"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

jueves, 18 de septiembre de 2025

Países Bajos contra Alemania: heridas que nunca cierran

24 de junio de 1990. Setenta y cinco mil espectadores abarrotan el estadio de San Siro para presenciar el encuentro de octavos de final del Mundial de Italia 90. Sobre el césped, dos selecciones candidatas a levantar la Copa del Mundo en Roma.

Alemania, subcampeona del mundo en las dos anteriores ediciones del torneo, y Países Bajos, flamante Campeona de Europa dos años atrás, en 1988, precisamente en Alemania, selección a la que eliminó en semifinales.

Sólo una de las dos potencias seguirá adelante. Y, sobre el papel, los germanos llegan mejor al encuentro. Pero los partidos hay que jugarlos. Y más, si se enfrentan alemanes y neerlandeses.

Matthäus y Gullit se intercambian los banderines antes del partido.

Porque tulipanes y germanos arrastran una rivalidad que va más allá de lo futbolístico desde el 10 de mayo de 1940, cuando la Alemania nazi invadió los Países Bajos sin previo aviso para poner en práctica su Blitzkrieg camino de Francia, bombardeó primero y ocupó después el territorio neerlandés y trató a sus habitantes como auténticos despojos humanos durante cinco largos años.

La marca de la invasión nazi la llevan a cuestas los neerlandeses grabada a fuego y el odio hacia sus vecinos es enorme durante toda la postguerra. Un odio y una rivalidad exacerbada que los neerlandeses canalizan a través del fútbol.

Sobre todo a partir del 14 de marzo de 1956, cuando Alemania y Países Bajos se enfrentan por primera vez en un campo de fútbol tras la Segunda Guerra Mundial.

El partido se disputa en Düsseldorf y es amistoso, aunque no para los neerlandeses.

Para ellos es como la final de una Copa del Mundo.

Ante los vigentes campeones, por cierto.

Y la conclusión del partido confirmó el nacimiento una de las rivalidades más acérrimas y viscerales del Viejo Continente.

Sobre todo por parte neerlandesa.

***

14 de marzo de 1956. Rheinstadion de Düsseldorf. Sesenta mil aficionados abarrotan el estadio de la capital de Renania del Norte-Westfalia para ver por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial un encuentro entre la República Federal de Alemania y sus vecinos de los Países Bajos.

Los de Sepp Herberger, actuales campeones del mundo, querían demostrar ante su público que la victoria en el Mundial de Suiza de 1954 ante los Mágicos Magiares no fue una mera casualidad, pero los neerlandeses no estaban dispuestos a permitírselo.

La Oranje se presentó en Düsseldorf dispuesta a hacer historia.

Y eso que dos de los mejores futbolistas tulipanes no vestían la Oranje ese día. Ni Faas Wilkes, ídolo del Valencia CF, ni Kees Rijvers, estandarte del Saint-Étienne, disputaron el encuentro, ya que la Federación de los Países Bajos era reacia a admitir a los futbolistas profesionales en la selección y ambos estaban descartados de antemano.

No hizo falta. Porque el que sí jugaba ese día era Abe Lenstra, “Us Abe” (Nuestro Abe) para los frisones del SC Heerenveen. Un extremo habilidoso, rápido e incontrolable que llevaba el gol en la sangre.

De carácter difícil e impulsivo. Frisón antes que neerlandés, incluso se negó a vestir la casaca tulipán durante un buen periodo de tiempo, Abe se convirtió en el ídolo de los Países Bajos a partir de aquel encuentro en Düsseldorf.

Evidentemente, en Frisia ya lo era, porque había marcado más de medio millar de tantos con el SC Heerenveen, equipo al que había ayudado a ser campeón de la liga del Norte desde la temporada 1941-42 hasta la 1951-52. Una larga década de éxitos para el club de su vida que refrendó con un partido sublime con la selección.

Porque Abe hizo los dos tantos que le dieron la victoria a los Países Bajos en casa de su eterno enemigo en un encuentro muy disputado. Los pupilos de Jaap van der Leck se tomaron el choque como una batalla y presionaron arriba con furia a los germanos para robar cerca del área rival y atosigar a la defensa germana continuamente con la inspiración, el regate y la velocidad de Abe Lenstra.

Y les salió estupendamente porque los tulipanes tuvieron las mejores ocasiones en la primera mitad y resolvieron el choque en la segunda. Cuando los copos de nieve empezaron a caer sobre Düsseldorf, se desató el temporal Oranje. A los siete minutos de la reanudación, en una jugada de asedio neerlandés, el balón le quedó suelto a Tinus Bosselaar en el vértice del área alemana y no dudó en soltar un latigazo que salió botando en dirección a portería. Y por allí apareció Abe para lanzarse al suelo y cambiar la trayectoria del balón para adelantar a los Países Bajos en el marcador.

Los aficionados neerlandeses presentes en el estadio se hicieron de notar. Saltaban con los brazos en alto y algunos, ubicados en los asientos más altos del estadio, formaron la palabra HOLLAND con unas letras grandes que llevaban encima para la ocasión. No iban a tardar mucho en volver a sacarlas…

Porque veinte minutos más tarde, Abe iba a hacer el segundo al aprovechar con mucha valentía un rechace del meta alemán. El balón botó alto en el segundo palo y apareció el extremo para levantar su pierna izquierda y golpear la pelota con fuerza antes de que llegaran dos defensores con la clara intención de arrollarlo. Abe rodó por el suelo, pero se levantó rápidamente con los brazos en alto al comprobar que había alojado el balón en el fondo de las mallas.

Los futbolistas neerlandeses hicieron una piña en el área germana para celebrar el tanto y vieron cómo gran parte del público saltaba y celebraba con ellos, reconociendo el buen fútbol, el desparpajo y la osadía de la Oranje en tierras alemanas. Ni siquiera un gol en propia puerta tras un peligroso centro de un joven Uwe Seeler puso en peligro la victoria neerlandesa.

El gran Sepp Herberger, seleccionador alemán, ratificaría la superioridad de Países Bajos en la rueda prensa: “Ellos jugaron con el alma. Nosotros, con el esquema”.

La Oranje acaba de sellar una victoria de prestigio (1-2) en casa del eterno rival que celebraron jugadores y público sobre el césped del Rheinstadion de Düsseldorf, invadido por muchísimos espectadores. Y que también se celebró después en los Países Bajos. Casi como si hubieran ganado un Mundial.

Basta con leer los titulares de algunos de los periódicos neerlandeses después del encuentro.

De Telegraaf tituló el día siguiente: “Lenstra ha devuelto el orgullo a nuestra tierra. Hoy, el fútbol ha hablado por los que no pudieron”. Y seguía: “Una victoria que es un acto de dignidad nacional. Incluso en Düsseldorf, los aplausos fueron para Lenstra”.

