"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

viernes, 10 de junio de 2022

Los Mágicos Magiares: campeones sin corona en Suiza 1954

¿Puede una selección pasar a la historia del fútbol en mayúsculas, escribir algunas de las páginas más brillantes de este deporte y ser recordada eternamente sin haber ganado una Copa del Mundo? La respuesta es sí.

¿Puede un equipo dejar una huella imborrable en el fútbol en sólo cinco años de existencia y después de haber perdido el partido más importante de todos los que jugaron en ese tiempo? La respuesta vuelve a ser sí.

Porque ése es exactamente el caso de Hungría en la primera parte de la década de los 50, un equipo comandado desde el banquillo por Gustav Sebes y sobre el césped por Kocsics, Czibor, Puskás y Hidegkuti. Un equipo que maravilló con su fútbol al mundo entero y que modernizó el juego hasta convertirse en referentes de otras selecciones que vendrían después y que se intentarían reflejar en el espejo húngaro para pasar, como ellos, a la historia del fútbol.

Los llamaban los Mágicos Magiares (o el Equipo de Oro) y, sí, no pudieron ganar un Mundial que se daba por hecho que ganarían, el de Suiza en 1954. Y su reinado fue breve, muy breve, porque la revolución en Hungría, la posterior sofocación por parte del Ejército Rojo y el éxodo de los mejores jugadores nos privó a todos los aficionados al fútbol de un reinado más longevo y a la selección magiar del derecho de revancha que dicen que siempre te da el fútbol. A Hungría no se lo dio. Pero no importa, porque la selección de los Mágicos Magiares permanecerá para siempre en el recuerdo y en la conciencia colectiva.

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Todo empezó en un barrio humilde en las afueras de Budapest donde se creó un equipo llamado Honvéd que se convirtió en el eje sobre el que pivotó una de las selecciones más potentes, atractivas y admiradas de la historia del fútbol. Y todo empezó a finales de los años 40, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en una historia totalmente marcada, en sus inicios y en su final, por las consecuencias de ese tremendo desastre histórico.

En 1949 se proclamó la República Popular de Hungría, dentro de la zona comunista, y el gobierno presidido por Mátyás Rákosi, colocado desde Moscú, quiso potenciar el fútbol como espectáculo de masas y como un escaparate del potencial de su nación. Para ello decidió convertir el modesto Kispest Athletic Club, un equipo que competía en el distrito XIX de Budapest, en el equipo del Ejército, en el club que pasearía el nombre del país por todos los rincones de Europa y que encarnaría todas las bondades del régimen. En ese equipo ya jugaba un futbolista que destacaba por encima de todos. Su nombre, Puskás.

La primera decisión del gobierno fue cambiarle el nombre al equipo y llamarlo Budapest Honvéd, una especie de adaptación del apelativo que recibían las fuerzas armadas húngaras, conocidas como la “honvédség”. Y la segunda decisión, el paso más importante, sería reforzar el equipo con las mejores estrellas del fútbol magiar con el simple método de aplicar severas medidas de reclutamiento en el ejército que les obligaran a aceptar jugar para ellos a cambio de evitar ese forzoso ingreso en la milicia.

Así, además de formar un equipo al que nadie podría toser en Hungría, dejaban al resto de formaciones sin sus mejores jugadores. Fue así como el Honvéd, que ya contaba con Puskás, se hizo también con Kocsis y Budai (ambos del Ferencváros) o con Czibor (jugaba en el Csepel). Quisieran o no quisieran, los futbolistas no tenían más remedio que jugar para el Honvéd porque la alternativa era engrosar las filas del ejército y abandonar el fútbol.

Con el que no pudieron contar en ningún caso fue con el otro gran jugador húngaro de la época y, quizá, el mejor de todos ellos: Ladislao Kubala. Vestía el joven Kubala la camiseta del Vasas de Budapest y había disputado ya siete partidos con la selección húngara de Gustav Sebes, pero en 1949, justo cuando el Honvéd comenzaba su andadura, decidió cortar por lo sano y salió del país oculto en un camión con distintivos soviéticos y disfrazado, por si acaso, de soldado del Ejército Rojo.

