"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

lunes, 28 de octubre de 2024

Silvio Piola, el goleador italiano del Mundial de Francia 38

5 de octubre de 1996. Estadio Republicano de Chisinau. Moldavia e Italia se enfrentan en la segunda jornada del grupo 2 de la fase de clasificación europea para el Mundial de Francia 98. Los italianos, entrenados por Arrigo Sacchi y capitaneados por Paolo Maldini, saltan al césped del estadio moldavo con un brazalete negro encintando sus brazos. El día anterior había fallecido en Gattinara (Vercelli), a los 83 años, Silvio Piola, el máximo goleador de la historia de la Serie A, o lo que es lo mismo, probablemente, el mejor goleador italiano de todos los tiempos.

Piola “Piernas largas” fue el ariete de la Italia que defendió con éxito su corona de campeona del mundo en el Mundial de Francia de 1938. El jugador más determinante de una selección rocosa y, a la vez, talentosa, que Vittorio Pozzo convirtió en prácticamente inexpugnable. La Segunda Guerra Mundial acabó con una trayectoria internacional que parecía predestinada a dejar una huella imborrable en la Copa del Mundo, pero no con su carrera como artillero, que se prolongó hasta el final de la temporada 1954, cuando decidió retirarse a los 41 de edad con más de 300 goles en el zurrón.

A su fantástica carrera plagada de goles, sólo le faltó coronarla con un Scudetto.

Pero, a veces, en la vida, no se puede tener todo…

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Silvio Guioacchino Italo Piola nació en el pequeño pueblo de Robbio, en el valle Lomellina, provincia de Pavía, el 29 de septiembre de 1913. Aunque su nacimiento allí fue meramente circunstancial, ya que sus padres eran comerciantes de tela y se habían trasladado a Robbio por motivos laborales. Pero pronto volverían a su auténtico hogar: Vercelli, en el corazón del Piamonte. Cuna de uno de los mejores equipos de fútbol italianos de la época.

Allí, el pequeño Piola empezó a estudiar en la Escuela Elemental Galileo Ferraris. Eso sí, en sus ratos libres sólo tenía una obsesión: lanzarse veloz con una pelota en los pies a regatear cuantos árboles se le pusieran en el camino y chutar con potencia y colocación entre la maleza. Hasta que lo vio don Sassi, el sacerdote del pueblo, director de la Escuela y un auténtico apasionado del fútbol. Más concretamente, del Pro Vercelli, el equipo donde el tío de Silvio Piola, Giuseppe Cavanna, jugaba de portero.



Tampoco era muy rara la pasión del capellán por el Pro Vercelli, porque en aquel momento era uno de los mejores equipos italianos, si no el mejor. La sección de fútbol del Pro Vercelli se fundó en 1903, justo diez años antes de que naciera Silvio. Para cuando el chiquillo vino al mundo, el equipo acababa de levantar su quinto Scudetto. Aún ganaría dos más, los de 1920-21 y 1921-22, aunque serían los últimos, ya que al club piamontés le resultaría imposible competir con los de las grandes ciudades de Milán, Turín y Roma en los inicios del profesionalismo. Pero vamos, que en la década de 1910 y principios del 20, el Pro Vercelli era, sin duda, uno de los rivales a batir en Italia.

El caso es que cuando don Sassi vio al pequeño Silvio regateando entre los árboles, controlando la pelota y rematando de primeras, no tuvo ninguna duda: sabía que estaba ante un fantástico futbolista, aunque sólo tuviera ocho años. Así que, bajo sus auspicios, el chico empezó a jugar a fútbol en el colegio y pronto destacó. Pero donde realmente se hizo un nombre en toda la región fue jugando de centrocampista en el Veloces, un equipo juvenil que había fundado Bernasconi, el propietario de una tienda de artículos deportivos. Ese equipo juvenil maravilló a todo el mundo y estuvo a punto de vencer en el Campeonato de Italia juvenil, donde cayó en la final contra la Roma (1-3).

La alegría del nuevo equipo duraría poco… porque en cuanto los técnicos de la Pro Vercelli vieron jugar a Piola y a sus compañeros Depretini y Pietro Ferraris, se los llevaron. Y los icorporaron directamente a la disciplina del primer equipo, bajo el mando del entrenador húngaro József Nagy, un trotamundos del fútbol que había entrenado a la selección sueca en las Olimpiadas de París en 1924 y se colgó un bronce olímpico. Nagy no se lo pensó demasiado e hizo debutar a Piola en la serie A el 16 de febrero de 1930 en un partido en el estadio del Bologna. El encuentro acabó con empate a dos, aunque el chico, que aún no había cumplido los 17 años, no se estrenó ese día como goleador.

Y es que ya se sabe… a veces, en la vida, no se puede tener todo.

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A Piola, que jugaba de centrocampista en Veloces, lo puso Nagy desde ese primer encuentro con la Pro Vercelli de delantero centro, pese a que había otros técnicos y periodistas que pensaban (y lo escribían y lo decían) que el chico debería seguir jugando en el centro del campo. Consideraban que sus registros anotadores en sus tres primeras temporadas completas con el equipo no eran espectaculares para jugar de delantero centro. Hizo 13 goles en la 1930-31; 12 en la 1931-32 y 11 en la 1932-33.

Y es cierto que Piola podría haber jugado perfectamente de centrocampista porque era un portento físico. Un tipo fuerte, alto, de piernas largas, con la costumbre de jugar de siempre de espaldas para mantenerse siempre en contacto visual y directo con el juego, pero, además, tenía una velocidad endiablada, un gran regate, un tremendo disparo desde la larga distancia y un remate portentoso con cualquier parte del cuerpo. Vamos, que era un rematador nato (e innato también).

Pero, sobre todo, sus entrenadores decían de él que tenía la increíble capacidad de estar siempre en el sitio adecuado y en el momento preciso para hacer el remate definitivo. Aparecía de la nada en el momento sublime para definir como nadie y hacer goles y más goles. Tenía el don de la ubicuidad. Era un oportunista como la copa de un pino.

Y, claro, esa relación de amor con el gol no se compra con dinero. Y no se puede desperdiciar. Por eso siguió Nagy siguió poniéndolo de delantero centro en la Pro Vercelli y sus cifras goleadoras comenzaron a aumentar poco a poco. En la temporada 1933-1934 ya hizo 15 goles, aunque aún estaba lejos de los 21 de Giuseppe Meazza, el gran ídolo italiano del momento, o de los 32 del “capocannoniere” del torneo, el Juventino Felice Borel. Pero los 15 de Piola los convirtió en un equipo que acabó séptimo en el campeonato, muy lejos de los inalcanzables Juventus y Ambrosiana-Inter, que contaban en sus filas con la mayoría de futbolistas que disputarían (y ganarían) el Mundial de Italia de 1934.

El 22 de abril de 1934, unos meses antes del inicio de de un torneo que Piola no disputaría, el joven de 20 años marcó el único tanto de su equipo en la derrota ante el todopoderoso Bologna (4-1) en el estadio Renato Dall’Ara, el mismo en el que había debutado cuatro años antes. Fue su último partido con la Pro Vercelli. Porque ese verano a Piola le tocaría hacer las maletas… aunque el viaje no iba a tener el destino que, en un principio, él había deseado.

***

A la conclusión de la Copa del Mundo de 1934 en la que la Italia de Vittorio Pozzo levantó la Copa Jules Rimet tras derrotar en la final a Checoslovaquia en la prórroga, la liga italiana se reanudó con más expectativas si cabe. Para entonces, Silvio Piola, al que se habían rifado casi todos los grandes equipos del Calcio, acababa de fichar, casi por imposición gubernamental, por la Lazio, un equipo al que el futbolista, en principio, no quería ir. Después, se quedaría allí nueve temporadas y se convertiría en un auténtico ídolo.

Eran tiempos en los que el profesionalismo empezaba a acabar con el espíritu amateur que había tenido el fútbol hasta pocos años antes y los grandes clubes empezaban a pagar importantes cantidades de dinero por los futbolistas más destacados. Dinero a los clubes y dinero a los jugadores, que empezaron a convertirse en personajes muy populares y admirados por las masas. En Italia, además, había que sumar otro factor no menos importante: la coyuntura política. Con el fascismo en el poder desde finales de 1922, el fútbol era uno de los ámbitos donde los capitostes metían mano constantemente y ordenaban fichajes a su antojo.

Piola, al que no le gustaba ese mercadeo aunque tenía claro que si quería dedicarse al fútbol había de plegarse a él, deseaba fichar por el Ambrosiana-Inter (antecesor del Inter de Milán), donde jugaba uno de sus ídolos, su amigo Giuseppe Meazza, y que le quedaba lo suficientemente cerca de casa para seguir fiel a su estilo de vida tranquilo y sosegado.

No pudo ser… Tuvo que hacer las maletas y partir hacia Roma para fichar por la Lazio, en un intento gubernamental de centralizar el fútbol y contrarrestar desde la capital el empuje de los grandes equipos del norte. Pero, al menos, Piola sacó una buena tajada para su Pro Vercelli y para él y para su familia, ya que en, aquellos tiempos, pagaron 250.000 liras al equipo y un sueldo “astronómico” de 70.000 anuales para el jugador.

Pese a su fama, su sueldo y su traspaso, Piola aparecía a menudo en el campo de la Rondinella, donde entrenaba la Lazio, acompañado por su perro Frem, un pointer de pelaje blanco con manchas marrones. Solía pasar cuando acudía al entrenamiento directamente tras cazar al alba, otra de sus grandes pasiones junto con la pesca en ríos y lagos. Eso era lo que más le gustaba hacer: cazar, pescar y, por supuesto, jugar al fútbol... Y marcar goles, evidentemente.

Porque pese a que cobraba como una estrella, y estaba considerado como tal dentro y fuera de los terrenos de juego, Piola nunca vivió como una estrella. Era tímido y retraído y no le gustaba nada aparecer en los anuncios ni en los medios de comunicación. Hacía vida familiar. Era cercano y de trato afable. No bebía. No fumaba. No salía de fiesta. Vamos, que quizá por eso tuvo una carrera tan longeva.

O quizá a pesar de eso, que nunca se sabe…

***

Y, claro, llegó el momento de vestirse con la zamarra de la azzurra.

Vittorio Pozzo, el astuto seleccionador italiano, se puso a renovar la selección campeona del mundo de cara al Mundial de Francia de 1938 desde el momento en que había levantado la Copa Jules Rimet de 1934 y muy pronto Piola entró de lleno en sus planes. En una temporada espectacular en la Lazio a nivel individual en la que anotó 21 goles, Pozzo lo hizo debutar con la azzurra. Fue en Viena, el 24 de marzo de 1935, en un partido amistoso ante Austria, y el joven delantero no pudo tener mejor estreno: marcó dos de los cuatro tantos de la victoria transalpina (2-4).

