarillo, aunque esa noche van de rojo, y los propios comentaristas de los medios de su país no dan crédito a lo que están viendo. Nos sólo no sabían que se iban a tintar el pelo todos, sino que, además, en la distancia, no los distinguen bien.

Esa selección tan divertida y espontánea es Rumanía, la entrena Anghel Iordanescu y lleva dando guerra desde el Mundial de Italia 90 con una generación dorada que practica un gran fútbol y que se ha ido va regenerando con grandísimos jugadores.

En el Mundial de Francia 98, el once tipo solía ser: De portero, Stelea. Línea de tres atrás con Petrescu, Ciobotariu y Filipescu. En la contención del medio campo, Gheorghe Popescu, con Constantin Galca y Munteanu de escuderos en los interiores, Gica Hagi y Adrian Ilie por libre en tres cuartos de campo y en punta, solo, fijando a los centrales, Moldovan. En el banquillo, por si acaso hace falta, tres viejos roqueros, Lacatus, Dumitrescu y Gica Craioveanu, preparados por si las moscas.

Ese pedazo de equipo en el que todos sus integrantes se habían tintado el pelo de amarillo, aunque aún no lo sabía, estaba dando sus últimos coletazos en la élite del fútbol mundial después de haber sorprendido a propios y extraños en tres Mundiales consecutivos con actuaciones portentosas que nunca acabaron de rematar con una gran clasificación, pero que consiguieron que todo un país se sintiera orgulloso de su selección de fútbol y que los espectadores neutrales paladearan su fútbol y quisieran ver sus partidos.

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Todo comenzó unos doce años antes, en pleno apogeo del régimen de Ceausescu, cuando el Steaua de Bucarest, contra todo pronóstico, levantaba al cielo de Sevilla su primera Copa de Europa al vencer en los penaltis al FC Barcelona.

Entrenaba al equipo del ejército rumano Emeric Jenei y era un conjunto heredero del tipo de juego que el neerlandés Rinus Michels había impuesto en el Ajax y en la selección tulipán. Jugadores como Belodedici, Balint, Iordanescu, Lacatus o Piturca empezaron a hacerse un nombre en el fútbol internacional europeo a medida que el equipo iba superando rondas en la vieja Copa de Europa.

Cayó primero el campeón danés, el Velje; después, el campeón húngaro, el Honvéd de Budapest; en cuartos de final, el finlandés Kuusysi y, finalmente, en semifinales cayó el Anderlecht belga, que venía confiado tras haber eliminado a los bávaros del Bayern de Múnich. Los belgas ganaron uno a cero en casa, pero cayeron por tres a cero en Bucarest ante un equipo vertical, rápido y, sobre todo, absolutamente crecido. Por primera vez desde la aparición del Partizán de Belgrado en la final de 1966, un equipo del otro lado del Telón de Acero alcanzaba la final de la Copa de Europa.

Y la final acabó sin goles y se fue a los lanzamientos desde el punto de penalti, donde se agigantó la figura del meta Helmut Duckadam, que detuvo los cuatro lanzamientos de los jugadores azulgrana (los de Alexanko, Pedraza, Pichi Alonso y Marcos) para dar la Copa de Europa a los rumanos y se convirtió así en un héroe nacional. Entonces, llegó el desastre personal para él. Una lesión en un brazo le impidió volver a jugar al fútbol y participar de los éxitos de la selección que estaban por venir.

La historia de Duckadam ejemplifica a la perfección la dualidad, las dos caras, que se vivían en un país comandado por un dictador que estaba viviendo los últimos estertores de su régimen aún sin saberlo. Porque en cuanto se supo que Duckadam, el héroe de Sevilla, tenía el brazo hecho añicos, los rumores se desataron. Se dijo que se había quejado porque consideraba que el coche que les regalaron al ganar la Copa de Europa no era suficiente para el logro obtenido y que por esas declaraciones habría recibido un recadito del régimen a través de la visita de unos matones que le partieron el brazo derecho.

