"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

martes, 13 de diciembre de 2022

Los partidarios de Bolsonaro se apropian de la verdeamarelha en Catar 2022

El 24 de noviembre de 2022 la pentacampeona del Mundo debuta en el Mundial de Catar contra Serbia para intentar el asalto al hexacampeonato con Tite a los mandos y Neymar como estrella de la Seleçao. Ese primer encuentro se disputa en medio de un clima tenso en Brasil al que no es ajena, en absoluto, la canarinha. Los partidarios de Jair Bolsonaro, derrotado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales ante Lula Da Silva hace apenas unas cuantas semanas, se han apropiado de la camiseta verdeamarelha.

Con ella puesta organizan manifestaciones, cortes de carreteras y de caminos por todo el país, algaradas y disturbios para pedir la intervención del ejército y evitar la llegada del “comunismo” al poder tras lo que consideran un fraude electoral que, evidentemente, no pueden probar de ninguna manera y que no existe para ningún observador internacional.

Se da la cruel paradoja de que a un país partido por la mitad por la política, por primera vez en su historia, la Seleçao no le ofrece consuelo porque ya no los une a todos bajo la misma bandera, bajo la misma zamarra. Ahora, los partidarios de Lula, o sea, medio país, no se ponen la camiseta amarilla de Brasil para ver sus partidos y animarla en el Mundial para que nadie les confunda con los partidarios de Bolsonaro.

En esto tiene muchísimo que ver que el presidente saliente haya hecho campaña con la verdemarelha puesta, atribuyéndose a él y a sus seguidores la quintaesencia de los valores de la Brasil futbolística. Eso, y que muchas de las grandes estrellas de la canarinha presentes y pasadas lo han apoyado públicamente sin ningún rubor luciendo también la camiseta de las cinco estrellas, poniendo a la Seleçao en un brete del que parece difícil sacarla.

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En Catar había futbolistas convocados por Tite como Neymar, Thiago Silva y Dani Alves que pidieron públicamente el voto para Bolsonaro. Neymar fue bastante más allá que el resto, ya que durante la campaña parecía un miembro del partido más, pidiendo el voto a través de sus redes sociales que siguen millones de personas en todo el mundo. Además, tras la ajustada derrota, el futbolista del PSG no dudó en publicar una fotografía suya en Instagram sosteniendo la bandera brasileña en una mano, mirando al cielo con las manos hacia arriba, en plan sacerdote, acompañada de un texto que decía: “¡Que se haga tu voluntad, Dios!”. Inmediatamente después, Neymar lanzaba otro mensaje a los cuatro vientos: el primer gol que marcara en el Mundial se lo dedicaría a Bolsonaro. Increíble.

Porque en la canarinha que se batía el cobre el Catar había al menos uno que, aunque no pidió el voto para nadie, sí se quejó públicamente por la politización de una camiseta que es, y siempre ha sido, la de todos los brasileños desde que se diseñó por primera vez tras la debacle del Maracanazo en 1950. Se llama Richarlison, lo apodan “el Pombo”, y, más que sus palabras, lo definen sus hechos. Porque el delantero del Tottenham fue de los poquísimos internacionales brasileños que hizo campaña de prevención contra el coronavirus cuando el presidente Bolsonaro lo catalogaba como una pequeña gripe y instó a la población a no seguir las recomendaciones de la OMS. El futbolista donó dinero para la investigación del virus y participó con su imagen en campañas de vacunación de las que Bolsonaro renegaba una y otra vez. También donó dinero para crear un club de fútbol en la zona más desfavorecida de su barrio natal. Además, abanderó la lucha para la preservación del Amazonas y levantó la voz en campañas contra el racismo.

Y como el destino es tremendamente caprichoso, el 24 de noviembre, en el debut de la Seleçao en el Mundial, “el Pombo” anotó los dos tantos de la canarinha ante Serbia, el segundo con una chilena impresionante que entró directamente en el museo de los goles más bellos marcados en una Copa del Mundo.

Y como el destino es sumamente caprichoso, el 24 de noviembre, a diez minutos para el final del debut de los de Tite en el Mundial, Neymar se retiraba lesionado en su tobillo derecho, se tapaba la cara con ambas manos en el banquillo y rompía a llorar porque veía peligrar de nuevo su participación en una Copa del Mundo.