Desde ese momento, Piola no sólo se hizo con un hueco en la selección, sino que se convirtió en uno de los jugadores imprescindibles. Fue convocado para todos los encuentros que disputó Italia hasta su debut ante Noruega en los octavos de final del Mundial de Francia 38. Jugó catorce partidos (dos de la Copa Internacional del Europa Central de 1933-35; cuatro de la de 1935-38 y ocho amistosos) y marcó trece goles, afinando cada vez más la puntería a medida que se acercaba la cita mundialista. De hecho, en los dos partidos amistosos previos a la cita mundialista, anotó tres tantos en la victoria por 6 a 1 ante Bélgica y otro en el 4 a 0 que Italia le endosó a Yugoslavia apenas quince días antes de su debut en la Copa del Mundo.

Pero el primer partido del Mundial no iba a ser un camino de rosas, precisamente. Los italianos se presentaron en el Velodrome de Marsella el 5 de junio de 1938 para enfrentarse a Noruega y desafiaron a los 19.000 espectadores que llenaban el estadio haciendo el saludo fascista en el acto protocolario previo. En un clima prebélico intenso, el público francés abucheó a los italianos durante todo el partido y durante todos los partidos del campeonato.

El encuentro empezó bien para los defensores del título, que se adelantaron con un gol de Ferraris a los dos minutos de juego. Pero la rocosa Italia fue incapaz de imponer su juego durante el resto del partido y no pudo cerrar el encuentro ante una peligrosa Noruega que aprovechó su ocasión para enfervorecer al público local y poner a la campeona contra las cuerdas. Fue Brustad quien anotó el gol del empate a falta de siete minutos para el final. El encuentro se iba a la prórroga.

Pero ahí apareció Piola para demostrar el gran estado de forma (y de olfato) con el que llegaba al torneo. Sólo habían pasado cuatro minutos del tiempo extra cuando “Piernas Largas” cazó un rechace del meta noruego en el área pequeña para anotar el gol que le daba un sufrido triunfo a los transalpinos y los metía en cuartos de final, donde se vería las caras con Francia, la anfitriona, que se había deshecho de Bélgica con relativa comodidad (3-1).

El 12 de junio, en el estadio de Colombes de París, Francia e Italia se jugaron un puesto en las semifinales del torneo. Los italianos, además de volver a hacer el saludo fascista, se presentaron sobre el césped totalmente de negro, en un claro guiño planeado por Mussolini a las camisas negras. Fue la única vez en la historia que Italia vestiría de negro. Una provocación en toda regla a la que el público francés respondió con continuos abucheos.

Sobre el césped, los italianos fueron mucho mejores que los anfitriones y no dejaron ningún resquicio a la sorpresa. Colausi inauguró el marcador para los defensores del título a los nueve minutos, pero tan sólo un minuto más tarde empató Heisserer para los franceses. Fue un espejismo, porque Italia estaba siendo muy superior. Pero no llegaron los goles en la primera parte y tuvo que aparecer Piola en la segunda para anotar dos tantos y llevar a Francia a las semifinales del torneo. Ahí se verían las caras con Brasil, la gran atracción del torneo donde destacaba por encima de todos Leonidas, el auténtico protagonista de la Copa del Mundo hasta el momento por sus regates, su creatividad y sus goles.

Pero Leonidas no jugó ante Piola. Porque su seleccionador, Adhemar Pimenta, decidió reservarlo para una hipotética final. Y no lo alineó. Como tampoco a Tim ni a Brandao, los otros dos jugadores más creativos de Brasil.

Se cuenta que Pimenta había diseñado dos equipos, uno blanco y uno azul, para alternarlos en función del rival. Uno más creativo y uno más físico. Y que, contra Italia, optó por el físico.

También es cierto que Brasil venía de jugar una prórroga ante Polonia en octavos de final que acabó con un espectacular 6 a 6 para los brasileros, que jugaron con el equipo blanco, el de sus futbolistas más imaginativos. Leónidas marcó 3 tantos. Que después Brasil se enfrentó a Yugoslavia en cuartos y aquello se convirtió en la Batalla de Burdeos, que acabó con unos cuantos jugadores lesionados, dos brasileños expulsados y un empate a uno que obligó a repetir el partido dos días más tarde. En la repetición ganaron los brasileños (2-1) con sólo dos jugadores de la Batalla de Burdeos en el once: el portero Walter y Leonidas. Leonidas marcó todos los goles de Brasil en la eliminatoria. El de la Batalla de Burdeos y los dos del partido de repetición.

Quizá el cansancio que arrastraba hicieron que Pimenta optara por dar descanso a su estrella, pero teniendo en cuenta que no había cambios, la estrategia era un poco arriesgada. Y los italianos se encargaron de demostrarlo en un encuentro en el que fueron realmente muy superiores. Colaussi adelantó a los campeones del mundo a los once minutos de la segunda parte y Meazza dio la puntilla a los de Pimenta con un tanto de penalti cuatro minutos más tarde. Romeu recortó distancias a tres minutos del final, pero no bastó. Italia se metía en la final de la Copa del Mundo tras vencer en el único encuentro en el que no marcó Piola.

En la final se enfrentaron a la temible Hungría, que había hecho un torneo excepcional dejando en la cuneta a las Antillas Holandesas Orientales, la actual Indonesia, en los octavos de final (6-0); se había deshecho de la sorprendente Suiza en cuartos (2-0) y había masacrado a Suecia en las semifinales (5-1). Sus futbolistas más peligrosos eran Zsengeller y Sarosi, que habían anotado entre los dos seis de los 14 tantos húngaros. Pero enfrente había mucha pólvora también: la de Meazza, la de Colaussi y, por supuesto de la Piola.

En el estadio de Colombes se congregaron 45.000 espectadores, la mayoría con la esperanza de ver cómo Italia caía derrotada, que presenciaron un auténtico partidazo. Colaussi abrió fuego con un gol a los seis minutos de juego al que respondió inmediatamente Titkos para empatar la final tras una jugada embarullada en el área italiana. Entonces los italianos se lanzaron en tromba al ataque y Silvio Piola tardó apenas siete minutos más en adelantar de nuevo a Italia. La primera parte la dominaron los transalpinos, que corroboraron su mejor juego con otro tanto de Colaussi a diez minutos del descanso.

El tres a uno presagiaba una segunda parte tranquila para los de Vittorio Pozzo, pero lo cierto es que los magiares no le perdieron la cara al partido, supieron contener las acometidas italianas y poco a poco se iban acercando con peligro a la meta de Olivieri. Italia se echó atrás a la espera de amenazar a la contra con la velocidad de Piola y Colaussi, pero fue Sarosi quien hizo vibrar a los aficionados en Colombes con el segundo gol de Hungría que apretaba la final y ponía a Italia contra las cuerdas. 3 a 2 a falta de veinte minutos de partido.

Y entonces, cuanto más falta hacía, apareció de nuevo Piola. El delantero de la Lazio acompañó una cabalgada de Colaussi, que ganó la línea de fondo en posición de extremo derecho para poner una pelota rasa al corazón del área. Por allí apareció Piola como una exhalación, ganándole la espalda a un defensor y anticipándose a otro para sacarse un potente derechazo cruzado desde el punto de penalti y hacer el cuarto tanto para Italia. Quedaban diez minutos para el final y el marcador ya no se movería más.

Italia levantaba así su segunda Copa del Mundo. Y lo hacía fuera de casa por primera vez en la historia. Además, conseguía disipar las sospechas que levantó la consecución de la primera, con constantes arbitrajes polémicos y con las presiones del Duce. En Francia 1938 fue sólo el fútbol el que habló. Y el de los italianos fue el mejor. Gracias a la capacidad estratégica y motivadora de Vittorio Pozzo, a la calidad del capitán Meazza y al desequilibrio y los goles de Colaussi y, sobre todo, de Silvio Piola, el ariete y máximo goleador de la campeona del mundo con cinco tantos en tres partidos.

***

Tras la Copa del Mundo de 1938 llegó la Segunda Guerra Mundial, que privó a Piola de aumentar su renta goleadora, de partidos y de títulos con Italia, aunque siguió jugando al fútbol en la Lazio, mientras los combates lo permitieron. De hecho, se reincorporó al equipo hasta que la guerra se interpuso definitivamente en su camino, y en el de todos, en 1943.

Las temporadas que van de la 1938-39 a la 1940-41 fueron poco fructíferas para Piola desde el punto de vista goleador, ya que se quedó no superó los diez tantos en la Serie A en ninguna de las tres campañas. Jugó menos partidos de lo habitual y, además, a media temporada el técnico decidió que jugara de centrocampista gran parte de los encuentros, por lo que no sólo descendieron sus registros goleadores, sino también la competitividad del equipo, que nunca estuvo fino, acabando siempre a media tabla y lejos de los campeones Bologna, Ambrosiana-Inter y otra vez Bologna.

E incluso estuvo bastante cerca del descenso en la campaña 40-41, que no se produjo por un mejor coeficiente goleador frente al Novara, que acabó con sus huesos en la serie B. Pese a ello, el papel de Piola fue fundamental en un partido clave, el que le enfrentó a la Roma en el derbi de la Ciudad Eterna el 16 de marzo de 1941, con el descenso pendiendo sobre las cabezas de los “biancocelesti”. Piola se lesionó a los veinte minutos de juego tras un choque con un defensa “giallorossi”, pero siguió jugando para conseguir los dos goles de la victoria de la Lazio que, a la postre, serían cruciales para evitar el descenso.

En la siguiente temporada, la 1941-42, los números de Piola se acercaron a los de siempre, quedando segundo en la tabla de goleadores con 18 tantos en un torneo que se llevó la Roma a sus vitrinas. Y en la campaña posterior fue el “Capocannonieri” con 21 tantos en 21 partidos, aunque el equipo completó un torneo bastante mediocre que acabó levantando el Torino.

Ésa sería su última temporada en la Lazio, donde jugó 243 partidos en nueve temporadas y anotó 159 goles, 149 en competiciones oficiales y 10 en amistosos. No ganó el scudetto, pero se ganó el cariño, la admiración y el respeto de todos los aficionados laciales.

De hecho, esos 149 goles de Silvio Piola en partidos oficiales con la Lazio fueron un registro inalcanzable para nadie hasta que un tal Ciro Immobile (quien, por cierto, tampoco ha podido ganar nunca un Scudetto), lo superó en el año 2021.