Kubala se dirigió a Italia y estuvo a un paso de firmar por el Torino, el conjunto demoledor que marcaba el paso en el fútbol transalpino de finales de los cuarenta. Pero las negociaciones no llegaron a buen puerto y el joven húngaro acabó en el modesto Aurora Pro Patria. En ese instante no podía saberlo, pero Kubala acababa de salvar su vida, ya que apenas unas semanas más tarde el Torino padeció el accidente aéreo de Superga en el que perdieron la vida todos sus integrantes.

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Mientras, en Hungría, el Budapest Honvéd pronto empezó a ganar torneos, a la vez que se constituía prácticamente en el bloque de la selección de Gustav Sebes, con la ventaja jugar juntos todo el año, de conocerse a la perfección, de generar unos automatismos que iban a marcar una época y de respetar al maestro, al tipo que les hizo jugar a finales de los años 40 como jugaría la Holanda de Rinus Michels 25 años más tarde. Cambiando de posiciones constantemente, a una velocidad endiablada y con una técnica exquisita, tanto para jugar al pie como para ganar los espacios con precisión. Todos atacan y todos defienden. Solidaridad y compromiso. Movimiento constante y nada de especular. Escuela Danubiana en estado puro, herencia de la Austria de Meisl de los años 30 (que tampoco ganó el Mundial) y de la nueva manera de ver el fútbol del visionario Jimmy Hogan.

El primer evento internacional en el que los chicos de Gustav Sebes presentaron al mundo su maravillosa e innovadora forma de jugar al fútbol fueron los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952. Allí, sencillamente, sorprendieron al mundo. Sobre todo porque nadie esperaba que una Hungría semidesconocida jugara así al fútbol. Y nadie esperaba, evidentemente, que acabaran colgándose al cuello la medalla de oro tras derrotar a Rumanía en la ronda previa (2-1), imponerse con claridad a la todopoderosa Italia (3-0), masacrar a Turquía (7-1), pasearse ante Suecia, una de los claras candidatas al oro (6-0), y batir a Yugoslavia en la final por 2 a 0. La alegría y la euforia se apoderaron de un país que se frotaba los ojos para comprobar que lo que veía era cierto: Hungría era la campeona Olímpica.

El siguiente hito fue presentarse en Wembley en 1953 en un partido amistoso para preparar el Mundial de Suiza, que estaba ya a la vuelta de la esquina, y vencer a los inventores del fútbol por 3 goles a 6 ante más de 100.000 espectadores que se quedaron de piedra ante la exhibición magiar. Ninguna selección no británica había vencido a Inglaterra en su feudo hasta ese instante y los Mágicos Magiares no sólo ganaron, sino que apabullaron a los ingleses. De hecho, después aceptaron la revancha propuesta por una Inglaterra herida para infringirle una derrota aún más dolorosa en Budapest (7 a 1) y presentar definitivamente su candidatura a levantar la Copa del Mundo.

Pero esta selección maravillosa que se presentó en Suiza sin haber perdido un solo partido desde 1949 se acabó estrellando en la final del Mundial de 1954, el llamado Milagro de Berna, cuando todos los elementos se aliaron para que acabara derrotada sorprendentemente por una Alemania Federal que empezó entonces a construir su leyenda, precisamente a costa de la que estaban destinados a escribir los magiares.

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Antes de esa final, los de Gustav Sebes habían dado muestras de todo su potencial venciendo por 9 a 0 a Corea y derrotando también a Alemania Federal por 8 a 3 en la fase de grupos, aunque Herberger, el astuto seleccionador germano, había reservado a sus mejores futbolistas previendo la derrota y creyendo firmemente en que sus futbolistas vencerían a Turquía en el partido de desempate para seguir adelante en la competición. Así, si volvían a encontrarse más adelante, los húngaros no tendrían ningún referente válido. La jugada le salió redonda porque, además, sin querer o queriendo, eso no lo sabremos nunca, el defensa Liebrich le dio una patada a Puskás y después cayó sobre su hombro, lesionándolo. Así que uno de los mejores magiares no disputaría ni los cuartos ni las semifinales del torneo y llegaría tremendamente justo a la final de Berna.

