"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

lunes, 11 de abril de 2022

La batalla de Santiago entre Italia y Chile en el Mundial de 1962

El Mundial de Chile en 1962 está considerado por casi todos como el más violento de la historia. Haciendo un recuento de lesionados nos salen 24 en los dos primeros días de competición, número que va ascendiendo a medida que se suceden los partidos de la primera fase. En la tercera jornada, el recuento llega ya a los 34 y en la cuarta, a los 50. Increíble y auténticamente salvaje. Porque no hablamos de contusiones leves, torceduras de tobillo o sobrecargas musculares, sino de roturas de tibia, fracturas de nariz, piernas rotas…

Todo empezó en el partido del grupo A entre la Unión Soviética y Yugoslavia, que acabó con victoria de los soviéticos por 2 a 0 en medio de una auténtica batalla campal. Estas mismas selecciones habían disputado dos años atrás la final de la primera Eurocopa de la historia en 1960 en un choque que acabó con empate a 1 y que se resolvió en la prórroga a favor de los soviéticos con un tanto de Ponedelnik en la prórroga. Con ganas de revancha y con el telón de fondo de las desavenencias políticas entre Stalin y Tito, el partido se convirtió pronto en una guerra. Al poco de empezar, el delantero bosnio Mohamed Mujic sufrió una entrada que le provocó un feo corte en el tobillo. Minutos más tarde, el defensa soviético Eduard Dubinski controlaba un balón en defensa cuando apareció Mujic para hacerle una entrada salvaje e innecesaria que le partió la tibia y el peroné, aunque el colegiado no pitó ni siquiera falta. El defensa soviético no pudo abandonar el campo por su propio pie y se lo tuvieron que llevar, mientras que sus propios compañeros expulsaron a Mujic del terreno de juego, avergonzados. El atacante bosnio nunca más volvió a vestir la camiseta yugoslava.

El parte médico de aquel partido fueron la rotura de tibia y peroné de Dubinski, doce puntos de sutura en la ceja del soviético Metreveli, un hematoma en el tobillo de Ponedelnik, el corte en el tobillo de Mujic y una fractura de tabique nasal del croata Zeljko Matus. Por cierto, Dubinski tardó mucho en recuperarse de la lesión de su pierna y ya no pudo volver a jugar a fútbol a buen nivel. En 1968 le diagnosticaron un sarcoma en la pierna lesionada que derivó en un cáncer maligno y, tras varias operaciones que acabaron con la amputación de la pierna, el jugador murió el 11 de mayo de 1969 a los 34 años. Hay quien dice que la muerte y la lesión pudieran no tener nada que ver y que en la aparición y la evolución del cáncer tenía más peso la carga genética que el traumatismo sufrido. El caso es que el jugador murió.

En el partido entre España y Checoslovaquia que abría el grupo C los defensas españoles Reija y Rivella acabaron lesionados y tuvieron que volver a casa después del primer partido. Reija se rompió el menisco y a Rivella le tuvieron que enyesar el tobillo. Por su parte, el meta checoslovaco Scroif recibió una patada en la cara que lo dejó inconsciente durante más de cinco minutos, aunque luego pudo seguir jugando. España perdió 1 a 0 y se dejó casi todas sus opciones de pasar a cuartos de final en el grupo que compartía con Checoslovaquia, México y Brasil. Los checos y los brasileños serían los que finalmente se clasificarían y, además, acabarían disputando la final del torneo.

Por cierto, a los españoles les llamaban la ONU, porque además de Di Stéfano, argentino de origen, que viajó a Chile lesionado y no disputó ni un solo minuto en el Mundial, también iban citados con España el húngaro Puskas, el paraguayo Eulogio Martínez y el uruguayo Santamaría. Todos entrenados por el argentino Helenio Herrera.

En el grupo D, argentinos y búlgaros también se repartieron de lo lindo en Rancagua. Cinco albicelestes terminaron el partido lesionados y dos búlgaros se tuvieron que despedir del campeonato por culpa de las graves lesiones que padecieron. Increíblemente no hubo ni un solo expulsado, lo que seguramente provocó que las selecciones siguieran jugando al límite del reglamento durante el resto del torneo. De todas formas, ni Argentina ni Bulgaria siguieron adelante. Las clasificadas para cuartos serían las otras dos selecciones: Hungría como primera e Inglaterra como segunda. Los británicos caerían en cuartos de final ante Brasil y los húngaros serían eliminados por Checoslovaquia en una de las grandes sorpresas del mundial.