Habían pasado nada más y nada menos que 79 años.

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En 1944 las competiciones de ámbito nacional se paralizaron a causa de la guerra y Silvio Piola volvió a casa, al Norte de Italia. Consiguió el permiso para unirse al Torino y disputó el Campeonato de la Alta Italia. Recién estrenada la treintena y en unas condiciones terribles para todos, Piola siguió demostrando su instinto goleador anotando 27 tantos en un torneo que se acabaron llevando sorprendentemente Los Bomberos de La Espezia.

A la conclusión de la guerra, con ganas de quedarse en su tierra natal, pidió a la Lazio la carta de libertad definitiva y acabó fichando por la Juventus en 1945. La Vecchia Signora desembolsó 2 millones de liras y la recaudación de un partido amistoso en Roma para hacerse con los servicios del goleador de Verccelli.

Sin embargo, en la Juve tampoco no llegaron los títulos. Piola jugó de “bianconero” la llamada División Nacional de 1945-46 y 1946-47, pero la Vecchia Signora no pudo superar nunca al Torino. Así que, pese a que el rendimiento de Piola aún era bueno, los dirigentes de la Vecchia Signora consideraron que ya estaba mayor, tenía 34 años en 1947, para defender los colores de la Juventus. Y le dieron la carta de libertad.

Y se equivocaron…

Porque tampoco sin Piola pudo la Juventus plantar cara a sus vecinos del Gran Torino, un equipazo de ensueño que marcó un época tras ganar cuatro campeonatos italianos seguidos y al que sólo pudo parar una tragedia: el accidente aéreo de Superga que tuvo lugar el 4 de mayo de 1949 y donde perdieron la vida 31 personas. Entre ellas, 18 jugadores del Torino, dos técnicos y un periodista del club.

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Cuando Piola salió de la Juventus en el verano de 1947, decidió fichar por el Novara, que estaba en ese momento en la serie B. No le importaba. Sólo quería seguir disfrutando jugando al fútbol y marcando goles y hacerlo cerca de casa. Cerca de los suyos. Cerca de su gente. Para seguir siendo feliz.

El veterano delantero se integró pronto en la disciplina del equipo y ayudó con sus 16 tantos a conseguir un ascenso vertiginoso. Y no sólo eso, sino que siguió jugando cinco temporadas más, haciendo 70 goles y manteniendo al Novara en la élite temporada tras temporada. Fue así como se convirtió en un auténtico ídolo en una ciudad que lo veneraba y que él también adoraba.

Hasta que se retiró definitivamente con 41 años ya cumplidos y unas cifras goleadoras que impresionan.

Porque Piola sumó la friolera de 274 goles en la serie A; 43 más en las dos temporadas de la Divisione Nazionale (1944-45 y 1945-46); 16 tantos en la Serie B; otros 16 entre Copa de Italia y Copas Continentales; y otros 30 más en los 34 partidos en los que se vistió con la zamarra azul de Italia.

En total, 379 tantos en 669 encuentros.

Unos registros, los de Silvio Piola, que superan los del otro gran mito italiano de los años 30, el gran Giuseppe Meazza, que anotó 262 goles en la Serie A, y que le convierten en el máximo goleador de la historia de la liga italiana. El que más se ha acercado a estos dos fenómenos ha sido un tal Totti, con 250 tantos en la máxima categoría del fútbol italiano.

No debe ser tan fácil eso de ser el mayor goleador de la historia del fútbol italiano, ya que en más de 125 años nadie ha sido capaz de superarlo. Aunque sus goles no le hubieran servido para ganar un Scudetto.

Pero, ya se sabe… A veces, en la vida, no se puede tener todo…

Aunque, bien pensado, a Silvio Piola tampoco le hacía tanta falta un Scudetto… que una Copa del Mundo pesa mucho. Y cuesta muchísimo ganarla.

Que se lo digan a Italia, que tuvo que esperar 42 años para volver a levantarla.

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Tras su retirada, Piola se puso a entrenar, pero desde el banquillo no se marcan goles, así que pronto dejó el mundo del fútbol profesional para disfrutar de él como un aficionado más. Junto a su mujer, Alda Ghiano, con la que se había casado en 1948 y con sus hijos Darío y Paola. Junto a su familia y sus amigos, disfrutando del día a día de una vida de placeres sencillos. Sin que nadie pudiera reconocer a simple vista la estrella que fue, porque nunca se comportó como tal.

Silvio Piola murió en una residencia de ancianos de Gattinara en 1996, a los 83 años, cuando ya el Alzheimer había empezado a desvanecerle los recuerdos. Descansa en la capilla familiar del cementerio de monumental de Billiemme, en Verchelli, muy cerca del estadio que lleva su nombre y donde marcó tantos y tantos goles. Un estadio que hoy lleva su nombre.

Como el del Novara, al que acudía domingo tras domingo como un aficionado más, hasta que la salud se lo permitió, a disfrutar del fútbol y de los goles de su equipo.

Aunque cada vez fueran menos los que lo reconocieran en el estadio.
Aunque cada fueran menos los que supieran que se sentaban a disfrutar del fútbol junto a todo un campeón del mundo. 

Junto al máximo goleador de la historia de la Serie A.
Junto a una persona humilde y sencilla que tuvo la suerte de disfrutar la vida haciendo lo que más le gustaba: jugar al fútbol.

Aunque nunca ganara un Scudetto.
Porque, a veces, en la vida, no se puede tener todo…

lunes, 14 de octubre de 2024

Michel Platini, el Rey que abdicó antes de tiempo

"Los equipos de fútbol son una forma de ser". 
Michel Platini

Hasta la década de los 80, la selección francesa de fútbol no había tenido mucho peso en la historia de la Copa del Mundo, pese a que fuera precisamente un francés, Jules Rimet, presidente de la FIFA en los años 30, el encargado de crear una competición que se convertiría en el espectáculo deportivo más importante del mundo junto a las Olimpiadas.

De hecho, a las puertas del Mundial de España 82, la mejor clasificación de Francia en una Copa del Mundo se remontaba al tercer puesto cosechado en Suecia en 1958, cuando bajo la batuta de Raymond Kopa y con los goles de un extraordinario Just Fontaine (¡hizo 13!) los galos se plantaron en semifinales y sólo cayeron ante la Brasil de los jóvenes Pelé y Garrincha (5-2) que acabaría levantando la primera Copa del Mundo de la historia de la Canarinha.

Ni antes ni después habían hecho nada reseñable Les Bleus en un Mundial. En Uruguay 1930 y en Italia 1934 cayeron en la primera fase. En su Mundial de 1938 fueron los primeros anfitriones que no consiguieron levantar el trofeo, tras caer en cuartos de final contra los campeones italianos, que revalidaron el título conducidos por Pozzo desde el banquillo y con los goles de Piola sobre el césped.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los franceses no se clasificaron para los Mundiales de Brasil 1950, Chile 1962, México 1970 y Alemania 1974. Cuando sí lo hicieron (en Suiza 54 e Inglaterra 66) cayeron sin pena ni gloria en la primera fase de todos los torneos.

Hasta que en el Mundial de Argentina en 1978 (veinte años después de la gesta de la selección que encabezaban Kopa y Fontaine) empezó a emerger la figura de un centrocampista fino y elegante que iba a convertirse en uno de los mejores jugadores del mundo y en el estandarte de Les Blues: Michel Platini. A partir de la llegada de “Le Roi” (para nosotros, el Rey), Francia creció como selección y se convirtió, con su fútbol de salón, en una de las aspirantes más serias a levantar la Copa del Mundo.

Pero aspirar a algo y acabar consiguiéndolo no es exactamente lo mismo.

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Michel Platini nació en Joeuf, un pueblo de la región de Lorena, a las puertas del verano de 1955. Era el retoño de un matrimonio de origen italiano que se había afincado en Francia tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

El chico pronto empezó a darle patadas a un balón por las calles del pueblo. Incitado por su padre, Aldo Platini, un apasionado del fútbol que había jugado fantásticamente bien pero que nunca había querido dar el paso al profesionalismo. De hecho, Aldo era entrenador y educador del AS Joeuf, que militaba entonces en la Tercera División francesa. En ese club empezó a destacar el joven Michel, que ya se caracterizaba por la elegancia con la que conducía la pelota, por su habilidad en los lanzamientos de falta, por su extraordinaria visión de juego y por la capacidad para hacer jugar al equipo y para romper el partido con sus goles.

Aldo, su padre, decide entonces hacer algo que nunca había querido hacer antes: ficha por el AS Nancy como entrenador para poder ser el mentor de su hijo en el fútbol profesional. Porque el Nancy se hace también con los servicios del joven talento y lo hace debutar en su equipo de reservas sin cumplir aún los 18 años. Michel Platini respondió haciéndole tres goles en su debut al Valenciennes. Era el mes de mayo de 1973 y el camino de Michel Platini en la élite del fútbol francés parecía tremendamente despejado.

Sin embargo, la mala suerte se cebó con la joven promesa gala, que se rompió la pierna en un partido ante OGZ Niza y se perdió la que quedaba de la temporada 1973-74. En su ausencia, el Nancy descendió a Segunda División y Platini afrontó la siguiente campaña, la 1974-75, ya recuperado de su grave lesión, en la segunda categoría del fútbol francés. Fue entonces cuando emergió todo su talento y contribuyó al ascenso del equipo a la Ligue 1 con 17 goles jugando de centrocampista.

A partir de ese instante, el Nancy consiguió ir haciéndose poco a poco un hueco entre los grandes del fútbol galo temporada tras temporada comandado en la sala de máquinas por un majestuoso Michel Platini que, además, tenía la capacidad de resolver partidos con sus goles. Así fue cómo el Nancy consiguió levantar la primera Copa de Francia de su historia en 1978. Fue frente al Niza y, faltaría más, el tanto de la victoria lo hizo Platini (1-0). El joven ya era una de las estrellas más cotizadas del fútbol francés a sus 23 años recién cumplidos y el seleccionador, Michel Hidalgo, ya le había concedido la batuta de Les Blues.

Hidalgo cogió las riendas de la selección del gallo en marzo de 1976, tras la destitución de Stefan Novacks. El exfutbolista pronto vio en Platini las cualidades que necesitaba para edificar el equipo en torno a él y lo “fichó” para la causa. El que estaba llamado a ser el nuevo capitán de la Tricolor debutó ante Checoslovaquia en el Parque de los Príncipes el 27 de marzo de 1976. El choque acabó 2 a 2 ante los que, sorprendentemente, se proclamarían campeones de Europa unos meses más tarde gracias al famoso penalti transformado en la tanda por un tal Antonín Panenka.