La realidad parece ser que era un poco más prosaica, pero incluso más funesta: Duckadam se había realizado cientos de transfusiones, una cantidad innumerable de pinchazos durante años, como muchos de los jugadores de ese Steaua de Bucarest, por prescripción del club, y eso le había producido una trombosis en el brazo derecho que lo inhabilitó para el fútbol y que casi lo deja manco. La sombra del dopaje del deporte rumano en tiempos de Ceausescu era alargada y oscura. Muy alargada.

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El caso es que el Steaua campeón de Europa de 1986 se reforzó con la irrupción de Georghe Hagi, llamado el “Maradona de los Cárpatos” y considerado el mejor jugador rumano de la historia. Un centrocampista con una zurda increíble, una visión de juego extraordinaria, un disparo demoledor y preciso desde cualquier posición y una capacidad de desborde inusitada que, sin embargo, no fue capaz de triunfar en los dos grandes equipos españoles, el Real Madrid y el FC Barcelona, aunque fue un ciclón con su selección y un ídolo en Turquía, donde llegó al Galatasaray a vivir una época gloriosa y a levantar su única Copa de la UEFA y su única Supercopa de Europa.

Una década antes, Gica Hagi había probado ya las mieles de la gloria llevando nuevamente al Steaua a la final de la Copa de Europa de 1989, aunque esta vez la perdería por 4 a 0 ante el todopoderoso Milan de Arrigo Sacchi, Gullit, Seedorf y Van Basten. Sea como fuere, ese Steaua de finales de los 80 fue la base de una selección rumana que iba a vivir su época de oro a partir de ese instante.

De hecho, casi todos los miembros de esa selección habían jugado juntos antes en el Luceafarul, un equipo que creó el régimen para acoger, mimar, educar y formar a las jóvenes estrellas rumanas en la década de los setenta. Allí crecieron juntos y cuando se reunían todos en la selección era como volver a la infancia, como volver a sentirse felices, como volver a reconciliarse con el balón, como volver a sentirse valorados.

Y la marca de esa generación dorada quizá no haya quedado bien plasmada en clasificaciones impresionantes en la Copa del Mundo, por falta de suerte o de constancia en los momentos decisivos, pero sí se puede constatar con un puñado de partidos memorables donde los rumanos fueron capaces de derrotar a grandísimas selecciones de la época con un fútbol alegre y contagioso como la victoria ante la Unión Soviética en Italia 90, la mítica eliminación de Argentina en Estados Unidos 94 o las victorias ante Colombia e Inglaterra en Francia 98.

De hecho, esa gran Rumanía disputó tres Mundiales seguidos y también las Eurocopas de 1996 en Inglaterra y la de 2000 en Bélgica y Holanda, donde obtuvo su mejor clasificación en el torneo llegando a los cuartos de final. Una auténtica proeza para una selección cuyo bagaje en el concierto internacional era hasta ese instante la participación en los mundiales de 1930, 1934 y 1938, en los albores del torneo, y la de México 70, pero en ninguno de ellos había podido pasar de la primera fase.

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Pero todo cambió en la fase de clasificación para el Mundial de Italia 90, donde Rumanía sólo perdió ante Dinamarca en Copenhague y se clasificó 20 años después para una Copa del Mundo en un grupo en el que también estaban la mencionada Dinamarca, Bulgaria y Grecia. El mítico Emeric Jenei, el técnico del Steaua campeón de Europa, entrenaba a esa selección que iba a dar mucho que hablar en Italia.

Porque los rumanos cayeron en un grupo complicadísimo con Argentina, la Unión Soviética y Camerún y, además, todo se les complicó cuando los cameruneses, contra todo pronóstico, derrotaron a la campeona del mundo, la Argentina de Maradona y Bilardo, en la jornada inaugural. Pero Rumanía ni se inmutó y derrotó a la Unión Soviética al día siguiente para dejar el grupo patas arriba. Lacatus hizo dos goles (el segundo de un penalti que era claramente fuera del área) para vencer en ausencia de su estrella, Gica Hagi, sancionado para ese encuentro. De repente, los dos favoritos habían caído y Rumanía y Camerún encabezaban un grupo que se había convertido en una locura. Ver para creer.

