5 de octubre de 1996. Estadio Republicano de Chisinau. Moldavia e Italia se enfrentan en la segunda jornada del grupo 2 de la fase de clasificación europea para el Mundial de Francia 98. Los italianos, entrenados por Arrigo Sacchi y capitaneados por Paolo Maldini, saltan al césped del estadio moldavo con un brazalete negro encintando sus brazos. El día anterior había fallecido en Gattinara (Vercelli), a los 83 años, Silvio Piola, el máximo goleador de la historia de la Serie A, o lo que es lo mismo, probablemente, el mejor goleador italiano de todos los tiempos.
Piola “Piernas largas” fue el ariete de la Italia que defendió con éxito su corona de campeona del mundo en el Mundial de Francia de 1938. El jugador más determinante de una selección rocosa y, a la vez, talentosa, que Vittorio Pozzo convirtió en prácticamente inexpugnable. La Segunda Guerra Mundial acabó con una trayectoria internacional que parecía predestinada a dejar una huella imborrable en la Copa del Mundo, pero no con su carrera como artillero, que se prolongó hasta el final de la temporada 1954, cuando decidió retirarse a los 41 de edad con más de 300 goles en el zurrón.
A su fantástica carrera plagada de goles, sólo le faltó coronarla con un Scudetto.
Pero, a veces, en la vida, no se puede tener todo…
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Silvio Guioacchino Italo Piola nació en el pequeño pueblo de Robbio, en el valle Lomellina, provincia de Pavía, el 29 de septiembre de 1913. Aunque su nacimiento allí fue meramente circunstancial, ya que sus padres eran comerciantes de tela y se habían trasladado a Robbio por motivos laborales. Pero pronto volverían a su auténtico hogar: Vercelli, en el corazón del Piamonte. Cuna de uno de los mejores equipos de fútbol italianos de la época.
Allí, el pequeño Piola empezó a estudiar en la Escuela Elemental Galileo Ferraris. Eso sí, en sus ratos libres sólo tenía una obsesión: lanzarse veloz con una pelota en los pies a regatear cuantos árboles se le pusieran en el camino y chutar con potencia y colocación entre la maleza. Hasta que lo vio don Sassi, el sacerdote del pueblo, director de la Escuela y un auténtico apasionado del fútbol. Más concretamente, del Pro Vercelli, el equipo donde el tío de Silvio Piola, Giuseppe Cavanna, jugaba de portero.
Tampoco era muy rara la pasión del capellán por el Pro Vercelli, porque en aquel momento era uno de los mejores equipos italianos, si no el mejor. La sección de fútbol del Pro Vercelli se fundó en 1903, justo diez años antes de que naciera Silvio. Para cuando el chiquillo vino al mundo, el equipo acababa de levantar su quinto Scudetto. Aún ganaría dos más, los de 1920-21 y 1921-22, aunque serían los últimos, ya que al club piamontés le resultaría imposible competir con los de las grandes ciudades de Milán, Turín y Roma en los inicios del profesionalismo. Pero vamos, que en la década de 1910 y principios del 20, el Pro Vercelli era, sin duda, uno de los rivales a batir en Italia.
El caso es que cuando don Sassi vio al pequeño Silvio regateando entre los árboles, controlando la pelota y rematando de primeras, no tuvo ninguna duda: sabía que estaba ante un fantástico futbolista, aunque sólo tuviera ocho años. Así que, bajo sus auspicios, el chico empezó a jugar a fútbol en el colegio y pronto destacó. Pero donde realmente se hizo un nombre en toda la región fue jugando de centrocampista en el Veloces, un equipo juvenil que había fundado Bernasconi, el propietario de una tienda de artículos deportivos. Ese equipo juvenil maravilló a todo el mundo y estuvo a punto de vencer en el Campeonato de Italia juvenil, donde cayó en la final contra la Roma (1-3).
La alegría del nuevo equipo duraría poco… porque en cuanto los técnicos de la Pro Vercelli vieron jugar a Piola y a sus compañeros Depretini y Pietro Ferraris, se los llevaron. Y los icorporaron directamente a la disciplina del primer equipo, bajo el mando del entrenador húngaro József Nagy, un trotamundos del fútbol que había entrenado a la selección sueca en las Olimpiadas de París en 1924 y se colgó un bronce olímpico. Nagy no se lo pensó demasiado e hizo debutar a Piola en la serie A el 16 de febrero de 1930 en un partido en el estadio del Bologna. El encuentro acabó con empate a dos, aunque el chico, que aún no había cumplido los 17 años, no se estrenó ese día como goleador.