Ah, sí, claro, Platini marcó en su debut.
Faltaría más.

***

El Mundial de Argentina 78 supone un auténtico reto para Francia, que viene de recorrer una larga travesía por el desierto desde 1966, ausente en las fases finales de la Eurocopa de 1968, del Mundial de México 70, de la Euro de 1972, del Mundial de Alemania 74 y de la Eurocopa de 1976. Doce largos años sin disputar ni una sola fase final. Una auténtica tragedia futbolística.

El seleccionador Michel Hidalgo ha roto el maleficio con una jovencísima selección en la que Michel Platini, que a sus 23 años ya empieza a ser conocido como el Rey, empieza a despuntar. El grupo de Francia es muy complicado y los de Hidalgo acaban pagando su inexperiencia en una competición tan exigente.

Los galos caen ante Italia en su debut (2-1), pese al tanto de Platini, y también ante la anfitriona Argentina (2-1) en un encuentro que los deja matemáticamente sin posibilidades de clasificación para la siguiente fase. El tercer e intrascendente partido ante Hungría lo ganan los de Hidalgo con claridad para marcharse del torneo con un buen sabor de boca. De hecho, ese buen sabor de boca lo ha dejado el Rey, a quien ya pretenden algunos grandes. Inter de Milán y Juventus de Turín en Italia preguntan su precio. Y París Saint-Germain y Saint-Etienne en Francia también suspiran por incorporarlo.

Pero Platini se queda en Nancy la temporada 1978-79 para acabar el año que le queda de contrato. Será la última. Y será un calvario… porque el astro francés se lesiona de gravedad en agosto en un partido ante el Saint-Etienne. Se pierde prácticamente toda la primera vuelta de la competición, pero llega a final de temporada en plena forma, con la lesión olvidada, y se despide del club que le hizo debutar en primera división por la puerta grande. Y es que en el verano de 1979 ficha por el Saint-Étienne, un auténtico coloso del fútbol galo que había ganado cuatro ligas consecutivas entre 1967 y 1970 y tres más en 1974, 1975 y 1976; además de las Copas de Francia de 1968, 1970, 1974, 1975 y 1977.

El nivel de Les Verts era tan alto que llegaron hasta las semifinales de la Copa de Europa en 1975, perdiendo contra el futuro campeón, el Bayern de Múnich, y un año más tarde se plantaron en la final del torneo ante el gigante bávaro. Pero cayeron por un gol a cero en un partido muy disputado que se resolvió con un solitario gol de Franz “Bulle” Roth y en el que Les Verts se estrellaron con los palos hasta en dos ocasiones.

A ese gran equipo, que tras la final perdida en la Copa de Europa ya no había sido capaz de volver a pelear por el título, llegó Platini en el verano de 1979 para intentar reverdecer los recientes laureles. Y también se unió al proyecto el neerlandés Johnny Rep para construir un equipo temible que volvió a ganar la Liga en la campaña 1980-81 y que disputó (y perdió) esa misma temporada la final de la Copa de Francia ante el Bastia (1-2). Les Verts obtuvieron una estrella en su camiseta al ser el primer equipo en conseguir levantar 10 ligas francesas. Sólo el París Saint-Germain luce también una de ésas, y la consiguió en 2022, tras ganar ocho campeonatos desde el 2013 gracias a la inversión catarí.

El caso es que nadie lo sabía entonces, pero esa Liga de 1981 iba a ser la última de la historia del magnífico Saint-Étienne. Porque en la temporada 1981-82, el equipo acabó perdiendo el título ante el Mónaco por un solo punto de diferencia y, además, la temporada se cerró en blanco tras volver a caer en la final de la Copa de Francia, esta vez ante el París Saint-Germain en una fatídica tanda de penaltis (6-5) tras un partido impresionante.

Toko había adelantado a los parisinos cuando no se había alcanzado el cuarto de hora de la segunda parte, pero el gran Michel Platini empató el encuentro veinte minutos más tarde sorprendiendo con su temible llegada para mandar la final a la prórroga.

Ahí, en el tiempo extra, el astro galo parecía sentenciar el partido con otro golazo marca de la casa, ganando la espalda de la defensa en el costado izquierdo del ataque y definiendo con calidad y maestría con su pierna derecha. Era la recta final de la primera parte de la prórroga y la Copa ya tenía dueño, pero entonces, en el descuento de la segunda mitad del tiempo extra, apareció precisamente Dominique Rocheteau, exestrella de Les Verts, para coger un rechace en el punto de penalti y empalmarlo al fondo de las mallas para mandar la final a los penaltis. El meta Jean Castaneda no tenía fuerzas ni para levantarse del suelo tras el mazazo, mientras que George Peyroche, el técnico del PSG, se lanzaba al césped para besarlo cuando el colegiado dio por finalizados los 120 minutos.

Desde los once metros nadie falló en los cinco primeros disparos. Tampoco Platini, que se había reservado el último de la tanda para Les Verts. Pero en la muerte súbita falló el central Christian López, mientras que Jean-Marc Pilorget conservaba la calma y marcaba para que el PSG levantara la primera Copa de Francia de su historia. Esa Copa que se le había escapado entre los dedos al Saint-Etienne y a Platini.

Fue el último partido del Rey con Les Verts.
A la vuelta de la esquina, el Mundial de España 82.
Y después, en el horizonte, la Vecchia Signora.

***

Tras el fiasco copero, y antes desembarcar en la Juventus de Turín, el elegante centrocampista francés acudió al Mundial de España 82 para capitanear a la selección del Gallo. Y allí, en el país vecino, dio un recital de cómo dirigir a un equipo de fútbol.

Los franceses se convirtieron en uno de los mejores equipos del torneo y, sin ninguna duda, en uno de los que mejor jugaban al fútbol junto a los brasileños de Telé Santana. Claro, Telé Santana tenía a Sócrates, Zico, Falcao, Toninho Cerezo o Junior, que parecían imbatibles. Pero los franceses no andaban escasos de talento.

Porque Hidalgo había reunido un elenco de futbolistas muy técnicos y de un trato de balón exquisito que los hacía temibles. Jugaban bien al fútbol hasta los defensas. Y en el centro del campo la calidad era superlativa con Platini, Giresse y Tigana, que se asociaban y nutrían de buenos balones a Lacombe o Rocheteau, que jugaban delante.

A la Brasil de Tele Santana la envió para casa Italia con de los goles de un inspiradísimo Paolo Rossi en la liguilla de cuartos de final, pero a la Francia de Michel Platini no la pudieron frenar ni Austria (1-0) ni Irlanda del Norte (4-1) en un grupo mucho más sencillo que solventaron con clase y autoridad. Así que, por primera vez desde 1958, Francia se metía en las semifinales de una Copa del Mundo.

Pero ahí esperaba Alemania Federal, que se acabaría convirtiendo en la auténtica bestia negra de la selección del Gallo. Y en un partido memorable que pasará a la historia de los Mundiales, la selección liderada por Platini hacía las maletas tras caer en una cruel tanda de penaltis.

Pese a que Platini hubiera empatado el partido de penalti a los veintiséis minutos.
Pese a que Tresor y Giresse pusieran 3 a 1 a Francia en la primera parte de la prórroga.
Pese a que el alemán Stielike fallara primero en el tercer penalti de la tanda.

Al final, quien se jugaría el Mundial con Italia sería Alemania.

***

Con esa maleta aterrizó en Turín Michel Platini para empezar la temporada 1982-83. La Roma ganó el Scudetto por delante de la Vecchia Signora, pero Platini cayó de pie en el equipo. Completó una temporada extraordinaria y se convirtió en el máximo goleador del torneo con 16 goles para meterse en el bolsillo a todos los aficionados bianconeros. Ganó su primera Copa de Italia ante el Hellas Verona. Y alcanzó su primera final de la Copa de Europa… aunque cayó ante el Hamburgo por un gol a cero, lo que le supuso clavarse una espina que le costó muchísimo sacarse.

La temporada siguiente, la 1983-84, ya ganó su primera Liga Italiana. Y también su primer título europeo: la Recopa de Europa, derrotando al Porto en la final por dos tantos a uno. En apenas dos años ya tenía el zurrón lleno de títulos y se había convertido en el ídolo de todos los juventinos. De los franceses ya lo era… pero, por si acaso, iba a refrendarlo en la Eurocopa de 1984, cuya fase final se disputaría en tierras francesas.

Y allí Michel Platini se convirtió en leyenda.

El capitán galo marcó el único tanto del partido en el debut ante Dinamarca (1-0). Anotó tres más en la paliza que le dieron a los belgas (5-0) y cerró la fase de grupos marcando los tres con los que Francia doblegó a Yugoslavia (3-2). Siete goles en tres partidos que metían a Francia en las semifinales del torneo, donde se vería las caras con Portugal.

Y las semifinales volvieron a ser otro partidazo memorable que, esta vez, cayó del lado francés con Platini como héroe. El partido acabó con empate a uno después de que Rui Jordao igualara con un soberbio testarazo en la segunda mitad el tanto que había conseguido Domergue de libre directo para los franceses en la primera. 

Y en la prórroga se desató la tormenta en el Velodrome de Marsella. Ambos conjuntos apostaron sin reservas por no llegar de ninguna manera a la tanda de penaltis. Pero fueron los portugueses, más sueltos y sin nada que perder, los que sorprendieron a los anfitriones en la recta final de la primera parte de la prórroga. Chalana volvió a penetrar por el costado derecho del ataque portugués y metió un centro pasado al segundo palo que Rui Jordao empalmó de primeras. El balón botó en el suelo y se elevó antes de besar las mallas de la portería defendida por un sorprendido Joel Batts. El estadio enmudeció. Y sólo volvió a gritar tras una gran parada de Batts que hubiera supuesto el 1 a 3 justo cuando ambas selecciones iban a intercambiar los campos para afrontar la segunda parte de la prórroga.

Porque tras esa parada salvadora, Francia se encomendó a la calidad de su genio y se volcó en pos de un empate que no llegaba. Hasta que Domergue, a falta de seis minutos para el final, resolvió una jugada llena de carambolas dentro del área lusa para devolver la ilusión a toda Francia. Y cuando en el horizonte se atisbaban ya los penaltis, Tigana se inventó una espectacular jugada personal llena de quiebros y regate que acabó remachando Michel Platini con una tranquilidad pasmosa para hacer el 3 a 2 a dos minutos del final de la prórroga y meterse en la final de "su" torneo.