Y el Leeuwarder Courant, periódico de la región de Frisia, sacó una edición especial en la que destacaba: “No era solo un partido. Era una herida abierta. Y Abe la cerró con dos goles”. Y remataba: “La ovación por el segundo gol fue tan grande que parecía que jugásemos en casa”.

Abe Lenstra, ídolo del Heereveen y de los Países Bajos.

Así que la victoria Oranje en Düsseldorf dio origen a una rivalidad histórica que viviría uno de los episodios más memorables en dieciocho años más tarde.

Esta vez sí, en una final de la Copa del Mundo. Nada más y nada menos que la de 1974, disputada en el corazón de la República Federal de Alemania.

***

En esos 18 años de espera entre el partido de Düsseldorf y la final del Mundial 74, Alemania y Países Bajos sólo se vieron las caras en una única ocasión: un amistoso disputado en el Olympisch Stadion de Ámsterdam el 26 de mayo de 1970 que acabó en empate a uno y que a los germanos les sirvió de preparación para un Mundial de México 70 que los neerlandeses verían por televisión.

Antes, alemanes y neerlandeses siguieron su propio camino sin cruzarse siquiera. Los alemanes intentando revivir su éxito en la Copa del Mundo sin conseguirlo, aunque afinando mucho la puntería, ya que en 1958 y en 1970 alcanzaron las semifinales y en 1966 llegaron a la final y la perdieron en la prórroga en Wembley ante Inglaterra encajando uno de los goles más polémicos de la historia de los Mundiales.

La Oranje, en cambio, no pudo lucir hasta la eclosión de la Naranja Mecánica, conformada por una conjunción de jugadores excepcionales que, además, jugaban al fútbol de otra manera: alternando posiciones continuamente, ocupando espacios, moviendo la pelota a una velocidad endiablada y buscando siempre la portería contraria.

Fútbol total se le llamó a eso.

Y lo acabó de encajar Rinus Míchels, con Cruyff, Neeskens, Jansen, Van Hanegen, Krol, Rep, Rensenbrick o Arie Haan.

Rinus Michels conversa con Johan Cruyff, Johan Neeskens y Rudd Krol.

Tan buenos eran los neerlandeses y tan automatizado tenían ese fútbol total que practicaban que durante el Mundial arrasaron en todos los encuentros que disputaron. Quizá el hecho de disputar la Copa del Mundo en Alemania, el país más odiado por los futbolistas neerlandeses, también tuviera un papel relevante en la forma en la que la Oranje afrontó ese Mundial.

Porque, curiosamente, y al contrario que los protagonistas del encuentro de Düsseldorf de 1956, prácticamente ningún futbolista de la Naranja Mecánica había nacido cuando se produjo la invasión nazi de los Países Bajos. 

Tan sólo Jan Jongbloed, el portero y el más veterano del equipo, que había nacido en 1940, podría recordar algo de ese momento histórico. Porque Willem Van Hanegen nació en enero de 1944 y apenas tenía un año cuando los nazis volvieron a Alemania con el rabo entre las piernas. El resto nacieron todos después del final de la Segunda Guerra Mundial. Pero todos, sin excepción, tenían marcado a fuego los sinsabores de sus familiares y odiaban casi visceralmente a los alemanes.

Y hay muchas historias que lo refrendan. Como la de Willi Lippens, el jugador que podría haber cambiado esa historia de confrontación. Willi nació en Bedburg-Hau, una pequeña ciudad de Renania del Norte-Westfalia situada a apenas cinco quilómetros de la frontera neerlandesa, de madre alemana y padre y abuelos de los Países Bajos que sufrieron en sus carnes la brutalidad nazi.

El extremo era un futbolista excepcional y se convirtió en un ídolo en el Rot-Weiss a mediados de los sesenta para fichar después por el Borussia Dortmund.

Con el Mundial de Alemania en 1974 en el horizonte, el seleccionador germano Helmut Schön decidió convocarlo para la Mannschaft, pero su padre habló muy seriamente con él y lo convenció: no podía jugar con Alemania habiendo sufrido tanto su familia por culpa de Alemania.

Así que Willi Lippens se negó e inmediatamente entró en el radar de Frantisek Fadrhonc, el seleccionador neerlandés predecesor de Rinus Michels. A Fadrhonc le encantaba Lippens como jugador, pero además podía conseguir otra cosa con su convocatoria: la simpatía del público alemán en el Mundial.

Lippens, a quien llamaban “el Pato” por su curiosa manera de caminar, aceptó vestir la camiseta naranja y Fardrhonk le hizo debutar en un partido amistoso contra Luxemburgo en el que los tulipanes vencieron por seis tantos a cero. Lippens marcó un gol en su debut, pero no volvería a defender jamás la camiseta de la Oranje.

Willi Lippens marca su único gol con la Oranje en su único partido.

Y es que en plena vorágine antigermana en la selección, Lippens no sólo había nacido en Alemania (“el medio nazi”, le habían llamado algunos de sus compañeros en el bus camino del estadio), sino que no hablaba neerlandés, así que los futbolistas de la Naranja Mecánica decidieron no pasarle la pelota.

Ni hablarle siquiera.
Ni dirigirle una mirada más de la cuenta.

Y, claro, así era imposible que lo volvieran a llamar y que, en caso de que lo hicieran, él quisiera volver a ir a la selección.

Al futbolista que podía haber suavizado las relaciones entre neerlandeses y alemanes no le dejaron hacerlo los pesos pesados de la Oranje.

***

Y toda esa rabia contenida, ese afán de venganza, esa oportunidad de derrotar y humillar a Alemania dentro de un campo de fútbol se le presentó a la Oranje el 7 de julio de 1974 en el Estadio Olímpico de Múnich.

Ya en el túnel de vestuarios, algunos alemanes estaban literalmente cagados de miedo al girar la cabeza y ver la tranquilidad pasmosa con la que los neerlandeses afrontaban el partido más importante de sus vidas.

El volante Bernd Hölzenbein lo relató años más tarde de esta manera: “Intimidaban por su tranquilidad. Estaban completamente relajados. Cruyff fumaba, otros reían. Parecía que ya habían ganado antes de salir al campo”.

Si a eso le unimos que los de Rinus Michels llegaban a la final sin perder un solo encuentro y habiendo arrollado a Argentina (4-0), a la RDA (2-0) y a Brasil (2-0) en la segunda fase sin encajar ni un solo gol, los temores de Hölzenbein no parecían infundados.

Y mucho más cuando los alemanes vieron cómo al minuto de juego la Oranje anotaba de penalti el primer gol del encuentro sin que ni un solo jugador germano hubiera tocado aún la pelota.