Hace ocho años, cuando el astro se lesionó en los cuartos de final del Mundial 2014 ante Colombia y se perdía las semifinales ante Alemania que acabarían en el Mineirazo, toda Brasil lloraba su ausencia. Hace unas cuantas semanas fueron muchos los torcedores brasileiros que se manifestaron en las redes sociales alegrándose por su lesión. Un hecho insólito en el fútbol mundial y mucho más en Brasil, un país futbolero por antonomasia para el que su selección y los futbolistas que la representan son auténticos ídolos y van siempre a muerte con ellos.

Sin embargo, la politización de la sociedad brasileña y su polarización han conseguido lo que parecía imposible. Que haya aficionados que prefieran que uno de sus mejores jugadores no juegue o no meta un gol en la Copa del Mundo. Que haya aficionados que no se pongan la camiseta verdeamarelha porque otros la cargan sin pudor de una serie de connotaciones que no ha tenido nunca. Que haya aficionados que para distanciarse de los ultras de Bolsonaro, pero, a la vez, seguir manifestando claramente su apoyo a la Seleçao, se pongan la zamarra azul, la suplente, para seguir sintiéndose seguidores sin que nadie les confunda con lo que no son.

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Cuesta creer que tantos jugadores salidos de las favelas, que crecieron en un ambiente precario, marginal y violento pidieran el voto para Bolsonaro con la verdeamarelha puesta, cuando no se trata precisamente del más arduo defensor de las minorías, de los pobres y de los desesperados, sino más bien del azote de los indígenas, una amenaza constante para los derechos de las mujeres y de los homosexuales, del látigo de los izquierdistas y del que más ha denostado a los que viven precisamente allí donde ellos nacieron y crecieron.

Como Neymar, que nació en un barrio extremadamente pobre de Mogi das Cruzes donde creció junto a su abuela, sus padres y seis niños entre hermanos, hermanas y primos.

Como Rivaldo, el duende de la favela del puerto de Recife, que perdió la dentadura de pequeño por desnutrición y logró finalmente salir a flote.

Como Romario, que se crió en un barrio de favelas llamado Jacarezinho antes de ser uno de los mejores delanteros de la historia de Brasil.

Como Ronaldinho, que pasó su infancia en la favela más grande de Porto Alegre hasta que su hermano mayor Roberto de Assis fichó por Gremio y pudieron mudarse.

Como Dani Alves, que creció en una favela de Juazeiro desde la que caminaba 30 kilómetros junto a su padre a las cuatro de la mañana para trabajar en el campo en Salitre.

Como Thiago Silva, que pasó su infancia en la favela de santa Cruz en Río de Janeiro y padeció una tuberculosis a los 14 años que casi acaba con su vida.

Todos estos futbolistas, además, sufrieron en su día actitudes racistas en los terrenos de juego y en las gradas de los estadios y clamaron contra ellas a los cuatro vientos. Romario, por ejemplo, fue uno de los primeros jugadores en denunciar la inoperancia de la FIFA ante los casos de racismo vividos por futbolistas en los terrenos de juego y aseguró públicamente que las sanciones eran tan leves que no tenían ningún sentido. Alves también luchó con uñas y dientes contra el racismo en el fútbol y le dio un mordisco a un plátano que le lanzaron en el estadio de la Romareda en una imagen que dio la vuelta al mundo. O el mismo Neymar, posicionándose claramente en contra de los cánticos contra su compatriota Vinicius Júnior en el Metropolitano en un derbi entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid jugado hace bastante poco.

Pues, aunque parezca sorprendente, Rivaldo llegó a publicar en las redes sociales que le dolió igual la derrota de Bolsonaro en las elecciones presidenciales que la de Brasil en la final del Mundial de Francia 98 en la que él fue protagonista. En realidad, publicó exactamente esto: “Hoy tuve un sentimiento de tristeza un poco como en la final de la Copa del Mundo del 98, cuando perdí 3 a 0 contra Francia. En realidad peor, porque tenía muchas esperanzas en el futuro de mis hijos y nietos, pero la lucha sigue y no vamos a parar porque aún pasarán muchas cosas antes del 31 de diciembre de 2022”. Leer para creer.

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Pero los futbolistas nombrados no son los únicos que se comprometieron con Bolsonaro y con su causa en la reciente campaña electoral y en la anterior. Hay bastantes más.