Y es que ya se sabe… a veces, en la vida, no se puede tener todo.
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A Piola, que jugaba de centrocampista en Veloces, lo puso Nagy desde ese primer encuentro con la Pro Vercelli de delantero centro, pese a que había otros técnicos y periodistas que pensaban (y lo escribían y lo decían) que el chico debería seguir jugando en el centro del campo. Consideraban que sus registros anotadores en sus tres primeras temporadas completas con el equipo no eran espectaculares para jugar de delantero centro. Hizo 13 goles en la 1930-31; 12 en la 1931-32 y 11 en la 1932-33.
Y es cierto que Piola podría haber jugado perfectamente de centrocampista porque era un portento físico. Un tipo fuerte, alto, de piernas largas, con la costumbre de jugar de siempre de espaldas para mantenerse siempre en contacto visual y directo con el juego, pero, además, tenía una velocidad endiablada, un gran regate, un tremendo disparo desde la larga distancia y un remate portentoso con cualquier parte del cuerpo. Vamos, que era un rematador nato (e innato también).
Pero, sobre todo, sus entrenadores decían de él que tenía la increíble capacidad de estar siempre en el sitio adecuado y en el momento preciso para hacer el remate definitivo. Aparecía de la nada en el momento sublime para definir como nadie y hacer goles y más goles. Tenía el don de la ubicuidad. Era un oportunista como la copa de un pino.
Y, claro, esa relación de amor con el gol no se compra con dinero. Y no se puede desperdiciar. Por eso siguió Nagy siguió poniéndolo de delantero centro en la Pro Vercelli y sus cifras goleadoras comenzaron a aumentar poco a poco. En la temporada 1933-1934 ya hizo 15 goles, aunque aún estaba lejos de los 21 de Giuseppe Meazza, el gran ídolo italiano del momento, o de los 32 del “capocannoniere” del torneo, el Juventino Felice Borel. Pero los 15 de Piola los convirtió en un equipo que acabó séptimo en el campeonato, muy lejos de los inalcanzables Juventus y Ambrosiana-Inter, que contaban en sus filas con la mayoría de futbolistas que disputarían (y ganarían) el Mundial de Italia de 1934.
El 22 de abril de 1934, unos meses antes del inicio de de un torneo que Piola no disputaría, el joven de 20 años marcó el único tanto de su equipo en la derrota ante el todopoderoso Bologna (4-1) en el estadio Renato Dall’Ara, el mismo en el que había debutado cuatro años antes. Fue su último partido con la Pro Vercelli. Porque ese verano a Piola le tocaría hacer las maletas… aunque el viaje no iba a tener el destino que, en un principio, él había deseado.
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A la conclusión de la Copa del Mundo de 1934 en la que la Italia de Vittorio Pozzo levantó la Copa Jules Rimet tras derrotar en la final a Checoslovaquia en la prórroga, la liga italiana se reanudó con más expectativas si cabe. Para entonces, Silvio Piola, al que se habían rifado casi todos los grandes equipos del Calcio, acababa de fichar, casi por imposición gubernamental, por la Lazio, un equipo al que el futbolista, en principio, no quería ir. Después, se quedaría allí nueve temporadas y se convertiría en un auténtico ídolo.
Eran tiempos en los que el profesionalismo empezaba a acabar con el espíritu amateur que había tenido el fútbol hasta pocos años antes y los grandes clubes empezaban a pagar importantes cantidades de dinero por los futbolistas más destacados. Dinero a los clubes y dinero a los jugadores, que empezaron a convertirse en personajes muy populares y admirados por las masas. En Italia, además, había que sumar otro factor no menos importante: la coyuntura política. Con el fascismo en el poder desde finales de 1922, el fútbol era uno de los ámbitos donde los capitostes metían mano constantemente y ordenaban fichajes a su antojo.
Piola, al que no le gustaba ese mercadeo aunque tenía claro que si quería dedicarse al fútbol había de plegarse a él, deseaba fichar por el Ambrosiana-Inter (antecesor del Inter de Milán), donde jugaba uno de sus ídolos, su amigo Giuseppe Meazza, y que le quedaba lo suficientemente cerca de casa para seguir fiel a su estilo de vida tranquilo y sosegado.