Momento en el que Cruyff es derribado dentro del área alemana.

Pero el fútbol es caprichoso y, a veces, incomprensible. Alemania superó sus miedos para ir creciendo poco a poco en el partido y fue el mismo Bern Hölzebein el que provocó el penalti que Paul Breitner convirtió en el momentáneo empate a uno. De hecho, los neerlandeses, claramente disconformes con la pena máxima que les pitaron en contra, le apodaron desde entonces y por algunos años “el autor del piscinazo”.

Minutos más tarde Alemania remontó definitivamente el partido con el gol de Müller y los de Rinus Michels fueron incapaces de desplegar su juego durante la segunda parte y equilibrar una final que se les acabó escapando para desesperación de futbolistas y aficionados.

Una derrota que marcó muchísimo a aquellos futbolistas debido a sus propias experiencias personales familiares y que, en cierto modo, puede que la provocaran por un exceso de presión o de tensión que dificultó una puesta en escena más natural en el partido decisivo.

Un ejemplo claro son las palabras de Willem Van Hanegen, cuyo padre fue ejecutado por los nazis en 1944 y que también perdió a un hermano en un bombardeo, años después: “No me importaba por cuánto ganásemos mientras los humillásemos (...) Odio a los alemanes. Los odio. Mi padre, mi hermano y muchos amigos murieron durante la guerra. Cada vez que juego contra ellos quiero destruirlos”.

Pero incluso el mismo Johan Cruyff, que evitó hacer declaraciones incendiarias durante el Mundial, reconoció más tarde: “No queríamos perder contra ellos. No era sólo fútbol. Era algo más”.

Pero perdieron. Y esa derrota los dejó muy tocados.

Müller sentenció con su tanto la final del Mundia 74 y hundió a Países Bajos.

Aunque cuatro años más tarde ese gran equipo, esta vez sin Cruyff, se volvió a plantar en la final de una Copa del Mundo. ¡Que se dice pronto!

Y, además, dejando atrás a Alemania, con la que empataron a dos en la segunda fase del Mundial de Argentina 78, camino, otra vez, de la final. Una alegría que no compensaba aún la derrota de cuatro años atrás.

Sobre todo, porque en esa gran final, volvieron a caer.
Otra vez.
Y otra vez contra el anfitrión.

Aunque esta vez, pese a doler mucho, dolió un poquito menos.

***

Dos años después, la Naranja Mecánica volvió a verse las caras con Alemania. Fue en la fase final de la Eurocopa de 1980, disputada en Italia, y ambos compartían grupo con griegos y checoslovacos. El primero del grupo se clasificaría para la final y el segundo para el tercer y cuarto puesto.

En la primera jornada Alemania batió a Checoslovaquia con un tanto de Rummenigge, mientras que los tulipanes se deshicieron de los griegos con un tanto de Kist. Cumplieron ambos, así que en la segunda jornada se vieron las caras con el liderato en juego.

Aunque habían pasado ya seis años desde la final del Mundial de 1974, Países Bajos alineó a un buen puñado de futbolistas que jugaron ese encuentro: Arie Haan, Ruud Krol, René Van de Kherkof y Jhonny Rep. 

Ninguno de los germanos había jugado ese partido.

Alemania impuso su fortaleza y su experiencia en un choque que Klaus Allofs pareció haber sentenciado con un gol en la primera parte y dos casi seguidos a los quince y veinte minutos de la segunda. Países Bajos, con todo perdido, tiró de orgullo, pero sólo le dio para maquillar el resultado con un tanto de Rep de penalti y otro de Willy Van de Kerkhof a falta de cinco minutos para el final.

Países Bajos volvió a casa, mientras que Alemania se clasificó para la gran final y acabó levantando su segunda Eurocopa tras derrotar a Bélgica por dos goles a uno.

El segundo envite oficial entre neerlandeses y alemanes volvió a caer del lado germano.

Otra vez.

Alemania levantó su segunda Eurocopa en 1980 en tierras italianas.

***

La venganza llegaría en el siguiente partido oficial entre germanos y neerlandeses. Aunque para eso hubo que esperar ocho años.

Pero para Países Bajos la espera valió la pena.
Muchísimo.

Fue en Hamburgo, en las semifinales de la Eurocopa de 1988 que se disputó en Alemania y que acabó ganando Países Bajos al derrotar a la URSS en la final. Es el único título internacional que los tulipanes conservan en sus vitrinas, pese a haber jugado tres finales de la Copa del Mundo (en ese momento dos).

Rinus Michels dirigía a esa selección mítica y se pudo quitar (o no, que eso nunca se sabe) la espina de la final perdida en 1974, donde también era el entrenador de la Oranje. En esta ocasión los goles de Ronald Koeman y Marco Van Basten, “el Cisne de Utrech”, le dieron la vuelta al tanto que Matthäus había marcado antes de penalti.

Justo al revés que en la final del Mundial de Alemania en 1974. Y mucho más épico, porque Koeman convirtió el penalti que empataba el partido a falta de un cuarto de hora para el final y Van Basten anotó el gol del triunfo neerlandés cuando apenas restaban dos minutos para la conclusión del encuentro.

Van Basten anota el gol de la victoria en la recta final del encuentro.

En ese instante llegó la catarsis. Los futbolistas, que eran niños cuando sus antecesores perdieron la final del Mundial de 1974, celebraron la victoria sobre el césped como si hubieran ganado la final del torneo y el público neerlandés presente en el estadio se sumó a una celebración antológica.

Y es que para los futbolistas neerlandeses presentes en el choque, éste era el partido más importante de sus vidas.

Lo dijo Koeman en la previa: “Este partido no es como los demás. No es sólo fútbol. Es una cuestión de orgullo nacional”.

Y lo explicó a la perfección Ruud Gullit: “Hace catorce años todo el país se sentó a llorar delante del televisor. Hemos venido a arreglar todo aquello”.

Rinus Michels, que también había calentado la semifinal con declaraciones del estilo, “el fútbol es la guerra”, tuvo que frenar a sus propios pupilos tras el partido. Por lo menos según el célebre guardameta Hans Van Breukelen, que contó que el técnico tuvo que pedir a los jugadores que dejaran de celebrar de una vez el triunfo ante Alemania, que tenían la final en apenas dos días, pero nadie le hizo ningún caso.

Koeman, ya en el césped, cogió la camiseta alemana que había intercambiado con Olaf Thon e hizo el gesto de limpiarse el culo con ella.

Ruud Gullit, en el vestuario, le dijo al míster tras ganar el partido: “Para mí, el campeonato está ganado. Incluso si perdemos la final, esto ya es suficiente”.