En ese equipo el portero era Silviu Lung, el joven Hagi, el Maradona de los Cárpatos, manejaba a su antojo el centro del campo escoltado por Popescu y el insustituible Lupescu y arriba eran un quebradero de cabeza Lacatus y Balint. Cada vez disputaban más minutos de calidad otros jóvenes como Dumitrescu, Raducioiu o Timofte, que ya empezaban a ser una auténtica realidad en esa selección.

En la segunda jornada, los cameruneses sorprendieron a los rumanos en el segundo partido y acabaron desquiciándolos con un juego muy físico que no permitió a los de los Cárpatos dominar el juego. El veteranísimo Roger Milla dinamitó el encuentro con dos chispazos y el gol de Balint en el descuento sólo sirvió para certificar la derrota por dos a uno. En la última jornada, los de Emeric Jenei habrían de puntuar ante Argentina si querían seguir en el torneo.

Y lo hicieron. Vaya si lo hicieron. Los rumanos aguantaron el empuje argentino durante la primera parte y amenazaron constantemente a la albiceleste con contras letales que el meta Goycochea conseguía desbaratar una y otra vez. Y volvieron a tener una ocasión clarísima en el inicio de la segunda mitad con un remate de Balint que despejó de nuevo el guardameta argentino. Y marcó Argentina con un remate de cabeza de Monzón a la salida de un córner. Pero los amarillos no se descompusieron lo más mínimo y pasaron a controlar el choque para conseguir el empate con un golazo de cabeza de Balint que los metía, por primera vez en su historia, en los octavos de final de un Mundial.

Pero en la primera ronda eliminatoria al equipo le pudo la presión ante la experimentada y rocosa Irlanda de Jackie Charlton. El partido fue feo y áspero, con dominio rumano, pero sin excesivas ocasiones y acabó sin goles. En los penaltis la suerte se tiñó de verde. Patt Bonnen detuvo el último lanzamiento a Timofte y los irlandeses ganaron por 5 a 4 su pase a los cuartos de final. Lloraron los dacios la eliminación, pero aprendieron mucho de la experiencia mundialista y lo demostrarían sin complejos cuatro años más tarde.

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Camino a Estados Unidos 94, Rumanía volvió a disputar una buena fase de clasificación en un grupo donde sus grandes rivales fueron Bélgica, Checoslovaquia y Gales. Los rumanos acabaron primeros de grupo empatados a puntos con los belgas y checoslovacos y galeses se quedaron fuera de Mundial.

En tierras norteamericanas Rumanía cayó en un grupo muy igualado con Colombia, Suiza y la anfitriona, Estados Unidos. Empezaron los amarillos venciendo con claridad a Colombia por 3 goles a 1 y presentando su candidatura a liderar el grupo con un Hagi descomunal que dio dos asistencias a Raducioiu y marcó un golazo, pero en la segunda jornada todo se vino abajo inexplicablemente. Rumanía y Suiza empataban a uno al descanso, pero los helvéticos desarbolaron a una defensa rumana irreconocible en la segunda parte y acabaron venciendo por un 4 a 1 que dejaba a Rumanía a los pies de los caballos y con muchas dudas de cara al partido decisivo del grupo.

De nuevo el último partido del grupo sería una final para Gica Hagi y compañía. Su rival, Estados Unidos, la sorprendente selección anfitriona de Bora Milutinovic que había sido capaz de empatar ante los helvéticos y de derrotar también a los cafeteros. Pero los rumanos tiraron de oficio y de calidad para ganar con un gol tempranero del lateral Dan Petrescu a los correosos yanquis. Y esa victoria, sumada a la derrota de Suiza ante Colombia, le dio a Rumanía el liderato de su grupo. El problema era que Argentina, después de la expulsión del torneo de Maradona por su positivo, había perdido el último encuentro ante Bulgaria y sería el rival de los dacios en octavos. La suerte no parecía sonreír a los de Anghel Iordanescu.