El Rey había salvado a Francia. Y, de paso, había marcado su octavo gol en cuatro partidos. Pero aún le quedaba marcar uno. Quizá el más feo. Porque al guardameta español Arconada se le escurrió por debajo del sobaco el lanzamiento de Platini en el momento más inoportuno. En la final de una Eurocopa. No fue el más bello, desde luego, pero ese gol de Platini (y la rúbrica de Bellone con el tiempo ya cumplido) le dio a Francia su primer título internacional. 

Y a Michel Platini, nueve goles en cinco partidos, el cetro del fútbol mundial.

***

Esos años fueron, sin duda, los mejores del astro francés, que coincidieron con su paso por la Juventus de Turín. Platini, jugando de centrocampista, fue el máximo goleador de la Serie A en 1983, 1984 y 1985 portando orgulloso el brazalete de capitán de la Vecchia Signora. Había ganado dos ligas italianas, dos Copas de Italia, una Recopa, una Supercopa de Eurocopa y la tan ansiada Copa de Europa, aunque fuera en uno de los días más negros de la historia del fútbol, en la Tragedia de Heysel.

También ganó los Balones de Oro de esos mismos años: 1983, 1984 y 1985. Así, seguiditos. Uno detrás de otro. Un hito que sólo superaría después un tal Leo Messi, que ganó cuatro de forma consecutiva (y otros cuatro más para sumar un total de ocho).

Aunque, como casi todo, el dato esconde una pequeña trampa. En aquellos tiempos no podía ganar el Balón de Oro ningún jugador que no fuera europeo. Eso excluía a Maradona de la terna, por ejemplo, que no ganó ninguno. A partir de 1995, la revista France Football cambió la norma: podía ganar el Balón de Oro cualquier futbolista de cualquier nacionalidad siempre y cuando jugara en una liga europea.

Con o sin Balón de Oro de por medio, precisamente la rivalidad entre Michel Platini y Diego Armando Maradona se convirtió en el símbolo de una época y, a la larga, propició el retiro anticipado del astro francés, la abdicación del Rey antes de tiempo.

Platini se había convertido en el líder indiscutible de la Juventus de Turín, la más poderosa entre los poderosos del Norte. Maradona llegó a Nápoles en el verano de 1984 para devolverle la sonrisa y meter al Sur en el mapa del Calcio en pleno dominio del astro galo y de su equipo.

El Rey era un elegante francés, silencioso y comedido dentro y fuera del campo. El Pelusa era la improvisación, la sorpresa, la genialidad, pero también el bullicio, la locura, la bronca, la sangre caliente… temperamental dentro y fuera del campo. Con razón o sin ella.

Michel se movía como pez en el agua entre las altas instancias, entre los pasillos y despachos de los altos cargos de la FIFA y de la UEFA. Con elegancia. Con prestancia, Con brillantez. Pisando fuerte la moqueta. Diego los tenía a todos entre ceja y ceja. Y viceversa.

Platini simbolizaba al noble poderoso y Maradona al malcarado contestatario.

Y, poco a poco, tras años de dominio del Rey, Maradona se fue abriendo paso. De hecho, la temporada 1985-86, la Juventus ganó el Scudetto, pero tuvo que lucharlo más de la cuenta ante la Roma y el Nápoles, que acabaron segundo y tercero. En la Copa de Italia, los juventinos se despidieron en los octavos de final ante el modesto Como. Y en la Copa de Europa dijeron adiós ante el FC Barcelona en los cuartos de final. 

El viento parecía estar cambiando de dirección...

Y aún quedaba el colofón a la temporada, el Mundial de México 86, donde esa rivalidad entre Platini y Maradona, entre el Norte y el Sur de Italia, trascendió todas las fronteras. Curiosamente, los reyes de Italia no se encontraron sobre el terreno de juego en todo el torneo, aunque cada uno condujo a su selección hasta donde buenamente pudo.

Michel Platini no brilló tanto individualmente como en el Mundial de España, pero llevó a Francia al mismo escalafón: las infranqueables semifinales. Y dejó por el camino a Brasil en los cuartos de final (vencieron los galos en la tanda de penaltis tras empatar a uno el tiempo reglamentario y la prórroga).

Pero volvió a atragantársele de nuevo Alemania, una auténtica bestia negra con la que los franceses (y también Platini) tenían auténticas pesadillas. Esta vez fue todo bastante menos épico y mucho más prosaico que en el Mundial 82. Brehme adelantó a los germanos muy pronto y a los galos se les hizo bola el partido. Hasta que en el último minuto Völler dio la puntilla al once del Gallo. Y Platini se quedó sin su sueño de ganar un Mundial.

A Maradona, en cambio, en 1986 nadie pudo frenarlo en tierras aztecas. Tampoco Alemania. Como antes no pudieron los sorprendentes belgas. Ni sus archienemigos ingleses. Ni sus máximos rivales uruguayos. Ni sus enemigos internos. Ni siquiera él mismo. Nadie, absolutamente nadie, pudo frenarlo.

Así que Platini cayó ante Maradona sin siquiera enfrentarse a él. Sólo por comparación.

Cayó el Norte frente al Sur.

Y volvió a caer de nuevo a su regreso a Europa, cuando el Nápoles del Pelusa consiguió por fin darle la vuelta al mapa de Italia y ganar su primer Scudetto en la temporada 1986-87. La Juve de Platini fue segunda, tras caer en Delle Alpi y también en el estadio San Paolo ante los napolitanos capitaneados por Maradona. La Copa de Italia también se la llevó el equipo del genio de la albiceleste, que ese año no dejó ni las migajas.

A la postre, eso acabó por darle la puntilla a un Rey que decidió abdicar.

***

Y es que al finalizar la temporada 1986-87 el astro francés se retiraba del fútbol “porque se aburría y se había cansado de jugar”. La foto de su partido de homenaje entre Francia y la selección del resto del mundo lo dice absolutamente todo. Incluido el mensaje de sus camisetas. Impagable.


El Rey abdicó con 32 años recién cumplidos, cuando lo había ganado prácticamente todo. Una Copa de Francia con el Nancy, una Liga francesa con el Saint-Etienne y, con la Juventus de Turín, el súmmum: una Copa de Italia, dos Scudettos, una Recopa, una Supercopa de Europa, una Copa de Europa y una Copa Intercontinental. Además, había conseguido el primer título de la historia de la selección de Francia siendo el mejor jugador y el máximo goleador con 9 goles: la Eurocopa de 1984.

Pero la espina del Mundial no se la pudo quitar nunca.

Dos semifinales en tres participaciones son un hito extraordinario, sobre todo jugando en una selección que sólo había superado la primera fase una sola vez en toda la historia de los Mundiales. Pero el mejor centrocampista de la época quería más. Aspiraba a mucho más. Y estaba seguro de poder conseguir aún muchísimo más.

No lo consiguió, pero lo que sí hizo fue sentar las bases de todo lo que conseguiría después Francia. La Francia de Aimé Jacquet. La Francia multicultural de 1998 con Zidane a la cabeza, el jugador que le disputa a Platini el cetro de mejor futbolista francés de la historia. El futbolista que de mayor quería ser como Platini y que consiguió para Francia lo que Michel no pudo alcanzar: la Copa del Mundo.
Y otra Eurocopa.
Y otra final de un Mundial.
Muchos éxitos para poner en la balanza. Quizá demasiados.

El caso es que, pese a no ser nunca campeón del mundo, Platini puso la primera piedra de las dos estrellas que los galos lucen en su camiseta. Porque hubo una Francia “Preplatini” y otra “Postplatini”. La “Preplatini” no estaba entre las grandes del futbol mundial y tampoco se la esperaba. La “Postplatini” siempre tenía un sitio y un cubierto reservado en el banquete de las campeonas.

Sin la calidad, la clase, el orgullo, la confianza, la autoestima y la cultura del triunfo que Michel Platini le imprimió a la selección francesa nada de lo que vendría después hubiera sido posible. Porque el Rey hizo subir a Les Bleus los dos escalones que le faltaban para convertirse en aspirante a todo torneo tras torneo. Y de ese escalón se han bajado muy puntualmente. Sólo para coger impulso y volver a instalarse entre las grandes. Dos estrellas de campeón del mundo, en Francia 1998 y en Rusia 2018, y dos subcampeonatos más, en Alemania 2006 y Catar 2022, lo confirman. Y otra Eurocopa, la de Bélgica y Países Bajos 2000, para una selección que ni siquiera se había acercado a ganar nada hasta su llegada.

De hecho, en 1998, y formando parte de los actos que se enmarcaban en el Mundial de Francia, una selección de 250 expertos (periodistas de fútbol internacionales y técnicos de la Commebol y la UEFA) elaboraron un once ideal del siglo XX.

Escogieron a Yashine en la portería y conformaron una línea de cuatro defensas con Carlos Alberto (capitán de Brasil en México 70), Beckenbauer, Bobby Moore y Nilton Santos (bicampeón con Brasil en 1958 y 1962). Arriba pusieron un tridente formado por Garrincha, Pelé y Maradona. Y los tres centrocampistas que completarían el once ideal del siglo XX serían Di Stéfano, Johan Cruyff y… Michel Platini.

Quizá no hubiera sido posible la aparición de un Zidane y de un Henry primero y de un Griezmann y un Mbappé después sin él.

Sea como sea, ahí queda eso, debe pensar Platini.

De lo otro…
Sí, de eso otro…

De los agujeros negros en su presidencia de la UEFA. De su oscura y sórdida relación con el presidente de la FIFA. De la corrupción, de las trampas y del escarnio. De las comisiones ocultas. De las miserias de las altas esferas del fútbol mundial.

De todo eso otro… de momento, aún no hablamos.
Pero ya hablaremos… Por supuesto que hablaremos.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Alejandro Sabella, el seleccionador comprometido que formaba personas y futbolistas

“Me gusta que mis jugadores miren fútbol, 
que tengan tiempo libre para distenderse, 
pero también que sepan quien fue Sandino, Perón o Mao, 
eso los va a hacer mejores personas, 
los va a hacer más íntegros”.
Alejandro Sabella

Alejandro Sabella, “Pachorra”, el Maestro de Tolosa, dirigió a la albiceleste en el Mundial de Brasil de 2014, donde sus muchachos alcanzaron la final y se quedaron a tres minutos de jugarse la Copa del Mundo en la tanda de penaltis ante Alemania. Fue el primer asalto serio de un tal Leo Messi al Mundial. El primer asalto serio también de Argentina, tras la final perdida en Italia 90 veinticuatro años antes. Y no lo consiguieron por muy poco, por apenas cuatro minutos, en casa de su eterno enemigo brasileño.