Franz Rijkaard se quedó literalmente traspuesto tras la victoria: “Cuando terminó el partido, me quedé quieto. No podía creerlo. Sentía que habíamos hecho algo más grande que ganar un partido (...) No era venganza. Era redención. Era cerrar un capítulo que llevaba demasiado tiempo abierto”.

Marco Van Basten, si es que no lo era ya, se convirtió en el ídolo de la Oranje esa noche. “Fue el gol más importante de mi carrera. No por cómo lo marqué, sino por lo que significaba (...) Sabíamos que si ganábamos ese partido, todo cambiaría. No solo para nosotros, sino para todos los que habían vivido 1974 como una herida”.

Pues eso.

Koeman simula que se limpia el trasero con la camiseta alemana.

La celebración en las calles de las principales ciudades de los Países Bajos fue de órdago. Y el mundo pudo leer el lema de una enorme pancarta que pasaría a la historia: “Oma, wir haben dein Fahrrad gefunden!”, que quiere decir, “¡Abuela, hemos encontrado tu bicicleta!”. En clara referencia al mayor robo de bicicletas de la historia. El cometido por los nazis alemanes en la ocupación de Holanda, cuando requisaron todas las bicicletas que encontraron en todo el país.

No hay que olvidar que las bicicletas eran en un medio de transporte ligero, silencioso, discreto y eficaz que los nazis aprovecharon para tareas logísticas y mensajería, para patrullar y para desplazarse a las zonas rurales. Y en los Países Bajos se fabricaban casi medio millón al año en 1940. 

Así que el gobierno colaboracionista neerlandés obligó a los ciudadanos a entregar sus bicicletas de manera “temporal” para contribuir al esfuerzo bélico del Tercer Reich. Evidentemente, la temporalidad se la pasaron los nazis por el Arco del Triunfo y nunca devolvieron las bicicletas.

Habían pasado más de cuarenta años de aquello, pero hay cosas que no se olvidan ni se olvidarán jamás.

Como tampoco olvidarían las generaciones venideras neerlandesas ese año de 1988. Porque además del triunfo de su selección en la Eurocopa, el Balón de Oro se lo llevó Van Basten, el de Plata fue para Gullit y el de Bronce para Rijkaard. 

Los tres neerlandeses coparon el pódium. 
Los tres futbolistas estandartes del potentísimo AC Milan de Sacchi y Berlusconi. 
Las tres estrellas de una Oranje rutilante que se había vuelto a transformar en la Naranja Mecánica y había vengado a la original ante Alemania en su propio territorio.

La reedición de la Naranja Mecánica levantó la Eurocopa de 1988. 

Pero el fútbol siempre da revancha. 
Tarda más o tarda menos, pero siempre te la ofrece.

Y apenas dos años más tarde, en el Mundial de Italia 90 los dos enemigos acérrimos volverían a verse las caras.

***

Estadio de San Siro, en Milán. 24 de junio de 1990. 75.000 espectadores se congregan para presenciar uno de los partidos estelares de los octavos de final del Mundial de Italia 90. Sobre el césped, dos candidatas a levantar la Copa del Mundo en Roma.

Alemania, subcampeona del mundo en las dos anteriores ediciones del torneo, y Países Bajos, flamante Campeona de Europa en 1988, precisamente en territorio teutón y apeando a los anfitriones en las semifinales del torneo.

Además, por si faltaba algún ingrediente, el partido es en el Milan, el cortijo de un puñado de estrellas de ambas selecciones. Los germanos del Inter (Matthäus, Klinsmann y Brehme) contra los neerlandeses del Milan (Gullit, Van Basten y Rijkaard).

Pero quizá tantas casualidades están de más.
Porque, en definitiva, es un Holanda contra Alemania con todas sus cuentas pendientes.
Y sólo una seguirá adelante.

Pese a los antecedentes inmediatos entre ambas selecciones, parece más entonada Alemania. Sobre todo porque los de Franz Beckenbauer habían comandado su grupo con una solvencia envidiable, mientras que la Oranje, entrenada ahora por Leo Beenhakker, estuvo a punto de quedarse fuera en un grupo equilibradísimo (lo compartieron con Inglaterra, Eire y Egipto) en el que empataron sus tres encuentros y jamás dieron la sensación de ser ese equipo temible que había conquistado Europa apenas dos años antes.

Y suerte que Inglaterra venció a Egipto en el único partido del grupo que no acabó en tablas, porque si no los tulipanes se hubieran ido a casa en primera ronda.

Aunque nunca se sabe... quizá para ellos hubiera sido mejor hacer las maletas que perder ante el eterno rival.

Porque ante Alemania, la Naranja Mecánica no mejoró su juego y acabó cayendo justamente por dos a uno en un encuentro tensísimo que quedó marcado por el salivazo de Rijkaard a Völler y la trifulca que los mandó a ambos a la caseta antes de tiempo.

Franz Rijkaard fue el protagonista del choque en el Mundial 90.

Es lo que tiene ser neerlandés y enfrentarte a Alemania en el terreno de juego, con todas sus cuentas pendientes. Que, de repente, un jugador exquisito se convierte en un momento de desesperación en mamporrero de los bajos fondos.

Todo sucedió muy pronto, en el minuto veintidós, tras un inicio marcado por el juego duro y las patadas de unos y de otros. En ese instante, Frank Rijkaard se lanzó con todo a por un balón que controlaba el delantero germano Rudi Völler y acabó llevándoselo por delante. El colegiado de la contienda, el argentino Juan Loustau, le mostró al holandés la tarjeta amarilla, pero justo en ese instante, cuando el árbitro se gira, el elegante centrocampista del Milan escupe a Völler en el pelo. 

El alemán se queda en shock, totalmente sorprendido por la acción de su rival, pero inmediatamente entra en cólera y se dirige al neerlandés a grito pelado y amenazándolo con la mano. Viendo que Frank incluso le planta cara, Rudi se dirige al colegiado con aspavientos y le muestra el gargajo que aún tenía adherido en la melena.

Pero Juan Loustau no quería saber nada de nada. Debió pensar que el partido se le iba de las manos y tuvo una visión fugaz del rey Salomón, el inventor del concepto de justicia salomónica, y le mostró otra amarilla al alemán por su falta de respeto.

“Encima de engañado, apaleado”, debió pensar el ariete de la Roma.
“A perro flaco, todos son pulgas”, pensaría mientras tanto el público imparcial.

Völler le enseña al colegiado el escupitajo. Éste a é, la amarilla.