Pero aún sin Puskás, los Mágicos Magiares siguieron superando obstáculos en el torneo y el de los cuartos de final fue de aúpa, porque enfrente estaba Brasil, la subcampeona del mundo que estrenaba en el torneo su nueva camiseta verdeamarelha. A los 7 minutos ya ganaban los húngaros por dos a cero, pero el partido se transformó entonces en una auténtica batalla campal con entradas muy duras, agresiones, disputas violentas, tres expulsiones, insultos, persecuciones por todo el campo entre jugadores y una monumental pelea después del partido. Tan violento fue el choque que pasó a la historia como la Batalla de Berna. Una batalla que se llevó Hungría tras vencer por 4 a 2 un partido que enfrentaba a dos selecciones magníficas que decidieron cambiar el juego por la bronca.

Tras eliminar al subcampeón, esperaba el campeón. Uruguay, la garra charrúa, cayó también ante los de Sebes por idéntico resultado, 4 a 2, aunque esta vez no hubo batallas y sí fútbol y, además, los magiares hubieron de resolver la semifinal en la prórroga ante un conjunto que vendió carísima su derrota y demostró una vez más su carácter ganador. El partido acabó con empate a dos tras remontar Uruguay en el último cuarto de hora los tantos de Czibor y Hidegkuti con dos golazos de Hohberg, pero no pudieron los charrúas sobreponerse a los dos tantos de Kocsis en la prórroga que llevaron a los europeos a la final.

Hungría había batido a los dos mejores equipos del anterior Mundial y sólo le quedaba un rival enfrente para convertirse en campeona del mundo: Alemania Federal, que había sorprendido a todo el mundo con una presencia en la final que casi nadie esperaba. Los de Herberger se habían deshecho de Yugoslavia en cuartos de final (2-0) y habían apabullado a sus vecinos austríacos en las semifinales (6-1).

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A las 5 de la tarde del 4 de julio de 1954, 60.000 personas llenan las gradas del Wankdorfstadion de Berna para contemplar cómo Hungría levanta la copa Jules Rimet. Cualquier otra cosa era impensable antes del encuentro porque la diferencia entre Hungría y Alemania era inmensa. El 8 a 3 de la primera fase lo corroboraba. Los 33 partidos de Hungría sin perder en los últimos cinco años, también. El dos a cero para los magiares cosechado con tantos de Puskás y Czibor a los ocho minutos de partido, mucho más.

Pero el fútbol es caprichoso y no entiende de números.

A la vez que el cielo de Berna se cubre de nubes que se abren para empezar a descargar lluvia, Alemania despierta comandada por Fritz Walter y en apenas unos cuantos minutos empata el partido a dos tantos para llegar así al descanso. Morlock y Rahn habían dejado las espadas en todo lo alto de cara al segundo tiempo, aunque los espectadores siguen creyendo firmemente que Hungría será la nueva campeona del mundo.

Los alemanes saltan a disputar la segunda parte con unas botas nuevas, la creación de Adi Dassler, el fundador de Adidas, que llevan unos tacos especiales que resultarán cruciales en un terreno de juego ya totalmente embarrado y encharcado, un auténtico barrizal. Así que los teutones aguantan en pie las embestidas magiares, que son muchas y variadas, pero no son suficientes para perforar la meta alemana, y rematan a la mejor selección del momento con un gol de Rahn a falta de seis minutos para el final.

Aún quedaría tiempo para que el árbitro anulara un gol de Puskas por fuera de juego, pero los magiares remaron mucho para ahogarse en la orilla. Alemania alzaba al cielo de Berna su primera Copa del Mundo mientras Hungría perdía su primer partido en cinco años. El más importante. El que nunca más iban a poder disputar.