No pudo ser… Tuvo que hacer las maletas y partir hacia Roma para fichar por la Lazio, en un intento gubernamental de centralizar el fútbol y contrarrestar desde la capital el empuje de los grandes equipos del norte. Pero, al menos, Piola sacó una buena tajada para su Pro Vercelli y para él y para su familia, ya que en, aquellos tiempos, pagaron 250.000 liras al equipo y un sueldo “astronómico” de 70.000 anuales para el jugador.
Pese a su fama, su sueldo y su traspaso, Piola aparecía a menudo en el campo de la Rondinella, donde entrenaba la Lazio, acompañado por su perro Frem, un pointer de pelaje blanco con manchas marrones. Solía pasar cuando acudía al entrenamiento directamente tras cazar al alba, otra de sus grandes pasiones junto con la pesca en ríos y lagos. Eso era lo que más le gustaba hacer: cazar, pescar y, por supuesto, jugar al fútbol... Y marcar goles, evidentemente.
Porque pese a que cobraba como una estrella, y estaba considerado como tal dentro y fuera de los terrenos de juego, Piola nunca vivió como una estrella. Era tímido y retraído y no le gustaba nada aparecer en los anuncios ni en los medios de comunicación. Hacía vida familiar. Era cercano y de trato afable. No bebía. No fumaba. No salía de fiesta. Vamos, que quizá por eso tuvo una carrera tan longeva.
O quizá a pesar de eso, que nunca se sabe…
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Y, claro, llegó el momento de vestirse con la zamarra de la azzurra.
Vittorio Pozzo, el astuto seleccionador italiano, se puso a renovar la selección campeona del mundo de cara al Mundial de Francia de 1938 desde el momento en que había levantado la Copa Jules Rimet de 1934 y muy pronto Piola entró de lleno en sus planes. En una temporada espectacular en la Lazio a nivel individual en la que anotó 21 goles, Pozzo lo hizo debutar con la azzurra. Fue en Viena, el 24 de marzo de 1935, en un partido amistoso ante Austria, y el joven delantero no pudo tener mejor estreno: marcó dos de los cuatro tantos de la victoria transalpina (2-4).
Desde ese momento, Piola no sólo se hizo con un hueco en la selección, sino que se convirtió en uno de los jugadores imprescindibles. Fue convocado para todos los encuentros que disputó Italia hasta su debut ante Noruega en los octavos de final del Mundial de Francia 38. Jugó catorce partidos (dos de la Copa Internacional del Europa Central de 1933-35; cuatro de la de 1935-38 y ocho amistosos) y marcó trece goles, afinando cada vez más la puntería a medida que se acercaba la cita mundialista. De hecho, en los dos partidos amistosos previos a la cita mundialista, anotó tres tantos en la victoria por 6 a 1 ante Bélgica y otro en el 4 a 0 que Italia le endosó a Yugoslavia apenas quince días antes de su debut en la Copa del Mundo.
Pero el primer partido del Mundial no iba a ser un camino de rosas, precisamente. Los italianos se presentaron en el Velodrome de Marsella el 5 de junio de 1938 para enfrentarse a Noruega y desafiaron a los 19.000 espectadores que llenaban el estadio haciendo el saludo fascista en el acto protocolario previo. En un clima prebélico intenso, el público francés abucheó a los italianos durante todo el partido y durante todos los partidos del campeonato.
El encuentro empezó bien para los defensores del título, que se adelantaron con un gol de Ferraris a los dos minutos de juego. Pero la rocosa Italia fue incapaz de imponer su juego durante el resto del partido y no pudo cerrar el encuentro ante una peligrosa Noruega que aprovechó su ocasión para enfervorecer al público local y poner a la campeona contra las cuerdas. Fue Brustad quien anotó el gol del empate a falta de siete minutos para el final. El encuentro se iba a la prórroga.
Pero ahí apareció Piola para demostrar el gran estado de forma (y de olfato) con el que llegaba al torneo. Sólo habían pasado cuatro minutos del tiempo extra cuando “Piernas Largas” cazó un rechace del meta noruego en el área pequeña para anotar el gol que le daba un sufrido triunfo a los transalpinos y los metía en cuartos de final, donde se vería las caras con Francia, la anfitriona, que se había deshecho de Bélgica con relativa comodidad (3-1).
El 12 de junio, en el estadio de Colombes de París, Francia e Italia se jugaron un puesto en las semifinales del torneo. Los italianos, además de volver a hacer el saludo fascista, se presentaron sobre el césped totalmente de negro, en un claro guiño planeado por Mussolini a las camisas negras. Fue la única vez en la historia que Italia vestiría de negro. Una provocación en toda regla a la que el público francés respondió con continuos abucheos.