Sin embargo, Alejandro Sabella pasará a la historia por mucho más que por ese sufrido subcampeonato que los futboleros acérrimos siempre suelen decir que no vale para nada. Lo decía el entrenador español Luis Aragonés. Y lo decía también el argentino Carlos Bilardo, otro ilustre “pincharrata” enamorado primero del fútbol del Sabella futbolista y después de su manera de entenderlo desde el banco.

Así que puede que no. Puede que “Pachorra” no pase a la historia por ser subcampeón del Mundo en Brasil 2014. Puede incluso que no lo haga tampoco por ser uno de los ayudantes de Daniel Passarella en el Mundial de Francia 98. 

E incluso que la gente se olvide de su pasado como jugador, un centrocampista elegante que empezó a despuntar en River, que se marchó a Inglaterra para pasarse cuatro años jugando en el Sheffield y el Leeds y donde comprendió que ese fútbol no era el suyo y que regresó a Argentina para ser un estandarte del gran Estudiantes de la Plata que conquistó dos campeonatos en los 80 y redondearlo llevando al Pincha a levantar la Copa Libertadores en 2009 ya como entrenador. Y quedarse también a un puñado de minutos de jugarse el título de Campeón del Mundo de Clubes con el grandioso Barcelona de Guardiola en los penaltis. Como también le pasaría en la final del Mundial de Brasil ante Alemania.

Puede que Sabella no pase a la historia por nada de eso. 

Pero sí podría hacerlo por haber enseñado, educado y humanizado a todos y cada uno de los futbolistas a los que dirigió. Por enseñarles (y demostrarles) que hay cosas importantes que deberíamos saber, conocer y respetar más allá de la pelota, de la victoria y de la derrota. Al menos a los que se dejaron, vaya.

***

Era “Pachorra” un tipo que decía siempre que no existe docencia sin decencia. Y también que nunca había que olvidarse de dos conceptos básicos: “Por favor y muchas gracias”. Era un apasionado de la pedagogía, de la cultura y del conocimiento. Pero siempre desde el ejemplo. Y en el Mundial de Brasil de 2014 lo demostró sobradamente.

Como cuando un jugador suyo, en un entrenamiento, y entre risas con sus compañeros, quiso saber si alguien conocía la forma de jugar de sus próximos rivales, la selección de Irán. Aunque no lo preguntó de una manera especialmente elegante.

—“¿Alguien sabe cómo juegan estos terroristas?”—, espetó el jugador refiriéndose a la selección de Irán, que estaba encuadrada en el grupo de Argentina y a la que se enfrentarían en el segundo partido del Mundial.

Sabella, que lo oyó, paró el entrenamiento y reunió a todos sus futbolistas en el centro de la cancha. Ni corto ni perezoso, el técnico se sentó sobre la pelota, los hizo sentarse a todos en círculo sobre el césped y comenzó la interminable charla. Si alguien se esperaba que el míster hablara de las tácticas, las virtudes y los defectos futbolísticos de la selección iraní, se equivocaba de largo.

El Maestro Sabella habló y habló y habló sobre la historia del pueblo de Irán, desde la Antigua Persia hasta la situación política, social y cultural de aquel momento. Los jugadores lo escucharon atentos, como casi siempre, y se empaparon de sus palabras.

Unos cuantos días más tarde, Leo Messi y Javad Neukoman, capitanes de Argentina y de Irán, intercambiaban los banderines en el acto protocolario previo al trascendental partido de la fase de grupos del Mundial de Brasil. Entonces Messi se dirigió a Neukoman y le preguntó cómo iban las cosas por su país. El iraní no daba crédito a lo que oía y suponemos que salió como puedo del atolladero respondiéndole que bien. Como solemos hacer todos, vaya. Después, en el campo, Messi ya no tuvo amigos e hizo el tanto de la victoria albiceleste.

El caso es que Sabella ya había hecho algo parecido un poco antes. Sin ir más lejos, justo antes de que Argentina debutara en ese mismo Mundial. Se enfrentaban a Bosnia, un país que debutaba en la Copa del Mundo. Y el Maestro quiso que sus pupilos conocieran la realidad del país de sus contrincantes, que había vivido una guerra demoledora en la década de los noventa que se había cobrado un montón de vidas y que habría resquebrajado los cimientos de unos cuantos pueblos. Sus jugadores, como casi siempre, lo escucharon embelesados.

Los argentinos vencieron a los bosnios en el debut (2-1), pero lo interesante vendría después, en la rueda de prensa posterior, cuando Ángel Di María intentaba responder las preguntas de unos periodistas que no estaban muy contentos con el juego de la Albiceleste pese a la victoria. El Fideo, sin embargo, encontró un hueco entre tanta crítica para lanzar un mensaje que sorprendió a todos los periodistas presentes: “Hoy hemos jugado contra Bosnia. Y no olvidemos que muchos de estos futbolistas fueron los bebés de la guerra; sus cunas fueron las ruinas de un territorio que estallaba”. Se hizo el silencio en la sala de prensa.

Y la pelota, botando…

Pero, claro, no todos estaban de acuerdo con las arengas de “Pachorra”. El representante que la Asociación de Fútbol Argentina (AFA) envió al Mundial de Brasil se subía por las paredes cada vez que veía al técnico reunía a sus futbolistas en un círculo. Decía que Sabella les fundía el cerebro a los futbolistas con sus charlas político-sociales y que luego no rendían en la cancha.

Así lo expresaba el alto dirigente de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino) que había enviado Julio Grondona a Brasil:

“Alejandro se equivoca fiero. Sobrecargó de información a los futbolistas. No sólo les dijo que los iraníes nos iban a esperar atrás e iban a dejar pocos espacios, les metió cartuchos sobre lo que significó el Imperio Persa, después colgó con la revolución islámica del 79 y terminó hablando de la importancia geopolítica actual de Irán… Para mí que les quemó el coco y los terminó paralizando. Se las bajó. Imagínate que Messi antes del partido se reía y preguntaba quién conoce a estos terroristas y, minutos antes de salir a la cancha, humanizó tanto a los rivales que entró angustiado… hasta le preguntó al capitán de ellos en el sorteo cómo era vivir en una zona tan conflictiva e inestable. Antes ni los podía ubicar en el mapa”.

Pues eso. Que Messi no sabía nada de Irán antes del partido y después estaba mucho más informado sobre la realidad de un pueblo histórico. ¿Bueno o malo? Juzguen ustedes.

Porque Sabella siguió a lo suyo. Preparando las jugadas de estrategia y aclarando otras dudas alejadas de la pelota. Achicando espacios en el césped y aclarando algún que otro concepto filosófico o histórico fuera de él.

Como cuando justo antes de disputar el encuentro de cuartos de final ante Bélgica, unos cuartos de final que la albiceleste no superaba desde 1990, les espetó a los futbolistas a modo de soflama: “Ha llegado el momento de cruzar el Rubicón”. Ahí se quedaron todos mudos. Hasta que a Ezequiel Lavezzi le pudo la curiosidad y se desmarcó diciendo que no había entendido nada, aunque seguro que podía haberlo dicho alguno más. 

Y Sabella, concienzudo como pocos, explicó a todos sus futbolistas cómo Julio César decidió cruzar el Rubicón para conquistar Roma desde la Galia. Y cómo, al cruzar, pronunció aquella célebre frase, “Alea Jacta Est”.

Vamos, que la suerte está echada.

Porque el saber no ocupa lugar.

Y hablar bien no cuesta una p*** mierda.

***

El caso es que la culminación del discurso de Sabella y de su manera de entender el fútbol y la vida llegó cuando esa selección argentina se negó a jugar un partido amistoso contra Israel en Jerusalén a las puertas del Mundial de Rusia 2018. El encuentro se enmarcaba dentro de los actos del celebración de los 70 años de la fundación del estado de Israel. Además, EEUU acababa de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel y Donald Trump, entonces presidente, había anunciado que abriría una embajada estadounidense en unas semanas.

En este contexto, los jugadores de la albiceleste se ejercitaban en Barcelona a la espera de viajar a Israel cuando se presentaron una treintena de manifestantes propalestinos para protestar por el partido. Los futbolistas escucharon las quejas de los que allí se congregaron y entre todos decidieron que no iban a jugar en Jerusalén.

Casi seguro que los futbolistas tendrían muchas razones para decidir no jugar el encuentro como la seguridad o el mero hecho de no cascarse otro largo viaje en plena preparación mundialista, pero casi seguro también que Sabella, que ya había sido sustituido por Jorge Sampaoli al frente de la selección, sonreía por dentro al ver que sus muchachos puede que fueran algo más que futbolistas. Al comprobar que sus esfuerzos por formar, educar y hacer mejores personas a chavales que sólo sabían y querían jugar a la pelota había dado algún fruto.

***

Alejandro Sabella falleció el 8 de diciembre de 2020 a los 66 años, apenas dos semanas después que lo hiciera Diego Armando Maradona, a causa de una cardiopatía. Se había pasado el Maestro luchando por su salud prácticamente desde la conclusión del Mundial de Brasil y, al final, su corazón dijo basta.

El velatorio se realizó en Ezeiza, el predio de la selección argentina, por donde pasaron muchísimos de sus jugadores, compañeros, amigos y familiares con los ojos arrasados de lágrimas y el corazón lleno de recuerdos para darle el último adiós.

En una de las paredes de la sala colgaba una fotografía de “Pachorra” acompañada de uno de sus mensajes a todos los jóvenes futbolistas (o no): “Rebélense, luchen, busquen sus sueños... más nosotros y menos yo, más grupo y menos individuos, más dar y menos recibir”.

Pues eso.

jueves, 25 de julio de 2024

La batalla de Núremberg en el Mundial de Alemania 2006

En la historia de la Copa del Mundo siempre ha habido partidos que se han convertido en auténticas batallas campales en las que los protagonistas han actuado más como gladiadores, luchadores profesionales, mamporreros a sueldo o auténticos cuatreros que como futbolistas.

Sobre todo en las primeras épocas, cuando no había tantas cámaras de televisión (o directamente ninguna) cubriendo al detalle todo lo que sucede en el rectángulo de juego, cuando no había tarjetas para controlar el ímpetu de los jugadores, cuando no había cambios y salía a cuenta lesionar a algún buen jugador del equipo rival o cuando el ambiente amedrentaba (también al árbitro) tanto o más que la propia calidad de los jugadores rivales.