Pero lo cierto es que la cosa no se iba a quedar ahí. Porque apenas un minuto más tarde, Völler va a disputarle el balón al meta Van Breukelen, que había salido a controlar un centro alemán. El portero saca la pierna en cuanto ve venir al delantero, rueda por el suelo y salta como un resorte a recriminarle la acción. Entonces aparece Rijkaard, con ganas de seguir apretando un poco más las tuercas. Se agacha y lo coge del pelo. La situación se tensa entre los futbolistas hasta que llega Juan Loustau por detrás con la tarjeta preparada en la mano.

“¿No queríais caldo, carajo? Pues dos tazas”. Mano al aire hacia la derecha y mano al aire hacia la izquierda. Amarilla para Rijkaard y para Völler. La segunda para los dos, que han de enfilar el camino a los vestuarios a los 23 minutos de los octavos de final de un Mundial.

Y ahí van ambos, entre arrepentidos y enfadados, cuando Franz Rijkaard decide culminar su obra volviendo a escupir a Völler al pasar por su lado. 

Lo que pasa es que esta vez las cámaras han pillado de pleno el escupitajo. 

El momento en qué las cámaras pillan a Rijkaard en plena faena.

Y también que Völler, una vez expulsado, debió de pensar que de perdidos al río y cuando llegó al túnel cogió del cuello a Rijkaard y lo estampó contra la pared. Por suerte se presentaron rápidamente tres tipos de seguridad y retuvieron al alemán, que no podía contenerse.

Rijkaard, un tipo tranquilo al que no se le conocían este tipo de acciones y actitudes en toda su carrera, se ganó que algunos le llamaran irónicamente desde ese día “La Llama neerlandesa”, en clara alusión al simpático animal escupidor.

Pese a que Frank fue consciente bastante pronto de su error y se disculpó con Völler nada más acabar el partido.

Pese a que, años después, ambos protagonizaran un divertido anuncio riéndose de aquella esperpéntica imagen que dio la vuelta al mundo.

Era un spot de una mantequilla holandesa y los dos jugadores salían en albornoz compartiendo un desayuno, untando mantequilla en un trozo de pan, sonriendo y haciendo honor a una frase hecha germana que dice “todo en la mantequilla de nuevo”. Que se suele usar cuando un problema que parecía enquistado se ha solucionado.

Ya. Es verdad. Que aunque no lo parecen, los alemanes, cuando quieren, también pueden ser muy finolis. En España nos quedaríamos con “No eches más leña al fuego”, “Los trapos sucios se lavan en el vestuario”, “Aquí paz y después gloria” o “Pelillos a la mar”.

En fin... qué le vamos a hacer.
Usos, costumbres, tradiciones y culturas.
Que cada cual tiene las suyas.

Dos amigos. Un anuncio. Y todo en la mantequilla de nuevo.

Los goles alemanes, por cierto, los marcaron en la segunda mitad Klinsmann y Brehme, los dos interistas. El de Holanda lo hizo, a poco del final, Koeman, que esta vez no tuvo ganas de limpiarse nada con ninguna camiseta germana. Bastante tenía con asimilar la eliminación y preparar las maletas.

Los futbolistas alemanes, en cambio, se quedaron en Italia hasta la final. La volvieron a disputar ante Argentina, como cuatro años atrás.

Pero esta vez la ganaron.
Con suerte y con polémica, pero la ganaron.
Y cosieron la tercera estrella en su camiseta.

***

Dos años más tarde, alemanes y neerlandeses volvieron a encontrarse en la fase de grupos de la Eurocopa de 1992 que se celebró en Suecia. La Naranja Mecánica, que defendía su corona de 1988 y que quería vengarse de la derrota en el Mundial de Italia, pasó por encima de Alemania con una gran solvencia y derrotó a los campeones del mundo por tres goles a uno.

Este resultado estuvo a puntito de enviar a casa a los germanos, pero los de Berti Vogts tuvieron la complicidad de Escocia, que derrotó contra todo pronóstico a la Comunidad de Estados Independientes (la CEI, en realidad, el nuevo nombre de la URSS) por tres goles a cero. Este resultado metió a Alemania en semifinales como segunda de grupo.

Ni que decir tiene que los germanos aprovecharon la ocasión y vencieron a la anfitriona Suecia (3-2) para meterse en la final de torneo, previsiblemente contra su eterno enemigo.

Países Bajos, que había sido primera de grupo, se mediría a la sorprendente Dinamarca, la cenicienta que llegó para sustituir a una Yugoslavia inmersa en una guerra devastadora, que tuvo que sacar a sus futbolistas de las playas de media Europa cuando disfrutaban en bañador de unas merecidas vacaciones.

Los daneses, sin presión, jugaron de tú a tú a los campeones de Europa y le metieron muy pronto el miedo en el cuerpo. Un inmenso Henrik Larsen adelantó a la Dinamita Roja a los tres minutos de partido, aunque Bergkamp empató veinte minutos más tarde para volver a empezar. Sin embargo, entre Brian Laudrup y Henrik Larsen fabricaron otro gol que ponía por delante de nuevo a Dinamarca apenas diez minutos después.

Los daneses aguantaron perfectamente las embestidas neerlandesas durante todo el partido, pero, al final, un gol salvador de Frank Rijkaard mandaba el partido a la prórroga a falta de dos minutos para el final.

En realidad, fue engordar para morir. Porque el marcador no se movería en el tiempo extra y Dinamarca se clasificó para la primera final de la Eurocopa de su historia en los penaltis.

De todas formas, la frustración neerlandesa se atenuó bastante apenas cuatro días después. Vamos, que sólo duró hasta que los germanos cayeron ante los daneses en una final increíble (2-0) que dio el primer título europeo (y hasta ahora el único) a la sorprendente Dinamita Roja.

Los daneses celebran el segundo gol ante Alemania en la final. 

***

Esos duelos futbolísticos cargados de rivalidad y de drama se han repetido muy puntualmente hasta hoy, ya que ambas selecciones no han tenido la suerte (no sabemos si buena o mala) de cruzarse en los momentos clave de los distintos torneos. Apenas un partido en la fase de grupos de la Eurocopa de 2004 y otro en la de 2012. Un doble enfrentamiento en la fase de clasificación para la Eurocopa de 2020 y poco más...

El destino no ha permitido que Alemania y Países Bajos, de momento, se hayan visto las caras de nuevo en la gran final de una Copa del Mundo. Aunque, caprichoso como siempre, estuvo a punto de hacerlo en dos Mundiales consecutivos.

En Sudáfrica 2010 cumplieron a la perfección los Países Bajos, que habían dejado a Brasil en el camino antes de derrotar a Uruguay en semifinales y esperaban a su eterno rival en la final. Pero Alemania no se presentó a la cita con la historia. Lo impidió España, que venció en semifinales con un cabezazo tremendo de Carles Puyol. Después, los de Del Bosque acabarían levantando su primera Copa del Mundo tras vencer en la final a la Oranje con el Iniestazo en el minuto 116.