Pero el partido que se llevó la palma, el que todo el mundo catalogó como la vergüenza de las vergüenzas, lo disputaron en Santiago las selecciones de Chile e Italia el 2 de junio de 1962. Para entender lo que pasó en ese encuentro y por qué tenemos que retroceder unos años en el tiempo, porque el choque venía muy viciado de antemano.

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A Chile se le concedió la organización del Mundial del 62 en 1956, después de que las dos anteriores ediciones de la Copa del Mundo se hubieran disputado en Europa (en Suiza la de 1954 y en Suecia de la 1958). Los países europeos reclamaban para sí la organización de un tercer mundial seguido en el Viejo Continente, pero los sudamericanos, con Argentina a la cabeza, exigían el cambio de continente. En 1954, la Federación de Fútbol Chilena encabezada por Carlos Dittborn y Ernesto Alvear enviaron a Zúrich la documentación y el aval pertinente para inscribir a Chile en la carrera por la organización de la Copa del Mundo de 1962. Argentina y Alemania Federal también lo hicieron, aunque los germanos retiraron enseguida su candidatura cuando fueron conscientes de que un tercer mundial consecutivo en Europa iba a ser imposible. Argentina y Chile se quedaron solos en la carrera.

En junio de 1956, en Lisboa, se decidiría definitivamente qué país organizaría el Mundial del 62. La candidatura argentina optó por destacar su sobrada solvencia. El encargado de defenderla fue Raúl Colombo, quien no paró de hablar durante dos horas e hizo un discurso en castellano que cerró con un famoso: “Podemos hacer el Mundial mañana mismo. Lo tenemos todo”. El representante chileno, Carlos Dittborn, presentó en 15 minutos las razones por las que Chile debería organizar el Mundial, y lo hizo en inglés, idioma que entendían todos los presentes. Habló de la afición masiva por el fútbol en el país, de su participación en las Olimpíadas, de las competiciones locales que se organizaban año tras año sin problemas y con solvencia, de su participación e implicación en la FIFA, de la estabilidad política e institucional en el país y del clima proclive al deporte que se respiraba en Chile. Remató invocando el artículo 2 de los estatutos de la FIFA, que recogen expresamente la intención de que la Copa del Mundo fomente el fútbol en los países menos desarrollados. El cierre de Dittborn fue antológico, en claro contraste con el del argentino Colombo: “Porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo”. La votación se resolvió con 32 votos a favor de Chile, 10 para Argentina y 14 en blanco. Increíblemente, el Mundial se celebraría en Chile.

Pero el 22 de mayo de 1960 la tierra tembló como nunca antes lo había hecho y el terremoto más potente de la historia de la humanidad golpeó cruelmente Chile y devastó todo el territorio entre Talca y Chiloé, afectando a una extensión de más de 400.000 kilómetros cuadrados. Se estima que más de 2.000 personas perdieron la vida y hubo más de 2 millones de damnificados. Ante tal catástrofe, la organización del Mundial tan sólo dos años más tarde parecía una quimera, pero Jorge Alessandri, el presidente del país andino, aseguró: “El Mundial, señores, se hace en Chile. Sí o sí”. Y se hizo, vaya si se hizo…

Las sedes previstas de Talca, Concepción, Talcahuano y Valdivia habían quedado totalmente destrozadas, mientras que Antofagalta y Valparaíso renunciaron también debido a los enormes problemas económicos. Sin embargo, Viña del Mar y Arica tomaron el relevo y junto a Santiago y Rancagua se convirtieron en las 4 sedes definitivas del Mundial de 1962.

En ese contexto, la prensa italiana pronto se posicionó contra del hecho de disputar el Mundial en Chile, un país que consideraban subdesarrollado y que estaba lejísimos de los intereses europeos. Así, a pocos días de la inauguración del torneo, el prestigioso diario italiano “Corriere della Sera” publicó una crónica escrita por Antonio Ghirelli que encendió los ánimos en el país andino, sobre todo teniendo en cuenta que Italia y Chile compartían grupo en la primera fase del campeonato. Ahí va un fragmento:
“Un campeonato del mundo a trece mil kilómetros de distancia: una locura. Chile es pequeño, pobre y orgulloso. Ha aceptado organizar esta edición de la Copa Jules Rimet de la misma forma que Mussolini aceptó que nuestra aviación fuera a bombardear Londres. La capital dispone de setecientas camas. El teléfono no funciona. Los taxis son tan raros como los maridos fieles. Enviar un cable a Europa cuesta un ojo de la cara. Una carta tarda por lo menos cinco días…”.