Algunas de estas batallas han quedado registradas en la memoria colectiva y han pasado a la historia con nombre y apellidos. Siempre "Batalla" y detrás el nombre del sitio donde se produjo. Fácil, limpio, sencillo y netamente comprensible.

Como la Batalla de Florencia en los cuartos de final del Mundial de 1934 entre Italia y España.

O la Batalla de Berna en los cuartos de final del Mundial de 1954 entre Hungría y Brasil.

O la Batalla de Santiago en la primera fase del Mundial de 1962 entre Chile e Italia.

O la Batalla de Belgrado en el partido decisivo de la fase de clasificación para el Mundial de 1978 entre Yugoslavia y España.

Ya en el siglo XXI y con el fútbol convertido en un espectáculo de masas controlado al detalle por infinidad de cámaras de televisión y analizado gesto a gesto en cada rincón del planeta parecía que el tiempo de estas batallas callejeras barriobajeras y pendencieras había pasado. Pero nada más lejos de la realidad. La esencia, testaruda, siempre permanece.

Que se lo digan a los que presenciaron (en directo o en sus casas) la Batalla de Núremberg. En el Mundial de Alemania. Antes de ayer, como quien dice.

***

25 de junio de 2006. Frankstadion de Núremberg. El árbitro ruso Valentín Ivanov coge la pelota y sale el primero por el túnel de vestuarios, escoltado por sus leales asistentes Nikolay Golublev y Evgeni Volnin y precediendo a los futbolistas de Países Bajos y Portugal, que, a priori, protagonizan uno de los choques estrella de los octavos de final del Mundial de Alemania 2006.

Ambas selecciones se encuentran quizá demasiado pronto, pero así es la Copa del Mundo. Portugal se impuso con cierta solvencia en un grupo trampa en el que competían también Angola, Irán y México. Los de Luis Felipe Scolari vencen con sufrimiento en su debut ante Angola (1-0) y resuelven en la segunda mitad el partido ante Irán (2-0) para jugarse la primera plaza del grupo ante México en la última jornada. Y los portugueses, que ven en el horizonte a Argentina o a Países Bajos, vencen por 2 a 1 para pedirse a los neerlandeses en octavos.

Los neerlandeses también han cumplido, aunque sin estridencias. Ni para bien ni para mal. Aunque el grupo de Países Bajos era, a priori, bastante más complicado. La Oranje venció a Serbia en el debut con gol de Robben y eliminó definitivamente a la Costa de Marfil de Didier Drogba derrotándola en el segundo encuentro (2-1). En el partido que decidía el campeón del grupo los holandeses empataron sin goles ante una Argentina que también venía de vencer a los africanos (2-1) y machacar sin piedad a los serbios (6-0). El cero a cero final dio el primer puesto a Argentina, que se enfrentaría a México en octavos de final. La Naranja Mecánica, a Núremberg a verse las caras con la Seleçao das Quinas.

Portugal tiene una selección temible. Es la actual subcampeona de Europa (batacazo mediante ante Grecia en la final de Lisboa de 2004) y destacan por encima de todos Luis Figo y un jovencísimo Cristiano Ronaldo. Pero también están Deco, Maniche, Pauleta o Costinha. Un equipazo de mediocampo en adelante que Scolari, campeón del Mundo con Brasil en 2002, pretende equilibrar para no descompensarlo demasiado detrás.

En Holanda se sienta en el banquillo como seleccionador el gran Marco Van Basten. A sus órdenes Robben, Sneijder, Van Persie y Dirk Kuyt ponen la calidad en ataque, con el veterano Phillip Cocu en la sala de máquinas. Y junto a él en el banquillo aún se guarda un poquito más pólvora con la presencia de Van Nistelrooy o Rafael Van de Vaart.

Los espectadores se relamen. Creen estar a punto de presenciar un auténtico espectáculo. No van nada desencaminados. Aunque quizá no será exactamente la clase de espectáculo que esperaban.

Porque a veces nada es lo que parece.

***

Y eso que el partido empezó con un ritmo trepidante. Cuando apenas se llevaba un minuto de juego, a Van Bommel le dejó Kuyt una pelota franca en el borde del área que acabó rematando fuera por muy poco. El gran partido acababa de empezar. El otro, también….

Porque el mismo Van Bommel, nada más sacar Ricardo de portería tras su lanzamiento ligeramente desviado, se fue a buscar por detrás a un Cristiano Ronaldo que acababa de tocar su primer balón en el encuentro. El mediocentro neerlandés lo cazó abajo en su tobillo izquierdo, sin ninguna posibilidad de tocar la pelota, y Boulahrouz, por si acaso, le dio un balonazo en la espalda cuando el joven portugués retozaba por los suelos. El árbitro ruso le mostró la primera cartulina amarilla a Van Bommel, que en apenas dos minutos ya había sido capaz de ofrecernos lo mejor y lo peor de su repertorio.

Pero el partido no había hecho más que comenzar…

Cinco minutos más tarde, el balón quedó botando en el centro del campo y hacia allá que se fue Cristiano para controlarlo con la rodilla y bajarlo al césped. No esperaba la contundencia de un desatado Boulahrouz, que salió de su zona defensiva sólo para clavarle los tacos a la altura de la ingle. Por supuesto, el balón no estaba ahí ni por asomo. Boulahrouz vio la tarjeta amarilla y Cristiano recibió asistencia médica. Siguió en el terreno de juego, pero renqueante, hasta que se tuvo que marchar cojeando y cariacontecido pasada la media hora de juego.

Pero todo llegará, no adelantemos acontecimientos…

Porque, claro, los neerlandeses fijaron el objetivo en Cristiano Ronaldo desde el principio (hay quien dice que era una orden directa del mismísimo Van Basten), pero quizá se olvidaron de que en Portugal también jugaba un tal Carvalho. O un tal Costinha. O un tal Nuno Valente. O el mismo Maniche. Es verdad que Fernando Couto ya se había retirado y que Pepe aún era un proyecto de jugador y no estaba presente, pero a esos otros no les hizo falta mucho más para apuntarse al juego sucio propuesto por los tulipanes.

En el minuto 18, Maniche levantó a Robben trabándolo por detrás al llegar un poco tarde. Cuando el árbitro ruso asomó con la tarjeta amarilla en la mano, Maniche levantó los brazos en alto como un loco protestando no se sabe muy bien qué. Porque matarlo no lo había matado, pero rascarle un poco abajo sí.

Pese a ello, el mismo Maniche fue capaz de hacer aquello para lo que se supone que se habían vestido de corto todos los futbolistas: jugar al fútbol, buscar la portería contraria e intentar hacer un gol más que el rival. Y en la efervescencia de la batalla, el centrocampista luso lo hizo para poner por delante a su equipo.

Corría el minuto 22 cuando Deco, tirado al costado derecho del ataque luso, recibió de Cristiano Ronaldo y le metió un pase raso y preciso a Pauleta en el punto de penalti. El delantero protegió la pelota de espaldas a portería y la dejó rasita para la llegada de Maniche desde atrás, que hizo dos amagos seguidos para sentar a dos defensores neerlandeses y sacar un disparo potente y colocado que Van der Sar ni siquiera pudo ver. Uno a cero para Portugal en medio del fragor de la batalla.

***

Porque a partir de ese instante, con Cristiano aún renqueante pero sin decidirse a abandonar el terreno de juego, Portugal decidió que con el uno a cero ya podía repartir leña sin miramientos y con tranquilidad. Ojo por ojo y diente por diente. Sobre todo, si vas ganando.

Y apareció Costinha para deslizarse cuatro o cinco metros sobre el césped y lanzarse a por Cocu con los dos pies por delante. El neerlandés quitó la pelota de en medio con un regate, pero no pudo evitar la tremenda tarascada. Así que Costinha cortó una contra de libro de muy mala manera y se ganó otra justísima amarilla. Corría el minuto 31 y ya iban cuatro. Dos para cada equipo. Todas de un ocre oscuro, anaranjado, tirando a rojizo.

Ése fue el momento que aprovechó Cristiano Ronaldo para salir del campo. Después de pasarse veinticinco minutos cojeando y visitando la banda para echarse mejunjes en el muslo, se echó al suelo definitivamente, se puso las manos en la cara, llegó el masajista, constató lo inevitable y lo acompañó de la mano hasta la línea de banda para que dejara su sitio a su compañero Simao. Países Bajos había conseguido su primer objetivo: eliminar a Cristiano.

El otro, el de ganar el partido, no estaba aún encauzado con el uno a cero abajo en el marcador y con los portugueses enrabietados al ver salir del terreno de juego a uno de sus mejores jugadores cosido a patadas. Unos portugueses encorajinados y con ganas de seguir con una bronca que, hay que decirlo todo, comenzaron los neerlandeses.

Pero todo les hubiera salido redondo a los tulipanes si el árbitro ruso Valentín Ivanov (o su asistente) hubiera señalado penalti sobre Arjen Robben en la penúltima jugada antes de pasar por los vestuarios. Gio Van Bronckhorst metió un centro desde la izquierda al primer palo y por ahí aparecieron Kuyt y Carvalho para ir los dos abajo a por el balón. Cayeron ambos rodando por el suelo en la disputa, pero Kuyt tocó el balón con la punta de la bota y lo metió hacia atrás, al punto de penalti, donde apareció Robben para intentar controlarlo y quedarse solo ante Ricardo. No le dio tiempo. Porque por detrás llegó un tren de mercancías llamado Nuno Valente que levantó la pierna por encima de la cabeza del atacante Oranje y la dejó caer cruelmente para golpearle el pecho con su bota de tacos de aluminio. El delantero giró como una peonza con la mano cosida al pecho hasta caer desplomado en el suelo.

¡Falta clara!, dijo el colegiado con la mano levantada. Pero a favor de Portugal. Y aquí paz y después gloria…

Eso sí, como los neerlandeses son muy aplicados tomaron buena cuenta de cómo se da una buena patada voladora en el pecho de un contrario y pusieron en práctica esa magnífica jugada cuatro años más tarde. Fue en la final del Mundial de Sudáfrica, cuando De Jong le clavó los tacos en el pecho a Xabi Alonso ante la mirada ojiplática de otro árbitro de prestigio llamado Howard Webb.

Si es que las cosas hay que entrenarlas, carajo. Si no, no salen bien.

Pero entonces, cuando todos esperaban que el colegiado decretara el descanso, a Costinha se le fue la cabeza un poquito más. Pensando que si no habían pitado penalti en la jugada anterior podrían hacer ya cualquier cosa, no se le ocurrió mejor idea que cortar con la mano totalmente extendida un pase en el centro del campo. Y por ahí sí que no pasó el bueno de Valentín Ivanov, que no vio la patada voladora de Valente, pero sí la clarísima mano de Costinha, y le enseñó la segunda amarilla para mandarlo a la caseta definitivamente antes de enviar también al resto a descansar.