Vamos, que Países Bajos volvía a caer en la final de un Mundial. 
Un drama.

Pero ya he escrito más arriba que el fútbol siempre da revancha, ¿no?

Pues cuatro años más tarde, en Brasil 2014, fue Alemania el que superó sin problemas el escollo de las semifinales. Lo hizo además humillando a Brasil en Bello Horizonte en la noche del Mineirazo (7-1). Pero entonces fueron los neerlandeses los que no se presentaron a su cita con la historia. Lo impidió la Argentina de Messi y Sabella, que se impuso en la tanda de penaltis a los de Louis Van Gaal tras un empate sin goles.

Y en la final, Alemania sí venció.

Curiosamente, como España cuatro años antes, con un gol milagroso también en la recta final de la prórroga. Esta vez fue en el minuto 112 cuando Goetze batió a Romero.

Cosas del destino. 
Caprichoso con unos y con otros.

Duelos épicos con jugadors épicos: Mätthaus y Van Basten.

Aunque quizá ahora convendría dejar el destino a un lado y recordar la famosa frase del mítico delantero inglés Gary Lineker. Aquella que dice que “el fútbol es un invento inglés en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania”.

Contra Países Bajos, no siempre.
Pero tampoco vamos a engañarnos... 
Casi siempre.

viernes, 7 de marzo de 2025

Las cábalas de Bilardo en el Mundial de México 86 (…y más allá)

“Al equipo le pido concentración. Un médico tiene que estar doce horas concentrado para que no se le muera el paciente. Yo pido noventa minutos nada más”.
Carlos Salvador Bilardo.

Carlos Salvador Bilardo, campeón del mundo en México 86 y subcampeón en Italia 90, recurría a una frase magnífica para definir el fútbol. Decía el Doctor: “El fútbol es lo más fácil que hay. El que inventó el color de las camisetas es un fenómeno. Si tengo tu misma camiseta, te la doy. Los del mismo color se la pasan entre ellos y patean al arco donde está el tipo que no almorzó con nosotros”.

Según Bilardo, eso es el fútbol. Lo más fácil que hay.

Lo que pasa es que hay un montón de aspectos más allá de la pelota y de a quién se la pasas que también acaban configurando el complejo universo de este magnífico deporte. Porque Bilardo fue de los primeros entrenadores en empaparse de vídeos de todos sus rivales. Porque adoptó una metodología de trabajo duro (la heredó de su maestro Osvaldo Zubeldía) a la que no estaban acostumbrados ni siquiera los futbolistas internacionales. Porque manejó un sinfín de conceptos tácticos para potenciar siempre el concepto de equipo. Porque preparó todos los detalles y entresijos que rodeaban los partidos y las concentraciones. Y todos esos aspectos, todos, también los controlaba a la perfección el Doctor. De hecho, les daba una importancia descomunal.

No sólo a las mañas, que manejaba unas cuantas.
También, y sobre todo, a las cábalas.
Porque el mundo del fútbol suele ser supersticioso.
Y Carlos Bilardo, que es fútbol en estado puro, lo era aún mucho más.

Aunque él nunca las llamaba cábalas ni supersticiones, sino costumbres. Y las definía como comportamientos que nacieron fruto del azar, pero que debían repetirse para seguir conservando la buena suerte que habían generado en un primer momento.

Juan Carlos Bilardo en la final del Mundial de México.
Foto: Peter Robinson. Getty Images.

Vamos, que si pasaba algo inusual a su alrededor y ganaba, forzaba la máquina para que el hecho inusual se convirtiera de repente en habitual.

Que se lo pregunten a los miembros de su selección en el Mundial de México 86.
Y a algunos futbolistas, técnicos y colaboradores más que se cruzaron con él en su largo camino futbolístico.

***

Pero vamos a empezar un poquito antes, con una anécdota que tiene mucho más de maña que de cábala, pero que descubre a la perfección el carácter de Bilardo y nos pone en situación.

Corría hacia su fin el mes de agosto de 1967 y Estudiantes de la Plata fue invitado al Trofeo Luis Otero de Pontevedra (Galicia). En aquella época estaban muy de moda y tenían mucha importancia los torneos de pretemporada, que permitían a los aficionados ver las nuevas incorporaciones de su equipo y de sus rivales y valorar su nivel ante la campaña que se avecinaba. En Europa, era el reencuentro de los aficionados con el fútbol tras el parón estival.

La presencia de Estudiantes de la Plata en Pontevedra fue todo un hito, pero más lo fue el desenlace del partido. Gallegos y platenses empataron a un gol y la prórroga no deshizo el empate. Así que, fieles a las costumbres de la época, el campeón del torneo veraniego se decidiría echando una moneda al aire.

El Narigón en su etapa de jugador de Estudiantes.

Y aquí es donde entra el Narigón, que se dirige a su capitán, Óscar Malbernat, y le dice: “Cacho, no importa lo que elijas. Cuando caiga la moneda al suelo, salga lo que salga, empezá a festejar y saltamos todos, nos tiramos al piso encima de la moneda y nos abrazamos”.

Dicho y hecho.

La moneda voló. Y el trofeo, evidentemente, también. En dirección a La Plata, faltaría más.

***

Esa época de Bilardo como futbolista del Pincha, en la que logró el Metropolitano y el Nacional del 67, el Metropolitano del 68, tres Copas Libertadores seguidas (1968, 69 y 70), la Intercontinental de 1968 ante el Manchester United y la Interamericana de 1969, le marcó profundamente como futbolista, como persona y como futuro técnico. Porque el Doctor se embebió de todas y cada una de las enseñanzas de un visionario del fútbol, Osvaldo Zubeldía.

El maestro Zubeldía introdujo las concentraciones, las pretemporadas y los entrenamientos dobles en una época en la que los futbolistas estaban acostumbrados a entrenar poco y disfrutar mucho. Y eso, junto con la asimilación de conceptos tácticos novedosos (fueron los primeros en tirar la línea del fuera de juego, por ejemplo) y el uso de la pizarra para todo tipo de jugadas de estrategia, fue la clave del éxito de Estudiantes que Bilardo adoptó cuando colgó las botas y se sentó en los banquillos.

Y es que estaba Zubeldía tan pendiente de los detalles y de sus futbolistas, que al finalizar un torneo argentino y clasificarse para la Copa, reunió a todos y les dijo: “A ver, ¿quién quiere casarse? O se casan ahora o durante el año ya no se casa nadie”. Se casaron siete. Entre ellos, Carlos Salvador Bilardo.