Sobre el césped, los italianos fueron mucho mejores que los anfitriones y no dejaron ningún resquicio a la sorpresa. Colausi inauguró el marcador para los defensores del título a los nueve minutos, pero tan sólo un minuto más tarde empató Heisserer para los franceses. Fue un espejismo, porque Italia estaba siendo muy superior. Pero no llegaron los goles en la primera parte y tuvo que aparecer Piola en la segunda para anotar dos tantos y llevar a Francia a las semifinales del torneo. Ahí se verían las caras con Brasil, la gran atracción del torneo donde destacaba por encima de todos Leonidas, el auténtico protagonista de la Copa del Mundo hasta el momento por sus regates, su creatividad y sus goles.
Pero Leonidas no jugó ante Piola. Porque su seleccionador, Adhemar Pimenta, decidió reservarlo para una hipotética final. Y no lo alineó. Como tampoco a Tim ni a Brandao, los otros dos jugadores más creativos de Brasil.
Se cuenta que Pimenta había diseñado dos equipos, uno blanco y uno azul, para alternarlos en función del rival. Uno más creativo y uno más físico. Y que, contra Italia, optó por el físico.
También es cierto que Brasil venía de jugar una prórroga ante Polonia en octavos de final que acabó con un espectacular 6 a 6 para los brasileros, que jugaron con el equipo blanco, el de sus futbolistas más imaginativos. Leónidas marcó 3 tantos. Que después Brasil se enfrentó a Yugoslavia en cuartos y aquello se convirtió en la Batalla de Burdeos, que acabó con unos cuantos jugadores lesionados, dos brasileños expulsados y un empate a uno que obligó a repetir el partido dos días más tarde. En la repetición ganaron los brasileños (2-1) con sólo dos jugadores de la Batalla de Burdeos en el once: el portero Walter y Leonidas. Leonidas marcó todos los goles de Brasil en la eliminatoria. El de la Batalla de Burdeos y los dos del partido de repetición.
Quizá el cansancio que arrastraba hicieron que Pimenta optara por dar descanso a su estrella, pero teniendo en cuenta que no había cambios, la estrategia era un poco arriesgada. Y los italianos se encargaron de demostrarlo en un encuentro en el que fueron realmente muy superiores. Colaussi adelantó a los campeones del mundo a los once minutos de la segunda parte y Meazza dio la puntilla a los de Pimenta con un tanto de penalti cuatro minutos más tarde. Romeu recortó distancias a tres minutos del final, pero no bastó. Italia se metía en la final de la Copa del Mundo tras vencer en el único encuentro en el que no marcó Piola.
En la final se enfrentaron a la temible Hungría, que había hecho un torneo excepcional dejando en la cuneta a las Antillas Holandesas Orientales, la actual Indonesia, en los octavos de final (6-0); se había deshecho de la sorprendente Suiza en cuartos (2-0) y había masacrado a Suecia en las semifinales (5-1). Sus futbolistas más peligrosos eran Zsengeller y Sarosi, que habían anotado entre los dos seis de los 14 tantos húngaros. Pero enfrente había mucha pólvora también: la de Meazza, la de Colaussi y, por supuesto de la Piola.
En el estadio de Colombes se congregaron 45.000 espectadores, la mayoría con la esperanza de ver cómo Italia caía derrotada, que presenciaron un auténtico partidazo. Colaussi abrió fuego con un gol a los seis minutos de juego al que respondió inmediatamente Titkos para empatar la final tras una jugada embarullada en el área italiana. Entonces los italianos se lanzaron en tromba al ataque y Silvio Piola tardó apenas siete minutos más en adelantar de nuevo a Italia. La primera parte la dominaron los transalpinos, que corroboraron su mejor juego con otro tanto de Colaussi a diez minutos del descanso.
El tres a uno presagiaba una segunda parte tranquila para los de Vittorio Pozzo, pero lo cierto es que los magiares no le perdieron la cara al partido, supieron contener las acometidas italianas y poco a poco se iban acercando con peligro a la meta de Olivieri. Italia se echó atrás a la espera de amenazar a la contra con la velocidad de Piola y Colaussi, pero fue Sarosi quien hizo vibrar a los aficionados en Colombes con el segundo gol de Hungría que apretaba la final y ponía a Italia contra las cuerdas. 3 a 2 a falta de veinte minutos de partido.