Habría que añadir los nombres de otros futbolistas brasileños aún en activo como Felipe Melo, del Fluminense, o el atacante del Tottenham Lucas Moura.

Deberíamos sumar también a Robinho, exjugador del Real Madrid y del AC Milan al que se le busca en Italia para que responda ante una acusación de violación, pero que campa a sus anchas por Brasil y que Bolsonaro siempre se ha negado a extraditar.

También Cafú, campeón del mundo en 1994 y el capitán que levantó la última Copa del Mundo de la canarinha en Corea y Japón en 2002. Un auténtico estandarte de la verdeamarelha. En las elecciones de 2018, el lateral brasileño no dudó en expresarse así de tajante: “El capitán de la pentacampeona va a votar a Bolsonaro”.

O a Donato Gama da Silva, que vistió los colores de la selección española, del Atlético de Madrid o del Deportivo de A Coruña y una de las caras más visible de los Atletas de Cristo, deportistas que forman parte de la Iglesia Evangelista. Aparentemente cauto y callado, con cara de bueno y hombre de iglesia y de fe, todo un Atleta de Cristo, Donato ha llegado más lejos que nadie pidiendo que la gente se movilice y obligue al ejército a salir a la calle para evitar el regreso de Lula al poder. ¡Quién lo iba a decir!

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Pero, ¿qué motivos tiene esta nómina tan elevada de grandes futbolistas salidos del lodo para abogar por un presidente que ataca frontalmente y sin tapujos gran parte de lo que ellos fueron y representaron en su día?

Una de las explicaciones más claras es la polarización de la sociedad brasileña en los últimos años, es decir, el hecho de que Bolsonaro tuviera enfrente a Lula da Silva, el líder del Partido de los Trabajadores que pasó por prisión condenado por corrupción y prevaricación y que representa la corriente más izquierdista del país. Esa polarización explosiva de la sociedad hace que, automáticamente, quien no quiera ver ni en pintura a Lula de nuevo al frente de Brasil haga directamente campaña por Bolsonaro, a quien consideran el único capaz de derrotarlo. Y viceversa, claro. Una especie de lucha entre comunistas y neoliberales cuando ninguno de los bandos llega a ser ni una cosa ni la otra.

También tiene mucho que ver la campaña del líder ultraderechista y anterior presidente, centrada en los símbolos religiosos y nacionalistas, que hace que algunos de los futbolistas reseñados se decanten directamente por él. “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todo” fue el lema de su carrera electoral de 2018, el año que se hizo con la presidencia.

Una presidencia que alcanzó tras sufrir un atentado durante la campaña (lo apuñalaron) que hizo crecer su fama en un momento en el que prácticamente nadie contaba con él. Pero la gente estaba cansada de los políticos de primera línea que no habían conseguido solventar los graves problemas sociales y económicos del país y se decantó por el recién llegado (aunque lo de recién llegado habría que entrecomillarlo mucho, ya que el exmilitar ha estado metido en política y cobrando por ello desde 1991, viviendo de la cosa pública como el que más, pero muy lejos de la primera fila), por ese demagogo sin pelos en la lengua. Una lengua, por cierto, afilada, suelta y viperina que abogaba por potenciar la seguridad, castrar a los violadores, castigar con vehemencia a los malhechores, repartir armas entre la población para poder defenderse, no destinar ni un céntimo a las ONG’s, combatir el “adoctrinamiento” homosexual en las escuelas, poner en su sitio a los indígenas, penalizar el aborto…

Con ese discurso resumido en el eslogan “Dios, patria, familia y libertad” ganó las elecciones a finales de 2018 y, con ese mismo discurso y ese mismo eslogan, pretendía volver a ganarlas ahora, a finales de octubre de 2022.

También se ufanaba Jair Bolsonaro de ser un tipo hecho a sí mismo, de estar donde ha estado por méritos propios, por su esfuerzo y dedicación y sin la ayuda de nadie, algo que sí casa más con el carácter de unos futbolistas que tocaron el cielo con las manos partiendo de la nada con las únicas armas de su talento. Así se manifestaba Dani Alves, por ejemplo, en una entrevista hace apenas unos meses: “Si he llegado donde he llegado ha sido porque he trabajado más que los demás y, por tanto, debemos premiar los esfuerzos personales”. Como al parecer hace Bolsonaro y no Lula, claro, que al parecer persigue a los que han conseguido el éxito.