Zubeldía con los jugadores de Estudiantes de la Plata. 

Evidentemente, el Narigón heredó también algunas de las mañas de su maestro y muchas de sus cábalas. La primera, fundamental. Los futbolistas no comen pollo. ¿Por qué? No hay una explicación muy clara, más allá de que perdieron un partido después de haberse zampado uno y decidieron que nunca más. Que el pollo era “yeta”. Que era gafe. Que da mala suerte, vamos. Así que, a partir de ese instante, los futbolistas de Bilardo no comerían pollo en las concentraciones. Nunca.

***

Por supuesto, en el Mundial de México 86, el pollo no estaba en el menú de la albiceleste. En cambio, sí entraron en el menú unas nuevas rutinas, o costumbres, que los futbolistas fueron asumiendo con total naturalidad. Bueno, casi todos, porque a alguno le costó un poco más.

Por ejemplo, a Jorge Valdano: “A mí, la cábalas me incomodaban. Soy muy respetuoso con las personales, pero me molestan las colectivas. Al final del campeonato había tantas que aquello parecía una obra de teatro ensayada mil veces. La mía consistía en pensar en el partido. En los momentos previos me molestaba todo: cábalas y libros”.

La gran mayoría las tenían asumidas y perfectamente incorporadas. Como el Gringo Giusti: “El plantel se convirtió en una especie de secta en la que Carlos era el gurú. Hoy me resulta increíble que hiciéramos todo eso pensando que así íbamos a ganar un partido o un campeonato. El cuerpo técnico estaba tan compenetrado con las cábalas que no había ninguna posibilidad de romperlas u olvidarnos de alguna de las miles que teníamos”.

El Gringo Giusti celebra el pase ante Inglaterra.

Pero, ¿cuáles eran esas “costumbres” que todos fueron interiorizando con más o menos ganas? Vamos a detallar algunas.

Siempre tenían que tomar el mate a la misma hora, pasara lo que pasara.

En el bus, todos ocupaban siempre los mismos asientos. Sin excepción y sin cambios.

Washington Rivera, el jefe de prensa de la selección argentina, entraba siempre al vestuario antes de cada partido soltando una palabrota. Después, saludaba uno por uno a todos los futbolistas y salía del vestuario soltando por su boca el mismo exabrupto con el que había entrado. Todos los partidos del Mundial. Los siete que jugó Argentina.

A las cinco en punto de la tarde, ni un segundo arriba ni un segundo abajo, Carlos Bilardo llamaba por teléfono a su mujer. El Narigón lo justificaba así: “Hay que hacerlo. No sea cosa que la pelota pegue en el palo y se vaya para afuera”.

Tres días antes del debut de Argentina en el Mundial, dado lo estricto que era Bilardo con las comidas, unos cuantos futbolistas se las ingeniaron para escaparse a un centro comercial cercano y tomarse unas hamburguesas remojadas con una cervecita. Raúl Madero, el médico del equipo, los pilló y empezó a echarles la bronca, pero Bilardo, de buen humor, los dejó hacer. Eran el Negro Clausen, Burruchaga, el Cabezón Ruggeri, el Gringo Giusti y el Profe Echeverría. Ellos disfrutaron del ágape y Argentina venció.

Así que a partir de ese momento les tocó comer siempre lo mismo en ese mismo establecimiento antes de cada encuentro por orden expresa del Doctor. Eso sí, siempre los mismos protagonistas y nadie más. Pase lo que pase.

Ya sabéis, “no sea cosa que la pelota pegue en el palo y se vaya para afuera”.

Pero esto sólo es la punta del iceberg. 
Hay más… Muchas más.

***

Los integrantes de la selección argentina subían al micro que los llevaba al estadio el día de partido y cuando arrancaba, justo en ese instante, sonaba la primera nota del primero de los tres temas que iban a escuchar en el trayecto. Era “Total Eclipse of the Heart”, de Bonnie Tyler. Después venía “Eye of the Tiger”, de Survivor, y remataba la trilogía “Gigante Chiquito”, de Sergio Denis.

Las canciones sonaban así, en tirereta. Y tenían que escucharlas enteritas. Si veían que no les iba a dar tiempo, mandaban al conductor del autocar que aminorara la marcha o que, directamente, se parara en medio de la carretera. Porque cuando sonaba la última nota de la canción, el micro tenía que parar en la puerta de acceso al estadio.

¡Clac! Última nota de la canción.
¡Clac! Puerta del bus abierta.

Entrenamiento de Argentina en el Mundial de México 86.

Vamos, que a los dos policías motorizados que abrían el convoy argentino cada partido los llevaban por la calle de la amargura. Se llamaban Tobías y Jesús y casi formaban parte de la expedición argentina ya que, por más que quisieran escaquearse del servicio, no podían. Y es que Bilardo, una vez que Tobías y Jesús abrieron la comitiva el primer día y ganaron el partido, pidió que siempre fueran ellos dos quienes escoltaran el bus de Argentina.

De hecho, el día de la final del Mundial, la organización pretendía enviar más policías motorizados por seguridad y Bilardo montó en cólera. Tras un sinfín de tensas reuniones, y tras un tira y afloja interminable en el que el técnico amenazó con que ningún miembro de la expedición argentina se subiría al autobús para disputar la final, se aceptaron algunas de las exigencias de Bilardo: podían ir más policías con ellos, pero siempre detrás del autobús. Delante, a la vista de los jugadores, sólo irían Tobías y Jesús. Como siempre.

Y así llegaron al estadio Azteca el día más importante de su vida. El día de la final.
Como siempre.

Y después de haber escuchado enteritos los temas musicales de siempre.
Faltaría más.

***

¡Ah! y nadie entraba al vestuario hasta que no sonara el teléfono y lo atendiera el Tata Brown. ¿Por qué? Pues porque el día del debut de la selección argentina ante Corea del Sur, para sorpresa de todos, sonó un teléfono que había medio escondido en el vestuario. Nadie sabía quién llamaba, así que nadie lo cogía. Hasta que el bueno del Tata, harto de tanta insistencia que los estaba tensionando, descolgó.

—¡Hola! ¡Hola!—. Un silencio sepulcral retronaba al otro lado de la línea telefónica. —¡Ah, bueno! ¡Andá a la puta que te parió!—. Y el Tata colgó ante el asombro de todos.

Argentina venció 3 a 1 a Corea del Sur y, a partir de ese instante, el destino del Tata Brown como telefonista fantasma quedó sellado para siempre. Porque cada vez que los argentinos iban a entrar en su vestuario antes de cada partido, sonaba el teléfono. Entraba el Tata. Lo cogía. Evidentemente, no contestaba nadie. Y el defensa cumplía con el ritual.