El 3 de julio de 1994 en el Rose Bowl de Pasadena los espectadores de todo el mundo pudieron presenciar un partido colosal en el que Rumanía asombró al mundo con un juego vistoso, vertical, rápido y con un sinfín de recursos técnicos de sus mejores jugadores. El partido empezó como un tiro, con los dos equipos desbocados y firmaron, probablemente, los mejores 20 minutos de fútbol de todo el torneo.

A los 11 minutos, Dumitrescu firmó una obra de arte en el saque de una falta esquinada para adelantar a una Rumanía soberbia que, sin embargo, no tuvo ni tiempo de paladear su éxito, porque cinco minutos más tarde empató Batistuta. En un arranque de orgullo, el delantero peleó solo contra el mundo y sacó un penalti que él mismo transformó. Pero tras varias intervenciones de mérito de Islas y alguna más esporádica de Prunea, Hagi se inventó un pase precioso a un Dumitrescu indetectable que volvía a adelantar a Rumanía siete minutos después. Increíble. Dos a uno en el minuto 18 de encuentro.

Los rumanos frenaron un poco su ímpetu a partir de ese instante y pasaron a controlar el partido a través del balón, amenazando con disparos lejanos y contras peligrosísimas en los pies de Hagi y Dumitrescu.

Tras el descanso, el Maradona de los Cárpatos sumió a Argentina en una depresión profunda cuando culminó una contra perfectamente orquestada por Dumitrescu, la otra pesadilla de los argentinos ese día. El delantero aguantó la pelota hasta que vio llegar a Hagi y le metió un pase al espacio que el centrocampista no desaprovechó ante Islas desde el interior del área. Tres a uno y la sensación de que sería imposible que la albiceleste levantara el encuentro. Aún así, el coraje, el orgullo y la calidad del conjunto de Basile vendió cara su derrota con un tanto de Abel Balbo a falta de un cuarto de hora para mantener la emoción hasta el final.

Cuando Pierluiggi Pairetto hizo sonar su silbato al final del encuentro, toda Rumanía se echó a la calle para celebrar la clasificación de su selección para los cuartos de final de un Mundial por primera vez en su historia. Y, además, eliminando con claridad y solvencia a una de las favoritas al título. El rival en los cuartos de final sería la sorprendente Suecia del meta Ravelli y los atacantes Brolin, Larsson y Kennet Andersson. Había licencia para soñar.

El 10 de julio de 1994, en Standford, rumanos y suecos tenían una cita con la historia. Los de Iordanescu presentaron su once de gala, con tres centrales (Popescu, Belodedici y Prodan), dos estupendos carrileros (Petrescu y Selymes), un centro del campo de lujo con Hagi, Munteanu y Lupuescu y, arriba, en punta de ataque, dos de los delanteros más temidos del torneo, Raducioiu y Dumitrescu. Pero, ojo, que los suecos tenían arriba a Dahlin, Brolin y Andersson, con Larsson esperando su oportunidad en el banquillo. Detrás también era muy fuerte Suecia con Patrick Andersson y Bjorklund en el centro de la defensa y Stefan Schwarz dando consistencia desde el centro del campo.

El partido se fue espesando, con ambos equipos manifestando claramente su miedo a perder, pero lo cierto es que cualquier balón suelto podía suponer un peligro por la calidad de los dos equipos de tres cuartos de campo hacia adelante. Al final, los cuartos de final se rompieron en el último cuarto de hora, cuando el escurridizo Brolin aprovechó un error garrafal de la zaga rumana en una jugada ensayada en un saque de falta para adelantar a Suecia a falta de doce minutos para el final. Parecía que la oportunidad de sus vidas se esfumaba para la generación de oro rumana. Pero un lanzamiento de falta de Hagi que rebotó en un defensor dejó el balón suelto en el área pequeña. Y allí apareció Raducioiu para llevar el delirio a los aficonados rumanos cuando el partido agonizaba. Uno a uno en el minuto 88 y a la prórroga.