Y entonces, cuanto más falta hacía, apareció de nuevo Piola. El delantero de la Lazio acompañó una cabalgada de Colaussi, que ganó la línea de fondo en posición de extremo derecho para poner una pelota rasa al corazón del área. Por allí apareció Piola como una exhalación, ganándole la espalda a un defensor y anticipándose a otro para sacarse un potente derechazo cruzado desde el punto de penalti y hacer el cuarto tanto para Italia. Quedaban diez minutos para el final y el marcador ya no se movería más.
Italia levantaba así su segunda Copa del Mundo. Y lo hacía fuera de casa por primera vez en la historia. Además, conseguía disipar las sospechas que levantó la consecución de la primera, con constantes arbitrajes polémicos y con las presiones del Duce. En Francia 1938 fue sólo el fútbol el que habló. Y el de los italianos fue el mejor. Gracias a la capacidad estratégica y motivadora de Vittorio Pozzo, a la calidad del capitán Meazza y al desequilibrio y los goles de Colaussi y, sobre todo, de Silvio Piola, el ariete y máximo goleador de la campeona del mundo con cinco tantos en tres partidos.
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Tras la Copa del Mundo de 1938 llegó la Segunda Guerra Mundial, que privó a Piola de aumentar su renta goleadora, de partidos y de títulos con Italia, aunque siguió jugando al fútbol en la Lazio, mientras los combates lo permitieron. De hecho, se reincorporó al equipo hasta que la guerra se interpuso definitivamente en su camino, y en el de todos, en 1943.
Las temporadas que van de la 1938-39 a la 1940-41 fueron poco fructíferas para Piola desde el punto de vista goleador, ya que se quedó no superó los diez tantos en la Serie A en ninguna de las tres campañas. Jugó menos partidos de lo habitual y, además, a media temporada el técnico decidió que jugara de centrocampista gran parte de los encuentros, por lo que no sólo descendieron sus registros goleadores, sino también la competitividad del equipo, que nunca estuvo fino, acabando siempre a media tabla y lejos de los campeones Bologna, Ambrosiana-Inter y otra vez Bologna.
E incluso estuvo bastante cerca del descenso en la campaña 40-41, que no se produjo por un mejor coeficiente goleador frente al Novara, que acabó con sus huesos en la serie B. Pese a ello, el papel de Piola fue fundamental en un partido clave, el que le enfrentó a la Roma en el derbi de la Ciudad Eterna el 16 de marzo de 1941, con el descenso pendiendo sobre las cabezas de los “biancocelesti”. Piola se lesionó a los veinte minutos de juego tras un choque con un defensa “giallorossi”, pero siguió jugando para conseguir los dos goles de la victoria de la Lazio que, a la postre, serían cruciales para evitar el descenso.
En la siguiente temporada, la 1941-42, los números de Piola se acercaron a los de siempre, quedando segundo en la tabla de goleadores con 18 tantos en un torneo que se llevó la Roma a sus vitrinas. Y en la campaña posterior fue el “Capocannonieri” con 21 tantos en 21 partidos, aunque el equipo completó un torneo bastante mediocre que acabó levantando el Torino.
Ésa sería su última temporada en la Lazio, donde jugó 243 partidos en nueve temporadas y anotó 159 goles, 149 en competiciones oficiales y 10 en amistosos. No ganó el scudetto, pero se ganó el cariño, la admiración y el respeto de todos los aficionados laciales.
De hecho, esos 149 goles de Silvio Piola en partidos oficiales con la Lazio fueron un registro inalcanzable para nadie hasta que un tal Ciro Immobile (quien, por cierto, tampoco ha podido ganar nunca un Scudetto), lo superó en el año 2021.
Habían pasado nada más y nada menos que 79 años.
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En 1944 las competiciones de ámbito nacional se paralizaron a causa de la guerra y Silvio Piola volvió a casa, al Norte de Italia. Consiguió el permiso para unirse al Torino y disputó el Campeonato de la Alta Italia. Recién estrenada la treintena y en unas condiciones terribles para todos, Piola siguió demostrando su instinto goleador anotando 27 tantos en un torneo que se acabaron llevando sorprendentemente Los Bomberos de La Espezia.
A la conclusión de la guerra, con ganas de quedarse en su tierra natal, pidió a la Lazio la carta de libertad definitiva y acabó fichando por la Juventus en 1945. La Vecchia Signora desembolsó 2 millones de liras y la recaudación de un partido amistoso en Roma para hacerse con los servicios del goleador de Verccelli.