Aún así, cualquier aficionado al fútbol de Hungría sabe recitar de memoria el once de los Mágicos Magiares. “Grosics, Buzansky, Lantos, Bozsik, Zakarias, Lorant, Kocsics, Czibor, Budai, Hidegkuti y Puskás”. En voz alta, de carrerilla y con el pecho henchido de orgullo.

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Porque los Mágicos Magiares ya no tendrían otra oportunidad de intentar alcanzar el cetro futbolístico mundial a causa de las revueltas que se produjeron en Hungría en el otoño de 1956. A finales de octubre de ese año, una insurrección de la población de Budapest contra el gobierno de Rákosi se extendió por las principales ciudades de todo el país y terminó con la toma de la capital húngara. Pero la Unión Soviética no estaba dispuesta a permitir la revolución en tierras magiares y envío de inmediato al Ejército Rojo para sofocar la revuelta.

Mientras los tanques soviéticos entraban en la capital húngara, el Honvéd se disponía a disputar los octavos de final de la Copa de Europa ante el Athletic de Bilbao en San Mamés. Los magiares cayeron por 3 tantos a 2 en la Catedral y la vuelta se disputaría un mes después en Bruselas debido a la situación que se estaba viviendo en Hungría. En ese momento, los integrantes del Honvéd decidieron no regresar a su país e iniciar una gira por Europa hasta el momento en que se disputara el encuentro de vuelta ante el Athletic en Bruselas.

El Honvéd empató a tres el partido de vuelta un mes más tarde y perdió la eliminatoria pero, aunque la situación se había calmado un poco en Hungría, decidieron no regresar al país y se marcharon a Brasil a proseguir con su gira. El nuevo gobierno húngaro impuesto desde Moscú empezó a preocuparse por la “fuga” del equipo y exigió a los futbolistas que regresaran en su condición de representantes del ejército magiar para seguir con las competiciones nacionales oficiales en su país y en Europa.

La FIFA, que, como todo el mundo sabe, siempre se ha posicionado junto al más débil y ha sido comprensiva con las circunstancias especiales que viven los jugadores y sus pueblos a lo largo de su historia, advirtió a la Confederación Brasileña de Deportes que si el Honvéd seguía jugando en suelo brasileño la canarinha no participaría en el Mundial de Suecia de 1958. Por si acaso, también advirtió a los futbolistas húngaros de que todo aquel que no regresara recibiría una sanción de dos años sin poder competir. Evidentemente, muchos jugadores magiares regresaron (la situación de los familiares que se habían quedado en Hungría también era una razón de peso), pero tres de los de más renombre, es decir, Puskás, Kocsis y Czibor, se fugaron y no regresaron al país.

Sin sus estrellas, el Honvéd prácticamente pasó a mejor vida, pero, con él, también llegó el ocaso de la selección húngara que había maravillado al mundo y que jamás volvería a ser el referente futbolístico que fue en ese lustro. Gustav Sebes dejó el cargo de seleccionador en 1957 tras diez años al frente de los Mágicos Magiares que, desde abril de 1949 habían jugado 55 partidos y sólo habían empatado 7 partido y perdido uno: el del Milagro de Berna.

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Finalmente, en 1958 se acabó por fin la odisea de los tres grandes jugadores húngaros fugados al permitírseles vestir las camisetas de los dos grandes de España, que ya les habían fichado y acogido. Así fue como Puskás recaló en el Real Madrid, mientras que Kocsis y Czibor llegaron al FC Barcelona, donde se reencontraron con Kubala, la única estrella húngara que ya antes de la revolución había huido del país y que no formó parte de los Mágicos Magiares.

Estos cuatro fenómenos aún tendrían tiempo para seguir asombrando al mundo, aunque nunca más volvieran a vestir los colores de una selección que había maravillado a todos y que ya no lo volvería a hacer jamás. Porque, a partir de ese momento, otros disfrutaron a Kubala, a Puskás, a Kocsis y a Cziborg, pero Hungría ya no pudo volver a hacerlo y nunca reuniría otra selección tan talentosa como aquella. La de los Mágicos Magiares. La primera campeona moral de la historia de los mundiales.

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