Otra crónica, firmada Corrado Pizzinelli, enviado especial del diario florentino “Il Resto del Carlino”, se titulaba “¡Guerra mundial! y aún iba un poco más lejos:
“Desde que estoy en Chile tengo la curiosa sensación de llevar el mundo sobre mis espaldas. Se le siente encima igual que la tristeza de sus habitantes y ello provoca un malestar curioso que se agrava por los enormes saltos de temperatura. Ayer por la mañana el termómetro marcaba 4 grados; a las 14 horas, más de 29. La sangre se vuelve torpe y parece faltar en las venas y después de estar algún tiempo en Chile uno se siente extraño a todo y a todos. El virus de la lejanía más abandonada, más solitaria, más anónima, se mete en el ánimo de todos y creo que incidirá en el estado anímico de los atletas…

Desde que estoy en Chile me parece estar condenado a vivir en esta tierra triste y fantástica. Las mismas muchachas chilenas, tan famosas en el mundo por su gracia y donaire y tan a menudo comparadas con las turinesas, tienen muy poco de ellas. Y ello tal vez para tratar de hacer olvidar la realidad de esta capital, que es el símbolo triste de uno de los países subdesarrollados del mundo y afligido por todos los males posibles: desnutrición, prostitución, analfabetismo, alcoholismo, miseria...

(Santiago) no es en absoluto una ciudad fascinante, sin grandes monumentos ni recuerdos históricos, sin palacios que se destaquen, sin una nota de arte o de caché, como dicen muchos en el lenguaje mundano: es amable y simple en la resignada tristeza de las poblaciones de la periferia, las que están en abierta contraposición con aquellas de los centros residenciales, donde excelentes arquitectos han construido chalets y casas dignas de adornar un libro de arte moderno. Santiago, con su pequeño centro europeo; sus boites, que ofrecen espectáculos de “picaresque”, esto es, strip-tease, ejecutado por chilenas, francesas, alemanas o italianas; con sus cines y con sus grandes teatros, tiene un no sé qué de chocante”.

El contenido de esos artículos llegó a Chile a través de la embajada chilena en Italia, los publicaron los diarios del país andino y se lanzó una campaña en los medios de comunicación para tratar a los italianos "como merecían". Tal fue el clima que se generó que los dos periodistas tuvieron que regresar a su país antes del comienzo del mundial.

Cuando llegó el día del partido entre chilenos e italianos, en la segunda jornada de la primera fase, el ambiente en Santiago estaba extremadamente caldeado. Los chilenos habían vencido a Suiza en el primer encuentro, mientras que los italianos habían empatado sin goles ante Alemania Federal en un choque marcado también por las patadas y los malos modos. El resultado: cuatro italianos y cuatro alemanes lesionados de consideración. El mismísimo Sepp Herberger, seleccionador alemán, dijo: “Éste ha sido el partido más duro en la historia del fútbol alemán”. Pero la violencia en el mundial no había hecho nada más que empezar.

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Los italianos saltaron al césped del estadio Nacional de Santiago que presentaba un aspecto de lo más hostil con 66.000 espectadores en la grada. Los jugadores de la azzurra, por si acaso, y queriendo calmar los ánimos, salieron lanzando ramos de claveles blancos a la grada, pero el público no hizo ni caso del gesto conciliador y le devolvió a los jugadores los claveles acompañados de frutas maduras, monedas, salivazos y unos silbidos ensordecedores que siguieron sonando todo el partido.

A los treinta segundos de partido llegó la primera falta. A los siete minutos, la primera expulsión. Ken Aston, el colegiado del encuentro, necesitó la ayuda de la policía chilena para sacar del terreno de juego a Giorgoi Ferrini, que acabó arrestado. El atacante italiano le había propinado un patadón al chileno Honorio Landa. Antes, Muschio se había encarado con un futbolista chileno con los puños en alto después de recibir una dura falta. Chilenos e italianos habían empezado tan fuerte que el árbitro no sabía dónde meterse, aunque sí tenía claro dónde jugaban.