El fútbol, que a veces es inquietante y misterioso.

Y los futbolistas, que a veces es difícil saber qué tienen en la cabeza…

***

Tras el paso por los vestuarios, parecía que las aguas se habían calmado un poco. Países Bajos, ahora sí, salió con todo a por el empate. Por un momento se olvidó de pegar e intentó jugar. El público lo agradeció. Y el fútbol también. De hecho, el fútbol estuvo a punto de premiar ese cambio de actitud con el tanto del empate. Primero con un cabezazo de Kuyt que atrapó abajo Ricardo sin muchos problemas. Y después cuando Cocu se encontró con un mal despeje de Nuno Valente dentro del área portuguesa y se marcó una tremenda volea que se estrelló con violencia contra el larguero,

Pero el fuego de artificio neerlandés se acabó pronto. Y a los cinco minutos volvió el fuego real. El centrocampista Petit, que había sustituido a Pauleta tras la expulsión de Costinha, agarró por la espalda a Van Bommel y lo tiró al suelo para ganarse otra amarilla tan clara como innecesaria. Pero la acción sirvió para descentrar un poco a la Naranja Mecánica y volver a caldear un ambiente que tornó en infierno unos cuantos minutos más tarde.

Fue en una jugada de Deco, que condujo por la frontal del área buscando el disparo hasta que se encontró con un patadón a destiempo de Van Bronckhorst. Amarilla y falta peligrosísima en la frontal del área para los portugueses. Pero, claro, antes de tirarla, había que liarla un poco. Así que llegó Van Bommel para coger el balón y Figo, que ya tenía su matrícula apuntada, acudió presto y veloz para darle un cabezazo. Fue ligero, pero, al parecer, lo suficientemente fuerte como para que el metro ochenta y siete de Van Bommel se desparramara por el suelo casi a cámara lenta. Amarilla para Figo y tángana de las de toda la vida.

Los neerlandeses no quedaron nada contentos con la actitud de Figo ni con la decisión del colegiado de dejar el cabezazo sólo en amarilla, así que Boulahrouz decidió que era el momento de ajustar cuentas y en una carrera con el extremo luso sacó el codo a pasear para golpearle en la cara al ir y al volver..

Quizá pensaba que el árbitro, después de pasar tantas cosas por alto, no se atrevería a expulsarlo… Y, efectivamente, no lo hizo. Pero sí le mostró una amarilla que era la segunda. Así que dejó a su selección con diez para igualar las fuerzas. Y volvió a liarse sobre el césped, con golpes, empujones y conatos de pelea en los banquillos de ambas selecciones. Al final salió bastante enfadado del campo Boulahrouz, aunque no le consta a nadie que fuera consigo mismo por su tremenda estupidez.

De todas formas, a esas alturas del partido al colegiado Ivanov ya le fallaban las piernas, le temblaban las manos, le dolía el estómago, la cabeza le daba vueltas y sólo se preguntaba qué había hecho él para merecer esto. 

Pero así es la vida… ¡Que se hubiera metido a notario!

Además, por mucho que mirara su reloj, el tiempo no pasaba más rápido y aún quedaban veinte minutos de partido. Un mundo, vaya.

***

Y en esos últimos veinte minutos no cambió en absoluto la decoración. De hecho, el partido se hizo más áspero y más rocambolesco si cabe. Como muestra, un botón.

Sneijder se acercó al balcón del área portuguesa y enganchó un balón que venía despedido desde el área portuguesa. Soltó un tremendo latigazo marca de la casa buscando la portería de Ricardo, pero Carvalho fue al suelo con todo y taponó el disparo, con la mala suerte de que Sneijder se le cayó encima. El balón salió disparado treinta metros hacia la portería neerlandesa y lo controló Deco para plantarse en el área de la Naranja Mecánica en un contragolpe velocísimo que tenía pinta de letal. Pero Ivanov, del todo aturdido, había parado el juego para que atendieran… ¡a Carvalho! Y Deco, claro, no se lo podía creer.

Y aún se sorprendió más por lo que vino después. Que fue que el colegiado decretó un bote neutral. Figo, esperando que los neerlandeses le devolviesen amablemente la pelota, no la disputó y se encontró con que la Naranja Mecánica empezó a construir el ataque sin ninguna intención de devolver el esférico a nadie. Al enemigo, ni agua…

Entonces Deco, temperamental como pocos, decidió que por ahí no pasaba y le metió un tremendo patadón por detrás a Heitinga que se saldó con otra amarilla muy anaranjada y la enésima tángana. Esta vez con Sneijder erigiéndose en protagonista al empujar al portugués Petit, quien le decía a Heitinga que se levantara, que tampoco era para tanto. Amarilla pues para Sneijder y también para Rafael Van der Vaart, que se dedicó a empujar a diestro y siniestro y, de paso, a protestarle al pobre Ivanov, que bastante tenía con lo que tenía y a quien ya no le cabía el nombre de los amonestados por detrás de la cartulina.

Aún tendría que hacer la letra más pequeñita para apuntar unas cuantas más. A Ricardo, el meta portugués, por perder tiempo. A Valente, por una caricia a un neerlandés despistado. Y la más absurda de todas. La segunda a Deco, que había decidido, por alguna misteriosa razón, irse definitivamente del partido en apenas cinco minutos. Con una amarilla que había sido casi roja en el zurrón, no se le ocurrió otra cosa que retener el balón con la mano para perder tiempo cuando le pitaron una falta. Cocu llegó corriendo a por la pelota y el portugués se la escondió primero y la lanzó al suelo después. Cocu, enfadadísimo, forcejeó con Deco y lo tiró al suelo. Entonces apareció Ivanov y le enseñó la segunda amarilla al portugués.

Faltaban trece minutos y un futbolista experimentado como Deco dejaba con nueve a su selección en los octavos de final de un Mundial y ganando uno a cero. Ver para creer. De hecho, aún se estaba Deco aposentando en la grada cuando Kuyt le ganó la posición a los dos centrales portugueses, encaró totalmente solo a Ricardo y lanzó al muñeco en la mejor ocasión de Países Bajos en todo el partido.


Entre otras cosas porque la Naranja Mecánica decidió no serlo en el momento decisivo y se inclinó por jugar a algo que, históricamente, nunca le ha dado buenos réditos. Así que no hubo manera de meterle mano al entramado defensivo portugués, pero aún le dio tiempo a Van Bronkhorst a caer en la desesperación y propinarle un patadón a Maniche que le costó la segunda amarilla y la expulsión ya con el tiempo cumplido. Para facilitar un poco más la resistencia lusa, supongo que sería. O para equilibrar las cosas… vete tú a saber.

Porque a veces nada es lo que parece.

***

Al final, el choque acabó uno a cero para Portugal, que se vería las caras en cuartos de final contra Inglaterra. Sin Costinha y sin Deco, pero con Cristiano Ronaldo recuperado para enfrascarse en cuentas pendientes con su excompañero Wayne Rooney y con el meta Ricardo en estado de gracia para darle la clasificación a Portugal para las semifinales tras un empate sin goles en otro partido gris y defensivo de dos selecciones de renombre.

En las semifinales se las verían con la Francia del renacido Zinedine Zidane y ese escollo ya fue insuperable para un equipo con grandes estrellas en ataque que jugaba siempre a atacar lo menos posible y que, pese a todo, logró su mejor clasificación histórica en una Copa del Mundo al acabar en la cuarta posición tras caer derrotado en la final de consolación por Alemania (3-1).

Los jugadores de Países Bajos todo esto lo vieron por televisión. Pero debieron quedar contentos con su actuación porque cuatro años más tarde decidieron jugar la final de un Mundial de forma parecida a como lo hicieron en Núremberg. Es decir, preocupándose más por cazar sombras a patadas que por jugar a fútbol. Y remaron mucho, pero acabaron muriendo en la orilla… otra vez… aunque esta vez jugando contra sus propios principios, que seguramente sea la forma más triste de caer.

De todas formas, el 25 de junio de 2006 neerlandeses y portugueses pasaron a la historia por protagonizar la llamada Batalla de Núremberg, que acabó convirtiéndose en el choque con más tarjetas de la historia de los mundiales. Nueve amarillas para Portugal, siete para Países Bajos y dos rojas por acumulación de amonestaciones para cada uno de los contendientes.

En definitiva, uno de los choques más violentos de la historia del fútbol moderno. Perpetrado en un escaparate inigualable como es un Mundial y protagonizado por futbolistas a los que se les supone una calidad superlativa y que entre todos se marcaron la friolera de 114 faltas en 90 minutos, unas cuantas de ellas directamente brutales.

Aún deberíamos darle las gracias al colegiado Ivanov, que mostró amarillas en vez de rojas porque no quiso quedarse solo sobre el césped. O porque no quiso pasar a la historia como el primer árbitro que suspendía un partido de una Copa del Mundo por no disponer de jugadores suficientes. O simplemente porque era daltónico. Que nunca se sabe…

Porque a veces nada es lo que parece.

Si no que se lo digan a Scolari y a Van Basten, que se despacharon a gusto en rueda de prensa, sin siquiera mostrarse un poquito avergonzados por el espectáculo que habían ofrecido sus futbolistas en el encuentro. Al brasileño le faltó pedir para los suyos una estatua en cada plaza de cada pueblo portugués por haber defendido la patria con pundonor y coraje, mientras que el holandés le echó la culpa al árbitro de que no se jugara prácticamente nada durante un segundo tiempo que fue un caos. De su planteamiento en el primero, mejor nos olvidamos. Para mear y no echar gota.

El caso es que el mismo Joseph Blatter, presidente de la FIFA en ese momento, declaró que el árbitro Ivanov no estuvo a la altura de los jugadores y que debería haberse sacado una amarilla a sí mismo por su mala actuación. Aunque después se arrepintió, se retractó de sus palabras y prometió disculparse con el colegiado de manera oficial… Pero nunca lo hizo. Además, ya era tarde. El mal ya estaba hecho. Porque para Ivanov, que cumplía 45 años ese mismo verano y, por tanto, debía jubilarse como árbitro, ése fue su último partido internacional.

Lo que tampoco llegó a hacer nunca Blatter es declarar qué merecía él por su nefasta y oscura gestión al frente de la FIFA. Quizá si lo hubiera juzgado el bueno de Ivanov la cosa se hubiera quedado en una simple tarjeta amarilla.