—¡Hola! ¡Hola!—. Silencio sepulcral. —¡Ah, bueno! ¡Andá a la puta que te parió!—. Y colgaba.

El Tata Brown fue el autor del primer gol de la final ante Alemania.

Entonces entraban todos los futbolistas al vestuario, más tranquilos y sabiendo que alguien ya había puesto de su parte para que ganaran. Porque a nadie se le escapaba que esa llamada era un mandado de Bilardo, claro. Pero no falló en ningún partido. Jamás.

***

Tras el calentamiento y ya dispuestos para saltar al terreno de juego, el orden de salida también es innegociable. Abre la fila y salta el primero al terreno de juego Maradona, el capitán, seguido por el meta Pumpido, y cierra la fila Burruchaga. ¡Siempre! En todos y cada uno de los partidos.

El primero, Maradona. Después, Pumpido. Y el último, Burruchaga.

En esa fila está también Giusti, que el día del primer partido recibió un caramelo del médico del equipo porque la contaminación del aire y la altura te dejan la boca seca y va muy bien chuparlo. El centrocampista argentino llegó al centro del campo, hizo un agujerito en el césped y enterró el caramelo. Y Argentina ganó.

Así que todos los partidos salía Giusti chupando su caramelo hasta que lo enterraba en el centro del campo del Azteca antes de empezar cada uno de los siete duelos que disputó Argentina. Y ahí deben seguir ahora, descompuestos, todos los caramelos que enterró Giusti en un césped al que le hizo más agujeros que a un queso gruyere.

***

Sea como sea, cabuleros o no, creyentes de las costumbres o no, lo cierto es que Argentina ganó todos los partidos del Mundial de México excepto el empate a uno del segundo partido ante Italia, la defensora del título. Y se plantó en la final ante Alemania sin necesidad de disputar ni una sola prórroga, venciendo a Corea del Sur y Bulgaria, empatando con Italia y dejando en el camino a Uruguay, Inglaterra y Bélgica.

Seguro que contar en tus filas con el mejor jugador del mundo en un estado físico y mental óptimo y acompañado de un ejército de pretorianos absolutamente convencidos de que iban a ganar el Mundial ayuda y mucho.

Bilardo y Maradona protestan durante un partido.

Pero nunca está de más darle un empujoncito a la suerte.
O no tentarla, que casi viene a ser lo mismo.
Y Argentina, cargando a fuego con todas sus cábalas, ganó el Mundial y ofreció un espectáculo increíble.

***

Evidentemente, las costumbres acompañaron a Bilardo, y a los que les tocó en suerte ser sus pupilos, durante toda su larga carrera en los banquillos y sería demasiado costoso y prolijo enumerarlas todas, pero lo que pasó en el Mundial de Italia 90 es tan sumamente espectacular que merece un capítulo extra.

Ahí va…

30 de junio de 1990. Estadio Artemio Franchi de Florencia. Argentina y Yugoslavia acaban su encuentro de cuartos de final del Mundial de Italia como lo empezaron. Sin goles. Tampoco en la prórroga han sido capaces de perforar la portería rival y el semifinalista se decidirá en la tanda de penaltis.

En el arco argentino, Sergio Goycochea, que suplió a Nery Alberto Pumpido tras su gravísima lesión en el segundo partido del torneo, se mea encima. No le da tiempo a irse al vestuario, porque los penaltis están a punto de empezar. Así que se lo dice a los compañeros y éstos conforman una especie de piña para que el guardameta se alivie sin que su imagen dé la vuelta al mundo.

Una vez aliviado, Goycochea ve cómo Serrizuela pone por delante a los suyos antes de que a él le toque afrontar el primer disparo yugoslavo. Empieza su estrella, Stojkovic, que viene crecido tras hacer los dos tantos que eliminaron a España en octavos. Pero Goycochea vuela para detener su lanzamiento y poner ventaja a la albiceleste.

Aunque la alegría dura poco, porque el mismísimo Maradona y Troglio fallan el tercer y el cuarto lanzamiento para Argentina. A los yugoslavos les quedan dos penaltis por tirar. A los argentinos sólo uno y van empatados a dos en la tanda. Entonces Goyco se viste de superman y saca el disparo de Brnovic para que la albiceleste respire. Gustavo Dezotti marca el último penalti de Argentina y adelanta a los suyos. Tres a dos. La presión es ahora para Hadzibegic, que ve cómo Goycochea, aliviado y agigantado, se tira a su izquierda en una perfecta palomita y mete las manos para repeler el disparo.

Goycochea detuvo tres penaltis en los cuartos ante Yugoslavia.

Maradona y Argentina respiran aliviados mientras Goyco se pega un carrerón de cincuenta metros con los brazos en alto para celebrarlo con sus compañeros. No es para menos. Acaba de meter a Argentina en las semifinales de la Copa del Mundo. 

Y ante Italia.
Nada más y nada menos.

3 de julio de 1990. Estadio san Paolo de Nápoles. Italia y Argentina acaban de agotar los noventa minutos de juego y los treinta de propina de la prórroga sin poder decidir quién será el primer finalista del torneo. Los goles de Schillaci y de Caniggia han dejado el marcador igualado a uno. Argentina tendrá que recurrir de nuevo a los penaltis. Para Italia es la primera vez en el torneo.

Goycochea se dispone a ponerse bajo palos, pero, de repente, ve cómo sus compañeros le hacen un corrillo. Goyco no entiende nada. Entonces, se lo explican. Bilardo dice que tiene que orinar otra vez. Como ante Yugoslavia. Sergio no tiene ganas de mear, pero nadie se mueve del sitio. A mear por lo civil o por lo criminal.

Y Sergio Goycochea vuelve a orinar tapado por sus compañeros en medio de la cancha.

Y, efectivamente, vuelve a ser el héroe del partido al detener los dos últimos lanzamientos italianos. El de Roberto Donadoni y el de Aldo Serena.

Y el héroe lo volvió a hacer en las semifinales ante Italia.

Ha valido la pena forzar el pis. Porque Argentina volverá a disputar otra final de una Copa del Mundo cuatro años después de levantar la de México 86.

Lamentablemente para Argentina, para Sergio Goycochea y para Bilardo, la final no se fue hasta la tanda de penaltis, aunque faltó poco. Se decidió con un penalti, sí. Muy dudoso. Pero durante el tiempo reglamentario. Así que Goyco no pudo hacer pis y demostrar si la cábala daría resultado por tercera vez consecutiva.

Le faltó poco, pero esta vez no pudo detener el penalti de Brehme.

Para los argentinos hubiera sido maravilloso poder comprobarlo.

A los alemanes, en cambio, ya les va bien seguir viviendo con la incógnita.