Sin embargo, en la Juve tampoco no llegaron los títulos. Piola jugó de “bianconero” la llamada División Nacional de 1945-46 y 1946-47, pero la Vecchia Signora no pudo superar nunca al Torino. Así que, pese a que el rendimiento de Piola aún era bueno, los dirigentes de la Vecchia Signora consideraron que ya estaba mayor, tenía 34 años en 1947, para defender los colores de la Juventus. Y le dieron la carta de libertad.
Y se equivocaron…
Porque tampoco sin Piola pudo la Juventus plantar cara a sus vecinos del Gran Torino, un equipazo de ensueño que marcó un época tras ganar cuatro campeonatos italianos seguidos y al que sólo pudo parar una tragedia: el accidente aéreo de Superga que tuvo lugar el 4 de mayo de 1949 y donde perdieron la vida 31 personas. Entre ellas, 18 jugadores del Torino, dos técnicos y un periodista del club.
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Cuando Piola salió de la Juventus en el verano de 1947, decidió fichar por el Novara, que estaba en ese momento en la serie B. No le importaba. Sólo quería seguir disfrutando jugando al fútbol y marcando goles y hacerlo cerca de casa. Cerca de los suyos. Cerca de su gente. Para seguir siendo feliz.
El veterano delantero se integró pronto en la disciplina del equipo y ayudó con sus 16 tantos a conseguir un ascenso vertiginoso. Y no sólo eso, sino que siguió jugando cinco temporadas más, haciendo 70 goles y manteniendo al Novara en la élite temporada tras temporada. Fue así como se convirtió en un auténtico ídolo en una ciudad que lo veneraba y que él también adoraba.
Hasta que se retiró definitivamente con 41 años ya cumplidos y unas cifras goleadoras que impresionan.
Porque Piola sumó la friolera de 274 goles en la serie A; 43 más en las dos temporadas de la Divisione Nazionale (1944-45 y 1945-46); 16 tantos en la Serie B; otros 16 entre Copa de Italia y Copas Continentales; y otros 30 más en los 34 partidos en los que se vistió con la zamarra azul de Italia.
En total, 379 tantos en 669 encuentros.
Unos registros, los de Silvio Piola, que superan los del otro gran mito italiano de los años 30, el gran Giuseppe Meazza, que anotó 262 goles en la Serie A, y que le convierten en el máximo goleador de la historia de la liga italiana. El que más se ha acercado a estos dos fenómenos ha sido un tal Totti, con 250 tantos en la máxima categoría del fútbol italiano.
No debe ser tan fácil eso de ser el mayor goleador de la historia del fútbol italiano, ya que en más de 125 años nadie ha sido capaz de superarlo. Aunque sus goles no le hubieran servido para ganar un Scudetto.
Pero, ya se sabe… A veces, en la vida, no se puede tener todo…
Aunque, bien pensado, a Silvio Piola tampoco le hacía tanta falta un Scudetto… que una Copa del Mundo pesa mucho. Y cuesta muchísimo ganarla.
Que se lo digan a Italia, que tuvo que esperar 42 años para volver a levantarla.
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Tras su retirada, Piola se puso a entrenar, pero desde el banquillo no se marcan goles, así que pronto dejó el mundo del fútbol profesional para disfrutar de él como un aficionado más. Junto a su mujer, Alda Ghiano, con la que se había casado en 1948 y con sus hijos Darío y Paola. Junto a su familia y sus amigos, disfrutando del día a día de una vida de placeres sencillos. Sin que nadie pudiera reconocer a simple vista la estrella que fue, porque nunca se comportó como tal.
Silvio Piola murió en una residencia de ancianos de Gattinara en 1996, a los 83 años, cuando ya el Alzheimer había empezado a desvanecerle los recuerdos. Descansa en la capilla familiar del cementerio de monumental de Billiemme, en Verchelli, muy cerca del estadio que lleva su nombre y donde marcó tantos y tantos goles. Un estadio que hoy lleva su nombre.
Como el del Novara, al que acudía domingo tras domingo como un aficionado más, hasta que la salud se lo permitió, a disfrutar del fútbol y de los goles de su equipo.
Aunque cada vez fueran menos los que lo reconocieran en el estadio.
Aunque cada fueran menos los que supieran que se sentaban a disfrutar del fútbol junto a todo un campeón del mundo.
Junto al máximo goleador de la historia de la Serie A.
Junto a una persona humilde y sencilla que tuvo la suerte de disfrutar la vida haciendo lo que más le gustaba: jugar al fútbol.
Aunque nunca ganara un Scudetto.
Porque, a veces, en la vida, no se puede tener todo…