El tiempo extra fue impresionante. Golpeó primero Rumanía, otra vez Raducioiu, a falta de cuatro minutos para el cambio de campo. Dumitrescu intentó combinar en la frontal del área y Patrick Andersson no pudo despejar bien la pelota. La dejó el defensa suelta y botando en la frontal y apareció Raducioiu para adelantar a los suyos. Parecía todo hecho. Y más con la expulsión del sueco Stefan Schwarz.

Pero el jarro de agua fría lo tenía reservado el otro Andersson, Kennet, que empató a dos a falta de cinco minutos para llevar el partido a los penaltis en un error grosero del meta Prunea, que salió tarde a despejar de puños un centro desde la derecha y se encontró con que el gigantón ya había metido la cabeza y había alojado la pelota en el fondo de las mallas.

Y otra vez, como en Italia 90, la suerte dio la espalda a Rumanía, que se quedó a un solo penalti de las semifinales de una Copa del Mundo. Y eso que los suecos empezaron fallando su primer lanzamiento, pero después Ravelli detuvo los penaltis de Petrescu y Belodedici y los rumanos tuvieron que hacer las maletas. Eso sí, en los Cárpatos fueron recibidos como héroes después de un Mundial soberbio.

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A Francia 98 acudió nuevamente Rumanía con una gran selección. De los originarios previos al Mundial de Italia se mantenía aún Lacatus, que estaba dando los últimos coletazos como futbolista, pero a la gran generación de Italia y Estados Unidos se había unido ahora “la Cobra”, Adrian Illie, y un centrocampista de mucha calidad llamado Constantin Galca. Detrás, ya no estaba Belodedici, pero se habían incorporado Ciobotariu y Filipescu, dos defensores sobrios y duros al servicio de Stelea.

En Francia el sorteo no fue benévolo con Rumanía, que se cruzaría en su grupo con Inglaterra, Colombia y Túnez, pero los rumanos confiaban plenamente en sus posibilidades. Tanto, que le propusieron a Iordanescu que se rapara el pelo si eran capaces de vencer a Inglaterra y Colombia en los dos primeros partidos. El técnico aceptó y ellos, a sus espaldas, planearon lo de tintarse el pelo para sorprenderlo. Obviamente, ganaron esos dos partidos. Y ninguno más.

Rumanía empató con Túnez en un partido discreto y cayó en octavos de final ante Croacia después de haber hecho un inicio de Mundial excelente. Hay analistas que dicen que el hecho de teñirse el pelo está asociado intrínsecamente a la derrota. Iordanescu llegó a decir directamente que los había maldecido Dios, aunque los analistas se referían más bien a esa sensación de estar de vacaciones y de juerga más que en un torneo importante que generaban ese tipo de actos.

El caso es que la generación dorada de Rumanía cayó en octavos de final ante la Croacia de Suker, Boban y Vlaovic que, como Suecia cuatro años antes, acabaría tercera en el Mundial. Rumanía se marchaba de Francia por la puerta de atrás y, aunque aún tendría un último momento de gloria volviendo a eliminar a Inglaterra en los octavos de final de la Eurocopa 2000 para caer en cuartos ante Italia, Rumanía nunca más volvería a clasificarse para la fase final de una Copa del Mundo.

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Después de la Eurocopa de 2000 Hagi se retiró. De hecho, el Maradona de los Cárpatos había renunciado antes a la selección, pero la presión popular en plena fase de clasificación le hizo recapacitar y volver con su equipo del alma para disputar un partido clave ante sus “odiados” vecinos húngaros, clasificarse por la puerta grande para el torneo y volver a ser una de las sensaciones del campeonato.

Pero tras la retirada de Hagi vinieron otras. Y esa selección dorada rumana se fue quedando poco a poco sin cracs, se fue espaciando el talento de su prolífica cantera hasta prácticamente extinguirse, se fue secando la fuente de la que había manado una década maravillosa de buen fútbol. Por eso Rumanía lleva ya veinte años sin paladear los éxitos a los que nos acostumbró una generación absolutamente mágica durante toda la década de los 90.

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