Pero tampoco podemos obviar un factor decisivo que inclina claramente la balanza hacia el lado de Bolsonaro. Y es que todos esos futbolistas que nacieron y crecieron en las favelas son ahora millonarios (o multimillonarios) y han dejado muy atrás su clase social original para integrarse en otra muy distinta, la de los “superricos”, esa clase que siempre ha defendido con uñas y dientes Jair Bolsonaro rebajándole los impuestos y asegurando que todos los cambios sociales que se pudieran producir en Brasil nunca les tocarían de lleno a ellos ni a sus inmensas fortunas.

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También Lula Da Silva tenía sus partidarios en el exclusivo mundo del fútbol en esta campaña tan igualada que le ha vuelto a dar la presidencia de Brasil. Casi todos exfutbolistas, todo hay que decirlo, y muchos menos futbolistas en activo, que también los hay, pero de menos caché.

Por el líder del Partido de los Trabajadores se decantaba Bebeto, campeón del Mundo en Estados Unidos 1994. También lo hacía Paulinho, joven atacante del Bayer Leverkusen alemán. Y Raí, jugador y capitán del Sao Paulo a principios de los 90 y referencia del PSG y la selección brasileña en esa misma época. Campeón del Mundo en Estados Unidos 94 y compañero de equipo de Bebeto, Romario y Cafú. Raí no sólo es hermano de Sócrates y, por ello, concienciado políticamente desde casa, sino que cuando se retiró del fútbol se sacó la carrera de Ciencias Políticas y montó una fundación llamada Gol de Letras para atender a niños desfavorecidos en el país y darles acceso a la educación.

Raí no entiende, como tampoco lo hace Juninho Pernambucano, el exfutbolista internacional y líder del mejor Olympique de Lyon de la historia, el apoyo a Bolsonaro de los futbolistas que salieron de las favelas: “Me pongo enfermo cuando veo a jugadores de derechas como Neymar apoyando al fascismo. Venimos de abajo y somos el pueblo. ¿Cómo podemos estar ahora al otro lado?”.

Buena pregunta. Difícil respuesta.

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En el Mundial de Catar, Brasil ganó su grupo con cierta facilidad, aunque con la pequeña mancha de la derrota en un último partido casi intrascendente ante Camerún. Y en octavos de final ante Corea del Sur volvió Neymar, volvió la samba, volvió el Jogo Bonito, volvió la alegría del gol, volvieron las coreografías y los bailes. Y Neymar marcó, aunque fuera de penalti justito y con una puesta en escena un tanto abigarrada a la hora de lanzar esa pena máxima. Y no, no se lo dedicó a Bolsonaro tal como había anunciado que haría. Al menos, públicamente. Lo que hizo fue bailar alegremente con el resto de sus compañeros y alzar los dedos al cielo. Algo que a muchos aficionados no les gusta demasiado, pero que parece más sano y bastante más acorde con la camiseta que defiende, con esa verdeamarelha que luce orgullosa sus cinco estrellas en el pecho.

Tampoco lo hizo la estrella brasileña tras marcar en la prórroga de los cuartos de final ante Croacia el golazo que abría la lata y parecía dejar zanjado el pase de la canarinha a semifinales. Pero el croata Bruno Petkovic aprovechó una contra de libro a falta de cinco minutos para empatar de un zurdazo y mandar el choque a los penaltis. Ahí los croatas certificaron su pase y dieron pasaporte a los brasileños. Y esa camiseta verdeamarelha fue el paño de lágrimas de todos los futbolistas brasileros. De todos. De los que pidieron el voto para Bolsonaro y de los que no.

Esa camiseta mítica que nació tras la debacle del Maracanazo en 1950 y que vistieron, defendieron, honraron y lustraron futbolistas tan distintos y antagónicos como Pelé o Sócrates, como Garrincha o Romario, como Bebeto o Kaká, como Ronaldo o Rivellino, como Zagallo o Altafini, como Zico o Cafú… Esa camiseta que unía en las penas y en las alegrías a todo un pueblo. Esa camiseta cuyo único e indispensable requisito para vestirla siempre había sido ser un extraordinario futbolista enamorado del Jogo Bonito y capaz de practicarlo.

Nada más… Y nada menos.

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