Treinta y tres minutos más tarde, que transcurrieron entre agresiones, patadas, empujones, choques y disputas serias, le tocaría abandonar el campo a Mario David, el lateral italiano. Unos minutos antes, David había cometido una falta sobre el extremo izquierdo chileno, Leonel Sánchez, a la que el andino respondió con un directo de izquierda a la cabeza con el balón ya parado y delante de los morros del juez de línea. El árbitro no hizo absolutamente nada. Bueno, sí, advirtió al defensa italiano de que no iba a pemitir más entradas de ese estilo, mientras la policía entraba por segunda vez al terreno de juego para calmar los ánimos de nuevo. 

Pero Mario David esperó su momento y, unos minutos más tarde, fue a buscar a Sánchez al campo chileno para, cuando iba controlar una pelota, lanzarle una patada voladora y criminal entre el hombro y la cabeza. Esta vez el colegiado sí que le mostró al italiano el camino de los vestuarios, que recorrió entre gritos y abucheos mientras los futbolistas de ambos equipos se enzarzaban de nuevo en otra tángana. Aún daría tiempo a que Leonel Sánchez volviera a sacar su puño a pasear y le rompiera la nariz al "oriundi" Humberto Maschio. El señor Aston volvió a mirar hacia otro lado. Se ve que la sangre le mareaba. Y Sánchez, después de dos KO’s clarísimos, siguió jugando como si tal cosa. Los italianos, en cambio, tenían que jugar todo el segundo tiempo con dos futbolistas menos.

Tras el paso por los vestuarios, el partido no mejoró en absoluto y entre amagos de tánganas, golpes y patadas, Chile anotó dos goles ya en la recta final para ganar el partido. Un tanto de cabeza de Jaime Ramírez a falta de 14 minutos y un disparo lejano de Jorge Toro a un minuto del final llevaban la euforia a una grada desbocada, clasificaban a los anfitriones para cuartos de final y enviaban a casa los italianos.

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Mientras los periódicos transalpinos calificaron la batalla de Santiago como el robo más descarado y vergonzoso de la historia de los mundiales, los diarios chilenos se vanagloriaban de haber eliminado a un equipo de “fascistas, supremacistas y mafiosos”. En los medios neutrales se decantaron por la más estricta realidad: tildaron el partido de vergüenza absoluta.

De hecho, en la BBC solían emitir los partidos del Campeonato del Mundo más tarde, no en directo, y cuando le tocó el turno al choque entre Chile e Italia, el presentador, David Coleman, avisaba a los espectadores con estas palabras: “Buenas noches. El partido que están a punto de ver es, posiblemente, la más estúpida, horrible, repugnante y vergonzosa exhibición de fútbol de toda la historia”.

Ken Aston, el árbitro del encuentro, declaró más adelante: “No estaba arbitrando un partido de fútbol, ejercía de de juez de un conflicto militar”. El trencilla, que ya había pitado el partido entre chilenos y suizos que abría ese mismo grupo B sin ser capaz de contener el juego violento de ambas selecciones, ya no volvería a pitar ningún partido más en ninguna Copa del Mundo, aunque, como premio (¡faltaría más!) sería nombrado director del Comité de Árbitros de la FIFA en los dos siguientes mundiales y, a la larga, sería el inventor de las tarjetas amarillas y rojas, que empezaron a utilizarse en el Mundial de México en 1970. Aún habría que esperar 8 años y algún que otro episodio bochornoso más para que las tarjetas hicieran acto de presencia.

Mientras tanto, el violento Mundial del 62 seguía su curso, ya sin los italianos en liza, y Chile se vería las caras ante la Unión Soviética en cuartos de final, a quien derrotaría sorprendentemente por 2 goles a 1 y caería finalmente ante la campeona Brasil en semifinales por 4 a 2. Los anfitriones acabaron el torneo imponiéndose a Yugoslavia en el partido por el tercer y cuarto puesto para certificar su mejor clasificación en la historia de los mundiales, aunque para ello hubieran tenido que “ganar” previamente la vergonzosa batalla de Santiago.

La Brasil de Garrincha y Vavá, sin Pelé, que se lesionó en el partido de la primera fase ante Checoslovaquia y no pudo jugar más, se impuso precisamente a Checoslovaquia en la final por 3 a 1 para revalidar el título y levantar por segunda vez la Copa Jules Rimet. Al menos, la edición más violenta de la Copa del Mundo se la llevaron los artistas brasileños, que fueron de los que menos palos repartieron.

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